Historia del pensamiento político del siglo XIX

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Tanto Müller como Novalis consideraban que la idea de los «estamentos» era un residuo medieval muy valioso, siempre y cuando se los desgajara de las concepciones mecánicas de la representación política. Este rasgo del Romanticismo político alemán lo alejaba del intento de Coleridge de integrar a los estamentos en un sistema moderno de gobierno representativo. Constituía asimismo un reto para quienes deseaban solucionar los problemas financieros de Prusia concediendo a los estamentos un destacado papel representativo según su contribución tributaria (Berdahl, 1988, pp. 112-115, 124-127; Krieger, 1972, pp. 204-205; cfr. Hegel, 1991, §§ 299-302). Los románticos conservadores alemanes no eran proclives a esta innovación. Aunque pensaban que los grupos económicos y sociales debían integrarse en estamentos, consideraban a estas instituciones parte del Estado, no órganos representativos de intereses sectoriales. Schlegel, por ejemplo, rechazaba la idea de que los estamentos pudieran llegar a convertirse en parte de un sistema representativo al estilo inglés. La idea era demasiado mecanicista para su gusto y, en su opinión, casaba mal con el carácter y la dignidad de la monarquía. La unidad del Estado estaba centrada en el monarca, que debía retener todo el poder político y judicial, aunque debiera consultar con los distintos estamentos en asuntos que afectaran a sus intereses particulares (Schlegel, 1964, p. 161).

Los estamentos formaban parte de un todo orgánico. En el mundo moderno habían tenido una importancia decisiva, porque constituían una forma de integrar a los individuos en el Estado minimizando el impacto, social y políticamente determinante, del rápido desarrollo comercial e industrial. La forma en la que desempeñaran su papel dependería de la voluntad del monarca, no de limitaciones formales a su poder (Schlegel, 1966, pp. 529-533, 553-554, 584-585). Müller expresó puntos de vista parecidos. Tras juguetear con la idea de otorgar a los estamentos un papel representativo, se centró en la armoniosa interacción de los principales estamentos del comercio y la agricultura, no en su situación en el seno de un sistema formal de representación política (Müller, 1923, pp. 51 ss.). Esto daba a sus afirmaciones en torno a la constitución cierta vaguedad, pero a Müller no le interesaba la precisión analítica (cfr. Berdahl, 1988, p. 180; Schmitt, 1986, pp. 126, 132-141). Como creía que la estructura del Estado era una construcción histórica, no consideraba necesario (ni deseable) que el teórico político construyera nuevos edificios constitucionales. En cambio, las reliquias del pasado, bien entendidas, sí podían ser de utilidad en el presente. Los estamentos eran importantes porque dotaban a los individuos de una identidad, ubicándolos en el seno de un todo orgánico y dirigiendo su afecto hacia impulsos que les permitieran relacionarse armoniosamente con su polo opuesto.

Este enfoque reflejaba la necesidad, expresada por los románticos, de imbuir a la economía de valores compatibles con los fines armoniosos y comunitarios del Estado. Al igual que los románticos radicales de la década de 1790 y sus homólogos conservadores de la Inglaterra de la época, Müller y Schlegel estaban alarmados por la implicaciones alienantes y socialmente desintegradoras de las ideas y prácticas económicas modernas (Beiser, 1992, pp. 232-236; Briefs, 1941, pp. 283, 289; Klaus, 1985, pp. 48-50; Koehler, 1980, pp. 92-99). Parte de esa evolución no deseada se asociaba al absolutismo, de ahí la crítica de Novalis a las políticas que daban prioridad a la maximización de los ingresos del príncipe (Beiser, 1996, p. 37 n. 8). Otros autores eran más modernos. En los escritos de Müller, estos recelos dieron lugar a una crítica fundamentada al impacto del capitalismo sobre el Estado integrado. La división del trabajo reducía a los trabajadores a meros eslabones de una cadena en un proceso mecánico que no reconocía su humanidad y acababa minando la base de la comunidad misma, generando «un enfriamiento metafísico del alma» (Müller, 1923, p. 230; 1922, II, p. 217). Müller deseaba aliviar los aspectos más mecánicos del capitalismo evocando las relaciones existentes en los gremios medievales y la Herrschaft de la nobleza paternalista (Müller, 1922, II, p. 313; Berdahl, 1988, pp. 173-179; Hanisch, 1978, pp. 135, 139-140).

