Historia del pensamiento político del siglo XIX

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Carlyle insistía en que los líderes heroicos debían desempeñar un papel destacado en el seno del Estado. Esta institución era un símbolo de la comunidad moral y tenía poder para impulsar la cooperación y facilitar el progreso humano. La idea de Estado de Carlyle se sustentaba en su creencia de que, puesto que los héroes políticos captaban al menos algunas de las realidades subyacentes del universo, serían capaces de entender los requerimientos de su propia época. Estas figuras, como Cromwell en el pasado y, quizá, Sir Robert Peel en el futuro, no deberían ver obstaculizada su labor por la burocracia, por formas pasadas de moda del mundo antiguo ni por la panacea de la democracia parlamentaria. En Latter Day Pamphlets (1850), Carlyle retrata a Peel como la figura central de «Nuevo Downing Street», un sistema de liderazgo administrativo que dirigiría al Estado adaptándolo a las realidades del mundo moderno (Carlyle, 1893c, p. 78; Seigel, 1983). La única institución democrática del entorno político esencialmente autoritario concebido por Carlyle es la Junta de Sondeos, que informaría a Nuevo Downing Street de las reacciones populares frente al liderazgo, para poder determinar los cursos de acción más adecuados dadas las circunstancias (Carlyle, 1893c, pp. 204-205; cfr. Rosenberg, 1974, pp. 176 ss.).

Los reparos de Carlyle a lo que consideraba los grandes engaños políticos de su época se publicaron inicialmente en una serie de ensayos críticos, en los que se retrataba la locura de aquellos tiempos en términos displicentes y a menudo bárbaros. En otras obras hablaba de la ética filantrópica, defendiendo la emancipación de los esclavos de las Indias Occidentales y de Estados Unidos junto a una remodelación de las instituciones penitenciarias de su propio país. También abordó la literatura y el teatro modernos, así como el clima religioso de la época. El tono de estos panfletos refleja la frustración de Carlyle ante lo que consideraba falta de inteligencia de sus contemporáneos, incapaces de apreciar la corrupción moral de su cultura. No era ya que se equivocaran en sus puntos de vista, sino que, al parecer, habían abrazado la falsedad deliberadamente como forma de vida y de pensamiento. «Todas las artes, todas las industrias y empresas […] llevan en el corazón un veneno fatal, carecen de la inspiración de Dios, al contrario (merece la pena pensarlo), es un Demonio que se autodenomina Dios el que las inspira, y están malditas para siempre» (Carlyle, 1893c, p. 271). Pese a sus lamentos, Carlyle no abandonó nunca del todo ese aire de esperanza que asociaba al mensaje de Goethe: con un liderazgo adecuadamente heroico, se podía revivir el heroísmo residual del pueblo común y poner el timón en sus manos, trazando una ruta segura, aunque inevitablemente ardua, hacia el futuro.

En el seno del Romanticismo inglés Carlyle era, en ciertos aspectos, el heredero de Robert Southey (Eastwood, 1989, p. 315). Tanto Carlyle como Southey escribieron extensamente sobre el impacto material y espiritual de la industrialización sobre la gente corriente, y ambos se expresaron en un tono duro y autoritario. Pero, pese a su admiración por Southey, Carlyle tenía un enfoque más progresista, que encuadraba el renacer de valores preindustriales como la lealtad, la deferencia y la sociedad jerárquica en un marco político muy distinto al tradicional defendido por Southey. En este aspecto estaba más cerca de los románticos franceses de posguerra, pero estos defendían posturas cuyos aspectos democráticos y liberales no casaban bien con el autoritarismo de Carlyle.

El viso progresista de los escritores románticos franceses es evidente hasta en sus críticas al tenor irreligioso del pensamiento ilustrado. Deploraban lo que Carlyle denominaba el «ateísmo práctico» de la Ilustración porque lo consideraban un obstáculo para las tendencias liberadoras y progresistas características de la era moderna. Chateaubriand, por ejemplo, afirmaba que el catolicismo siempre había salvaguardado la libertad, y relacionaba la hostilidad de los philosophes hacia el cristianismo con su intolerancia de base: «el auténtico espíritu de los Enciclopedistas era todo furia y una intolerancia dirigida a acabar con cualquier sistema que no fuera el suyo, atentando incluso contra la libertad de pensamiento» (Chateaubriand, 1815, pp. 388-389).

