Historia del pensamiento político del siglo XIX

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A los fenianos se los asociaba, sobre todo, a un intento frustrado de invadir Canadá en mayo de 1866 y a un levantamiento en Irlanda en 1867, igualmente infructuoso. A principios de la década de 1870 comenzaron a planear una prolongada campaña de violencia, pero, durante un tiempo, les hicieron sombra la Liga Agraria y el partido por el autogobierno o Home Rule League, de Charles S. Parnell, de los que diferían en las tácticas (Henry, 1920, p. 34; Samuels, s.f.). Elaboraron un plan para tomar Dublín y defenderla con barricadas (Bussy, 1910, p. 26). En 1873 los fenianos adoptaron la decisión de no organizar nuevas insurrecciones armadas hasta contar con el apoyo evidente de la mayoría del pueblo irlandés. En 1876 OʼDonovan Rossa, contrariado por la inactividad de los fenianos, trazó su propio plan de resistencia violenta contra Inglaterra recaudando un «fondo de escaramuzas» para golpear «uno de sus puntos vulnerables» (The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 56). Según declaró, «Prefiero la dinamita. Arrasar ciudades inglesas; matar al pueblo inglés. Matar y masacrar es aceptable a los ojos de Dios y de los hombres, al igual que el pillaje» (Adams, 1903, II, p. 565). A partir de aquel momento, la «propaganda de la dinamita» o «propaganda por medio del terrorismo» (la expresión es de Michael Davitt: The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 100) quedaría en especial asociada al nombre de Rossa (Davitt mismo rechazó la «teoría de la dinamita» por considerarla «el sacrificio de la mente, la rendición de la razón ante la ira y la del juicio ante la ciega e irreflexiva temeridad»; The Times-Parnell Commission Speech, 1890, p. 408; cfr. F. Sheehy-Skef­fington, 1908, p. 141.)

A partir de 1878 los fenianos defendieron el autogobierno (Home Rule), la política de obstruccionismo en el Parlamento y la guerra agraria [Land War] que había empezado en 1879 liderada por la Liga Nacional Agraria de Parnell. Esta coalición se mantuvo hasta 1882, cuando Parnell se peleó con los fenianos y creó la Irish National League. El logro más tristemente célebre de los fenianos en aquella época fue el asesinato, a manos de una sociedad secreta liderada por P. J. Tynan y conocida como los Invencibles, del jefe de la Secretaría para Irlanda, Lord Frederick Cavendish, y de su segundo, Thomas Burke, en el Parque Phoenix (1882). La mayoría de los terroristas eran miembros dublineses de la Hermandad Feniana u organizadores de la Liga Agraria. Después desaparecieron y fue el fin de los flirteos de Parnell con el movimiento (Davitt, 1904, p. 363). (Se ha dicho, no obstante, que esta acción fue obra de la Liga Agraria y que era contraria a la política feniana de entonces. Cfr. OʼBrion, 1973, p. 122 y la History of the Irish Invincibles, 1883.) En cambio, el Tratado de Kilmainham, que permitió liberar a Parnell a cambio de nuevas leyes que promovieran los derechos de los aparceros, dio un nuevo impulso a la propaganda de la «dinamita» que pretendía convertir en algo «imposible el latifundismo […] en Irlanda» (Davitt, 1904, p. 427). Hubo conspiraciones para asesinar a la reina Victoria, para volar la Cámara de los Comunes y para hundir buques británicos usando un submarino (construido en Nueva Jersey). De ahí que se dijera que los fenianos «predicaban y ponían en práctica las mismas feroces doctrinas» que los anarquistas. «Es un deber de todo ciudadano irlandés», gritaba un orador irlandés en 1883, «matar a los representantes de Inglaterra dondequiera que se encuentren. El incienso más sagrado a los ojos del Cielo sería el humo de Londres ardiendo» (Adams, 1903, II, pp. 563-564). También había agentes provocadores infiltrados y se negaba con frecuencia que este tipo de tácticas «gozaran de la aprobación de la organización feniana ni en Norteamérica ni en lugar alguno» (Sullivan, 1905, p. 170). Supuestamente se estableció un «Comité de Asesinatos» para acabar con los traidores en el seno del movimiento. Pero sólo un hombre –un agente provocador e informante–, el jefe de policía Talbot, tuvo un fin violento y los líderes, como Davitt, siempre negaron la existencia de semejante comité (Moody, 1981, p. 511). Entre 1882 y 1885 hubo una docena de explosiones en Glasgow, Birmingham y Dublín, pero sobre todo en Londres, donde las estaciones de metro eran objetivos especialmente propicios. Una bomba muy potente causó graves destrozos en la Cámara de los Comunes el 24 de enero de 1885. Y la estrategia pareció funcionar: líderes fenianos citaban con aprobación la conclusión a la que se llegaba en la revista Westminster Review: «La dinamita ha llevado el autogobierno (Home Rule) al ámbito práctico de la política» (Denieffe, 1906, p. 289).

