Historia del pensamiento político del siglo XIX

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III

SOBRE EL PRINCIPIO DE NACIONALIDAD

John Breuilly[1]

COMENTARIOS INTRODUCTORIOS

La nacionalidad puede entenderse como un hecho o como un valor. Para entenderla como valor primero hay que construirla como hecho. En primer lugar: las naciones existen; en segundo lugar: las naciones son portadoras de valores. Sin embargo, las naciones pueden ser un hecho sin que haya que considerarlas por ello portadoras de unos valores en los que basar programas culturales o políticos.

El concepto de nacionalidad se basa en tres aspectos: la humanidad se divide en naciones; las naciones son dignas de reconocimiento y de respeto; el reconocimiento y el respeto requieren de autonomía, lo que normalmente quiere decir independencia política en el territorio nacional[2]. De manera que el principio de nacionalidad es empírico, es una reivindicación de valores y una meta política, y cada elemento monta sobre el anterior. Se trata de relaciones lógicas que no aparecen necesariamente en ese orden cronológico. Este principio es un producto de la Europa del siglo XIX[3]. Las estructuras empíricas, normativas y programáticas fueron adoptando formas cada vez más complejas, diferenciadas y conflictivas, a medida que el principio de nacionalidad iba asumiendo un papel mayor en la cultura y en la práctica políticas.

Estas consideraciones constituyen la base de la estructura de este ensayo. Tras una breve introducción histórica analizo cómo fue evolucionando el principio de nacionalidad tras 1800. En mi opinión cabe distinguir cuatro grandes fases: la nación como civilización, la fase histórica, la étnica y la racial. El discurso nacionalista no pasó de una fase a la siguiente sin más: se fueron añadiendo estratos a medida que el principio iba siendo más y más aceptado. Al convertirse en un principio fundamental de la cultura política propició la creación de estados-nación, un gran cambio que restó credibilidad a la defensa de principios políticos alternativos.

Una última observación introductoria. Las doctrinas nacionalistas no fueron obra de «grandes» pensadores como en el caso de las doctrinas socialistas, liberales y conservadoras. Los «pensadores» más influyentes no fueron originales. Mazzini es tedioso de leer, porque más que argumentar afirma; aparte de que sus «ideas» se difundieron a través del ejemplo personal y la acción, no por ser originales. Los pensadores originales, en cambio, a veces impusieron su pensamiento en lugares distantes. Herder influyó más sobre el nacionalismo eslavo de mediados del siglo XIX que sobre el nacionalismo alemán de su propia época. La obra de Fichte, Discurso a la nación alemana tuvo menos impacto en la Alemania napoleónica que en la guillermina. Las ideas originales sobre la nacionalidad ejercieron cierta influencia, como probablemente demuestre el caso de Thomas Carlyle (Mandler, 2006, cap. 3), pero lo cierto es que el principio de nacionalidad evolucionó y se difundió gracias a pensadores de segundo orden, historiadores, lingüistas, especialistas en folclore, que se comunicaban a través de redes formadas por universidades, periódicos y asociaciones culturales o políticas y vivían en un entorno que propiciaba las políticas nacionalistas. Voy a centrarme en estas redes más que en pensadores y obras individuales[4].

LA IDEA NACIONAL ANTES DE 1800

En términos generales, la «nación» remitía a las elites e instituciones políticas que constituían monarquías territoriales[5]. Fue adquiriendo significados relacionados con la alta cultura, un territorio específico y sus habitantes tras una larga historia de gobierno estable sobre una región principal, como ocurrió en Francia e Inglaterra. Se implementó su uso en el conflicto político interno, por ejemplo en los llamamientos al «patriotismo» efectuados tanto por opositores como por gobernantes. Los escritores de la Ilustración dieron un sentido colectivo a la idea nacional al identificar etapas de la historia y representar a unas «naciones» progresistas que imbuían a sus instituciones políticas del espíritu o carácter nacional. El primer Romanticismo definió a la nación como una identidad cultural colectiva encarnada en una lengua, unas costumbres y unos valores. Estas ideas fueron adquiriendo fuerza a finales del siglo XVIII, cuando las revoluciones, en Francia y en las Américas, legitimaron a la «nación» como nueva forma de Estado.

