Melog

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Providence, Rhode Island, ahora. Remover el pasado.

—Nunca hemos hablado de eso, doctor Herzog —La psicóloga levantó una ceja—. Creo que se esfuerza usted mucho, si se trata de un sueño.

—Entre el sueño y la vigilia —puntualizó Daniel—. Era el cumpleaños de mi hijo, se lo he contado.

—Por supuesto. Y bebió usted cerveza.

—Por supuesto.

—Hizo bien; una cena, una celebración, una cerveza. Usted no necesita medicación, no estoy atacándole.

—Ahora no. Creo.

—Cuénteme. Es importante lo que usted recuerda, sea cierto o no. Hace muchos años dijeron que hubo un cortocircuito, eso no lo sabemos. Hubo un incendio. Usted tenía seis años. Eso es real. Su madre estaba enferma, también es real, y usted vivía asustado. Su padre era un hombre muy ocupado, su abuelo era rabino. Pero no es practicante.

—No.

—¿Por alguna razón que no hayamos comentado?

—Las hemos comentado todas. En cuanto a mi hijo, preferí dejar que eligiera en su día una fe u otras opciones.

—Muy sensato por su parte.Tras celebrar el cumpleaños, y le felicito por haber cocinado al horno, usted se retiró a descansar y tuvo un sueño ligero.

—Una pesadilla entre el sueño y la vigilia.

—Un sueño ligero. —Le sonrió—. ¿Puede contarlo ahora?

La buhardilla era el santuario de su abuelo Salomón, el rabino. Desde que murió la abuela se había vuelto raro. Colocó un ladrillo desnudo en el muro y luego otro con una mezuzah. Se dejó crecer el cabello, la barba blanca y los tirabuzones. Olvidó el inglés. Solo comía lo que le servía su hija, tras hacer que jurara que era kosher. Su hija era mamá y en voz baja les comentaba que el abuelito estaba viejo y triste, mejor no hacerlo enfadar, a nadie molestaba en su buhardilla.

—¿A nadie molestaba, doctor Herzog?

La voz medida de la psicóloga le crispó los nervios. Pero estaba habituado. Suspiró largamente antes de responder.

—A mí, no.A los niños les gusta tener secretos y hablar lenguas raras, me divertía. Hasta que vinieron todos: el juez, el sheriff, la policía, y se lo llevaron.A un sanatorio mental.Ya lo hemos hablado.

—¿Por homicidio?

—Vamos, doctora, no haga juegos tontos. Nunca me falla la memoria. Profanación de un cementerio. Mi abuelo nunca mató a nadie.

—Se suicidó.

—Nunca mató a nadie.Y sí, le dejaron las filacterias, entonces esas cosas no se revisaban. Se suicidó.

—Y usted tuvo un sueño ligero con su abuelo.

—De ninguna manera. Tuve un sueño ligero con rabí Judá Loew de Praga, según lo contaba mi abuelo. Un cuento de Halloween, para que se haga usted una idea.

—Y en su sueño no hubo un cortocircuito.

—Claro que no. No eran muy normales esas cosas en el siglo XVI, doctora. En mi sueño había fuego y mi madre subía la escalera y ardía en él. Bastante razonable.

—Sin la menor duda.

—No crea. En ese sueño, mi madre ya estaba muerta.Y acaban de pasar los cincuenta minutos de la terapia.

—Si hubiera vivido usted en el siglo XIX, doctor Herzog, sus novelas por entregas arrasarían.

—Ya ve usted qué mala suerte.

—Lo espero con impaciencia el martes.

—Creo que tengo otro cumpleaños el sábado, un respetado colega. Origen ruso. Lo mismo el vodka le añade matices a mis pesadillas.

—Doctor Herzog. —Se volvió hacia ella, ajustándose el sombrero—. Sufrió usted un trauma, nada más. Está igual de cuerdo que cualquiera, merece respeto, y ha sido un buen padre. Intente recordar eso.