La feudalización de la sociedad de Müller era la contrapartida a la feudalización de la monarquía de Schlegel. Este afirmaba que el rey debía ser amo y señor de toda propiedad y controlar el comercio exterior (Schlegel, 1964, pp. 127-129; Meinecke 1970, p. 68). La primera de estas estipulaciones estaba pensada para garantizar que la propiedad se usaba de forma coherente, teniendo en cuenta los valores educativos del Estado. La segunda, no sólo reducía el riesgo de dominio por parte de quienes se habían enriquecido gracias al comercio, sino que, además, proporcionaba ingresos al Estado. Dichos ingresos eliminarían la necesidad de recaudar impuestos y evitarían que triunfaran las concepciones mecanicistas de la representación. Había que evitar la dependencia económica porque atentaba contra la posición simbólica del monarca, reduciéndolo al estatus de sirviente a sueldo de su pueblo, lo que no sólo lo rebajaba a él, sino asimismo al Estado, al minar sus dimensiones morales y espirituales (Schlegel, 1964, pp. 129-130).

Cuando los románticos ingleses y alemanes políticamente activos durante la década de 1790 abandonaron el reformismo radical e identificaron a la comunidad orgánica con el orden tradicional, adoptaron posturas muy similares, en muchos aspectos, a las de los críticos conservadores de la Revolución. Sin embargo, las ideas románticas dieron a este conservadurismo un carácter distintivo[9]. Aunque adoptaron una perspectiva historicista, característica del conservadurismo de la década de 1790, en lo que a las instituciones y conciencia social respecta estos románticos creían también en la importancia de presentar las instituciones tradicionales bajo una nueva luz, de manera que los individuos se sintieran «en casa», en su mundo. Esta luz debía apelar a la sensibilidad de aquellos seres cuyo amor hacia la comunidad, cuyo deseo de pertenencia, reflejaba una propensión hacia las ideas e instituciones que sabían captar valores como el afecto, la belleza y el misterio espiritual: el núcleo de la imaginación romántica y, a la vez, su consecuencia.

LA RESPUESTA RADICAL AL ROMANTICISMO CONSERVADOR EN LOS AÑOS DE POSGUERRA

Aunque la teoría del Estado de Coleridge tenía un potencial crítico del que carecían los relatos menos sistemáticos de Southey y Wordsworth, estaba lo suficientemente apegada a las instituciones tradicionales como para confirmar la imagen conservadora que, de la generación anterior de románticos ingleses, se hicieron Byron, Hazlitt y Shelley. En los años de posguerra, estos autores criticaron duramente lo que consideraban la apostasía de sus mayores y forjaron un «culto a la sexualidad» que formaba parte de un ataque metafórico pensado para restar legitimidad a la Iglesia y al Estado (Butler, 1981, p. 132; Francis y Morrow, 1994, pp. 27-48; Mahoney, 2002; McCalman, 1988; Thorslev, 1989). Pero su crítica a la sociedad y el gobierno de su época difiere de la de los románticos tardíos en Gran Bretaña y Francia. La reputación de librepensadores y materialistas, de la que gozaban por entonces, los vinculaba a la cultura liberal afrancesada del periodo prerrevolucionario (Butler, 1988, pp. 38, 56) condenada por sus herederos. Además, Byron y sus contemporáneos se centraron en la fuente política de la opresión y en sus avanzadillas ideológicas. No es que no vieran la injusticia económica, pero su pensamiento no se basaba en la crítica al desarrollo social y económico tan característica de la «política social» de pensadores románticos posteriores franceses e ingleses.

Aunque Byron se labró una reputación de bête noire del Romanticismo de posguerra, su teoría política era menos igualitaria que la de Haz­litt o Shelley (Murphy, 1985; Southey, 1832e). Sus críticas al apuntalamiento moral y religioso de la sociedad de entonces y su búsqueda de nuevas y más completas formas de armonía, compatibles con la independencia de los individuos, dieron lugar a una concepción del Estado que evocaba la imagen esteticista de la simetría para expresar la interacción, basada en el apoyo mutuo, de individuos libres y solidarios. En la «república auténtica» de Byron había que crear una base política de una sociabilidad armoniosa que era imposible de alcanzar en el seno de los regímenes corruptos y represivos de la Europa de la época. Se trataba de un Estado basado en la «soberanía compartida», pero su estructura no era democrática. En palabras del héroe trágico de Marino Faliero, Dogo de Venecia (1820):

Restauraremos los tiempos de la verdad y de la justicia,

condensándonos en una república justa y libre.

