Historia del pensamiento político del siglo XIX

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El hecho de que los grupos dominantes utilizaran argumentos nacionalistas en vez de civilizatorios provocó una reacción entre los portavoces de los grupos subordinados. Los magiares se habían negado a hablar alemán como lengua oficial y habían seguido utilizando el latín, hasta que en la década de 1830 empezaron a presionar para usar el húngaro, lo que llevó a los croatas a exigir el uso de su propia lengua en sus asambleas (Okey, 2000, pp. 121-125). En cuanto se descendía un nivel, la lengua, más que ser una forma de comunicación y administración, servía para dotar de identidad al grupo y sus intereses (Lyons, 2006, pp. 76-97).

El Romanticismo estimuló el interés por las lenguas vernáculas y las tradiciones, centró su atención en el folclore en vez de en la cultura de elite y convirtió a la cultura popular en un modelo para una pequeña intelligentsia de vanguardia. Si los intelectuales alemanes y franceses descubrían y hasta fabricaban épicas medievales para demostrar lo profundo que era su pasado, ¿por qué no deberían hacer lo mismo los intelectuales escoceses o checos, sobre todo si impresionaba a la opinión pública británica o alemana?[19].

Cabe vincular directamente la creciente importancia de estos intelectuales a los nuevos intereses socioeconómicos. Los periodistas, por ejemplo, proveían de prensa en lenguas vernáculas y solicitaban financiación a nuevos ricos que no se expresaban correctamente en la lengua de la elite. Lajos Kossuth (1802-1894) llegó a la política a través del periodismo. Otros intelectuales nacionalistas procedían de instituciones existentes (sobre todo las iglesias) que tenían estrecha relación con grupos subordinados, como la Iglesia católica en Irlanda, o la ortodoxa griega y las Iglesias unionistas entre los pueblos eslavos de Europa Central. A veces defendían los intereses de elites regionales contrarias a la dinastía centralizadora. El historiador nacionalista checo František Palacký (1798-1876) empezó su carrera escribiendo una historia de Bohemia-Moravia bajo el patronazgo de un noble.

Estas vanguardias intelectuales eran un reto para los defensores de una cultura dominante o histórica, que negaban que su cultura tuviera las mismas raíces históricas o igual dignidad que las demás. Había una gran variedad de fuentes históricas y culturales para apuntalar este reto. Los intelectuales dedicaron sus esfuerzos a crear más recursos en vez de interpretar los que ya estaban a su alcance. Se hacía énfasis en tres cuestiones: la cultura vernácula, la religión y el dominio político (Sobre el papel desempeñado por estos intelectuales cfr. Kennedy y Suny, 1999).

Las culturas subordinadas no solían contar con obras escritas en lenguas vernáculas, lo que impidió la estandarización en torno a un único dialecto. El lenguaje oral y escrito de la Iglesia (latín, eslavo eclesial) no solía tener nada que ver con el lenguaje cotidiano[20]. La comunicación laica escrita, en tribunales y asambleas políticas, se llevaba a cabo en la lengua de la cultura dominante. Había mucho bilingüismo o multilingüismo, así como formas lingüísticas no estandarizadas (por ejemplo, una que resultó ser una mezcla del checo y del alemán) que contravenían toda clasificación «nacional» (King, 2002). Se cambiaba de lengua dependiendo de las circunstancias sociales, y en sociedades con mucho analfabetismo la identificación de lenguas concretas por contraposición a códigos lingüísticos se convirtió en una misión imposible. La idea de «lengua», uno de los dogmas del pensamiento nacionalista, era difícil de entender[21].