—Lo recuerdo cada día, doctora. Gracias.

Un otoño tardío con largas luces doradas, atardeceres ardiendo sobre hojas de cobre y plata, las últimas bocanadas de aire cálido batiéndose a muerte contra la proa azul del invierno. Y noches asomado a los tragaluces de la buhardilla, noches de luna salvaje seguida de estrellas sobre la niebla gris que repta a ras de suelo tratando de anegar la tierra. Las noches que se recuerdan una vida entera, perdiendo la mirada hacia el oeste, soñando los sueños que otros escribieron. Henry disfrutaba su incipiente madurez. Daniel podía controlar el pánico. La señora Sánchez cantaba cada mañana una copla nueva.

La humedad empezaba a pasarle factura a la buhardilla, al menos a la parte recubierta de yeso pintado. Oyó a su padre cambiando ropa ligera por la de invierno y gritó desde arriba:

—John Weiss me ha invitado a pasar el fin de semana en Providence.

—Bien. ¿Necesitarás ropa de abrigo?

—Ya lo haré yo. Por cierto, hay humedad en la pared, se ha caído un ladrillo… ¿Se supone que lo tiro o hay que hacer algo especial con él? ¿Es importante?

—¿Un ladrillo o una piedra?

—Pues… —sopló— una piedra. Tienes razón. Una piedra vulgar, más o menos como un ladrillo.

Nunca hubiera imaginado ver asomar la cabeza de su padre por la trampilla, sin que titubeara en la escalera. Sin apresurarse. Sin el tic nervioso que a veces le fruncía el ceño. Subió, se sacudió el polvo de las manos, olfateó el evidente olor a humedades y miró sus ojos de frente.

—Creo que voy a llamar a Johnson, que es un trabajador serio, antes de que llegue el invierno y te gotee la habitación. Perfecto que pases tres días fuera, es un tipo eficiente. A ver esa piedra, Henry.

—Mira.

—Ya. Una costumbre piadosa, poner una piedra desnuda en el muro para recordar siempre Jerusalén y el exilio o la diáspora.

—¿Hay que hacer algo con ella?

—Vas al lugar correcto, el padre de tu amigo Weiss es un erudito razonable en mitos judíos. Mucho mejor que yo, más distanciado. Pregúntale. Llévate la piedra si quieres mostrársela. Voy a llamar a Johnson, creo que va a llover en serio pronto. Y mete un chubasquero en la mochila, ya sabes cómo es Providence.

—¿Estarás bien?

—Si te asusta el fuego, que llueva a cántaros tranquiliza bastante ¿No crees? —Sonrió—. El sábado tengo un día completo de fiesta, volveré en taxi porque me temo que habré bebido algo de más. No pasa nada, Henry. Johnson trabajará aquí el fin de semana, por si el domingo, además de tener resaca, estoy nervioso. Vete tranquilo. Y si eso te hace sentir mejor, llámame.

Colin Johnson, recto como una larga vara, solían decir. Siempre trabajando, en el condado o más allá, precedido por esa fama de boca a oído que jamás resulta vana.Aparcó su furgoneta, aceptó un café y subió a la buhardilla con claras instrucciones. Bajó media hora más tarde, sacó su libreta y escribió un presupuesto minucioso. Daniel lo leyó. Hicieron el trato con un apretón de manos dejando claro que, como los tiempos son así, aparte de la palabra dada, Colin necesitaría una factura tras acabar y concluirlo todo. Asintió. Los tiempos son así.

A eso de mediodía empezaba a hacer frío. Daniel había decidido qué atuendo sería adecuado en un cumpleaños de los que conllevan muchos discursos e innumerables brindis. Hasta había envuelto su regalo de cortesía, se estaba divirtiendo privadamente. Oyó toser a Johnson, miró la hora y se asomó al inicio de la escalera que trepaba a la buhardilla.

—Vecino, hora de almorzar. Hay sopa y panecillos, ¿le apetece?

