Historia del pensamiento político del siglo XIX

Tekst
Z serii: Universitaria #377
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La resistencia maorí en Nueva Zelanda (1843-1872), aunque también se vio lastrada por las enemistades intertribales, estuvo mejor organizada y fue más prolongada. Terminó con la obtención de valiosos derechos sobre la tierra y tuvo mucho más éxito (Ryan y Parham, 2002). En la década de 1860, la resistencia la lideró un movimiento religioso sincrético cristiano-maorí, Hau Hau, bajo la guía del profeta Te Ua Huamene. Los zulúes eran adversarios igual de formidables y causaron muchas bajas a los británicos en la batalla de Isandlwana, en 1879 (Chikeka, 2004; Crais, 1991; Jaffe, 1994). En Canadá los británicos se enfrentaron tanto a la población nativa como a los desafectos habitants franceses, que protagonizaron una rebelión –junto a los radicales anglocanadienses liderados por William Lyon Mackenzie– con Louis Papineau, en 1837, para lograr la secesión y fundar una república independiente (Read, 1896). También hubo resistencia en África Occidental (Pawlikova-Vilhanova, 1988), Malasia (Nonini, 1992), Birmania y otros lugares. La victoria simbólicamente más memorable y antiimperialista de la época fue la derrota del general Charles Gordon en Jartum en 1885. En aquella batalla predicadores itinerantes musulmanes libraron una jihad o guerra santa liderados por el Mahdi. Arrollaron a las fuerzas británicas y fundaron una república islámica que pervivió hasta 1898 (Holt, 1970; Nicoll, 2004; Wingate, 1968).

El mayor ejemplo de rebelión a gran escala en el Imperio británico tuvo lugar en la India durante el denominado Motín de los Cipayos (1857-1858), también conocido como la Primera Guerra India de Independencia. Los problemas subyacentes eran de índole más social, étnica y religiosa que política, aunque la desafección creciente de los súbditos indios hacia Gran Bretaña tuviera su correlato de un cierto nacionalismo indio. Hoy se reconoce que el profundo resentimiento generado por el dominio europeo y el proselitismo religioso fueron cruciales para el estallido de aquella guerra. La interferencia con costumbres nativas como el sati –la inmolación de la viuda en la pira funeraria del esposo difunto– y, por supuesto, el asunto de la grasa de procedencia animal en los cartuchos, que ofendió a hindúes y musulmanes por igual, fueron causas interrelacionadas (Srivastava, 1997). La restauración del gobierno mogol, en parte como respuesta al trato dispensado por la Compañía de las Indias Orientales al rey de Delhi, sin duda fue otro factor relevante, aunque en Delhi surgió un Consejo de los Doce que desdeñaba la autoridad del rey (Buckler, 1922, pp. 71-100). Los rebeldes, al ser soldados, estaban muchos mejor organizados que otros grupos de oposición de la época y en muchos casos se conservaron las estructuras de mando durante los motines (David, 2000, p. 398). Los oficiales nativos –a menudo profesionales ambiciosos que creían que ascenderían más deprisa en un gobierno nativo que en uno impuesto por la Compañía– formaban además cuadros experimentados, y algunos se habían fijado metas más políticas. En Oudh la revuelta empezó siendo de carácter popular, en apoyo del rey y del país (Metcalfe, 1974, p. 37). Pero en algunos estudios recientes se pone en cuestión que fuera una guerra de independencia nacional y se ha llegado a la conclusión de que no hubo antieuropeísmo, pese a que las diferencias entre los nativos y los británicos habían ido aumentando a partir de la década de 1820 (Chowdhury, 1965; David 2002, p. 39; Sengupta 1975, p. 9). Aunque la mayoría de los nativos se mantuvieron leales al gobierno británico, la rebelión pudo haber tenido éxito de haber recibido la ayuda de persas y rusos. La opinión pública cultivada de Rusia y de China estaba de su parte, y fue un precedente esencial de luchas antiimperialistas posteriores, como la que se iba gestando en el ambiente, cada vez más radical, de los intelectuales bengalíes (MacMann, 1935, pp. 40-69; Majumedar, 1962; Pal, 1991). El Congreso Nacional Indio nació en 1885, en la atmósfera nacionalista y de renacer religioso hinduista y musulmán posterior al motín. Contaron con la ayuda de Allan Octavian Hume –hijo de un destacado radical inglés de la generación anterior, Joseph Hume– y, más tarde, de la socialista Annie Besant (Lovett, 1920).