El Sinn Féin («nosotros mismos» en gaélico irlandés) fue fundado por Arthur Griffith después de 1899 con el objetivo de promover la resistencia pasiva al gobierno británico, una política que rápidamente adoptaron asimismo la Hermandad Republicana Irlandesa y Clan-na-Gael. Vinculada a la Liga Gaélica (fundada en 1893), que apoyó mucho el separatismo cultural, promovía asimismo el nacionalismo cultural irlandés, la desanglización lingüística y cultural, y la autosuficiencia económica (Henry, 1920, p. 64; O’Hegarty, 1919, pp. 14-15). Como grupo político, el Sinn Féin apareció definitivamente en 1905; no era tanto un movimiento republicano como uno «estrictamente constitucionalista», (Henry, 1920, p. 51) que aspiraba a restaurar la constitución de 1782. Bajo el liderazgo de Griffith defendieron (remedando a Deak) una «política húngara» de abstención de toda actividad parlamentaria como sustituto del conflicto armado: la bautizaron como «política del Sinn Féin» (Griffith, 1918; O’Hegarty, 1919, p. 18). Empezó a languidecer en seguida, pero el Sinn Féin revivió cuando su predecesora, la Hermandad Republicana Irlandesa –lo que quedaba del movimiento feniano–, lo llevó a utilizar métodos violentos y a reforzar el sentir republicano (Brady, 1925, p. 9; Henry, 1920, p. 88; O’Hegarty, 1924, p. 17). Después desempeñaría un papel destacado en el Alzamiento de Pascua de 1916, flanqueado por el Partido Republicano Socialista Irlandés (fundado en 1896) de James Connolly. El ala más separatista del Sinn Féin, que abogaba por el uso de la violencia, creó el núcleo de lo que más tarde se denominaría el Ejército Republicano Irlandés o IRA. Sin embargo, se ha sostenido que, antes de 1916, la idea de emplear la violencia física ocupaba apenas un «lugar subordinado en la filosofía separatista. Era una línea de acción, pero no la única ni la principal. Era, más bien un último recurso […] El uso de las armas y el derecho a la insurrección se afirmaban por una cuestión de principios, pero más como medio para enardecer al alma de la nación que como política» (O’Hegarty, 1924, pp. 164-165).

Evolución en la Europa continental y más allá

Hubo otros activistas y apologetas europeos del terrorismo a los que habría que mencionar. Por ejemplo, Johann Most (1846-1906), quien a principios de 1879 editó en Londres la revista Freiheit bajo el lema: «Toda medida es legítima contra un tirano». Most era un socialdemócrata alemán, encarcelado en Londres por alabar el asesinato de Alejandro II, pero logró trasladar su revista, Freiheit, a Estados Unidos, donde se convirtió en la publicación anarquista más influyente del momento. Rechazaba la vía parlamentaria hacia el socialismo y abogaba por formar grupos selectos cuyas conspiraciones para asesinar a los explotadores (incluidos policías y espías) despertarían el rencor latente de las masas.