Bajó enharinado, cubierto del polvo blanco amarillo de la escayola vieja y de virutas de madera.

—Gracias, pero es sábado.

El humor de Daniel se ensombreció en un segundo, como si las nubes negras que ya cercaban el pueblo acabaran de arracimarse sobre su cabeza. Le quedaba una gota divertida, la última baza, y prefirió no arruinar el día.

—Seamos sensatos, Colin. Usted es judío, ya ha pecado trabajando. Y la sopa y los panecillos los hice ayer, de manera que son kosher. Elija, dos pecados o uno. Le recuerdo que ofender a quien le ofrece hospitalidad también es pecado. Sumaría usted tres.

—Tiene razón en eso, vecino. Perdone, no quería ser grosero.

—Ahí está el lavabo. Pase, quítese el polvo y almorcemos.

No hablaron de nada más que del tiempo, la lluvia y la prisa por acabar el trabajo, la salud y ciertas críticas menores hacia el alcalde. Bastante antes de anochecer Daniel se despidió dejándole un juego de llaves.

—Póngalas luego en la maceta, por favor. Supongo que mañana vendrá temprano y yo tengo una fiesta de profesores de esas de las que te levantas tarde y con resaca.

Colin lo vio salir. También vio salir volando un montón de cascotes, una nube de polvo de ceniza y una catarata de viejos ladrillos, cuando estaba a punto de rematar la limpieza de la chimenea oculta tras muchas capas de yeso. El polvo color ocre llenó la buhardilla, se le metió en la garganta e hizo que maldijera. Medio día perdido. El hueco estaba negro de hollín y cenizas compactas, húmedo igual que una turbera; hasta goteaba, porque las primeras lluvias debían haberse filtrado no solo desde arriba, sino a través del grueso muro. Maldita mil veces la obra del siglo XIX; todo arreglado con escayola y pintura de colores pastel. Empezó a retirar ladrillos uno a uno. Rojos, traídos de lejos, buena manufactura, materiales caros. Entre los cascotes y las placas de hollín había una jarra de barro. Con la tapa rota. Pensó deprisa. Una jarra ritual, seguro.Todo el mundo hablaba del viejo, el abuelo de su patrón. Y de su patrón, un hombre cabal si no le acercabas una cerilla. Miró mejor. Una maldita jarra, no un tesoro. Apartó la tapa rota y metió la mano enguantada: cenizas. Lo normal, en semejante agujero. Al aparcar se había fijado en el jardín, removido para dejar descansar la tierra y empaparse de lluvias en otoño, muy sensato. Lo limpió todo, metió en sacos los escombros y, antes de cerrar bien la puerta y dejar las llaves en la maceta, enterró la jarra rota junto al acebo del jardín. Ni se notaba. Mejor así.

 

Encontró las llaves sin problema, cerró la puerta tranquilamente, igual que sin titubeos había pagado al taxista tras despedirse de él y empujar con cuidado la verja. Se obligó a repetir que no había nada encendido, nada de qué preocuparse, nada que revisar.

Lo había pasado bien. Discursos breves, complicidad de años trabajando juntos, una larga familia dada a la música, los aplausos y el vodka en vasitos helados. Excelente cocinera la esposa del anfitrión. Gran conversadora, detallista, culta, amable sin resultar metomentodo, divertida. Muy guapa aún, con aire de matrona nada venerable, capaz de bailar hasta dejar sin aliento a la reunión y a cada uno de los que sacaba con una sonrisa muy seria y unos pies aplomados. Pasaba larga la medianoche cuando subió al taxi, de excelente humor. Y ahora bebía agua sentado en el cómodo sofá del salón, desenrollando una manta de viaje. Mejor el sofá que la escalera hasta la planta de arriba y su dormitorio. Colin lo encontraría vestido, descalzo y, tal vez, roncando. ¿Y? Se arrebujó buscando postura.

Lo sacudió suavemente. Parecía divertido.