LA NACIÓN CIVILIZADA

Francia: la grande nation

En los inicios, el principio de nacionalidad se refería a la alta cultura, a los derechos de propiedad individuales y al gobierno constitucional. Tuvo gran fuerza en la primera fase de la Revolución francesa, pero los aspectos liberales de la idea de nacionalidad pasaron a segundo plano cuando la política se truncó en guerra y se empezó a hacer hincapié en la acción pública heroica en vez de prestar atención a la vida privada. Benjamin Constant analizó este giro de forma magistral. Formuló la distinción entre la libertad antigua y la moderna, basándose en la idea de libertad en el Estado y respecto del Estado. Para Constant, las aberraciones del periodo jacobino/napoleónico, con su pasión por las virtudes públicas antiguas y el heroísmo, siempre fueron un enigma[6].

La nacionalidad francesa se expresaba en la grande nation (Godechot, 1956). La preocupación por el orden marginó las versiones democráticas y republicanas de la nacionalidad. Los nacionalistas liberales posteriores a 1815 no podían rechazar la Revolución en bloque, pero sí quisieron explicar ciertas «aberraciones», como el Terror y las guerras de conquista. Los historiadores liberales describían la historia nacional como un proceso progresista y civilizador, y a Francia como modelo para otras naciones. Utilizaron el principio liberal de la nacionalidad contra radicales y monárquicos, sobre todo durante la Monarquía de Julio. Algunos de los autores que expusieron este punto de vista tuvieron poder político, especialmente Guizot (Crossley, 1993).

Los radicales plantearon todo un reto intelectual al formular un principio de la nacionalidad alternativo inspirándose en el jacobinismo, con su lenguaje político universal, sus modelos clásicos y su displicente desprecio hacia las tradiciones monárquicas francesas. Jules Michelet se interesó por ese cambio, pues entendía a la nación como una fuente de valores espirituales, que, en la era moderna, sería capaz de reemplazar a la Iglesia. Tiñó de emoción las tenues nociones de razón y progreso, convirtiendo a la historia nacional en una religión que procedió a insertar en un marco histórico universal. Temas como la lucha, la derrota y la resurrección permitían entender la historia nacional y resultaban atractivos para los lectores cristianos de todas las confesiones. Michelet quiso superar la diferencia entre lo étnico y lo cívico, presentando a la nación francesa moderna como una triunfadora combinación de elementos celtas, germánicos, griegos y romanos (Crossley, 1993, cap. 6).

Hubo otros que utilizaron el tema de la nacionalidad. Luis Napoleón explotó el mito napoleónico con gran éxito para ganar las elecciones en diciembre de 1848 y justificar su golpe de Estado (con menos éxito) en 1851. Invocó a la grande nation para promocionar la causa nacional en ultramar. Pero el bonapartismo fue un fenómeno político ambiguo y oportunista, difícil de relacionar con un principio de nacionalidad coherente. Los monárquicos no fueron, por el momento, capaces de desplegar un principio de nacionalidad influyente.

El impacto de la Revolución francesa en Europa

Se ha dicho que la Revolución francesa y las guerras napoleónicas difundieron el principio de nacionalidad más allá de Francia, pero la misión universal de la grande nation dejó de resultar atractiva cuando adoptó la forma de imperialismo militar. Los adversarios de Napoleón creían que la única forma de derrotarlo era emulando sus movilizaciones en masa y su modo de hacer la guerra: para ello había que apelar a la nación. Al rechazar los argumentos sobre la razón universal y la superioridad de las naciones civilizadas sobre las atrasadas, los pensadores fueron formulando argumentos sobre las naciones como algo único y natural (Dann y Dinwiddy, 1987).

Lo anterior no nos debe llevar a pensar que la idea nacional inspiró una resistencia popular significativa contra Napoleón. Las reacciones más eficaces contra el emperador se inspiraron en el uso, más provechoso, de valores e instituciones antiguas; pensemos, por ejemplo, en el rechazo a la revolución atea por parte de los clérigos. Además, los reformadores ilustrados importaron principios franceses, como el derecho individual a la propiedad o la necesidad de contar con ministerios eficaces. Los nacionalistas románticos y demócratas acabaron marginados, aunque los gobiernos no dejaron de explotar su retórica. Allí donde se gestó resistencia popular al gobierno de Napoleón fue porque se guiaron por valores tradicionales que no casaban bien con el principio de nacionalidad; y allí donde las ideas ilustradas o románticas sobre la nacionalidad cobraron protagonismo, quedaron confinadas a las elites. La posterior construcción de mitos nacionalistas exageró la importancia del nacionalismo de elite y de la resistencia popular, amalgamándolos (Rowe, 2003).