Para exigir un reconocimiento igualitario había que idear una forma escrita de la lengua de la cultura subordinada. La escritura en lengua vernácula permitía imaginar la lengua como una entidad concreta y bien delimitada que una nación poseía. La nación podía incluso definirse como la comunidad imaginada de lectores en una lengua vernácula escrita y estandarizada (Anderson, 1991). Normalmente había algún tipo de forma escrita anterior en la que basarse (como el checo medieval), pero a menudo hubo que hacer modificaciones sustanciales. Se dedicó mucho esfuerzo a trabajar con los alfabetos (como el latino o el cirílico), la ortografía y la pronunciación, a estudiar qué forma dialectal había que tomar como norma, a estudiar gramática, a compilar diccionarios para purgarlos de préstamos y a acuñar palabras nuevas. Hubo batallas para promocionar la propia lengua en las escuelas y por medio de la poesía, las obras de teatro, las novelas y los artículos de prensa. Los conflictos que surgieron a causa de la lengua en escuelas, tribunales y asambleas provinciales guardaban relación con intereses materiales concretos, pues determinaron, por ejemplo, las perspectivas de trabajo para maestros o abogados. Sin embargo, estos intereses sólo se tuvieron en cuenta después de que surgiera el movimiento que promovía el uso de las lenguas vernáculas. Es difícil saber por qué ocurrió en el caso de unas lenguas y no de otras (Berend, 2003, cap. 2).

Las diferencias religiosas cuajaron en distinciones culturales y sociales. La expansión imperial en Europa Central y del Este estableció diferencias entre la religión dominante y las religiones subordinadas. En el Imperio otomano, los musulmanes gobernaban a las poblaciones cristianas. En el Imperio Habsburgo, los católicos gobernaban a otros cristianos. La expansión rusa conllevaba la primacía de la Iglesia ortodoxa rusa sobre otras confesiones. Cuando se redujeron los conflictos religiosos a partir del siglo XVII, se pasó de la conversión o expulsión a una jerarquía de Iglesias nacionales privilegiadas que toleraban a otras subordinadas.

Estas Iglesias aportaron una base institucional y una pequeña contra-elite que las culturas subordinadas utilizaron para construir un principio de nacionalidad. A finales del siglo XVIII, la Iglesia de Transilvania y el clero ortodoxo apoyaron las exigencias nacionalistas rumanas (Hitchins, 1969, 1977). La Iglesia uniata favoreció una idea «romana» de la historia rumana, cuyos orígenes situaba en la conquista de Dacia por parte de Trajano, para establecer una distinción clara entre los gobernantes magiares o alemanes y las poblaciones eslavas.

Existía una marcada diferencia en la forma en la que se elaboraban estas ideas en el Imperio otomano y en los imperios cristianos de los Habsburgo y los Romanov. Las diferencias religiosas eran mayores en el Imperio otomano (entre dos religiones monoteístas en conflicto), mientras que en otros lugares se trataba de diferencias confesionales en el seno del cristianismo. Sin embargo, el Imperio otomano garantizó mayor autonomía a los ortodoxos griegos (y a los judíos) que el Imperio Habsburgo a los no católicos o los Romanov a las confesiones no ortodoxas.

En los Imperios Habsburgo y Romanov existía una íntima conexión entre la estructura de clases y las diferencias confesionales. (Lo mismo cabe decir de Irlanda, donde el nacionalismo populista se fusionó con la religión del grupo subordinado.) No era lo que ocurría en el Imperio otomano, donde el gobierno político era un sistema burocrático-militar que dejaba a su aire a las comunidades locales mientras pagaran sus impuestos y se mostraran obedientes. Los musulmanes gozaban de ciertos privilegios, pero un sistema de millet dotaba de autonomía a las comunidades religiosas. Esta autonomía se fue incrementando a medida que el poder central se debilitaba en el siglo XIX (cfr. por ejemplo, Mazower, 2004).

La jerarquía de la Iglesia ortodoxa griega desempeñó un papel destacado en la administración del Imperio otomano en los Balcanes, lo que no favoreció la adopción de un principio nacional, ya que el vocablo «griego» hacía referencia en este caso a una amplia identidad religiosa. La nacionalidad se vinculó a la religión en instituciones semiautónomas en el seno de la ortodoxia griega, como los exarcados de Serbia y Bulgaria. Cabía expresar el nacionalismo griego en términos helénicos, muy del agrado de los europeos occidentales de formación clásica, pero también en términos de la ortodoxia griega. Ni uno ni otro tenían gran cosa que ver con la península que más tarde llegaría a llamarse Grecia.