El ateísmo militante era una especie de fanatismo, y el auténtico enemigo de la libertad (no la doctrina ni la práctica cristianas). La idea de Chateaubriand de que cristianismo y libertad iban de la mano halla un eco en la afirmación de Lamennais de que los impulsos humanitarios de la Ilustración se habían perdido por la aversión de los philosophes hacia el cristianismo (Guillou, 1992, p. 10; Reardon, 1985, p. 13). Lamennais rechazaba la parcialidad del pensamiento ilustrado porque era incompatible con su idea de que la vida humana transcurría en un contexto de leyes inmutables dadas por Dios. Estas leyes sólo podían llegar a conocerse e implementarse si los seres humanos utilizaban para ello toda la gama de su facultades cognoscitivas y activas. Hacía un llamamiento a la renovación de la «íntima unión existente entre fe y ciencia, fuerza y ley, entre poder y libertad» (Lamennais, 1830-1831c, p. 476; Oldfield, 1973, p. 220).

La importancia que daba Lamennais a la unificación de la experiencia humana también se encuentra en los escritos de Lamartine, aunque este último la relacionaba con la naturaleza de la poesía y el papel del poeta. Aunque la concepción del cristianismo de Lamartine tenía un aire fuertemente racionalista, este se veía compensado por su idea de que las intuiciones o sentimientos del «alma» desempeñaban un papel esencial, pues permitían sobrepasar los límites de la razón humana pura. En vez de rechazar, bien los impulsos emocionales del cristianismo, bien la razón, Lamartine intentó fusionarlos. Privó a la religión de su halo sobrenatural e infundió en la razón «ecos místicos» transmitidos por medio de la poesía romántica (Charlton, 1984a, pp. 24-26; 1984b, p. 56; Kelly, 1992, p. 187; Toesca, 1969, p. 281). Lamartine creía que la época de posguerra se caracterizaba por la difusión de la libertad, pero evaluaba esta evolución en términos religiosos: la libertad era un «misterioso fenómeno cuyo secreto pertenece a Dios, del que la conciencia es testigo y que se desvela en la virtud» (Lamartine, 1860-1866, p. 361; Fortesque, 1983, pp. 78-79; Kelly, 1992, p. 196). En la era moderna, la búsqueda de la felicidad había dado lugar a un nuevo tipo de política, que intentaba convertir a la libertad en una forma sistémica de organización social. Lamartine pensaba que la poesía podría ser de ayuda a sus contemporáneos para buscar y reintegrar esos impulsos intelectuales, políticos y espirituales que se habían vislumbrado durante la Ilustración, pero que habían acabado fragmentados debido a una concepción de la racionalidad estrecha de miras. La poesía era la «música de la razón», y Lamartine creía que posibilitaría una transformación dotando a las mentes políticas de imágenes de claridad, compasión, generosidad y moralidad (Dunn, 1989, p. 293).

Los intentos de los románticos franceses de fusionar razón y religión, realizados en nombre del interés social y del progreso político, tenían mucho que ver con su percepción de la Revolución francesa. Al contrario que los románticos conservadores ingleses y alemanes, alababan la Revolución. Así, aunque Chateaubriand se alineó con la mayoría «ultra» en la famosa Chambre Introuvable, su defensa de la Restauración y de la primera asamblea electa contenía juicios favorables sobre ciertos aspectos de la Revolución (Loménie, 1929, I, pp. 63 ss.). Condenaba los intereses «morales» que habían resultado de ella, así como la obediencia al gobierno de facto y la indiferencia ante la honestidad y la justicia, pero insistía en que la Restauración debía preservar los derechos políticos y de propiedad que constituían su más valiosa contribución «material» a la posteridad (Chateaubriand, 1838c, p. 208). La clave en este proceso era la aceptación general de una forma de monarquía representativa.