En las décadas subsiguientes algunos de los levantamientos europeos influyeron en otras partes del mundo. Las revoluciones de 1848 tuvieron un impacto diferido (en Chile, Perú, México y otras zonas de Sudamérica), pero incentivaron el igualitarismo, la política participativa, sentimientos antiesclavistas, la difusión de ideas socialistas y la crítica «social» al liberalismo durante las siguientes décadas (Thomson, 2002). El incremento de los sentimientos nacionalistas y de la resistencia «patriótica» al imperialismo europeo dio lugar a grandes revueltas, como en el caso del movimiento revolucionario Taiping (1850-1865), de inspiración parcialmente cristiana, antitártaro y contrario al consumo de opio. Esta rebelión fue protagonizada por sociedades secretas que intentaron crear una teocracia basada en la fraternidad entre reyes y promover la redistribución de la riqueza entre los pobres, a las que sólo se pudo derrotar con la ayuda de Occidente y a costa de muchos millones de vidas (Clarke y Gregory, 1982; Cohen, 1965; Michael, 1966). Reprimir el levantamiento campesino espontáneo, anticristiano, xenófobo y antimanchú conocido como la rebelión de los Bóxers –que tuvo lugar en la China de 1900 y constituye un importante hito en la búsqueda de independencia de China (Keown-Boyd, 1991; Purcell, 1963)– precipitó asimismo la penetración occidental en la región, y se vio acompañada por el pillaje y la destrucción indiscriminada del patrimonio cultural chino.

SOCIEDADES SECRETAS Y CONSPIRACIONES REVOLUCIONARIAS

La política de insurrección y violencia en masa

En la política revolucionaria violenta existe una diferencia importante, aunque poco clara, entre la violencia terrorista y la insurrección. En el caso de la segunda se recurre, por lo general, a un asesinato (o varios) para provocar un levantamiento contra lo que se considera un régimen ilegítimo. En otras palabras, se comete un acto violento para desatar una revolución. Es una especie de golpe de Estado que dan unos cuantos individuos, para acabar con un gobierno establecido, basándose en un derecho a la resistencia que puede figurar en la constitución o estar moralmente justificado (un ejemplo británico, en Baxter, 1795). En cambio, la violencia terrorista suele ser parte de una campaña prolongada, que, a menudo, sustituye a un levantamiento popular. En esta sección analizaremos tres ideas insurreccionalistas y en la siguiente nos ocuparemos del «terrorismo». No vamos a tener en cuenta a las organizaciones secretas de este periodo porque cumplieron una función política meramente marginal (aunque no todos aceptan estas distinciones). Es el caso del Ku Klux Klan y de organizaciones más claramente vinculadas al crimen, como la Mafia, así como de organizaciones de carácter político que recurrían a la violencia en defensa del status quo, como la Orden de Orange, fundada en 1794 para acabar con el catolicismo en Irlanda. El «terrorismo realista» que surgió durante la Revolución francesa o el «Terror blanco» que siguió a la Restauración son dos ejemplos más. En aquella época también hubo diversos movimientos nacionalistas clandestinos significativos de los que no podemos hablar aquí, sobre todo en Turquía, entre los eslavos o en Grecia, donde la Filikí Hetería, probablemente fundada en 1815, contribuyó a garantizar la independencia aportando unos 20.000 insurgentes entre 1821 y 1822. En España los Comuneros, surgidos de la masonería, promovieron un constitucionalismo moderado. La Joven Europa, un grupo laxo de refugiados políticos que se encontraron en Berna en abril de 1834 para crear una «asociación de hombres que creen en una libertad, igualdad y fraternidad futuras para toda la humanidad» (Frost, 1876, II, p. 236), era una organización federal revolucionaria y democrática. Tenía muchas ramas, como la Joven Alemania, compuesta por trabajadores alemanes residentes en Suiza, que contaba supuestamente con 25.000 miembros en 1845 y delegaciones en veintiséis ciudades; fue disuelta tras 1849 (cfr. Weitling, 1844). La Joven Polonia y la Joven Suiza eran organizaciones similares. Hubo un cisma en su seno en 1837, cuando muchos de sus miembros comunistas, seguidores, sobre todo, de Wilhelm Weitling, abandonaron el movimiento. Pero en 1848 celebraron una reunión en Berlín en la que se comprometieron a abolir la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, el crédito y el transporte. En Polonia los Templarios, una organización fundada en 1822, querían restablecer la independencia nacional. Las insurrecciones y agitaciones revolucionarias a favor de una reforma agraria y de la independencia nacional fueron algo común en aquellos años; las hubo en 1830 contra Rusia, en 1846 contra Austria, en 1848 contra Prusia y en 1863 de nuevo contra Rusia (Edwards, 1865; Walicki, 1989). Una sección de «Jóvenes Húngaros» inspirada en los principios políticos franceses surgió en 1846, con una Sociedad para la Igualdad que asumió la dirección de un movimiento republicano y de izquierdas en 1848. Posteriormente se fundó en Hungría un poderoso movimiento nacionalista contra Austria liderado por Lajos Kossuth (1802-1894), que logró emancipar a judíos y campesinos y acabar con gran parte de los últimos vestigios del feudalismo en nombre del constitucionalismo liberal (Deak, 1979; Deme, 1976).