No un brote de igualdad, sino igualdad de derechos,

equilibrados, como las columnas de un templo,

que dan y toman recíprocamente fuerza,

dando firmeza al conjunto con gracia y belleza,

de manera que no pueda retirarse parte alguna sin

dañar la simetría general.

(Byron 1980-1986, III. ii, versos 168-175; cfr. De Silva, 1981; Kelsall, 1987, cap. 4; Watkins, 1981.)

Esta imagen de la simetría política evocaba a las repúblicas antiguas, pero Byron la proyectaba hacia el futuro. Alzaba su mirada hacia dirigentes aristocráticos, en busca de líderes inspirados en los ejemplos de Bolívar y Washington, capaces de fundar y nutrir estados que reflejaran los valores que Marino Faliero había intentado restaurar, sin éxito, en Venecia. En su Ode (from the French), Byron atribuía la caída de Napoleón al hecho de que había ocupado el lugar del rey –«guiado por el aguijón de la ambición / el héroe se hundió y fue rey / luego cayó; ¡que mueran todos / los que seducen a los hombres con el hombre!»–, y comparaba su conducta con la de George Washington. Tras librar a su país de la tiranía, Washington había presidido el nacimiento de la república y luego se había retirado, dejando que otro líder guiara los pasos de una sociedad de hombres libres (Byron, Ode [from the French], III. ii, versos 32-35; añad. estrofa iii, versos 23-24 [1980-1986, III, pp. 375-379]).

 

Aunque Hazlitt compartía las ideas de Byron sobre la naturaleza represiva del gobierno de posguerra, le interesaban, sobre todo, sus efectos en la cultura literaria. Byron se reía de Southey, pero Hazlitt le veía bajo una luz bastante más siniestra. Creía que el Poeta Laureado era la vanguardia de un intento concertado de usar las posibilidades de persuasión que ofrecía la moderna cultura de la imprenta con fines represivos, no emancipadores. Aunque Hazlitt defendía que los individuos poseían derechos naturales inviolables, pensaba que su «sentido moral» implicaba que la autonomía personal servía de base a una concepción más bien social de la individualidad que abstracta o aislada (Hazlitt, 1931-1934d, pp. 305-320). Este sentido, resultado de lo que Hazlitt denomina «imaginación», resultaba esencial para la formación de juicios morales, y, en el mundo moderno, cabía refinarlo por medio de la literatura, que permitía a los individuos verse como les veían otros al actuar, contrarrestando así los devastadores efectos del interés propio y del prejuicio. También permitía crear un cuerpo de «opinión pública» capaz de modificar y regular los impulsos discordantes de la individualidad no ilustrada (Hazlitt, 1931-1934c, pp. 47-50). Para Hazlitt, la opinión pública era el resultado del libre intercambio de ideas y de la sociabilidad amable que este generaba. Su característica más definitoria era la tolerancia, es decir, un rechazo bastante acusado a utilizar armas físicas y sociales, o meras descalificaciones, contra quienes defendían puntos de vista diferentes (Hazlitt, 1819, p. 318). Hazlitt creía que Southey y sus amigos de la Quarterly Review habían subvertido la literatura al ponerla al servicio del egoísmo, la parcialidad y la represión. Habían creado barreras formales e informales para obstaculizar la creación de una opinión pública, evitando así que la República de las Letras cumpliera su papel humano y emancipador, y retrasando ese pluralismo intelectual que era condición previa para la formación de un genuino «público» y de una auténtica opinión pública (Hazlitt, 1931-1934e, p. 116; 1931-1934b, p. 14). Esta idea era un rechazo explícito a la afirmación de Coleridge de que la cultura había de forjarla una elite intelectual, lo que provocó amargos intercambios epistolares entre ambos escritores entre 1816 y 1818 (Dart, 1999, p. 238; Lapp, 1999, pp. 67-112).