—He traído café de casa. Caliente. Y tarta de manzana. Buenos días, doctor Herzog.

Aceptó el café y el desayuno mientras el hombre le informaba de que iba a meter lana de roca como aislante de humedades antes de rehacer el zócalo de placa de piedra y enlucirlo todo.

—Supongo que no querrá pintura color pastel, ni papel pintado o esas cosas viejas. Vamos, imagino que no.

—No, Colin. Pintura a pistola, blanca. Creo que contrastará con la piedra oscura y la madera de las vigas. La buhardilla es ahora de mi hijo, le ha dado un aire muy sencillo.

—Mejor. Mañana podré pintar si no llueve. En veinticuatro horas estará seco. Hoy la lana me llevará el día, eso y reponer el zócalo. Voy a empezar ya.

—Gracias por el café y el pastel.

—Una cosa… —Johnson, a su pesar, no podía eliminar todos sus escrúpulos de conciencia—. El muro casi se vino abajo al picarlo, encontré una mezuzah. La tengo envuelta en papel, por si usted la quiere. No me hago idea de cómo acabó en el agujero de la chimenea, se supone que debía estar en la jamba de alguna puerta. Pero no es asunto mío, claro.

—Muchas gracias. —A Daniel le duraba aún el buen humor—. Estaré encantado de conservarla, sin duda la puso mi abuelo. Yo era un niño entonces, tampoco sé cómo acabó en... ¿Una chimenea?

—Había una. Todo lleno de hollín y humedades. Hoy lo rellenaré con lana de roca y se acabó el problema. Las casas viejas son así; la gente pasaba frío y ponía estufas o chimeneas con malos tiros, a veces hasta enfermaban por el humo. Eso ya no va a pasar.

—Sin duda.

—Tranquilo, nada de chimeneas. Son poco seguras.

No lo tomó como algo personal. Se dio una larga ducha, eligió ropa y calzado cómodo y salió a pasear aprovechando el sol oblicuo. Un día sin viento ni nubes. Vio salir a sus vecinos de las diferentes iglesias cristianas, con aire de domingo. Más tarde, coincidió con Jason Müller, el cartero. Acabaron tomando una pinta y hablando de menudencias. Y aún más tarde, el sol, ya bajo en el arco del cielo, le indicó el camino a casa. No iba a cocinar. Otra parada para hacerse con pastel de carne e (inusualmente) más cerveza. Nada raro, entre sus vecinos, en domingo. Verían el partido en la televisión. Él, no. Las llaves seguían en la maceta. Revisó asuntos pendientes hasta que fue noche cerrada. Ni tan siquiera le sobresalto el teléfono. Henry lo estaba pasando bien y no volvería hasta el miércoles. Que disfrute, pensó. Saltarse dos días de clase carece de importancia. En Providence también llovía. La buhardilla estaba quedando espectacular, sí. Y se había puesto un poco fino de más en la fiesta, todo vodka del bueno. En taxi, claro que volvió en taxi. Colgó, buscó entre las cintas de video, y cenó pastel frío de carne con cerveza viendo Alexander Nevski sin subtítulos. El silencio de la casa casi lo arrullaba. Hacía años que no pasaba una velada tan pacífica. Tal vez nadie sabe del todo lo que es la felicidad, pero eso se le parecía mucho.

Rachel Johnson era una mujer sensata, aplomada, siempre segura de sí misma. No perdió el tiempo cuando, a la tenue luz de las farolas de la avenida, vio a su marido caminando con los ojos abiertos, hablando entre dientes, con el terror grabado en el rostro mientras seguía dormido. Rápida y de puntillas cerró la puerta de la habitación de las niñas, regresó al dormitorio cerrando también a sus espaldas y encendió la luz del baño antes de acercarse al hombre.

—Colin, cariño —le susurró suavemente, sin perder de vista sus manos—, vuelve a la cama. Solo es una pesadilla, Colin. Un mal sueño. Estás en casa, con tus hijas y conmigo. Estás a salvo.