Estas variaciones dan cuenta de las dificultades con las que se toparon los nacionalistas que querían fusionar principios religiosos y de nacionalidad[22]. Había identidades transversales (nacionalistas protestantes irlandeses, griegos ortodoxos que participaban en la administración otomana). Había comunidades laicas que no aceptaban la Iglesia «nacional» (como los conversos neoprotestantes de los territorios ortodoxos) ni la «nación sacralizada». Además, las elites eclesiales tenían una perspectiva supranacional; el papado rechazaba el nacionalismo italiano y le costaba aceptar el de católicos alemanes y polacos. Había tensiones entre las distintas elites. El clero y las elites laicas se observaban mutuamente con suspicacia debido a sus diferencias en temas relacionados con el comercio o las instituciones educativas y mediáticas. Sin embargo, en momentos de crisis se formaban coaliciones, y, a nivel popular, la identidad religiosa era el núcleo de la identidad nacional. La fusión entre religión y nacionalidad era mucho más probable allí donde un gobierno imperial actuaba en nombre de una Iglesia privilegiada frente a una cultura subordinada con diferencias sociales y religiosas.

Esta situación suscitó la cuestión del gobierno. Las naciones «históricas» disfrutaban de privilegios políticos, ya se tratara de un Estado reciente (Polonia), del gobierno de un Estado regional (alemanes, magiares) o del dominio de clase local (Italia). Los grupos culturalmente subordinados no gozaban de esos privilegios. Sin embargo, cuando los obtuvieron, algunos afirmaron tener un pasado. Los nacionalistas checos, lituanos y serbios reivindicaron los reinos y gobiernos medievales y describieron el periodo posterior como una época de derrota y declive de la nación. En algunos casos se crearon instituciones, a menudo bajo la protección de un régimen imperial, para poder debilitar a la elite regional privilegiada, como ocurrió en el caso de Croacia respecto de Hungría. Otros grupos no contaban con una historia definida ni con instituciones en las que plasmar sus nombres y símbolos, y no tuvieron más remedio que especular sobre su pasado más remoto: los rumanos desenterraron sus mitos sobre sus vínculos con el Imperio romano. Los nacionalistas eslavos aún tenían menos. En Lituania, en 1914, apenas habían empezado a investigar su historia y aún no había nada parecido a un movimiento nacionalista[23].

 

En la primera mitad del siglo XIX se elaboraron muchas historias nacionales que amalgamaban lengua, cultura, religión y estatalidad, y, curiosamente, diversas naciones que se consideraban únicas acabaron teniendo historias muy parecidas. La constatación empírica de que un grupo constituía una nacionalidad estaba vinculada a la proclamación normativa de que se trataba de una nacionalidad digna de ser reconocida y a la que se podía ser leal. En todas estas proclamaciones se recurría a la historia, a la cultura y a otros marcadores para convertir a una clase, grupo o sector en un grupo «cerrado» que se imaginaba a sí mismo autosuficiente y completo.

Monika Baar ha identificado las estrategias de cinco eruditos que escribieron la historia de naciones concretas. Dos de ellos eligieron el pasado de «naciones históricas», el polaco Joachim Lelewel (1786-1861) y el húngaro Mihály Horváth (1804-1878), y Baar demuestra que recurrieron a las mismas estrategias intelectuales que los historiadores de los tres grupos subordinados, a saber, Simonas Daukantas (lituano, 1793-1864), František Palacký (checo) y Mihail Kogălniceanu (rumano, 1818-1891). Muy influidos por la Ilustración escocesa y los escritos históricos románticos de la Restauración francesa[24], estos hombres escribían

una historia completa de su propia nación, desde sus orígenes hasta tiempos recientes, desde una perspectiva novedosa que «democratizaba» todo aspecto de la historiografía: el sujeto, el medio y la audiencia (Baar, 2010, p. 47).

La nación reemplazó a la dinastía como sujeto principal, aunque la historia que se escribía narrara las gestas de una dinastía. La historia se escribía en la lengua «nacional», lo que a menudo suponía olvidarse del lenguaje académico adquirido y trabajar en la lengua «nacional» para convertirla en el vehículo de la historia «nacional». Palacký empezó su carrera narrando la historia en alemán, pero luego pasó al checo. Al final, estos académicos acabaron escribiendo para una audiencia nacional. Su grado de éxito dependió de la nueva formación de las elites. Palacký tuvo una audiencia mucho mayor a mediados de siglo que Daukantas o Kogălniceanu.