Para responder a estas amenazas, Hazlitt se centró en los abanderados literarios estándar del legitimismo, pero criticaba asimismo a las instituciones religiosas y políticas que estos defendían. Criticó la idea de una Iglesia nacional y el principio aristocrático, y empezó a defender un sistema de democracia representativa (Hazlitt, 1819, pp. 307, 318; Cook, 1981, pp. 140-141). Hazlitt afirmaba que la falta de reconocimiento de los derechos políticos de los pueblos sólo era el corolario de una indiferencia generalizada ante los derechos universales. Estas marcas de legitimismo sólo podían borrarse por medio de un sistema de representación democrático: «Si el voto y la elección de un único individuo no tienen sentido, tampoco lo tendrán el de la comunidad entera; pero si la elección de cada hombre […] se considera sagrada, ¡qué peso no tendrá la del conjunto!» (Hazlitt, 1931-1934d, p. 308).

La crítica de Shelley al legitimismo tiene mucho en común con las de Byron y Hazlitt, pero su percepción de las implicaciones políticas de la libertad era más visionaria. En Reina Mab rechaza la teoría de la depravación innata y retrotrae el origen de la maldad a las opiniones generadas por unas relaciones políticas y sociales opresivas:

¡Dejad que esclavos guiados por los sacerdotes proclamen que el hombre

hereda los vicios y la miseria!

La Falsedad se inclina sobre la cuna del bebé

asfixiando con mano dura todo bien natural.

(Shelley, Queen Mab, IV, versos 117-120 [1965d, p. 93].)

Esta crítica se hacía eco de los argumentos sobre las implicaciones de la necesidad planteados por Godwin en su Political Justice. También apuntaba a las posibilidades de perfectibilidad humana que permitirían la abolición de las relaciones sociales y políticas coactivas (Dawson, 1980, pp. 76-135; Scrivener, 62, 1982, pp. 5-34). En A Philosophical Way of a Reform, Shelley presenta un relato muy crítico de la Revolución de 1688, en el que traza los orígenes de una aristocracia parasitaria y «adinerada», aliada más que rival de los propietarios de la tierra, que utilizaba a la monarquía constitucional como medio para imponer nuevas cargas a la población en general. Alababa el gobierno de Estados Unidos, pues creía (erróneamente) que su constitución estaba sometida periódicamente a una revisión por parte del cuerpo ciudadano. Esta exigencia, en su opinión, reduciría la brecha entre las formas y prácticas políticas y los intereses reales de la comunidad, brecha que consideraba uno de los defectos inevitables de los sistemas políticos y jurídicos (Shelley, 1965b, pp. 24-33, 10-12; Keach, 1996, p. 44). Pero, aunque pudiera eliminarse mucha represión por medio de la reforma radical de las relaciones sociales y políticas, el éxito de estas medidas, y la viabilidad de la condición anárquica que preludiaban, dependía de la necesidad de alimentar a la «imaginación» (Shelley, 1965b, pp. 42-55). Shelley creía que mostrar un interés amable por los sentimientos de los demás era la base de la imposición voluntaria de una conducta respetuosa con los otros. La amabilidad era el resultado de un intercambio social no opresivo, de la experiencia obrando sobre la facultad imaginativa, y su desarrollo era esencial para el ejercicio de capacidades específicamente humanas.

La imaginación o el uso profético de la mente [proyectar la imaginación] es esa facultad de la naturaleza humana de la que depende cada gradación de su progreso […] La única diferencia entre el hombre egoísta y el virtuoso es que la imaginación del primero se ve muy limitada, mientras que el segundo hace suyo todo un círculo de significados (Shelley, 1965e, p. 75).

Esta facultad se daba un aire al sentido moral de Hazlitt, pero, para Shelley, era producto casi exclusivo de la poesía. En su Defensa de la poesía (1821), Shelley negaba que esta tuviera una función didáctica, pero afirmaba que incentivaba el desarrollo de un sentimiento de simpatía universal. El elemento clave era la capacidad para considerar a los demás dignos de amor, lo que, según Shelley, constituía la base de una interacción humana no coactiva. «El gran secreto de la moral es el amor; escapar a nuestra propia naturaleza e identificarnos con la belleza que existe en los otros, en su pensamiento, en su acción» (Shelley, 1965c, p. 118).