Se despertó gritando, con aquella expresión de horror irracional que Rachel no recordaba desde años atrás. Síndrome del veterano, estrés postraumático. Se le había ido pasando. Tenía mucho trabajo diario, un grupo de apoyo, sus tres niñas y a ella. Ahora parpadeaba, sudoroso y jadeante. Rachel frunció el ceño. No se parecía a lo que ella recordaba tan bien. Esta vez la había reconocido a la primera, sin lagunas.Tan solo parecía aterrorizado, como un niño en mitad de una tormenta. Le sonrió.

—¿Quieres que nos demos una ducha juntos? Sobrará tiempo para un desayuno tranquilo, incluso para que los dos lleguemos temprano al trabajo.

—Tal vez no sobre tanto. —Colin le devolvió la sonrisa.

Una nueva vida

Praga, siglo XIX.

Un mes después se casaron y pasaron su luna de miel visitando a sus familiares en Marsella y a sus amigos en Paris. A su regreso la casa estaba lista. Sus familias les dieron la bienvenida. La pareja estaba exultante y deseando comenzar su nueva vida.

La primera noche en la casa ella se levantó en silencio, durante largo rato se quedó mirando las escaleras que llevaban al desván. Siendo muy pequeña era su lugar favorito, se pasaba las horas jugando con los tesoros que había entre el polvo. Sé escondía en los armarios, debajo de las mesas, entre las sombras, era parte del lugar. En ocasiones jugaba al escondite con sus padres y no la encontraban hasta que ella salía. Ahora, a oscuras, descalza y con la respiración de Barak de fondo, se acercó a la ventana, llovía mansamente. Cuando era niña hubo un momento en el que todo comenzó. ¿Pero qué pasó entonces? Casi no salía de casa, su padre se pasaba las horas fuera y mama tenía su sombrerería, su niñera casi nunca le permitía jugar fuera. El desván era su lugar secreto donde todo era posible y entonces llegó alguien para acompañarla en su soledad.

Barak se la encontró sentada en la puerta de la casa, con la mirada perdida y llorando desconsoladamente mientras susurraba:

—No dejes que me lleve, papá. No dejes que me lleve.

El pasado quedó olvidado por un tiempo. Lo real era el presente: las obras. Bitia dibujó la bailarina. Barak la llenó de vida.

Ella solía bajar cada mañana, muy temprano, con un tocado diferente. Veía como sus dibujos se hacían realidad. Los vacíos se llenaron de estanterías, las paredes se revistieron de maderas y papeles de pared de brillantes colores. El mostrador se labró a diferentes alturas para que los niños pudieran ver todo lo que había más allá.

Un lugar diáfano, con cristaleras por donde entraba la luz y escaparates en los que su imaginación ya creaba futuras escenas en movimiento para los más pequeños y los no tanto.

La casa fue haciéndose habitable y hasta acogedora. Había dos secretos por descubrir para Barak, por qué su mujer escondía su cabello con aquella variedad de tocados, sombreros, turbantes. En Praga era conocida por su originalidad, pero en la intimidad aquello no era tan curioso. Lo que casi siempre era original, a veces le resultaba molesto.

Por otro lado, Barak intentó varias veces que subieran al desván. Todavía no se sentía preparada. Fue bajando cajas para que entre ambos decidieran qué se hacía con cada cosa.

La señora Zimmermann acompaño a Barak a su nuevo hogar, había trabajado durante años en la casa de rabí Cohen y ahora que ya no había tanto trabajo aceptó encantada ayudar a la pareja.

El tiempo fue pasando, la tienda prosperó y tuvo una primera ampliación. Lo que empezó siendo un escaparate curioso se convirtió en un referente en la ciudad. La precisión del joven y la imaginación de ella se complementaban en los talleres y en la tienda.