Una de las derivas más esenciales de la tradición anarquista en el continente europeo tras la Comuna fue la teoría de la «propaganda por los hechos». La expresión había sido acuñada en 1877 por un médico francés, Paul Brousse (1844-1912) (Stafford, 1971; Vizetelly, 1911), y a finales de la década de 1870 se lo utilizó para aludir a una rebelión campesina italiana causada por una subida de impuestos y liderada por Errico Malatesta (cfr. Richards, 1965), Carlo Cafiero y el ruso Piotr Kro­pot­kin, entre otros. Su gran objetivo era difundir «coraje, devoción y espíritu de sacrificio» (Kropotkin, 1970, p. 38). La idea era denunciar la propaganda intelectual. También en este caso se ampliaron los objetivos de los defensores de la violencia, que pasaron de considerar justo el terrorismo contra un régimen y sus representantes a admitirlo contra toda una clase, no contra un pequeño grupo hereditario sino contra todos los propietarios o burgueses en potencia. Todo acto de violencia contra el orden establecido empezó a considerarse progresista. Para algunos, como el zapatero francés Léon-Jules Léautheir, cualquier burgués era un objetivo válido (porque era moralmente culpable). En el momento de ser guillotinado, el anarquista Auguste Vaillant gritó: «¡Muerte a la sociedad burguesa! ¡Viva el anarquismo!» (Vizetelly, 1911, p. 153). La clase podría, potencialmente, justificar el derramamiento de sangre a una escala tan grande como la raza; Pol Pot tomaría buena nota de ello en el siglo XX.

La aceptación de una vasta categoría de objetivos «legítimos» fue un paso extremadamente importante para la transformación del tiranicidio en el terrorismo moderno (Fleming, 1982, pp. 8-28). En un contexto imperialista se podía ampliar hasta abarcar a todos los miembros del grupo étnico o nación ocupante. Una de las luchas antiimperialistas de la época con un componente «terrorista» fue la de la India. Hubo casos aislados de asesinatos ya en 1853, cuando el coronel Mackinson, inspector de Peshawar, fue apuñalado por un «fanático» de la región de Swat que pretendía evitar la invasión de sus tierras ancestrales por parte de los británicos (Hodson, 1859, p. 139). En junio de 1897 fueron asesinados dos oficiales británicos por miembros de una sociedad militar hindú, lo que desató una nueva campaña de violencia (MacMann, 1935, p. 43; Steevens, 1899, pp. 269-278). A finales del periodo, el asesinato político era algo bastante corriente. Los nacionalistas estaban muy influidos por Mazzini, y los extremistas bengalíes recibieron ayuda de los fenianos irlando-estadounidenses (Argov, 1967, p. 3; Bakshi, 1988). En 1908 se publicó un libro titulado The Indian War of Independence, 1857, con una sobrecubierta en la que ponía «Papeles al azar del Club Pickwick», en el que se justificaba el asesinato de mujeres y niños. Los bomb-parasts, que consagraban sus bombas en el altar de Kali, también aumentaron en número. El 30 de abril de 1908 un joven bengalí, Khudiram Bose, mató al señor y a la señorita Kennedy en Muzafferpur, con una bomba que iba destinada al señor magistrado Kingsford. El líder nacionalista Bal Gangadhar Tilak, quien citaba a Krishna como autoridad cuando en el Bhagavad-gita dice respetar la legitimidad del asesinato, fue arrestado por elogiar el uso de bombas como una especie de «brujería, un encantamiento o un amuleto», y encarcelado por sedición (Chirol, 1910, p. 55). (Las tradiciones religiosas indígenas empezaron a entreverarse con las protestas violentas; cfr. Macdonald, 1910, p. 189.) La batalla se llevó a las calles de Londres en 1909, cuando fueron asesinados el secretario político de Lord Morley, Sir W. Curzon Wyllie, y el Dr. Lalcaca. Hubo muchos más incidentes en la India poco después y se enviaron refuerzos a ultramar. También se registró algo de violencia política en Egipto, incluido el asesinato del primer ministro en 1910. En este caso, el nacionalismo y el sentimiento antibritánico, que estallaron por sucesos como el incidente de Dinshiway de 1864 (en el que fueron ejecutados cuatro campesinos tras la muerte accidental de un oficial británico), se vinculó a la justificación islámica del asesinato de tiranos e «infieles» por igual (Badrawi, 2000).

