Historia del pensamiento político del siglo XIX

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El republicanismo irlandés de mediados del siglo XIX siguió esta pauta. Los revolucionarios de 1848 carecían de una teoría política elaborada: querían crear su propia nación. Thomas Davis, por ejemplo, aunque brindó su apoyo a un gobierno federal afirmó: «Si no, cualquier cosa menos lo que somos» (citado en Lynd, 1912, p. 224), e incluso admitió que una «república regia» podía ser un modelo viable (Davis, 1890, p. 280). Cuando un entusiasta de los procesos de 1848, John Mitchel, se declaró partidario del republicanismo se dijo que era «una evolución con la que no se había contado», pues él mismo había escrito refiriéndose a sus camaradas: «Las teorías sobre el gobierno carecen de interés para ellos. El único deseo y objetivo de todos es crear un gobierno nacional», que podría incluir una monarquía (Duffy, 1898, I, p. 262 n.; Dillon, 1888, II, p. 130). A muchos les ofendió más tarde el apoyo público de Mitchel a la esclavitud y a una «república irlandesa con plantaciones esclavistas» a principios de la década de 1850 (Mitchel luchó por el Sur en la Guerra Civil norteamericana) (Dillon, 1888, II, pp. 48-49). Hasta un teórico político y social tan sofisticado como Michael Davitt, fundador de la Liga Agraria, que propugnaba la nacionalización de la tierra (Henry George fue quien más influyó en él) y el socialismo de estado (Davitt, 1885, II, pp. 69-142), escribió poco sobre el republicanismo, pero esperaba poder fundar un partido laborista en Gran Bretaña.

La Hermandad Republicana Irlandesa, fundada en 1858, fijó unos principios fundamentales, que, evidentemente, no estaban exentos de crítica. De entre ellos cabe destacar la expropiación de tierras a propietarios inactivos o ausentes, así como a la Iglesia. Pretendía vender la tierra para crear un nuevo campesinado; abolir los títulos hereditarios, crear un parlamento electo con un tercio de sus miembros elegidos por sufragio universal; fundar consejos provinciales; imponer la tolerancia de todas las religiones desde una educación laica (Rutherford, 1877, I, pp. 68-69). Algunos republicanos irlandeses posteriores fueron, sobre todo, nacionalistas, pero no necesariamente antimonárquicos. Patrick Pearse, por ejemplo, creía que un príncipe alemán bien podría ser soberano de una Irlanda independiente.

Francia

En Francia nunca dejó de haber movimientos revolucionarios tras 1789. Sus miembros estaban en la estela de Rousseau y los jacobinos, pero combinaban las propuestas de estos autores con las contenidas en las obras de Babeuf, Blanqui, Proudhon y Blanc. Defendían al pequeño productor, al artesano y al campesino frente al gran capital, y exigían más democracia, igualdad social, derechos civiles y nacionalismo (Lou­bère, 1974). Francia fue la sociedad europea más revolucionaria del siglo XIX, con un levantamiento moderado en 1830 y con posteriores transformaciones en 1848 y 1871 que marcaron época. Su radicalismo a menudo era republicano y revolucionario, aunque no había tradición alguna asociada a los «principios de 1789» como tales. En el seno del movimiento había un ala moderada y una extremista que competían por la aprobación de la opinión pública. Jacobinos y republicanos volvieron a adquirir importancia durante la Revolución de 1848 y el radicalismo halló mayor eco en el campo en la segunda mitad del siglo. Los viticultores del sur presionaron a favor de reformas constitucionales. Defendían, por ejemplo, un legislativo unicameral sin presidente ni Senado, pero se oponían a dar el voto a las mujeres. En la década de 1880, algunos radicales pidieron la nacionalización del ferrocarril, de las minas y de los bancos, la regulación de las condiciones de trabajo y de los horarios de los obreros, créditos a bajo precio y apoyo del Gobierno a las cooperativas. En torno al cambio de siglos, muchas de estas cuestiones ya eran cosa del socialismo. El radicalismo más moderado y no revolucionario perdió interés.