El amor afectaba tanto a la percepción como a la volición. La poesía no engendraba sólo «nuevas materias para el conocimiento», también estimulaba «el deseo de reproducirlas y ordenarlas según cierto ritmo y orden a los que podríamos denominar lo bello y lo bueno» (Shelley 1965c, p. 135). Esta percepción del papel de la poesía tendía puentes entre el conocimiento y la motivación que casaban mal con el racionalismo optimista de Godwin. La poesía iluminaba la mente y galvanizaba la voluntad: «saber» por medio de la poesía era sentir la necesidad de realizar ese conocimiento en el mundo moral y político. Pese a todas las diferencias, el republicanismo antiguo de Byron, el libertarismo democrático de Hazlitt y el anarquismo filosófico de Shelley tenían una meta común: la búsqueda de formas políticas capaces de conciliar la tensión entre los intereses románticos tanto de la individualidad activa como de formas de sociedad que apelaban a las fuerzas estéticas, emocionales y morales del ser humano. No es ya que el problema fuera típicamente romántico, es que las concepciones de armonía, simetría, imaginación y amor utilizadas para debatir sobre él también lo eran.

ROMANTICISMO Y MODERNIDAD, 1815-1850

En 1833, desde la distancia de sus sesenta y cinco años Chateaubriand, un veterano que había vivido el Ancien Régime, la primera época de la Revolución, el Imperio, la Restauración y, por último, el destronamiento de los Borbones en 1830, cavilaba:

Me he visto atrapado entre dos épocas, como si de la confluencia de dos ríos se tratara. Me he sumergido en sus aguas, dando la espalda con pesar a la vieja orilla donde había nacido y nadando esperanzado hacia la costa desconocida a la que arribará la nueva generación (Chateaubriand, 1902, I, p. xxiv).

Todo un grupo de autores románticos, que escribieron sus mejores obras políticas entre 1820 y 1850, expresaron su compromiso de combatir las peligrosas corrientes de la modernidad. Carecían del glamur iconoclasta de los románticos radicales, pero sus puntos de vista eran inconfundiblemente modernos y progresistas. Tanto si escribían sobre la restauración de los Borbones en 1815, como si lo hacían sobre los defectos del legitimismo, la Revolución de 1830 o el impacto del rápido crecimiento industrial, los escritores de los que nos ocupamos en esta sección aceptaron el hecho de la Revolución, pero rechazaron con firmeza la aplicación de ideas del siglo XVIII al mundo del siglo XIX, y buscaron soluciones nuevas y vitalistas a los problemas sociales y políticos que percibían en la Europa posrevolucionaria.

A Shelley y su círculo no les gustaba el pensamiento alemán porque creían que era reaccionario, pero Thomas Carlyle recurrió a su crítica al materialismo y al utilitarismo para crear una forma de Romanticismo político radical que tuvo gran influencia (Ashton, 1980, pp. 95-98; Butler, 1988, pp. 38-39; Harrold, 1963; La Valley, 1968; Lasch, 1991, pp. 226-243; Morrow, 2006, pp. 56-70; Vanden Bossche, 1991). Carlyle basó su crítica en un grupo de escritores alemanes de finales del siglo XVIII y principios del XIX entre los que figuraban Novalis y Schlegel, y en el que Goethe ocupaba un lugar muy especial. Goethe fue una fuente de inspiración para los defensores de un enfoque que pretendía responder a los retos a los que se enfrentaba la humanidad moderna despreciando la autoconciencia indulgente y la lucha extravagante contra el mundo, y reafirmando el compromiso con la acción transformadora. Carlyle expresó su idea de promover la literatura alemana para diferenciarse de sus contemporáneos británicos en su exigencia: «¡Ciérrate, Byron; ábrete, Goethe!» (Carlyle, 1893, p. 132). Este llamamiento formaba parte de una campaña radical, intelectual y política, gracias a la cual Carlyle quería obtener su parte de autoridad cultural.

El aspecto radical del pensamiento de Carlyle se aprecia en su ambivalencia hacia Coleridge. Aunque Carlyle defendió a Coleridge cuando lo acusaron de proclamar un misticismo incomprensible, mostró una marcada animadversión hacia el conservadurismo del «sabio de Highgate» (Carlyle, 1893d, pp. 183-184; 1893i, p. 52). Para Carlyle, la erosión del cristianismo tradicional, el crecimiento de la sociedad industrial y la redundancia de las instituciones de gobierno tradicionales no constituían necesariamente causa de alarma. Lo eran debido al malestar espiritual, al desorden social y a las crueles distorsiones de la vida moderna en los centros industriales, signos, a su vez, del fracaso a la hora de identificar las bases intelectuales, morales y políticas de un progresismo que iba más allá del orden antiguo.