 

A finales del siglo XIX hubo una drástica escalada de la violencia en el mundo entero. La «era dorada» del asesinato político empezó en Madrid en 1870 con la muerte de Juan Prim, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a manos de sus adversarios de derechas. Tras la celebración en Londres del Congreso Internacional Anarquista de 1881, la justificación de los actos de violencia individual se difundió enormemente y se empezó a identificar al anarquista afiliado con el dynamitard que ponía bombas. Esta imagen, que seguimos conservando, se debió a la invención de la dinamita en 1866. Se convirtió en el arma de moda para acabar con destacados políticos europeos. Entre las víctimas más famosas de la ère des attentats cabe mencionar al presidente de Ecuador, Gabriel Moreno (1875); al primer ministro japonés en 1878, y al presidente francés liberal Sadi Carnot (1894), asesinado por un anarquista no por sus culpas, sino por ser un símbolo del poder político. El Shah de Persia, Nasr-ed-Din, fue asesinado por un místico chií (1896) y la misma suerte corrieron, víctimas de atentados anarquistas, otro presidente del Consejo de Ministros –el malagueño Antonio Cánovas del Castillo (1897)–, la emperatriz Isabel (Sisi) de Austria (1898) y el rey de Italia, el cada vez más absolutista Umberto I (1900). También el presidente de Estados Unidos, McKinley, cayó en 1901 por obra de un anarquista; el rey de Serbia fue asesinado en 1903; los primeros ministros de Grecia y Bulgaria, en 1907; el rey de Portugal, en 1908; el primer ministro egipcio, en 1910; el primer ministro dominicano, en 1911; nuevamente un presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, en 1912; el presidente de México, en 1913, y el archiduque Francisco Fernando de Austria, en 1914. Esta lista podría doblarse fácilmente (cfr. Hyams, 1969). Los actos individuales de violencia también empezaron a caracterizar a las disputas laborales en Francia y España. En Estados Unidos, Alexander Berkman intentó asesinar al presidente de la Carnegie Steel Company, tras una dura huelga, en 1892, alegando que «Cuanto más radical el tratamiento… más rápida la cura» (Berkman, 1912, p. 7). Pero también hubo terroristas capaces de justificar el poner bombas en una cafetería al azar, como Émile Henry. No pensaba en ninguna víctima en concreto, porque la sociedad en su conjunto amparaba la injusticia (Meredith, 1903, pp. 189-190). Las tácticas violentas fueron utilizadas asimismo por el Movimiento Sufragista entre 1912 y 1914, aunque sólo destruyeron propiedades (ventanas, quema de buzones) y en general se limitaron a recibir una sanción (las piedras que arrojaban contra las ventanas iban envueltas en papel para minimizar los daños). No glorificaban la violencia en sí y, además, parecían carecer de toda inspiración ideológica (Harrison, 1982; Pankhurst, s.f.; Raeburn, 1973) La era clásica del asesinato político moderno por motivos como la religión, la oposición al liberalismo, a las reformas democráticas o al radicalismo, terminó en 1914.