Francia

Desde los primeros años de la Revolución, la idea de que el Ancien Régime había caído gracias a una vasta conspiración de «illuminati» ilustrados, deístas o librepensadores, cosmopolitas y philosophes republicanos dedicados a lograr «el triplete de los sabios: verdad, libertad y virtud» (Frost, 1876, I, p. 26), fue muy popular entre los adversarios de la Revolución (Barruel, 1798). Realmente existía una sociedad de este tipo, liderada por Adam Weishaupt, y hoy sabemos que formaban parte de ella masones, enemigos tanto del despotismo como del sacerdocio (en general cfr. Frost, 1876; Heckethorn, 1875; Lepper, 1932; Vivian, 1927). Aunque actualmente se otorgue poco crédito al papel que desempeñaron, hubo conspiraciones genuinas y bien documentadas contra el Directorio, Napoleón y la Restauración misma, llevadas a cabo por grupos que operaban en la clandestinidad debido a la prohibición de toda actividad política pública, como los Patriotas Unidos, la Sociedad para la Nueva Reforma de Francia, la Sociedad de Amigos del Pueblo (activa durante la insurrección de 1830) y su sucesora, la Unión de los Derechos del Hombre que protagonizó un levantamiento en 1834 del que surgió la Sociedad de las Familias. En 1818-1820 se fundó una sociedad secreta conocida como Amigos de la Verdad, una logia masónica de carácter político. Algunos de sus miembros formaron el núcleo de los Carbonarios franceses, o Charbonnerie (el nombre provenía del disfraz de carbonero que usaban como refugiados políticos). Eran anticlericales y contrarios a los émigrés, y su objetivo era destronar a los Borbones (Johnston, 1904). Su líder era Armand Bazard, que posteriormente se convertiría en un destacado saint-simoniano.

 

Para los revolucionarios decimonónicos el prototipo de esta forma de conjuración insurreccional fue la abortada conspiración de 1796 liderada por François-Noël (o «Gracchus») Babeuf, el arquetipo de revolucionario profesional, desinteresado y dedicado en cuerpo y alma a la incandescente renovación de la virtud social por medio de la violencia. La historia fue inmortalizada en History of Babeufʼs Conspiracy (1828) de Philippe-Michel Buonarroti. Pretendían derrocar al Directorio, volver a la constitución de 1793, más democrática, y establecer la propiedad agraria colectiva en una generación, aboliendo la posibilidad de heredarla y creando una comunidad de bienes tras el reparto igualitario de la tierra (unas cinco hectáreas y media por familia). Las autoridades comunales supervisarían a los administradores electos en cada ramo, regulando así el sistema de producción y distribución. Pensaban abolir el empleo privado y el comercio así como encargar al gobierno nacional la tarea de rectificar posibles desigualdades entre regiones (Bax 1911, pp. 125-134; Lehning, 1956; Rose, 1978; Thomson, 1947). Babeuf (1760-1797) pensaba asesinar a los cinco miembros del Directorio y, como es sabido, exclamó en su juicio: «¡Todo medio es legítimo para derrocar a los tiranos!». Buonarroti, el amigo de Robespierre, estaba de acuerdo cuando proclamó: «Ningún medio constituye delito siempre que se trate de cumplir un fin sagrado» (Laqueur, 1977, p. 23). (Sus críticos los acusaron de «derramar mucha sangre para lograr una gran igualdad»; Southey, 1856, IV, p. 180.) Se ha afirmado que Babeuf pretendía convertirse en dictador para crear el prototipo de una dictadura revolucionaria permanente en la estela de Robespierre. Hay quien ha añadido que «la ausencia de rasgos específicamente populares del movimiento lo convirtió en terrorismo» (Laqueur, 1977, p. 23). Sin embargo, en estudios más detallados se hace hincapié en el carácter meramente provisional de la dictadura, que no duraría más de tres meses y habría de ser sustituida por una democracia de masas, que admitiría la participación de las mujeres y sería responsable ante el pueblo. De manera que no es ya que fuera diferente a los modelos posteriores de Lenin y Blanqui, en realidad fue una reacción contra la dictadura jacobina, incluso «uno de los mayores logros de la teoría de la democracia durante la época revolucionaria en Europa» (Birchall, 1997, p. 155; Rose, 1978, pp. 218, 342). Pero también cabía la posibilidad de que esa dictadura de hommes sages, de sabios «qui sont embrasés de l’amour de l’égalité et ont le courage de se dévouer pour en assurer lʼétablissement» (Lehning, 1956, pp. 115-116), se convirtiera en algo permanente, una idea que Buonarroti defendería toda su vida (Lehning, 1956, p. 114). Quienes no eran partidarios de estos proyectos decían que encarnaban la idea de la «democracia totalitaria», en la que la búsqueda del orden social perfecto y la implementación de un único y verdadero modelo político justificaban prácticamente cualquier medio (Talmon, 1960, pp. 1-3, 167-248).