El giro hacia una lengua «nacional» dependió de los esfuerzos de los movimientos que defendían la reforma de su lengua. A veces contaban con la ayuda de nuevos emperadores que fomentaban el uso de las lenguas vernáculas, en parte por motivos utilitarios (por ejemplo, el emperador austríaco Francisco José quería elevar los niveles educativos) y en parte para socavar a la cultura local dominante (como cuando Rusia favorecía el lituano en vez del polaco).

La escritura de la historia nacional se vio limitada por las fuentes disponibles, pues se privilegiaba a la historia «científica» basada en fuentes originales. Era una limitación negativa contra la que se luchaba aduciendo argumentos sobre la falsedad o autenticidad de los documentos sin entrar en su contenido. Por ejemplo, se describía a los eslavos como pueblos pacíficos y trabajadores sometidos al expolio de depredadores como los alemanes o los magiares.

Baar analiza qué preocupaba a estos historiadores. En primer lugar, constataban la existencia de un origen de ancestros grecorromanos o germánicos, que a menudo se esgrimía contra los grupos dominantes[25]. Luego contaban relatos sobre épocas doradas (la época husita en el caso de los checos, la pagana para los lituanos, la época de Dacia para los rumanos), tras la cual llegaba la caída, descrita como el inicio del feudalismo y de las conquistas dinásticas. El feudalismo había convertido a la nación en una clase subordinada. La democratización y la emancipación de los campesinos, puntos cruciales en los programas nacionalistas, suponían una vuelta a la época dorada. A veces, las conquistas dinásticas se consideraban una etapa en sí, la época moderna tras el fin del feudalismo, con los tres imperios dinásticos de Europa Oriental asentando su dominio. En el caso de los historiadores de los grupos dominantes (polacos, magiares, italianos), el tema principal eran las conquistas dinásticas.

Lo fundamental desde el punto de vista político era si las instituciones esenciales en la historia de la nación guardaban alguna relación con las instituciones del presente. Cuanto mayor era la subordinación de un grupo, menor era esa relación. Por lo tanto, se daba gran importancia a la lengua, la religión y la etnia, no para elaborar «tipos» de nacionalismo, sino para identificar a «la nación en su conjunto» como portadora de derechos políticos. Los distintos tipos de nacionalismo combinaban estos elementos. El nacionalismo «cívico» daba por sentado que existía una cultura dominante que no aparecía en los programas nacionalistas (sólo se describe por su etnia a las minorías, nunca a las mayorías [Kaufmann, 2004]). El «nacionalismo étnico» recurría a marcadores aparentemente «naturales» para dotar de visibilidad a las culturas subordinadas. Los nacionalistas mezclaban los marcadores para incluir, excluir y coordinar a las elites, lograr apoyos y legitimar sus exigencias políticas[26].

Existe un caso concreto de nacionalismo «subordinado» que hace hincapié en la religión, la lengua y la etnia en vez de en la alta cultura y las instituciones. Me refiero al nacionalismo judío. En Roma y Jerusalén (1862)[27], Moses Hess se inspiró en el auge y éxito del nacionalismo europeo (sobre todo en la reciente victoria de Italia sobre el Papado), entendido como fuente de antisemitismo. Hess hizo hincapié en la etnia, en la identidad racial[28] e incluso en la lengua (hebreo) y, aunque no fuera popular, primó el judaísmo como identidad colectiva sobre el judaísmo como religión[29]. Afirmaba que su nación era una entre muchas, pero también era única puesto que tenía una misión que cumplir en el mundo. Al final, como otros nacionalistas, Hess comparaba la realidad parcial e incoherente del presente con un pasado imaginario en el que los judíos eran un pueblo «pleno» que ocupaba su tierra natal, e imaginaba un futuro en esa patria reclamada. Los judíos no podrían sentirse en casa en países extranjeros hasta que fueran, como otros extranjeros, huéspedes respetados con un país propio. Al igual que a otros nacionalistas, a Hess le preocupaba una posible asimilación a la cultura dominante a través de la nación e ideó la noción del «judío que se odia a sí mismo», ese judío que niega que los judíos constituyan una nación. (Hess había trabajado íntimamente con Marx y Engels. El «judío que se odia a sí mismo» era el equivalente nacionalista al traidor de clase con su falsa conciencia de clase.)