Hubo importantes excepciones a esta tendencia. Muchos anarquistas norteamericanos, como Benjamin Tucker, afirmaban que los reformadores sólo podían justificar la violencia legítimamente cuando «han logrado reprimir sin esperanza todo método pacífico de agitación» (Eltzbacher, 1908, p. 211). Algunos destacados anarquistas, como Tolstói y Gandhi, e individualistas como Josiah Warren y Lysander Spooner (Rocker, 1949, p. 161) también rechazaron enérgicamente la violencia. En la década de 1890, Kropotkin llegó a deplorar la pérdida de vidas inocentes y negó que las revoluciones se hicieran a base de actos heroicos, pero no quiso condenar a los perpetradores. Otros anarquistas, como Elisée Reclus (1830-1905), insistían sin vacilaciones en que los fines justificaban los medios y en que todo acto de violencia contra el orden existente era justo y bueno (Fleming, 1979). (Pero ya se ha dicho que Reclus «no tenía nada en común con la locura de los dynamitards»; Zenker, 1898, p. 161.) Se podría defender que la sed de sangre, incrementada por la violencia política y las conquistas imperiales, allanó el camino para los grandes baños de sangre del siglo XX, cuando tanto el fascismo como el comunismo aceptaron, justificaron y promovieron la violencia para obtener y mantener el poder de Estado. Anudaron la filosofía del terror individual para obtener el poder con la del terrorismo de estado para conservarlo.

El terrorismo y su justificación: teoría y problemas

Merece la pena considerar brevemente qué luz arrojan estos acontecimientos sobre la teoría del terrorismo, sobre todo en la medida en que la disección de algunos puntos morales clave facilita el hallazgo de una definición útil del término en sí. La relación entre la doctrina clásica del tiranicidio y el «terrorismo» moderno es compleja y está repleta de ambigüedades definicionales. La tendencia a calificar de «terrorista» a cualquier lucha armada cuando no se ha declarado una guerra formalmente, oscurece las definiciones y obstaculiza la clarificación del asunto. Pero, según la definición clásica, ni el magnicidio en sí ni los intentos por derrocar un régimen despótico o el desalojo de fuerzas de ocupación del propio país (o de otro) serían necesariamente actos «terroristas».

Sin embargo, el tema está lleno de paradojas, contradicciones y ambigüedad moral. A finales del siglo XIX, la violencia política en Rusia se dirigía contra el zar, un autócrata reconocido, la «auténtica encarnación del autócrata» en palabras de Victor Hugo, y no una mera «máscara» como Luis Bonaparte (Hugo, 1854, p. 4). Los liberales solían considerar «justificada» este tipo de resistencia e incluso «legítima»; John Stuart Mill llegaría a exclamar en relación con el intento de asesinato de Napoleón III en 1858: «¡Qué pena que las bombas de Orsini fallaran dejando con vida al usurpador manchado de sangre!» (citado en Morley, 1917, I, p. 55). Algo similar ocurrió cuando asesinaron al conde V. Plehve, ministro ruso del Interior, en 1904: muchos liberales aplaudieron la acción (Seth, 1966, p. 216). Pero el reinado de Luis Napoleón, descrito en ocasiones como «el primer dictador moderno, que basaba su autoridad en la expresión controlada de la voluntad del pueblo» (Packe, 1957, p. 253), fue fruto de un plebiscito. John Wilkes Booth, famoso por gritar sic semper tyrannis cuando disparó mortalmente a Abraham Lincoln, también consideraba un tirano al emancipador de los esclavos norteamericanos. (Los terratenientes sureños habían ofrecido 100.000 dólares a quien lo matara dos años antes.) El duque de Wellington, en cambio, se negó a admitir que le asistiera el derecho a asesinar a Napoleón Bonaparte (Browne, 1888, p. 135). Las «guerras de liberación», que pretenden liberar a naciones o pueblos, tampoco pueden calificarse de «terroristas», pues están en la estela de la «guerra justa» (Dugard, 1989, pp. 77-98). Se ha señalado, asimismo, que la mayoría de las guerrillas se adhieren a las reglas básicas de la guerra y procuran que sus víctimas pertenezcan a las fuerzas armadas de sus enemigos.