Republicanismo francés

La Revolución francesa no fue necesariamente antimonárquica. La controversia sobre las ventajas de conservar y reformar a la monarquía fue evidente en el debate entre Thomas Paine y el Abate Sieyès de agosto de 1791. Paine defendía un republicanismo entendido como «gobierno representativo» (Paine, 1908, III, p. 9), mientras que Sieyès señalaba los peligros de un ejecutivo electo que compitiera con el monarca por la representación de la nación en su conjunto (Sieyès, 2003, p. 169). Estos argumentos resultaron atractivos para muchos y las ideas de Sieyès cobraron importancia en la fase más conservadora de la Revolución encarnada en el Directorio. El republicanismo francés daba vueltas a los temas suscitados durante la Convención y la primera Comuna de París (1792), que imprimió a la revolución un rumbo más radical y se opuso sin descanso a la monarquía y al clero (cfr. Fisher, 1911; Pilbeam, 1995; Plamenatz, 1952; y Soltau, 1931). La primera Comuna y el Club Jacobino organizaron la insurrección del 19 de agosto de 1792, estableciendo el modelo de la rebelión radical y parisina contra el Gobierno central en nombre del pueblo en su conjunto. Una insurrección liderada por Marat y Robespierre el 31 de mayo de 1793 llevó a la plebe a hacerse con la Asamblea Nacional. (Quienes la defendieron creían que era la única forma de proteger la democracia; p. ej. OʼBrien, 1859, p. 27.) El arresto y ejecución de los girondinos moderados fue seguido de una época de gobierno radical. En 1790 se habían nacionalizado las tierras de la Iglesia y se había vendido la tierra de quienes se habían exiliado (emigré). En un decreto de febrero de 1794 se había propuesto una cesión aun mayor, que nunca se llevó a cabo porque el gobierno del Terror fue derrocado el 9 de termidor (27 de julio de 1794). Eran medidas más populistas que socialistas y pretendían atajar el problema de la pobreza y de la escasez de alimentos que constituía una amenaza interna para la Revolución. (Los republicanos hicieron sus propias descripciones de la economía política en aquel periodo; cfr. Whatmore, 2000.) El sufragio universal masculino (indirecto) estuvo brevemente en vigor en aquellos años y, de nuevo, en 1848, pero no tardó en ser abolido.

Tras la Restauración de 1815, la expulsión de Carlos X después de tres días de peleas callejeras en 1830 supuso una victoria para los republicanos, pero el resultado fue una estabilización de la monarquía debido al acceso al trono de Louis Philippe, duque de Orleans (Luis Felipe I). Por entonces los republicanos estaban divididos en cuatro secciones principales: los moderados (el grupo más grande), liderados por Godefroy Cavaignac; los radicales o jacobinos, que abogaban sobre todo por el sufragio universal masculino; los reformistas sociales, muchos de los cuales –como Cabet, los fourieristas y los saint-simonianos– eran antirrevolucionarios y no mostraban especial interés por la política; y los revolucionarios (Plamenatz, 1952, p. 39). Un quinto grupo, el de los católicos liberales liderado por el Abate Lamennais, intentó salvar la brecha entre la Iglesia y la democracia. Pero eran categorías flexibles, no exclusivas, y muchos de los reformistas pertenecían a más de un grupo.

La Segunda República, fundada en febrero de 1848 y dirigida por hombres como Ledru-Rollin, Lamartine y Louis Blanc, tampoco duró mucho. Sus principales características fueron la popularización de las ideas socialistas a gran escala por primera vez, sobre todo en el caso de la propuesta de instaurar talleres nacionales efectuada por Blanc y en su proclamación del «derecho al trabajo». Los insurreccionalistas (incluido Blanqui) desafiaron a los moderados en mayo-junio, pero fueron derrotados tras un gran derramamiento de sangre, y lo único que consiguieron fue hacer desmerecer a la causa radical ante la opinión pública. Tras un gobierno provisional encabezado por Louis Eugène Cavaignac, eligieron presidente a Louis Bonaparte, pero este dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 que condujo al Segundo Imperio. Vino entonces un periodo de dura represión, en el que fueron arrestados, y juzgados por tribunales especiales, más de 26.000 republicanos. Ledru-Rollin, Blanc y otros acabaron en el exilio, donde algunos colaboraron con el Comité Democrático Central creado en Londres (Lattek, 2006, pp. 87-95). Muchos moderados se quedaron en Francia y lograron convertir la causa republicana en algo respetable a lo largo de las dos décadas siguientes. Pero los desacuerdos en torno a las reformas sociales necesarias y a la viabilidad del liberalismo del laissez faire para solucionar problemas sociales siguieron generando división.