La descripción crítica del régimen napoleónico que hace Chateaubriand en De Buonaparte et des Bourbons (1814) resultó aún más picante teniendo en cuenta que luego se unió a él. Describió al Imperio como una «Saturnalia de realeza». Sus «crímenes», «opresión», «esclavismo» y «locura» contrastaban con la «legítima autoridad», el «orden», la «paz» y la «libertad jurídica» de la monarquía representativa (Chateaubriand, 1838b, pp. 13, 31). Según Chateaubriand, un régimen de este tipo precisaba el apoyo de una aristocracia hereditaria, no la complicidad de una camarilla pseudoimperial. Requería, sobre todo, de una Iglesia nacional (Chateaubriand, 1838c, p. 172), y Chateaubriand insistía en que esta institución no debía dejarse en manos del clero a sueldo de la era napoleónica. Debía ser financieramente independiente, más en la línea de la Iglesia de Inglaterra. Su concepción de la Iglesia era muy similar a la de Coleridge, pero la importancia que le daba Chateaubriand estaba estrechamente relacionada con las necesidades peculiares de la Francia de la Restauración. Una Iglesia nacional, respetada y eficaz, dotaría al nuevo régimen de la sacralidad de la religión tradicional y mostraría el vínculo existente entre el cristianismo y los valores liberales. «La libertad que no procede del cielo parecerá obra de la Revolución, y nunca aprenderemos a amar al hijo de nuestros crímenes y nuestras desgracias» (Chateaubriand, 1838c, p. 250).

La monarquía representativa incorporaba ciertos aspectos de la tradición, pero también requería algunas innovaciones liberales. Por ejemplo, Chateaubriand era contrario al uso del poder coactivo por motivos políticos, y creía necesaria la libertad de prensa para crear un sistema de gobierno basado en una opinión pública ilustrada (Chateaubriand, 1838c, pp. 175-176; 1838d, pp. 379-380). El rasgo de la monarquía representativa que más interesaba a Chateaubriand era la responsabilidad ministerial. Su defensa de esta idea reflejaba, en parte, la extendida opinión de que atribuir responsabilidad a los ministros, susceptibles de ser cesados, en vez de al monarca, facilitaría la crítica al ejecutivo (cfr. Constant, 1988a, pp. 227-242). Afirmaba, además, que esta convención daría al monarca un estatus distintivo. Al asignar a la Corona el papel de ratificar en vez de el de impulsar, la idea de la responsabilidad de los ministros daba al monarca un halo de divinidad: «Su persona es sagrada y su voluntad es incapaz de mal alguno» (Chateaubriand, 1838c, p. 163). Dado que el monarca sólo ejercía la autoridad absoluta al ratificar (y por lo tanto perfeccionar) las leyes aprobadas por las asambleas representativas, adquiría una importancia simbólica que no estaba al alcance ni de otros actores políticos ni de los soberanos, poderosos, pero sin lustre, de los estados despóticos (Chateaubriand, 1838c, pp. 170-171).

 

Al hablar de la responsabilidad de los ministros, Chateaubriand hacía hincapié en el papel simbólico de la monarquía y utilizaba una interpretación romántica de los mecanismos constitucionales liberales para convencer a sus aliados «ultra» de que el gobierno representativo captaba la esencia de la monarquía. Sin embargo, no consideraba que la mayoría legitimista de la cámara fuera un mero pretexto para liberalizar al gobierno francés. (Bédé, 1970, pp. 40-42; Remond, 1969, pp. 42-44, 73). Todo lo contrario. En su opinión, una cámara electa expresaba los auténticos sentimientos de la nación. Simbolizaba la fusión del viejo mundo y del nuevo, la simbiosis entre los valores legitimistas, la libertad y un gobierno popular que constituía el núcleo del gobierno representativo y era una de las consecuencias más importantes de la Revolución.

En último término, las ideas de Lamartine y de Lamennais sobre las implicaciones de la Revolución eran más radicales que las de Chateaubriand. En la época de la Restauración, la atención de Lamennais estaba puesta en los perniciosos efectos del galicanismo sobre la libertad de la Iglesia. La interferencia del Estado en asuntos religiosos resultaba muy dañina, porque la libertad era crucial para la reconciliación de la conciencia del individuo con Dios y con la humanidad. El fracaso de Lamennais a la hora de convencer, tanto a las elites francesas como al papado, de los males a los que daría lugar un control exclusivo por parte del Estado le llevó a formular una crítica más general a las estructuras políticas y sociales (Guillou, 1969). Constató que la Revolución de 1789 había reafirmado la libertad popular, rechazando unas estructuras sociales y políticas carentes de armonía, y creía que la Revolución de 1830 expresaba la misma tendencia. Lamennais describió la Revolución de Julio como

una reacción popular contra el absolutismo […] el efecto inevitable de un impulso antiguo, la continuación de un gran movimiento que, tras proyectarse desde las regiones del pensamiento al mundo político en 1789, anunció a las naciones aletargadas que su civilización estaba corrupta y su orden dañado, así como la caída de ese orden y el nacimiento de uno nuevo (Lamennais, 1830-1831b, pp. 161-162; Oldfield, 1973, p. 187).