Sin embargo, en lo que a la doctrina nacionalista respecta, el imperialismo napoleónico estimuló nuevas ideas, asociadas con el Romanticismo político alemán de Herder y de Fichte, que, si bien no tuvieron importancia política en el momento, posteriormente causaron un impacto mayor. Herder criticó duramente los juicios ilustrados, con sus diferencias entre atrasado y avanzado, progresista y reaccionario. Detestaba especialmente a Voltaire, cuya contabilidad histórico-moral denunciaba sin freno. Afirmaba que las naciones eran únicas. Sus argumentos se basaban en la inconmensurabilidad de las lenguas, pero Herder los fue extendiendo a otras prácticas sociales. En vez de considerar que el carácter nacional era el resultado de un condicionamiento común (la idea de David Hume, 1994a), lo entendía en calidad de espíritu vital o principio animador[7].

 

Herder murió antes de que el imperialismo napoleónico alcanzara su culmen. Sus argumentos antifranceses y antiilustrados hallaron eco en sectores de las elites alemanas. Fue en unas conferencias pronunciadas por Fichte en 1807 en la ciudad de Berlín, a la sazón ocupada por los franceses, cuando este realizó una adaptación asombrosa de sus ideas a la nueva situación política; en sus Discursos a la nación alemana afirma Fichte que los alemanes son la única nación teutónica que ha conservado su auténtica lengua original. Existe un acalorado debate sobre si la nación de Fichte es de carácter étnico, cultural-lingüístico o cívico, pero, al margen de esa cuestión, el interés de Fichte por el grupo natural, prepolítico, llevó al principio de nacionalidad a una conclusión clara y extrema. El problema era que la nación había olvidado su auténtico yo (de ahí que no pudieran resistir a la conquista francesa), pero la situación se podía arreglar por medio de la educación y la creación de una identidad colectiva basada en la lengua común. Más tarde, otros intelectuales, como Jahn y Arndt, quisieron encarnar la «alemanidad» en deportistas y soldados voluntarios, expresando asimismo un odio virulento hacia los franceses[8].

El censor francés permito a Fichte pronunciar sus conferencias ante una audiencia cerrada, de elite, ante las que habló de educación y de reforma de la lengua, no de guerrillas ni de insurrecciones populares. Tuvo poca influencia en su época. Las ideas de Herder, con su hincapié en la cultura popular, los campesinos y los artesanos, tuvieron una influencia mayor en el nacionalismo de pueblo pequeño. En Alemania fue la amalgama liberal de progreso y nacionalidad cultural lo que dominó el discurso nacionalista durante gran parte del siglo.