Los principales problemas teóricos planteados por el auge de la táctica de la violencia individual como parte de las estrategias revolucionarias del siglo XIX (posteriormente modificadas y adaptadas en el siglo XX) son los siguientes:

1) La cuestión del alcance permitido o asesinato legítimo de tiranos vis à vis; en este caso el problema de la inocencia, de cuándo «matar» no es «delito», requiere una definición coherente de tiranía o despotismo. Si un zar (o Hitler o Stalin) pueden ser asesinados legítimamente (aunque todos gozaban de un amplio apoyo popular), ¿qué podría justificarlo?, ¿cuándo? Deberíamos recordar que ha habido dictaduras temporales selectivas en la mayoría de las sociedades, sobre todo en tiempos de guerra. De manera que «dictador» no es una categoría legítima que permita el tiranicidio, aunque el genocidio perpetrado por un dictador probablemente si justificaría su asesinato. (Como hemos comprobado, muchas naciones europeas estuvieron implicadas en políticas genocidas en aquella época. El asesinato de la reina Victoria a manos de un tasmano negro hubiera sido legítimo según esa lógica.) Surgen otras cuestiones: ¿el terrorismo permite el asesinato de civiles inocentes que, por ejemplo, sean familiares de los miembros del gobierno de un régimen despótico? ¿Permite a los nativos matar a familiares de los gobernantes en una colonia?[8]. La necesidad de defender la revolución justificaba la expansión del uso legítimo de la violencia de manera que, como afirmara Bronterre OʼBrian, «un alto porcentaje de las víctimas» del Terror de la Francia revolucionaria «merecía su suerte; de no haberlos destruido nosotros, hubieran asesinado hasta al último demócrata en Francia» (O’Brien, 1859, p. 9).

2) El contexto político en el que se utiliza el terrorismo cuando no existe una «tiranía»: ¿puede justificarse el «terrorismo» contra un gobierno democráticamente elegido? La «tiranía de la mayoría» puede asumir formas muy distintas y opresivas (étnica, religiosa). Todas estas distinciones son de la época que nos ocupa. Cuando fue asesinado el presidente Garfield en 1881 por alguien que se oponía al trato que los liberales dieron al Sur derrotado, el Comité Ejecutivo de Naródnaya Volia condenó el acto, afirmando que la voluntad del pueblo era ley en Estados Unidos y que el uso de la fuerza no estaba justificado (Jaszi y Lewis, 1957, p. 138). Sin embargo, el asesinato del presidente McKinley en 1901 fue de inspiración anarquista (Vizetelly, 1911, p. 251).

3) El tema de la naturaleza del método adoptado: la cuestión clave es la justificación de la violencia cuando existe un riesgo significativo de que se hiera a «inocentes». Más de ciento cincuenta personas resultaron heridas, por ejemplo, en las explosiones provocadas por Orsini en 1858. A menudo se recurría a más de un método a la vez. El éxito de la trama contra Alejandro II, asesinado el 1 de marzo de 1881, se debió al uso simultáneo de bombas, granadas y dagas. Aquí, una vez más, la cuestión clave es si, de justificarse el fin, se justifican los medios.

4) La justificación del atentado suicida: Holyoake dijo de Orsini que «quien se implica en un asesinato político no debería vacilar en sacrificarse a sí mismo» (Holyoake, 1893, II, p. 27).