No cabe duda de que Babeuf y Buonarroti inventaron un modelo de organización secreta revolucionaria más que un partido proletario al estilo de los marxistas posteriores. Había una dirección en lo más alto de la jerarquía, pero la organización estaba compuesta por muchos grupúsculos que no solían conocerse entre sí. Este modelo fue el utilizado por la Sociedad de las Familias, fundada en julio de 1834, que constaba de unidades básicas de seis miembros, a las que denominaban «familia». Cinco o seis de estos grupos formaban una sección, y dos o tres secciones un distrito, cuyo jefe recibía las órdenes directamente del comité de dirección. Su sucesora, la Sociedad de las Estaciones (1836), estaba formada por cohortes divididas en Semanas (el rango más bajo) y Meses (compuestos por cuatro Semanas). Tres Meses formaban una Estación (88 miembros) y cuatro Estaciones un Año, con un triunvirato de líderes en la cumbre. No pretendían sólo derrocar a la monarquía, también pensaban «exterminar» a los ricos, «que constituyen una aristocracia tan depredadora como la original», la nobleza hereditaria abolida en 1830 (Hodde, 1864, p. 255) (aunque Hodde era un espía de la policía cuya sinceridad ha sido muy cuestionada).

Armand Barbès, Martin Bernard y el más famoso sucesor de Babeuf, Auguste Blanqui (1805-1881) –líder de un movimiento denominado blanquismo y proclamado a menudo fundador de la teoría posrevolucionaria de la dictadura del proletariado atribuida a Marx y al bolchevismo posterior–, lideraban este movimiento, que contaba con unos 900 afiliados en 1839 (Postgate, 1926, p. 35). (Spitzer [1957, p. 176] niega que Blanqui usara la expresión «dictadura del proletariado» y considera que su concepto de dictadura es más jacobino que marxista. Detalles sobre la fase más blanquista de Marx, en Marx y Engels [1978a, pp. 277-287]. El tema se trata en Lattek [2006, cap. 3].) Blanqui empezó su carrera como carbonario antiborbónico, pero adquirió fama trasladando las tácticas del republicanismo revolucionario al socialismo, que, antes de 1840, solía ser apolítico y explícitamente antirrevolucionario. Al principio, los blanquistas eran una sociedad de estudiantes del Segundo Imperio, se convirtieron en una facción política en la época de la Comuna, languidecieron en el exilio en Gran Bretaña y se reagruparon para oponerse al republicanismo de clase media liderado por Gambetta en la década de 1880 (Hutton, 1981; Spitzer, 1957). Tenían un concepto de revolución esencialmente jacobino y su ideario era fervientemente patriótico-nacionalista, anticlerical, democrático y republicano. Hay quien considera que se basaba en una forma rudimentaria de la teoría de la lucha de clases, en la que los «trabajadores», no los pobres ni el «pueblo», desempeñarían un papel fundamental. Otros han señalado, sin embargo, que debía dirigir a las masas un selecto grupo de conspiradores desinteresados formado por elementos alienados de la sociedad urbana moderna, es decir, sobre todo por los parisinos que constituían el «pueblo» del mito jacobino, y no por el proletariado industrial (Spitzer, 1957, pp. 162-166). Tras la revolución pensaban expulsar del país a los curas, los aristócratas y otros enemigos; el ejército sería sustituido por una milicia nacional, así como la magistratura lo sería por jurados en todos los juicios. No pensaban atentar contra la propiedad privada en principio, pero Blanqui esperaba que, tras la implementación de la educación universal, fuera suplantada por el comunismo. Los blanquistas protagonizaron una insurrección frustrada en mayo de 1839, y desplegaron su actividad en 1848 y en 1870.