El sionismo hubo de enfrentarse a un grupo radicalmente «incompleto», pues los judíos se habían visto obligados a ocupar nichos geográficos y ocupacionales fuera de su «patria». Los nacionalistas describían en sus discursos al antiguo Israel e insistieron, a través del movimiento de los kibbutzim, en la cooperación y la autosuficiencia. Era una forma de transformar a las comunidades judías en una sociedad «plena», en la nación que eran en tiempos bíblicos. En Hess, esta falta de plenitud radical da especial claridad a la lógica de la ideología nacionalista desde un punto de vista dual: el destino específico de la nación judía es parte de un proceso mundial de creación de naciones esencial para la humanidad. Acaba Roma y Jerusalén señalando la importancia de la historia como proceso mundial:

Cuando tras la catástrofe final de la vida orgánica aparecieron las razas históricas en el mundo, les fue asignado a los pueblos su posición y papel de forma simultánea. Así también tras la catástrofe final de la vida social, cuando el espíritu de las naciones históricas alcance su madurez, también nuestro pueblo, con el resto de nacionales históricas, asumirá simultáneamente su lugar en la historia (Hess, 1958, p. 89).

Las dinámicas del sionismo eran diferentes a las de otros casos, en los que la mayor parte de los miembros de la nación, en cuyo nombre hablaban los nacionalistas, vivían en la misma patria[30]. Hess es un buen ejemplo del «efecto dominó» del discurso nacionalista. A medida que los movimientos nacionalistas empezaron a obtener éxitos políticos (como en Italia entre 1859 y 1860), quienes abogaban por otras naciones imitaban sus discursos introduciendo las modificaciones necesarias.

Hess fue el mayor teórico del sionismo en el siglo XIX y Herzl su principal político. Herzl afirmaba que, de haber leído la obra de Hess, se hubiera ahorrado escribir El Estado judío. En opinión de Herzl no había que argumentar a favor de la nación judía, que ya era una realidad surgida del antisemitismo excluyente, y se dedicó a elaborar un programa político práctico.

La elaboración de diversas lenguas, culturas e historias nacionales a principios y mediados del siglo XIX podría considerarse la primera etapa de los movimientos nacionalistas descritos por Hroch. Pequeños grupos de intelectuales, religiosos y seculares, afirmaron que las naciones existían y reclamaron para ellas reconocimiento y respeto. Sin embargo, estas exigencias hallaron poco eco, y no había programas políticos ni movimientos nacionalistas (Hroch, 1985, 1996). La segunda etapa comenzó cuando se formaron pequeños movimientos políticos y, en la tercera, el nacionalismo se convirtió en un movimiento de masas[31]. Cuando el discurso nacionalista abandonó los argumentos empírico-normativos para crear el núcleo de una ideología pensada para movimientos políticos, desarrolló un carácter programático: el tercer elemento necesario para completar el principio de nacionalidad.

EL NACIONALISMO COMO PROGRAMA POLÍTICO

Las revoluciones de 1848-1849 introdujeron en la política los principios de nacionalidad elaborados por los intelectuales[32]. Aunque la revolución no logró generar estados nacionales, puso el asunto en la agenda política, se aprobaron algunos programas y se alentó una redacción más «realista». A medida que se iban confeccionando programas nacionalistas, otros se animaban a redactar programas propios (Dowe, 2001; Sperber, 2005).

La difusión del principio intelectual se incentivó desde arriba en las autodenominadas nacionalidades históricas. La capitulación de los príncipes ante los movimientos populares en tierras alemanas, en febrero/marzo de 1848, arrojó como resultado unas elecciones pactadas, una Asamblea Nacional alemana y un sufragio masculino de base amplia. Se decidió que las elecciones se celebrarían en territorio de la Confederación Germánica, lo que incluía a los principados austríacos de Bohemia y Moravia. Quienes hablaban en nombre de la nación checa pidieron que se boicotearan las elecciones. Los hablantes de checo se declararon leales súbditos del emperador Habsburgo y de las provincias históricas de Bohemia y Moravia, y rechazaron las exigencias nacionalistas alemanas[33]. Una vez que los nacionalismos en lid se movilizaron y obligaron a la gente a elegir un bando, hubo una rápida polarización (Deak, 1979; Havránek, 2004).