Una sociedad que quisiera combinar orden y libertad tendría que construirse de nuevo a partir de individuos aislados, únicos repositorios de la justicia eterna y foco exclusivo de la libertad cristiana. Como se había atomizado a la población francesa, sus miembros sólo podrían relacionarse entre sí en una república democrática (Oldfield 1973, pp. 188-190). Este mensaje (publicado en LʼAvenir de 1830-1831) se convirtió en el fundamento de un llamamiento a la acción, cada vez más estridente, en los escritos políticos tardíos de Lammenais. Pero nunca dejó de opinar que la libertad debía ser un rasgo general de la nueva sociedad llamada a encarnar los principios de la justicia eterna. El nuevo orden no sólo habría de reconocer los derechos políticos, sino también una amplia gama de «derechos sociales» que conformarían la base material de una sociedad cristiana ordenada y armoniosa. Como señalara Lamennais en Paroles dʼun croyant de 1834:

La libertad no es una pancarta colgada en una esquina. Es una fuerza vital que uno halla en sí mismo y en torno a uno mismo. Es la auténtica protectora del espíritu del hogar, garante de los derechos sociales y fuente de todos los derechos (Lamennais, 1834, cap. 20, p. 45; Ireson, 1969, pp. 27-29).

Lamartine también opinaba que sus contemporáneos debían completar la reconstrucción que había iniciado la Revolución francesa. Ese suceso había dado la «alarma al mundo»:

Muchas de sus fases han concluido, pero aún no han acabado esos lentos desplazamientos internos y eternos del alma del hombre […] Las sociedades y las ideas progresan y el final de todo es un nuevo punto de llegada. La Revolución francesa, a la que se acabará denominando la Revolución europea, […] no fue sólo una revolución política, un cambio de poder, una dinastía sustituyendo a otra, una república convertida en una monarquía. Todo eso meramente son accidentes, síntomas, instrumentos y medios (Lamartine, 1856, p. 496; cfr. Lamartine, 1848, III, pp. 541-546).

Hablaban de la plasticidad de las formas políticas, refiriéndose a que había «hombres de la revolución» en todos los puntos del espectro político, lo que convertía a la experiencia revolucionaria en un rasgo general de la política moderna. La idea de la ubicuidad de la experiencia revolucionaria suscrita por Lamartine se refleja en lo que Kelly denomina el «agnosticismo» de sus ideas sobre las formas deseables de gobierno (Kelly, 1992, p. 206; cfr. Charlton, 1984b, p. 67). Su primera exigencia era que el gobierno debía ser lo suficientemente fuerte como para «servir a los intereses y no a las pasiones de la gente», es decir, el gobierno era la expresión real del poder social que se había dejado sentir por primera vez en la era revolucionaria (Quentin-Bauchart, 1903, p. 403). Aunque Lamartine fue un miembro destacado de la Segunda República Francesa de 1848, antes de aquellos años se había decantado por la monarquía representativa. El monarca debía ser el «órgano y el agente» del poder social, no de sus intereses personales (Lamartine, 1860-1866, p. 370). En un comentario que recuerda a las ideas de Coleridge sobre el rey republicano en los territorios británicos, Lamartine especula con una monarquía representativa que adoptara los rasgos esenciales de una república democrática. El rey sería un «jefe natural […], el pueblo coronado, que actuará, reflexionará, se moverá y reinará por los intereses e ideales del pueblo. Esa sería la mejor de las repúblicas, pues reconciliaría tradiciones y reformas, hábitos e innovaciones» (citado en Kelly, 1992, p. 207).