Italia

En Italia, España, el Piamonte y Francia, se asistió a principios del siglo XIX al rápido crecimiento de una organización revolucionaria clandestina, los Carbonarios, que surge en Nápoles en 1807 (cfr. Mariel, 1971, y, para el caso de Francia, Spitzer, 1971). Quisieron acabar con el gobierno napoleónico primero y con la restauración borbónica después. Los carbonarios contribuyeron a desarrollar la idea del tipo revolucionario moralmente puro, unido a sus iguales por juramentos secretos (algunos juraban, con los ojos vendados y una daga en la mano, bañarse en sangre de reyes). Había rituales de iniciación y otros más elaborados, similares a los utilizados por los masones y los Illuminati, aunque en este caso no manifestaban su oposición al cristianismo (Bertoldi, 1821, p. 22; Hobsbawm, 1959, pp. 150-174). Las doctrinas, rituales y organización de los carbonarios adoptaron las formas más diversas, pero, por lo general, en el seno de la sociedad existían dos grados: aprendices y maestros. Asesinaban a los traidores de entre sus propias filas, aunque no necesariamente a enemigos suyos por otros motivos. Todos los miembros debían defender los principios de libertad, igualdad y progreso y comprometerse a derrocar a los gobernantes de Italia. Tenían su propia moral interna: rechazaban el juego, la vida disoluta, la infidelidad marital y el alcoholismo. Cualquier sospechoso de alguno de estos delitos era juzgado por el jurado de los «primos buenos» y probablemente expulsado. Los carbonarios contribuyeron a gestar revoluciones en 1820-1821, cuando 20.000 hombres invadieron Nápoles, y en 1831, cuando establecieron contacto con conspiradores de Alemania y de otros lugares manteniendo viva la idea de revolución en sus días más oscuros. Sus objetivos eran republicanos, pero aceptaban la monarquía constitucional o limitada, que podía ser centralista, saint-simoniana o federal (Spitzer, 1971, p. 275). En el ámbito teórico propusieron la República de Ausonia. Creían que había que dividir a Italia en veintiuna provincias, cada una con su propia asamblea local. Gobernarían dos reyes elegidos por un periodo de veintiún años (Heckethorn, 1875, II, pp. 107-108).

La mayoría de los más destacados revolucionarios del momento pertenecían a este movimiento que se difundió por Francia en torno a 1820. El insurgente nacionalista más importante de los primeros años, Giuseppe Mazzini (1805-1872), empezó su vida de revolucionario como carbonario, estuvo vinculado a Buonarroti entre los años 1830 y 1833 y fundó la Joven Italia en 1831. Sus principios eran «progreso y deber», y su objetivo acabar con el gobierno austríaco en Venecia y Milán, unificar Italia en una república y crear una cohorte revolucionaria capaz de hacer realidad lo anterior (Hales, 1956; Lehning, 1956; Lovett, 1982). En 1848 Mazzini logró fundar en Roma una república de corta duración (Orsini fue uno de sus diputados), después vivió en el exilio en Gran Bretaña donde siguió en activo, sobre todo en el Comité Central de la Democracia Europea (con Ledru-Rollin y Ruge), y no dejó de ser un símbolo del nacionalismo europeo en las dos décadas siguientes. Hizo de Italia lo que había sido Grecia para la generación de Byron. Después fue sustituido por un destacado seguidor, Giuseppe Garibaldi (1807-1882), quien, con su victoriosa campaña de 1860, ganó Nápoles y Sicilia para el nuevo Reino de Italia (Mazzini, 1861, pp. 31-47).