5) El problema de la relación entre terrorismo, insurrección e internacionalismo sigue candente. Suscita la cuestión del alcance legítimo en el ejercicio de este tipo de violencia y está relacionado con el tema de los simpatizantes de una lucha y las víctimas reales de un régimen opresivo. La voluntad de luchar por el bien de otros, desde los franceses en Irlanda a Byron en Grecia, procedía de una idea de lealtad internacional y de devoción a principios que trascendían las fronteras locales y nacionales, dividían las lealtades y producían una identidad política fragmentada y contradictoria. Hubo muchos irlandeses luchando en ambos bandos de la Guerra Civil norteamericana. Convictos fugados ayudaron a los aborígenes australianos en su resistencia contra la violencia blanca. Algunos europeos apostaron explícitamente por los cipayos amotinados en la India en 1857-1858 (Forbes-Mitchell, 1893, pp. 278-285). Dos brigadas irlandesas y un cuerpo de irlando-americanos (junto a voluntarios italianos, escandinavos, rusos, alemanes, griegos, austríacos, búlgaros, franceses y holandeses) lucharon junto a los bóers en la Guerra de Sudáfrica (Conan-Doyle, 1900, p. 82; Davitt, 1902, pp. 300-336). (Se protegió de antemano a los prisioneros irlandeses de los cargos de traición cuando el Volksraad les concedió la ciudadanía.) Un nacionalista irlandés como Michael Davitt condenaba la «cobarde y poco cristiana» conducción inglesa de la guerra en Sudáfrica desde el punto de vista de los bóers (Davitt, 1902, pp. 579-590). Quienes consideraban prima facie ilegítimas todas las formas de imperialismo aplaudían, no condenaban, este cosmopolitismo (Claeys, 2010).

 

6) El tema de la glorificación de la violencia por la violencia misma, porque resulta «creativa» o porque se persigue algún fin psicológico que beneficia al perpetrador. Debemos pensar si existen vínculos entre lo destructivo y lo creativo y si ese «odio creativo», que Sorel despreciaba, al contrario que Jaurès (Sorel, 1969, p. 275), no es un oxímoron. Un asunto de fondo relacionado es el riesgo de egoísmo moral o de una suspensión religiosa o semiteológica de las normas morales (p. ej. un estado de gracia anómico o antinómico). A veces los anarquistas afirmaban que un individuo podía convertirse en «norma para sí mismo» (Vizetelly, 1911, p. 3), al modo de los adamitas y los anabaptistas del siglo XVI. Hubo precedentes de este tipo a principios de la época contemporánea; una bandera negra portada por irlandeses rebeldes en Wexford, en 1789, llevaba las siglas M.W.S., que algunos han interpretado como «asesinato sin pecado» (Murder Without Sin); con ella proclamaban que no constituía pecado matar a un protestante (Holt, 1838, I, p. 89). También este hecho se negó. La glorificación de la violencia por sus efectos psicológicos liberadores se retomaría en el siglo XX, sobre todo en el contexto de las guerras de Argelia, por parte del psiquiatra francés Frantz Fanon (Fanon, 1969; Perinbam, 1982). Existía un peligro evidente: que la legitimación de la tiranía provocara una sed de sangre que se autoperpetuara.

CONCLUSIÓN

Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, el ideal revolucionario secular identificado con «los principios de 1789» parecía haber seguido su curso, sólo para resurgir en un siglo en el que se plantearon nuevos retos a los regímenes autoritarios de todo el mundo. Sin embargo, la idea de la revolución sigue manchada por la promesa fallida de la necesidad histórica y por la acusación de totalitarismo implícito. Parece haberse hecho realidad la advertencia de Proudhon de que quienes están «fascinados con el cisma de Robespierre» serían «mañana los ortodoxos de la revolución» (Proudhon, 1923a, p. 127). Surgieron movimientos nacionalistas relacionados con la resistencia colonial y antiimperialista a lo largo y ancho del mundo. Pero lo que lograron fue, demasiado a menudo, estados-nación mal formados, corruptos y fracasados. Las identidades nacionales no siempre han logrado trascender o mitigar las enemistades étnicas, religiosas y tribales. Incluso en democracias relativamente maduras, exitosas en otros aspectos, las mujeres siguen sin poder votar y las minorías siguen siendo explotadas hasta el día de hoy. Actualmente se suele asociar al «radicalismo» básicamente a movimientos de extrema derecha, más que a la extensión del sufragio. Aunque en el presente el tema suscite poco entusiasmo entre la opinión pública, el republicanismo ha demostrado ser más exitoso a largo plazo, tras la extinción de algunas monarquías (desde principios o mitad del siglo XX) y la pérdida de las potestades constitucionales y de todo poder político real por parte de otras. Sin embargo, los debates sobre el «terrorismo» son tan encendidos hoy como a finales del siglo XIX y han absorbido gran parte de la controversia que una vez estuvo asociada a la revolución. A finales del siglo XIX cobraron impulso los movimientos antiimperialistas y anticoloniales, inspirados parcialmente en los ideales democráticos de las revoluciones europeas; llegarían a ser cruciales en la política mundial del siguiente siglo. Tras 1918, y aún más tras 1945, las ideas y movimientos mencionados se difundieron en gran medida lejos de Europa, a lo largo y ancho del mundo en desarrollo. Es evidente que, allí, la idea de revolución no se ha agotado en absoluto.