El gobierno Habsburgo se dio cuenta de que podía enrolar a nacionalismos subordinados para defenderse de la amenaza más peligrosa: el nacionalismo dominante. Croatas y rumanos actuaron contra los rebeldes húngaros. Los nacionalistas húngaros se negaron a hacer concesiones a grupos étnicos a los que consideraban autónomos desde el punto de vista cultural, pero no políticamente (Okey, 2000, cap. 5). La Asamblea Nacional alemana hizo algo parecido al aprobar medidas para quienes no hablaban alemán sin reconocerlos políticamente[34].

 

Allí donde había habido un reconocimiento mutuo, la crisis política acabó minándolo. Los liberales prusianos habían apoyado la causa polaca antes de 1848 y concedido autonomía al Gran Ducado de Posnania, la parte de Polonia que había caído bajo dominio prusiano tras la partición de Polonia. Pero cambiaron de política, lo que suscitó conflictos nacionalistas en Posnania y condujo a una frontera étnica que favorecía a los alemanes. La decisión recibió el visto bueno de la Asamblea Nacional alemana (Breuilly, 1998b; Namier, 1948). Surgieron conflictos similares entre alemanes e italianos en el Imperio Habsburgo, y entre alemanes y daneses en Schleswig-Holstein. La revolución había estimulado el debate político público, la organización y la rápida elaboración de programas por parte de aquellos que se habían convertido, aunque fuera por poco tiempo, en políticos profesionales de la oposición.

De manera que «la primavera de los pueblos» se convirtió en «la pesadilla de las naciones» (Langewiesche, 1992). Tampoco hay que exagerar. El atractivo del nacionalismo variaba según las regiones y tenía poco eco popular. La historiografía nacional dominante pasaba por alto los problemas sociales y económicos[35].

El auge de los movimientos nacionalistas subordinados tuvo repercusiones significativas a largo plazo para el nacionalismo dominante. Los nacionalistas polacos empezaron a hacer énfasis en el catolicismo y en el pueblo, lo que debilitó su capacidad para concitar apoyos, por motivos históricos, en aquellas zonas donde no había una cultura popular polaca. La política se centró en tareas de corte social en diferentes territorios, y la contrarrevolución marginó al nacionalismo programático durante décadas. El auge de 1863 únicamente se apreció en la Polonia rusa, y a los nacionalistas les costó coordinar sus acciones en los territorios fragmentados. Sólo el colapso del poder imperial tras la Primera Guerra Mundial dio alas a un nuevo programa para la independencia polaca (Davies, 1962).

En Hungría, radicales como Kossuth aprendieron en 1848 la lección de que había que construir un programa federalista y multicultural que atrajera a los no magiares. Pero Kossuth estaba en el exilio, y el nacionalismo populista sólo ganó puntos en Hungría tras su muerte. En cambio, la estrategia de la elite, tras la derrota de Austria a manos de Prusia, fue buscar la autonomía interna. Los húngaros procuraron una asimilación forzosa de los no magiares manteniéndolos a su vez en posiciones subordinadas.

Hungría pudo permitírselo gracias a los golpes contra la autoridad de los Habsburgo, en 1859 y 1866, que acabaron con su expulsión de Italia y Alemania. El imperio se fraccionó en sus partes constituyentes nacionales, tal y como habían vaticinado que ocurriría los defensores de la nacionalidad histórica en 1848, aunque no fue como ellos habían predicho.

En el Imperio Habsburgo el principio de nacionalidad justificaba el conflicto interno: entre alemanes y checos, entre magiares y sus adversarios eslavos y rumanos. En el Imperio otomano, la creación de nuevas comunidades políticas –en Grecia primero y en Serbia y Rumanía después– dotó al principio de nacionalidad de una nueva función: legitimar la creación de estados. Cada nuevo Estado se consideraba el núcleo de un futuro Estado-nación mayor, y sus gobernantes usaron el argumento nacional para justificar una política exterior que les causaba problemas con sus vecinos. El nacionalismo en los imperios otomano y Habsburgo también tuvo puntos de contacto, como cuando Serbia y Rumanía reclamaron el territorio «nacional» en el Imperio Habsburgo, o cuando las elites nacionalistas occidentalizadas de dicho imperio elaboraron la ideología utilizada por los estados autónomos[36].