Gran Bretaña: más civilización que nacionalidad

En la Europa posterior a 1815 primaba el principio nacional liberal y su combinación de alta cultura, propiedad individual y gobierno constitucional. Cabría pensar que esto sería tanto más así en Gran Bretaña, donde las instituciones respondían más claramente a estos principios. Pero, aunque el nacionalismo liberal francés se expresó en un lenguaje combativo contra las amenazas de la revolución y la contrarrevolución, en Gran Bretaña retuvo el carácter empírico que le imprimiera David Hume. El pensamiento político británico hacía hincapié en los logros civilizatorios a los que había dado lugar la formación del carácter de las elites (Mandler, 2006, esp. la «Introducción»). La idea nacional era demasiado envolvente, demasiado inclusiva y democrática, demasiado continental. Tras 1848, los pensadores políticos británicos afirmaron que el genio nacional residía en una conducta empírica, basada en el sentido común, y en una reforma cuestión a cuestión (Grainger, 1979). Fue el resultado de una comparación autocomplaciente entre el estallido de la revolución en el continente y el fracaso del reto cartista en 1848[9]. Carlyle formuló una visión de la nacionalidad alternativa, inclusiva, pero expresada a través de líderes heroicos. Tuvo poca influencia, excepto por el hecho de que suscitó gran admiración hacia líderes del nacionalismo extranjero como Kossuth y Garibaldi[10]. Esta perspectiva explica también la falta de interés por los asuntos constitucionales: el diseño detallado era algo continental, inferior a una constitución «no escrita». Los argumentos políticos de corte moral procedían en la Inglaterra victoriana del radicalismo y del cristianismo evangélico, no del nacionalismo (Mandler, 2000). A medida que los grupos excluidos de la «nación» (es decir, sin derecho a voto) fueran adquiriendo las cualidades empíricas de las clases superiores podrían ser admitidos en su seno. De manera que en los debates sobre el sufragio se hablaba en términos de «respetabilidad». La democratización se inscribió en la historia en forma de progreso nacional, pero se evitó el uso de un lenguaje doctrinario o que pudiera plantear conflictos. Hubo autores que criticaron estos valores por autocomplacientes, enmarañados y etnocéntricos, como John Stuart Mill, George Elliot o Matthew Arnold, pero con sus críticas sólo reforzaron la idea de que en Gran Bretaña la nacionalidad funcionaba así (Collini, 1988; Varouxakis, 2002). La idea de la nación inclusiva fue tenida en cuenta, pero conceptos como identidad cultural y carácter nacional fueron frágiles, siempre a punto de ser desbancados por las nociones de civilización, liderazgo de elite y cristianismo (sigo en gran medida a Mandler, 2006)[11].

LA NACIÓN COMO FENÓMENO HISTÓRICO

El discurso

Fuera de Gran Bretaña y de Francia no se daba esa convergencia entre alta cultura, economía de mercado y gobierno parlamentario que la nacionalidad, en cuanto civilización (empírica y misionera), decía poder describir y justificar. De manera que en otros lugares la perspectiva civilizatoria de la historia se proyectaba hacia el futuro.

Estas ideas fueron retomadas por elites que actuaban en nombre de nacionalidades culturalmente dominantes. Los nacionalistas alemanes e italianos decían disponer de una alta cultura digna de respeto que querían expresar en un Estado nacional (Breuilly, 1996, cap. 2; Riall, 1994). Los magiares de la mitad oriental del Imperio de los Habsburgo, asustados por la profecía de Herder de que se verían atrapados entre las ruedas de molino de la nacionalidad alemana por el norte y de la eslava por el sur, en 1848-1849 exigieron la autonomía a Viena y el control sobre los no magiares, e incluyeron en su programa nacionalista el impulso del comercio y la reforma agraria (Barany, 1968; Okey, 2000, cap. 4). La nobleza polaca quería sacudirse el dominio de los Romanov, Hohenzollern y Habsburgo basándose en un nacionalismo aristocrático, aunque para ganarse a los liberales franceses y británicos se presentara como un movimiento progresista pugnando por la libertad (Snyder, 2003).

Los defensores de la nacionalidad histórica presuponían una íntima conexión entre dominio y cultura. En Gran Bretaña y Francia fue evidente en las regiones célticas, donde la integración política sólo se dio a nivel de elites. Los terratenientes galeses, así como los burgueses de Dublín, Belfast, Glasgow o Edimburgo, fueron asimilados por la clase gobernante nacional. A mediados del siglo XIX, Francia contaba con muchos súbditos que no hablaban francés, aunque las elites provinciales fueran totalmente francesas en sus puntos de vista culturales y políticos[12].

Las divisiones culturales se convirtieron en un problema con la democratización. Existía la pretensión de imponer la cultura inglesa o francesa a nivel popular. El régimen de la Restauración de la Francia posterior a 1815 no relajó esta política, si bien concebía la cultura nacional más en términos católicos y jerárquicos que laicos y democráticos (Lyons, 2006). John Stuart Mill afirmó que asimilar las culturas pequeñas, atrasadas y periféricas (los bretones, los galeses) a la cultura dominante era indispensable para generar el consenso público necesario en una democracia liberal. Los argumentos de Mill tuvieron peso en la época y se ha hablado mucho de ellos recientemente[13].

La definición de la nacionalidad de Mill incluye una exigencia política:

Se dice que una porción de la humanidad constituye una nacionalidad cuando lo que une a sus miembros son simpatías comunes que no existen entre ellos y cualesquiera otros, lo que los lleva a cooperar con más agrado entre sí que con cualquier otro pueblo. Desean vivir bajo el mismo gobierno y que ese gobierno esté compuesto exclusivamente por sus miembros o por una porción de ellos (Mill, 1977b, p. 546).