Pero este proceso de reconciliación tenía sus límites. En este aspecto, el pensamiento político de Lamartine era mucho más radical que el de Chateaubriand. Como Lamennais, rechazaba cualquier forma de alianza entre la Iglesia y el Estado. La religión era, en su opinión, una forma de conciencia que acabaría corrompiéndose inevitablemente debido a las tentaciones resultantes de una estrecha asociación con el Estado (Lamartine, 1860-1866, p. 373; Charlton, 1984b, p. 51; Kelly, 1992, p. 213). Lamartine afirmaba, asimismo, que la aristocracia era superflua. La Revolución había roto la estructura tradicional de la sociedad aristocrática, sus principios eran incompatibles con los impulsos igualitaristas de la era moderna y su mantenimiento era «contrario a la naturaleza y al derecho divino» (Lamartine, 1860-1866, p. 371).

Estas afirmaciones se publicaron en Sur la Politique Rationelle (1831) de Lamartine, una obra en la que rompe con el legitimismo convencional, pero también con las posturas más progresistas de Chateaubriand (Fortesque, 1983, p. 69). En el nuevo esquema de las cosas, había que injertar al rey republicano de Lamartine en una democracia popular con sufragio indirecto. El sistema tenía la ventaja de reconocer la soberanía popular minimizando los riesgos prácticos, pues Lamartine también quería evitar el «individualismo salvaje» que, en su opinión, desatarían unas elecciones directas. La soberanía popular era enriquecedora al permitir el surgimiento del «poder social» basado en la fraternidad, la responsabilidad y la solidaridad[10]. Estos valores eran el núcleo programático de las ideas revolucionarias, pero su realización se veía obstaculizada por la tendencia coyuntural a construir la soberanía popular en términos individualistas. El uso incorrecto de unas corrientes emancipadoras que la Revolución posibilitó debía ser sustituido por una expresión genuina del poder social, o, en palabras de Lamartine, de la «caridad social»: «La caridad, unida al diseño de buenas políticas, exige a los hombres no abandonar a sus congéneres, sino ayudarse mutuamente. Tanto los propietarios como los desposeídos están llamados a gestar un sistema de seguridad mutua, una situación de equilibrio» (Lamartine, 1856, p. 500; 1862, II, p. 304).

Este marco de «caridad social» se daba en las localidades, en las familias, en los valores rurales y en la concepción social de la propiedad. El apego a este tipo de ideas fue de gran importancia para la expresión más conservadora del Romanticismo, pero los románticos progresistas como Lamartine lo relacionaban, pese a su aparente convencionalismo, con la exigencia revolucionaria de que el Estado fuera un órgano de la soberanía popular.

A principios del siglo XIX, los políticos románticos hubieron de enfrentarse a dos cuestiones fundamentales. La primera era la relación entre el sujeto y el Estado; la segunda hacía referencia a las relaciones sociales necesarias para que los seres humanos volvieran a ser una comunidad en vez de una agregación de individuos. La primera cuestión era esencial para los intentos conservadores de dotar a las relaciones políticas tradicionales de cualidades estéticas y afectivas, y se aprecia en la idea del sujeto como víctima –idea que subyace en las críticas inglesas de posguerra del legitimismo– y en los intentos de Carlyle y de sus contemporáneos franceses por identificar formas políticas capaces de integrar a los individuos en culturas políticas posrevolucionarias y no tradicionalistas. Las concepciones románticas de los efectos de la comunidad apuntaban al individualismo económico. Los románticos abordaron el problema de forma parecida a la cuestión del individualismo político, que vinculaban con el pensamiento ilustrado. Se mostraron muy ambivalentes en relación con las implicaciones morales de las doctrinas y prácticas económicas modernas. Las respuestas que dieron los románticos conservadores a estas derivas estaban teñidas con las imágenes paternalistas de comunidades tradicionales, pero, una vez que las ideas de responsabilidad social y de comunidad fueron cercenadas de esta raíz, legaron un futuro al Romanticismo político. Así, el rechazo de Lamennais y Lamartine al legitimismo los llevó por veredas en que las políticas sociales confluían con la democracia y el socialismo, mientras que las ideas de Carlyle ejercieron una gran influencia en el renacer que el socialismo británico experimentó hacia finales de siglo.

[1] El autor desea agradecer a Colin Davis, Mark Francis, Diana Morrow, Jonathan Scott y Andrew Sharp sus comentarios a las versiones preliminares del presente capítulo; John Roberts, por su parte, me brindó una inestimable ayuda en la investigación.

[2] Novalis no era un conservador al uso y sus escritos políticos son fruto de la década de 1790 (Beiser, 1992, pp. 266-267). Aquí aludiremos a él en calidad de escritor que formuló ideas que llegaron a jugar un papel central en ese Romanticismo conservador tan importante en el cambio de siglo; cfr. Beiser, 1992, p. 264.