Los movimientos separatistas obviaron las dificultades de formular un programa y cubrieron el expediente exigiendo independencia y libertad a un extranjero opresor. Sin embargo, los movimientos nacionalistas más exitosos de la década de 1860 fueron los movimientos de unificación de Alemania e Italia. La unificación es más compleja que la secesión, pues requiere algo más que el colapso de un Estado o una victoria militar. La unificación implica cooperación entre un Estado existente (Piamonte, Prusia) y un movimiento que ha hecho suyo el principio de nacionalidad. Para mejorar esta cooperación, era esencial redactar una constitución que extendiera el principio monárquico del Estado dominante a todo el territorio nacional al tiempo que daba expresión al principio de nacionalidad. La constitución ordenaba la creación de un parlamento electo, lo que convertía a la «política nacional» en algo rutinario. Este modelo fue utilizado por otros movimientos nacionalistas, que apelaban a estados-nación existentes para que los ayudaran a establecer estados-nación similares (Breuilly, 1993, cap. 4).

LA DIFUSIÓN DEL DISCURSO NACIONALISTA

He descrito el auge del principio de nacionalidad: de las proclamas civilizatorias de Francia y Gran Bretaña a los argumentos sobre la nacionalidad histórica de alemanes, italianos, magiares y polacos, así como a los grupos culturales subordinados que utilizaban nociones como la cultura vernácula, la religión popular y la etnia. La función, cada vez más populista, del lenguaje político empujaba al discurso en dirección etno-cultural, incluso allí donde existía una tradición previa de formular la nacionalidad en términos elitistas. El éxito de la unificación italiana y alemana volvió atractivo el principio de nacionalidad y lo convirtió en un modelo programático para otros. Los opositores políticos también se apropiaron de él para justificar sus exigencias, aunque fueran básicamente de carácter religioso o social. Los autodenominados estados nacionales recurrieron a argumentos nacionalistas para justificar la implementación de políticas a nivel interno y externo.

Tradición y nacionalismo

El auge del principio de nacionalidad obligó a los conservadores no nacionalistas a subirse al carro. El principio de nacionalidad siempre se había asociado a valores liberal-democráticos y radical-populistas que no gustaban a los conservadores. El zar era el padre del pueblo, el emperador Habsburgo estaba por encima de los orígenes nacionales. Los imperios empezaron a pensar en la estrategia de dar alas a las nacionalidades para que se neutralizaran entre sí, pero los disuadió la posibilidad de que fuera una amenaza para su ideal de orden. Los Habsburgo no emanciparon a los campesinos de Galitzia en 1846 tras haber acabado con el nacionalismo de los terratenientes polacos. Tampoco lo hicieron en Lombardía-Venecia después de 1848 (Sked, 1979). Los británicos sostuvieron a la clase anglo-irlandesa propietaria de la tierra hasta bien mediado el siglo. Los Romanov no tenían intención de destruir a la elite nacionalista polaca como clase propietaria tras el levantamiento de 1830-1831.

Era más fácil dar los primeros pasos conservadores en territorios nacionalmente homogéneos. Conservadores inconformistas, como Disraeli o Bismarck, se dieron cuenta de que había apoyo popular para las políticas antiliberales en casa y fuera. De forma más radical, aunque autoritaria, el imperio plebiscitario de Luis Napoleón minó el liberalismo y la democracia a nivel interno y utilizó el principio de nacionalidad en sus relaciones exteriores.

Los conservadores de principios de siglo intentaron construir una tradición nacional basada en la monarquía, la fe y la jerarquía. En Gran Bretaña se recuperaron los argumentos de Burke. En Francia y España, los monárquicos difundían la idea de que el auténtico espíritu del país residía en la monarquía, la diversidad provincial y una poderosa Iglesia católica. En el último tercio del siglo XIX, los conservadores se habían apropiado de este tipo de argumentos junto a otros, como el antisemitismo, y los utilizaron contra los principios liberal-democráticos de la nacionalidad (cfr. el estudio de Rogger y Weber, 1966).