Esta definición llevó a Mill a argumentar a favor de la separación política de las nacionalidades:

Suele ser condición necesaria de las instituciones libres que las fronteras de los gobiernos coincidan con las de las nacionalidades (Mill, 1977b, p. 548).

Sin embargo, Mill moderó esta propuesta, teniendo en cuenta, por ejemplo, la distribución geográfica de las poblaciones nacionales. Lord Acton criticó el argumento de Mill, exigiendo que se mantuviera la distinción entre cultura (nacionalidad) y política (independencia) (Acton, 1970b).

Lo que considero más preocupante no es la idea de que una comunidad política requiera una cultura nacional y una democracia representativa, sino el argumento de Mill sobre la civilización. Mill creía que si una minoría civilizaba gobernaba a una mayoría menos civilizada no podría hacerlo en democracia, una postura que adoptó pensando en el gobierno británico de la India[14]. Allí donde naciones civilizadas vivían codo con codo, debía haber una separación política; Mill apoyaba la autonomía de los canadienses franceses por este motivo (Varouxakis, 2002, p. 18). En cambio, allí donde una mayoría civilizada gobernaba a una minoría atrasada, Mill opinaba que no debía haber separación política sino asimilación cultural. Como señala en su pasaje más famoso sobre este asunto:

Nadie puede suponer que no resulte beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa penetrar en la corriente de ideas y sentimientos de gentes muy refinadas y cultas, ser un miembro de la nacionalidad francesa, admitido en términos igualitarios a todos los privilegios de la ciudadanía, compartiendo las ventajas de la protección de Francia y la dignidad y el prestige del poder francés. La alternativa sería enfoscarse en sus propias rocas, convertirse en una reliquia semisalvaje de tiempos pasados, girar en su pequeña órbita mental, sin participar ni interesarse por la marcha general del mundo. Lo mismo cabe decir de los galeses y de los escoceses de las Tierras Altas, todos miembros de la nación británica (Mill, 1977b, p. 549).

No debemos proyectar nuestra forma actual de ver las cosas sobre este pasaje. Mill no estaba afirmando que hubiera que acabar con todas las costumbres galesas o bretonas («modos de vida»). Este pasaje es muy anterior a la cultura de masas y a los estados intervencionistas con una cultura «pública» extensa y una cultura privada limitada. Sin embargo, era una época en la que el proyecto de escolarización obligatoria en Gran Bretaña había suscitado la cuestión del lenguaje en el que debía impartirse la enseñanza y dado lugar a un debate sobre cómo hablar inglés «adecuadamente». El impacto de este tipo de ideas en Europa Central y del Este fue muy importante.

Las ideas de Mill se basaban en diferencias evidentes entre los civilizados y los atrasados, y volvieron a estar en el candelero durante los procesos de democratización. En Europa Central, la «nacionalidad» como concepto político estaba vinculada a la alta cultura. En 1600, ser polaco significaba ser un miembro privilegiado de la república polaco-lituana. De manera que los grupos privilegiados pudieron hacerse eco de las ideas de Mill durante los conflictos políticos que se agudizaron en 1848. Para las audiencias liberales de talante «milliano», era muy importante que los defensores de causas nacionales –griegos, alemanes, polacos, húngaros, italianos– dejaran claro no ya que sus naciones existían, sino asimismo que eran civilizadas.

El proceso adquirió aún más fuerza en Europa Central de la mano de disputas históricas. Hegel había convertido la idea de progreso en un proceso mundial al afirmar ante quien quisiera oírle: «África no tiene historia». El filósofo alemán ha sido muy criticado, pero hizo el esfuerzo pionero de construir una historia mundial localizando a la cultura clave de cada época histórica[15].