Carlyle pretendía colmar esa laguna, identificando aquellas ideas e instituciones que expresaban y reconocían las infinitas dimensiones espirituales de la experiencia humana. Aunque, en su opinión, el pensamiento ilustrado crítico había tenido gran importancia, Carlyle rechazaba los intentos de forjar una visión del mundo constructiva a partir de esta filosofía. Exploró los peligros de hacerlo en Sartor Resartus. Esta obra, parcialmente autobiográfica, narra el viaje del torturado espíritu moderno que ha pasado de la obediencia ciega, a través de una alienación agónica («El Eterno No»), a la autoafirmación («El Eterno Sí»). La reafirmación simbolizada por el Eterno Sí requiere que los seres humanos acepten lo que Carlyle describe como «el mandato de Dios: trabaja en pro del bienestar». Este mandato debía aplicarse en los enfoques concretos con los que se analizaba la acción humana o «trabajo», esencial para el pensamiento político y social de Carlyle. Comprometerse implicaba una transformación de la visión del mundo, que había que suavizar para reforzar los sentimientos solidarios; un mensaje muy optimista para los contemporáneos de Carlyle. En muchos de los discursos de la época, estos aspectos de la postura de Carlyle se consideraban paradójicos. Él insistía en que no había que confundir ese sentir social, capaz de reconocer los rasgos distintivos de una humanidad compartida, ni la valiente determinación de enfrentarse al futuro, con las nociones comunes de lo que es la felicidad, y mucho menos con el culto a uno mismo. Todo lo contrario. Había que vivir la vida con un espíritu de «renuncia» que requería de un sentido claro del deber y de una adhesión inquebrantable a sus exigencias:

 

Existe en el hombre algo MÁS ELEVADO que el Ansia de Felicidad. Podemos vivir sin felicidad y hallar en su lugar un estado de gracia. ¿Acaso no han hablado y sufrido todos los sabios y mártires, el Poeta y el Sacerdote, para anunciarnos eso MÁS ELEVADO? Ellos han dado testimonio con su vida y su muerte de la chispa de divinidad que encierra el hombre, demostrando que sólo en ella adquiere el hombre Fortaleza y Libertad (Carlyle, 1893j, pp. 132-133).

Entre los deberes humanos figuraba el compromiso con lo que Car­lyle denominaba «el evangelio del trabajo». «Trabajo» englobaba una amplia gama de actividades –no se refería sólo al trabajo productivo, sino también a la literatura, el liderazgo religioso-profético, al mando militar y a las responsabilidades sociales y políticas– que compartían todos los seres humanos para reconducir una naturaleza caótica a la condición de orden benéfico que le era inmanente. Carlyle parecía sostener la idea de que la creación de Dios era algo deliberadamente incompleto. El papel de la humanidad consistía, precisamente, en alcanzar la plenitud gracias a su perfectibilidad. Los retos planteados por un mundo caótico, pero susceptible de ser ordenado, eran tareas diseñadas por el destino para fomentar el cultivo del espíritu humano y expresar la naturaleza infinita de la humanidad.

Para Carlyle, el trabajo era el valor clave de una metafísica laica, pues apelaba a instintos religiosos fundamentales que no podían hacerse explícitos a la humanidad moderna a través de la doctrina cristiana. El trabajo era considerado un medio de salvación y única fuente de consuelo. Mejoraba nuestras perspectivas de inmortalidad porque sus frutos sobrevivían y pasaban a formar parte de la conciencia de la siguiente generación. Esta fue una de las revelaciones que hizo en Sartor Resartus, donde, al igual que en Chartism (su primera contribución directa a lo que denominó «el estado de la cuestión inglesa»), atribuía el desempleo y la degradación del sistema de «asilos de vagabundos» (workhouses) a la incapacidad de las elites para asumir sus obligaciones con las clases menos favorecidas de Gran Bretaña e Irlanda. El evangelio del trabajo prescribía una dirección social y gubernamental, y denunciaba esa negligencia en el cumplimiento del deber, que, en su opinión, constituía el núcleo de los problemas a los que se enfrentaba Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. Exploró estas cuestiones en mayor profundidad en Past and Present (1843).