Alemania

En Alemania, la resistencia antinapoleónica también llevó a la creación de toda una variedad de organizaciones secretas, como la Unión de la Virtud (Tugendbund), creada en 1812 a instancias del primer ministro prusiano, Stein, y posteriormente vinculada a las Burschenschaften u organizaciones de estudiantes universitarios. En Alemania también operaban los carbonarios y crearon el Totenbund o Unión de los Muertos, que informó al mundo en 1849 que planeaba librar al mundo de tiranos. En 1834 los alemanes formaron una «Liga de Exiliados», pero la Liga de los Justos, inspirada en Étienne Cabet y Wilhelm Weitling, se escindió de ella en 1836. Esta liga incluyó en sus filas a un número importante de destacados revolucionarios de la Revolución de 1848, sobre todo August Willich y Karl Schapper (Lattek, 2006). Estaba formada por células de entre cinco y diez personas, sus miembros usaban signos místicos y contraseñas, y todos y cada uno tenían un nombre militar secreto. La Liga Comunista, en activo entre junio de 1847 y 1852, básicamente pretendía arrebatar el poder a la burguesía e introducir una sociedad sin clases en la que se aboliría la propiedad privada. Renegaron de los rituales tradicionales, de los juramentos secretos y de la estructura basada en pequeñas células en beneficio de una organización abiertamente democrática y descentralizada, una forma de proceder que se mantuvo casi incólume en el periodo bolchevique. En otros lugares de este volumen se describen sus metas. Hasta 1848 el teórico fundamental de estos grupos fue el sastre alemán Wilhelm Weitling (1808-1871), quien defendía la idea cristiano-comunista de recuperar algo de la igualdad original aboliendo la propiedad privada e implementando una democracia directa (cfr. Wittke, 1950).

 

Rusia

Los primeros signos de un sentir revolucionario aparecieron en Rusia en fecha tan temprana como 1790, con la publicación de Viaje de San Petersburgo a Moscú de A. Radíshchev, considerado «el primer programa de democracia política en Rusia» (Yarmolinsky, 1957, p. 13; Venturi, 1960). Tras 1815 se fundaron cierto número de sociedades masónicas y literarias. La primera organización política clandestina fue la Sociedad de los Auténticos y Leales Hijos de la Patria, o Unión de Salvación que, fundada en 1816, consideró brevemente la posibilidad de un regicidio. En 1818 se fundó otra sociedad secreta, la Unión de la Prosperidad, que difundía la Ilustración y las «auténticas reglas de la moralidad» y recurría a rituales y juramentos semimasónicos (Von Rosen, 1872). En torno a 1820 ya se habían formado diversas sociedades revolucionarias polacas. El coronel Pável Péstel (1793-1826) fue uno de los primeros pensadores republicanos reseñables, vinculado al grupo de los decembristas. Casó las ideas del gobierno representativo basado en el sufragio universal con la de un Estado protototalitario que dependería de un clero poderoso y de una policía secreta. Contemplaba abolir la servidumbre, nacionalizar la mitad de la tierra, regular la moral pública y prohibir las asociaciones privadas, así como la bebida y el juego (Yarmolinsky, 1957, p. 27). Las ideas de Péstel coincidían con las de los Esclavonios (o Eslavos) Unidos, una sociedad secreta fundada en 1820 que contaba entre sus filas con muchos miembros de la nobleza y pensaba obligar al zar a aceptar una constitución liberal basada en la filantropía; logró reunir a unos 3.000 hombres en 1822 para llevar a cabo una rebelión de corta vida. Los decembristas dieron otro golpe en 1825, tras el cual la mayoría de sus miembros acabaron en Siberia.

A partir de aquel momento, aunque siguió habiendo corrientes de pensamiento de base jacobina y populista, el radicalismo y el socialismo fueron virtualmente inseparables en Rusia (Gombin, 1978, p. 44). En las décadas de 1830 y 1840 el máximo exponente de estas tendencias fue Aleksandr Herzen (1812-1870), un entusiasta del marco analítico de Hegel y de las ideas comunitaristas de Fourier, del antiautoritarismo de Proudhon y del cristianismo renovado de Saint-Simon. Como en el caso de muchos otros anarquistas, el objetivo último de Herzen era reforzar las asociaciones voluntarias «naturales», sobre todo al mir (de campesinos) y al artel (de artesanos), en las que la autoridad externa al individuo estaría limitada. Desde este punto de vista, republicanismo sólo podía significar «libertad de conciencia, autonomía local, federalismo e inviolabilidad del individuo» (Gombin, 1978, p. 53). Aunque todos los radicales rusos querían acabar con la servidumbre, el radicalismo ruso se dividía en una facción eslavófila y otra occidentalizante; Herzen y Visarión Belinskii pertenecían a la segunda. Las revoluciones de 1848 difundieron las ideas socialistas, pero fueron la causa del exilio de numerosos disidentes destacados, como Mijaíl Bakunin y Herzen, que siguieron promocionando las ideas socialistas a través de la revista Kolokol (La Campana, que se empezó a editar en 1857).