La distinción entre naciones «históricas» y «no históricas» tuvo eco en la Europa del siglo XIX. Karl Marx y Friedrich Engels recurrieron a ella para justificar su apoyo u oposición a exigencias nacionalistas en conflicto (Cummins, 1980; Nimni, 1991; Rosdolsky, 1986). Se ha dicho que emitieron juicios pragmáticos sobre qué movimientos nacionales podían promover u obstaculizar el progreso hacia el socialismo, y también que expresaron su temor a que el zarismo explotara el sentimiento eslavo para promover una contrarrevolución. Sin embargo, al menos Engels, afirmaba que los eslavos (exceptuando a los polacos) eran ruinas, fragmentos de una cultura anterior que debían ser asimilados por las naciones no eslavas. Engels calificó a la historia de los Habsburgo de centralizadora y progresista. Apoyaba el gobierno de las nacionalidades dominantes del Imperio Habsburgo y su asimilación de los pueblos «no históricos»[16].

 

Mill y Engels distinguieron entre nacionalidades (civilizadas, históricas) que debían fundar estados y otras (atrasadas, no históricas) que no debían. Hallamos conclusiones similares en Mazzini; eso sí, sin apoyatura en argumentación alguna. Su programa para la Joven Europa reproduce algo similar a las proyecciones hegelianas que Engels tiene muy presentes cuando se refiere a los pueblos «históricos»[17].

La aplicación del discurso

El discurso de la nacionalidad histórica era fundamental para las exigencias hechas en nombre de alemanes, italianos, magiares y polacos. La idea central era cierta preocupación, obsesión incluso, con la modernidad entendida desde una perspectiva liberal. Sin embargo, hubo que evitar la mera emulación de las variantes francesa y británica de la modernidad y darles un giro nacionalista con ayuda del principio de la nacionalidad histórica. (Estudios recientes que no se citan en otros lugares: Denes, 2006; Wingfield, 2003).

Existían diferencias importantes. En Polonia había imperado desde hacía mucho tiempo una concepción aristocrática de la nacionalidad polaca. Había habido un Estado polaco hasta 1795, y existía una relación directa entre dicho Estado y los defensores de su restauración en el siglo XIX. Democratizar el principio de nacionalidad supondría no sólo desmantelar el orden aristocrático, sino asimismo acomodar a vastos contingentes que no hablaban polaco. La escala del problema se pudo comprobar en Galitzia, en 1846, cuando los campesinos se mostraron contrarios al levantamiento de los propietarios de la tierra nacionalistas y cerraron filas con la monarquía de los Habsburgo. El suceso demostró que las dinastías tenían a su disposición una opción populista que podían utilizar contra el nacionalismo elitista (Gill, 1974; Snyder, 2003).

En Hungría predominaba la cultura magiar aristocrática. Eran territorios autónomos gobernados por una dinastía extranjera y había un porcentaje significativo de personas entre la población sometida que no hablaba húngaro. Pero, al contrario que en el caso polaco, el área central de Hungría contaba con un campesinado que hablaba magiar e hizo una revolución en 1848-1849 tras la proclamación del fin de la servidumbre. Llevaban esperando la independencia más tiempo que los polacos y la alta cultura magiar dejaba mucho que desear. Los nacionalistas húngaros tenían la ventaja de que dirigían sus exigencias políticas a una dinastía, no a tres, como los polacos, y existía la posibilidad de un compromiso sobre autonomía interna, puesto que los Habsburgo gobernaban en calidad de reyes de Hungría, no de emperadores. En 1848-1849, los revolucionarios que ya habían obtenido concesiones del gobernante (las Leyes de Abril) insistieron en que no se rebelaban contra su rey (Deak, 1979).

Los magiares compartían con los polacos el problema de que el llamamiento popular a la nacionalidad, basada en una cultura y en una lengua comunes, podía no ser tan conveniente allí donde las masas campesinas eran de otra etnia, hablaban otra lengua o presionaban para llevar la reforma agraria mucho más lejos de los que las elites nacionalistas estaban dispuestas a aceptar. Cuando la constitución dual de 1867 dio la autonomía al Reino de Hungría, la ficción de una «nación que es una e indivisible» desató reacciones antinacionalistas.

En Italia, ya bien entrado el siglo XIX, hombres como Cavour preferían hablar francés que italiano. No es ya que Italia estuviera políticamente fragmentada, sino que había mucho gobierno extranjero: los Habsburgo en el norte, los papas en el centro y los Borbones en el sur. Sólo un puñado de estados territoriales y dominios locales podían considerarse italianos. Italia estaba muy fragmentada y no había una cultura común ni una lengua que hablaran todos, de manera que hubo que crear una alta cultura[18]. Mazzini soslayó el problema. Italia, decía, contaba con la ventaja única de estar unida por «vínculos sublimes e indisputables» y por una lengua común (Mazzini, 1907, pp. 53-54).