Carlyle intentaba recuperar en esta obra los logros en el ámbito del trabajo del Abate Samson, cabeza de una comunidad monástica de finales del siglo XII en Bury St. Edmunds (Suffolk). El debate medieval de Past and Present no era ni un síntoma de nostalgia ni una reacción. Reflejaba más bien la búsqueda de imágenes inspiradoras y edificantes del pasado, que expresaran con viveza aquellas ideas universalmente significativas que resultaban especialmente importantes en tiempos de una crisis social, política y espiritual como la que padecían sus contemporáneos. Samson era un magnífico ejemplo de las implicaciones eternas del no egoísmo que late bajo la exhortación medieval: Ora et labora. Su predecesor había sido devoto en el sentido convencional, es decir, estaba dedicado a la vida del monasterio y a poner en práctica la regla de su orden. Pero Samson se había ocupado del bienestar de la comunidad de la que era responsable, recuperando la vitalidad económica de la abadía, restaurando sus edificios, buscando y guardando sus privilegios (las «Libertades de St. Edmunds») y llenando la vida de los monjes de disciplina, orden y metas justas. La conducta de Samson contrastaba con la de las elites de su época, dedicadas al materialismo, a la autoindulgencia y a una forma de piedad extremadamente consciente de sí misma. Impedían una acción eficaz y arrastraban a la comunidad a la avaricia, dejado a los mercados en manos de la fortuna y suscitando reacciones anárquicas entre las clases obreras, privadas de los beneficios morales, psicológicos y materiales de un liderazgo efectivo. También ideó Carlyle un sistema de liderazgo capaz de inspirar a las elites modernas a comprometerse con el evangelio del trabajo, convirtiéndolo en el corazón de su vida personal y de la interacción social. El modelo tenía mucho de culto religioso, ya que fomentaba un compromiso activo y positivo con el orden divino y creado del universo.

Como Novalis, cuyas ideas le interesaban especialmente, Carlyle hacía hincapié en la necesidad de que sus contemporáneos dieran la importancia debida a las fuerzas «dinámicas» de la historia humana: un reflejo de las «energías primarias e intactas de los hombres, de las fuentes misteriosas del Amor y el Temor, la Admiración y el Entusiasmo, la Poesía y la Religión», aspectos de un mundo regulado gracias a un sistema de derecho natural que dirigía a la conducta humana de conformidad con los propósitos de Dios (Carlyle, 1893h, pp. 240-241; Simpson, 1951). Según Carlyle, la «ciencia de la mecánica» impedía a muchos de sus contemporáneos ver estipulaciones fundamentales del derecho natural imprescindibles para una normatividad y un liderazgo justos. La primera era que las dimensiones espirituales de la vida humana sólo podrían satisfacerse en el seno de una comunidad orgánica. La segunda reflejaba la idea de Carlyle de que, en una comunidad tal, las jerarquías eran necesarias. La indiferencia hacia la justicia era evidente en las concepciones mecanicistas de la sociedad humana, y se expresaba en la escasa atención dedicada a las condiciones de vida de la población y en elementos, extremadamente deshumanizadores, de las políticas gubernamentales y de las actitudes de los empleadores hacia sus empleados. Estas injusticias sugerían fallos de liderazgo, potenciados por la doctrina del laissez faire, y se traslucían en agitaciones populares a favor de parlamentos democráticos, en la actividad sindical y en actos de violencia popular carentes de dirección.

Qué son todos los tumultos populares y el bramar enloquecido [… sino] gritos inarticulados de una criatura estúpida llena de ira y dolor. Pero en los oídos de los sabios resuenan como elocuentes plegarias: «¡Guíame, gobiérname! Soy un loco, un miserable, incapaz de gobernarme a mí mismo» (Carlyle, 1893b, p. 144).

La evolución progresista del pensamiento de Carlyle resulta evidente en su insistencia en que las jerarquías de la sociedad contemporánea debían ser totalmente distintas a las del antiguo orden. Halló un sustituto para la Iglesia en los hombres de letras. También hizo hincapié en la responsabilidad de la emergente elite industrial. Los «capitanes de la industria» debían usar su capacidad económica para maximizar las oportunidades de la plebe de conseguir trabajo y participar así en la ordenación del universo material. También debían garantizar unas condiciones de vida y de trabajo mínimas a sus trabajadores, como exigía su humanidad, y reforzar la interdependencia, el carácter orgánico de las formas genuinas de sociabilidad. Los propietarios de la tierra, en la medida en la que retuvieran un papel real en la sociedad moderna, también debían asumir sus responsabilidades, y no sólo los privilegios, del liderazgo. Como otros supuestos líderes del mundo moderno, los terratenientes debían erigirse en «héroes» más que ser figuras tradicionales (Carlyle, 1893f, p. 246; 1893e).