Esto atrajo a una nueva generación de agitadores, como Nikolái Chernyshevskii, que defendía una forma de socialismo basada en la existencia de asociaciones voluntarias unidas laxamente entre sí. La emancipación de los siervos, en 1861, no eliminó la dependencia del campesinado de los terratenientes, y, como los radicales no quisieron defender las propuestas liberales de la economía del laissez faire y de la monarquía constitucional, se volcaron en los principios republicanos y revolucionarios. Todos estos puntos de vista se expresaron en un panfleto, Joven Rusia (1862), que más adelante sería descrito como «el primer documento bolchevique» de la historia de Rusia. En él se exigía una república federal, la distribución de la tierra entre las comunas de campesinos, la emancipación de las mujeres, la regulación del matrimonio y de la familia, la socialización de las fábricas, que dirigirían gerentes electos, y el cierre de los monasterios (Yarmolinsky, 1957, p. 113). Una de sus consecuencias fue la popularización del movimiento (mal llamado) nihilista, que en realidad era un realismo crítico o una crítica naturalista y pragmática a las condiciones existentes en Rusia, sobre todo en el caso de Dmitri Písarev, cuyas ideas son calificadas de «nihilistas» en Padres e hijos de Turguéniev (1862). A partir de ese momento el término adoptó las connotaciones de rechazo a las opiniones burguesas sobre el matrimonio, la religión y la respetabilidad, es decir, fue más bien una moda intelectual que un movimiento político.

Aunque se suela incluir al anarquista ruso Mijaíl Bakunin (1814-1876) en las filas de los nihilistas o terroristas, este fue sobre todo un revolucionario profesional, el epítome en la historia del anarquismo del «anhelo de destrucción» con su fe en la acción revolucionaria como fuerza catártica «purificadora y regeneradora» (Woodcock, 1970, pp. 134, 162). Para Bakunin la rebelión era el inicio del apocalipsis de las instituciones del viejo mundo. El Estado sería destruido junto a su ejército, sus tribunales, sus burócratas y su policía y habría que quemar todos los archivos y documentos oficiales. Pero encarnaría asimismo una voluntad creativa, nacida del «sentimiento instintivo de rebelión, ese orgullo satánico que no soporta el sometimiento a ningún amo» (Maximoff, 1964, p. 380). Aunque su origen fuera la elite secreta de una organización, daría lugar a una «dictadura colectiva […] libre de egoísmo, vanagloria o ambición, porque será anónima e invisible y no recompensará a los miembros del grupo» (Bakunin, 1973, p. 193). La revolución tendría lugar cuando se dieran las circunstancias psicológicas adecuadas y no dependía tanto de la situación económica como creía Marx (Bakunin, 1990). En su obra Principios revolucionarios (1869), Bakunin desgrana las diversas formas –«el veneno, cuchillo, soga, etcétera»– que cabría utilizar para liberar a la humanidad (cfr. Pyziur, 1968). Reconocía que morirían muchos en un levantamiento popular y pedía la pena de muerte para todos aquellos que interfirieran con «la actividad de las comunas revolucionarias» (citado en Pyziur, 1968, pp. 108-109). Pero también recalcaba que la rebelión era «por naturaleza espontánea, caótica e implacable», y siempre había que dar por sentado que «habría una vasta destrucción de la propiedad» (citado en Maximoff, 1964, p. 380). El objetivo de la violencia revolucionaria era el «ataque a las cosas y a las relaciones, la destrucción de la propiedad y del Estado. Así no habrá necesidad de acabar con los hombres» (Bakunin, 1971, p. 151). Cuando la victoria fuera cierta se podría mostrar cierta dosis de humanidad con los antiguos enemigos, a los que habría que reconocer como «hermanos» (Maximoff, 1964, p. 377).