[3] Beiser, 1996, pp. xi-xiii. No parece muy recomendable buscar conservadurismo en el Romanticismo alemán «temprano» de la década de 1790.

[4] Cfr. Winch, 1996, parte III, donde se hallará una buena crítica histórica a la versión romántica de las doctrinas de Malthus.

[5] Cfr. asimismo Coleridge, 1980-, I, pp. 250, 358, 805 y II, p. 951 sobre la crítica a la Iglesia laudiana. A Coleridge le exasperaba lo que consideraba políticas reaccionarias de Southey y de Wordsworth; cfr., p. ej., la carta a William Godwin fechada en diciembre de 1818, en Coleridge, 1956-1971, IV, p. 902.

 

[6] Cfr. p. ej. las referencias a «polos» (Coleridge, 1976, p. 24 n. * y p. 35). John Colmer señala que existe un paralelismo entre la concepción de la polaridad de Coleridge y la de sus contemporáneos alemanes: «La unidad dinámica de la naturaleza, la vida y el pensamiento se concebía como el resultado de la síntesis de fuerzas opuestas» (Coleridge, 1976, p. 35 n. 3). La teoría fuerte de la polaridad también desempeña un papel importante en el pensamiento político de Müller (cfr. infra, en este mismo capítulo), pero no encuentro prueba alguna de que Coleridge conociera su obra. El interés de Coleridge por ciertos aspectos del pensamiento alemán se ha estudiado en detalle (cfr. p. ej. Harding, 1986; MacKinnon, 1974; Orsini, 1969), pero hay muy poco que sugiera un vínculo directo entre sus ideas y las de los escritores románticos alemanes. La Geschichte der alten und neuen Litteratur (1815) de Schlegel fue una de las lecturas más importantes para Coleridge en los años 1818-1819, pero más allá de esto solamente encontramos algunas breves referencias a los escritos de Schleiermacher sobre la oración en su correspondencia y sus cuadernos, junto a un breve y poco interesante comentario sobre Novalis en anotaciones marginales (Coleridge, 1987, II, pp. 32, 46, 53-61; 1956-1971, VI, pp. 543, 545-546, 555; 1980-, II, p. 958).

[7] Era una institución muy diferente a la «Iglesia de Cristo», nacional más que universal y, en palabras de Coleridge, independiente en lo tocante a los «dogmas teológicos» (Coleridge, 1976, pp. 133 ss.; Morrow, 1990, p. 149). La importancia de esta distinción, en Morrow, 1990, pp. 152-154. La adscripción por parte de Coleridge de un papel moralizador y edificante a la Iglesia, y su insistencia en que debía verse libre de toda interferencia política, se parece bastante a la concepción de Iglesia que encontramos en algunos de los primeros escritos de Schlegel (Schlegel, 1964, pp. 169-170), pero más adelante modificó esta idea de forma significativa; cfr. infra.

[8] La «administración mecanicista» del Estado-fábrica de la que se quejaba Novalis (Novalis, 1969c, n.o 36) se basaba en la teoría del estado como una poderosa máquina, controlada por el poder absoluto del monarca, a la que movía el interés propio de los sujetos. Eran imágenes del Estado muy comunes en el siglo XVIII; puede que la afirmación más osada sea la de August Ludwig von Schloezer: «El Estado es una máquina» (citado en Krieger, 1972, pp. 46 y ss., 77).

[9] Conviene recordar aquí el comentario de Nicholas Boyle de que, en la literatura alemana, el Romanticismo de principios del siglo XIX constituía una «leal oposición»; Boyle, 1991, p. 23.

[10] Charlton (1984b) sugiere que los románticos franceses pensaban como sus contemporáneos defensores del «justo término medio» (le juste milieu), interpretación que pusieron en práctica al evitar los extremos partidistas y en su voluntad de reconciliar a la izquierda con la derecha. Sin embargo, los rasgos distintivos de las percepciones políticas de los románticos franceses dotaban de plausibilidad a la teoría de Kelly. En opinión de este, las ideas de «fraternidad y regeneración» eran comunes a los legitimistas disidentes, los radicales y los románticos, pero resultaban «poco realistas para los defensores del juste milieu» (Kelly, 1992, p. 182).