[1] Hay mucho escrito sobre el legado de la Revolución. Baker, 1987 y Hayward, 1991 son buenos puntos de partida. Nos gustaría agradecer a Pamela Pilbeam sus comentarios a este ensayo, así como a la Minnesota State Historical Society (St. Paul) por proporcionarnos una referencia.

[2] Muchos de los relatos modernos sobre la idea de revolución parten de Arendt, 1963. Ejemplos de diversos tipos de lenguaje revolucionario en Kumar, 1970.

[3] Estas metas se asociaban entonces al líder whig Charles James Fox (1749-1806). Fox negó haber «expresado principios republicanos, en referencia a este país, en el Parlamento o fuera de él» (Fox, 1815, IV, p. 209). Pero hay que tener en cuenta lo mucho que apreciaba la distinción de las antiguas repúblicas de Grecia y Roma (p. 229) y su proclamación de que era «republicano hasta tal punto, que daba su aprobación a todo gobierno en el que la res publica fuera el principio universal» (p. 232). Cfr. asimismo Barwis, 1793: «Y en cuanto a la palabra república, aunque suele aplicarse a cualquier gobierno que carezca de rey, hay reyes que han entendido el sentido original y genuino de atender al bien público (public weal) tan acertadamente, que sus gobiernos merecen con mucha mayor justicia el apelativo de republicano que muchos de los que siempre se han denominado republicanos aun siendo tiranos y grandes enemigos del bien público y las libertades de sus países» (Claeys, 1995, VII, p. 380). Paine también decía que «la república no es una forma concreta de gobierno».

[4] La bibliografía sobre el cartismo es, de nuevo, muy extensa. La obra contemporánea esencial es la de Gammage, 1854. Un resumen de los estudios recientes, en Chase, 2006 y Thomson, 1986. Sobre los principales debates teóricos, cfr. Stedman Jones, 1982a.

[5] Ruskin proclamó: «Una república es, en puridad, una comunidad política en la que el Estado, en su conjunto, está al servicio de los hombres y todos y cada uno de los hombres están al servicio del Estado (es decir, los pueblos pueden olvidarse de la última condición). El gobierno puede ser oligárquico (consular o decenviral, por ejemplo) o monárquico (dictatorial)» (Ruskin, 1872, II, pp. 129-130). Mi agradecimiento a Jose Harris por indicarme este uso.

[6] Algunos problemas de definición en Wardlaw, 1982, pp. 3-18. Wardlaw define el «terrorismo político» como «el uso o la amenaza del uso de la violencia, por parte de un grupo pequeño o un individuo, que actúa a favor o en contra de la autoridad establecida. Se trata de acciones destinadas a provocar una ansiedad extrema y a inducir temor en un grupo u objetivo que va más allá de las víctimas directas, con el propósito de obligar a ese grupo a acceder a las exigencias políticas de los perpetradores» (p. 16).