Su aprendizaje junto a los Heinz sobre el reloj del ayuntamiento acabó siendo una colaboración que fue alargándose en el tiempo. Bitia, mientras, buscaba lugares que la invitaran a pintar, en ocasiones, dentro de la misma casa. Los temas para los escaparates también requerían mucho trabajo. Por eso comenzó a buscar objetos que pudieran usarse y dieran originalidad.

Recordó sus juguetes y fueron poco a poco abriendo habitaciones de la segunda planta que habían permanecido cerradas. Entonces se acordó de las colecciones de cuentos que estaban en la biblioteca y le habían hecho pasar muy buenos ratos.

Comenzó a pasar mucho tiempo allí, se llevó la mayoría de su material de dibujo y estableció su lugar de trabajo. Tenía unas bonitas vistas a las traseras donde los tejados daban paso al río Moldava. Mandó volver a tapizar un par de sillones que colocó cerca de las ventanas y que podían moverse fácilmente cerca de la chimenea.

Cuando cumplieron su primer aniversario, Bitia le hizo un regalo que el joven no olvidaría jamás. En la intimidad de su habitación ella deshizo lentamente su tocado y, por primera vez, le mostro su cabello que, aunque el intuía cuál era su color por haberlo visto en otras partes, lo dejó sorprendido. El cabello caía en cascadas rojizas sustentadas por una banda que recordaba a las que llevaban las nativas americanas.

Él le pregunto por la banda y ella le habló de una cicatriz que se había hecho siendo muy niña y que la avergonzaba. Segundos después, ambos se olvidaron de lo que ocurría fuera.

Pasaron los meses y cada cosa fue ocupando su lugar. La pareja era feliz, tan solo una pequeña sombra se escondía en un rincón en lo más alto de aquel hogar. El aniversario de la muerte de sus padres, Bitia solía pasarlo despierta, leyendo en la biblioteca cerca del fuego. Era la única noche del año en la que todo parecía más oscuro y ella escuchaba sonidos que provenían del desván y que creía fruto de su imaginación. Entonces buscaba coraje en la foto que le había dado Barak en la que aparecía su mentora, le hacía sentirse más segura. A veces miraba a su alrededor y Rebeca aparecía, casi etérea. Supo por su marido que la noche de la muerte de sus padres, ella los había visitado y después la tierra se la tragó. También Barak le confesó que desde niño él creía que la joven estaba allí. No solo por el fantasma que había visto Alois, sino porque lo creía así.

Bitia le hablaba y la imagen del recuerdo de Rebeca paseaba por la habitación. Bitia sabía que ella estaba allí para protegerlos de algo. Ella siempre le decía:

—Nunca esperes que te lo cuenten, descúbrelo por ti misma.

Aquella madrugada no se quedó dormida como en los aniversarios anteriores y Rebeca le habló por primera vez:

—Ten cuidado con Melog.

Le señaló un cuadro que colgaba encima de la chimenea. Lo miró. Era una imagen onírica del barrio judío: la sinagoga Nueva Vieja y el cementerio bajo una luna llena. Y entre aquellas sombras acertó a ver una figura cerca del río que parecía surgir de la orilla del Moldava. Aquel cuadro había estado desde siempre en la casa, en el mismo lugar, y nunca le había prestado demasiada atención hasta aquella noche.

Amanecía. Sintió frío y entró en la cama donde Barak dormía. Soñó con una sombra de su pasado que tenía nombre propio: Melog. Sintió temor, un miedo antiguo, casi oxidado, encerrado en su mente y que ella no había dejado salir. Pero entre todo aquel miedo, había un destello de alegría infantil de aquellos tiempos en los que los amigos invisibles eran la mejor de las amistades.

Barak la abrazó, al parecer estaba teniendo una pesadilla. Sintió su calor y la necesidad de que su abrazo no acabara nunca. Aquella mañana llegaron tarde a sus tareas y casi nueve meses después nació su hija Débora. A partir de entonces, la señora Zimmermann tuvo más trabajo; sobre todo, ante los miedos e inseguridades de los primerizos padres.

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