Los estados alemanes estaban gobernados por príncipes y elites. La alta cultura alemana se había construido con gran eficacia, y ya a mediados del siglo XIX había arraigado en los curricula de los Gymnasien y universidades. El sistema jurídico-político alemán era muy laxo. Se hablaban dialectos, pero eran dialectos del alemán. Los nacionalistas alemanes podían argumentar que constituían una nacionalidad y que bastaría acabar con la fragmentación para crear un Estado nacional. Sin embargo, la falta de dominio extranjero privaba a los nacionalistas alemanes de un enemigo exterior; además, los contrapuestos intereses de Estado y los conflictos entre Austria y Prusia obstaculizaban la unificación (Breuilly, 1996; Vick, 2002).

Estas cuatro naciones podían decir, por causas diversas, que formaban una nación histórica caracterizada por el dominio y la alta cultura. Los visionarios liberal-radicales de una Europa nacional emprendieron a mediados del siglo XIX la unificación de Italia y Alemania, así como la restauración de Polonia y Hungría. Las víctimas serían los pequeños estados de los territorios italianos y alemanes, amén de los Imperios Habsburgo y Romanov. Monarquías como el Piamonte y Prusia fueron partidarias de esta idea, por la que tuvieron que renunciar a algunas de sus prerrogativas por más que a la opinión pública liberal le siguiera costando aceptar cualquier otra forma política que no fuera la monarquía. Cuando Grecia, Bélgica, Serbia y Rumanía adquirieron la independencia política, adoptaron una forma de Estado monárquica, a menudo importando al rey de la rama colateral de una familia real arraigada, lo que demuestra lo conservadora que era la ideología de la nacionalidad histórica.

Hubo otra víctima potencial del principio histórico-liberal de la nacionalidad: las nacionalidades «no históricas». En ellas se diseñó un principio de nacionalidad diferente y 1848 aceleró y cristalizó su evolución.

LA NACIÓN COMO ETNIA

Términos como «no histórica» o «carente de historia» se consideraban denigrantes para las naciones a las que se aplicaban. Hoy usamos otras expresiones como comunidad étnica no dominante (Hroch, 1996: 80). En realidad, estos términos reflejan la idea nacionalista de la conexión entre identidad e historia. Así que aquellos nacionalistas que defendieron la causa de nacionalidades no históricas se centraron en la construcción de una historia nacional.

Los modelos más antiguos de dominio y alta cultura no se formularon en términos de grupos «homogéneos», sino de un orden social jerárquico en el que los que estaban en la cúspide no tenían la misma cultura que los que conformaban la base. Si la jerarquía social era estricta y las diferencias culturales estaban claras, algo cada vez más evidente a medida que uno se desplazaba por Europa de oeste a este, era difícil que la cultura de la elite resultara atractiva para el pueblo. La movilidad social iba acompañada necesariamente de una asimilación cultural. Un inmigrante de lenga checa, establecido con fortuna en Praga, aprendía alemán y se aseguraba de que sus hijos fueran educados en la cultura alemana (Cohen, 1981).

Existen muchas razones que explican por qué fue decayendo este tipo de asimilación. La economía dinámica generaba más oportunidades de ascenso social de lo que resultaba manejable para el orden tradicional, y los hombres nuevos –agricultores, comerciantes y manufactureros– crearon su propio grupo identitario. La emancipación de los campesinos también dio lugar a una gran movilidad y minó la jerarquía social. Gellner formuló una teoría de la industrialización y del desarrollo desigual para explicar el surgimiento de tales movimientos nacionalistas. Hroch vincula la eclosión de pequeñas naciones en Europa Central con el crecimiento de ciudades mercantiles en las regiones manufactureras y dotadas de una agricultura comercial. Berend ha hecho hincapié en el papel del atraso económico y en la coexistencia de resentimiento hacia «Occidente» con un deseo de emularlo (Berend, 2003, especialmente caps. 2 y 3; Deutsch, 1966; Gellner, 2006; Hroch, 1985).