La Tercera República, proclamada en septiembre de 1870 tras la derrota de Francia a manos de Prusia, se fundó oficialmente en 1875. Con el extremismo muy desacreditado tras el fracaso de la Comuna, la mayoría de sus partidarios eran juristas y comerciantes de clase media además del toque de color aportado por artistas como Manet, y cada vez más judíos, mujeres y masones, quienes promovían una aproximación más laica a la cultura pública. Su faro fue Léon Gambetta (1838-1882), cuyo objetivo era crear un régimen centralizado basado en el sufragio universal y en una educación laica y obligatoria, para fundar una democracia moderna de base patriótica, sin importar los compromisos que, sobre todo en política exterior y religiosa, requerirían inevitablemente estas políticas «oportunistas» (cfr. Nord, 1995). Entre medias, el ideal republicano fue apoyado por figuras como Auguste Comte (1789-1857), cuyos seguidores, si bien podían desconfiar de la democracia, a menudo eran acérrimos enemigos de la monarquía.

La Comuna de París

Un modelo de república muy influyente y controvertido de finales del siglo XIX fue el de la Comuna de París, la organización revolucionaria que vio la luz tras la derrota de Francia a manos de Prusia en la guerra de 1870-1871 (en general, Lissagaray, 1886). Léon Gambetta, Jules Favre y otros proclamaran el 4 de septiembre de 1870 un «Gobierno de Defensa Nacional» y declararon constituida la Comuna de París el 18 de marzo de 1871, tras algunos precedentes de comunas en Lyon y Marsella. Fue ratificada por medio de unas elecciones comunales que ganaron cierto número de trabajadores y algunos miembros destacados de la Primera Internacional. Más inspirada en Proudhon que en Rousseau, acabó en un baño de sangre en abril-mayo de 1871, pero la Asamblea Nacional retomó su inspiración republicana en febrero de 1875. La política de la Comuna había sido rigurosamente anticentralista. La tributación, la dirección de los negocios locales, las magistraturas, la policía y la educación se controlaban desde el ámbito local y el ejército permanente fue sustituido por una milicia cívica. Los oficiales de la Guardia Nacional eran elegidos y se garantizaban la libertad de conciencia y el trabajo. De manera que la Comuna era un gobierno republicano, local, anticentralista, con su propia milicia, que representaba a elementos de la clase obrera.

 

La Comuna de París demostró que el poder podía utilizarse en un sentido socialista y que las organizaciones provinciales no se crearían rápidamente. Para los socialistas la Comuna fue un intento de dividir a Francia en una república con comunas autónomas, que enviarían a sus representantes al consejo federal liberando a París del peso conservador de las provincias, es decir, de la opresión de la mayoría que generaba el «dogma del sufragio universal». A anarquistas como Bakunin les pareció «una negación del Estado valiente y explícita; lo contrario a una forma comunista autoritaria de organización política» (Bakunin, 1973, p. 199). Para Marx, quien había rechazado cáusticamente la idea de la comuna en 1866, calificándola de «stirnerismo proudhonizado» (Marx y Engels, 1987, p. 287), su carácter popular de «república social, el «autogobierno de los productores», la elección de funcionarios públicos, los salarios y el hecho de que todos respondieran directamente ante la Comuna, era la «antítesis directa» del viejo aparato estatal. (Hay quien ha leído estos comentarios en clave de concesión a Proudhon y a los anarquistas, p. ej. Collins y Abramsky, 1965, p. 207.) Este modelo, con delegados del campo acudiendo a la ciudad y asambleas de distrito que enviaban a sus diputados a París, se tomó como modelo para acabar con el «poder del estado que decía encarnar esa unidad al margen y por encima de la nación misma» (Marx y Engels, 1971, pp. 72-74). Algunos revolucionarios pensaban que sería necesaria una dictadura temporal para hacer frente a la amenaza externa, como en 1793, e interna, como cuando la traidora Asamblea Nacional había firmado la paz con Alemania a principios de 1871.

Hacia el final del periodo surgió en Francia un movimiento sindicalista revolucionario en torno a la Confédération Générale du Travail, fundada en Limoges en 1895 (cfr. Jennings, 1990; Ridley, 1970). Compartían con Marx la teoría de la lucha de clases y daban gran importancia a las huelgas –sobre todo a la huelga general– como expresión de dicho conflicto. Su objetivo último también era la abolición del Estado, de la burocracia, de la policía, del ejército y de todo el aparato judicial. En el futuro cumplirían esas funciones los trabajadores confederados. Esta estrategia contó con el apoyo de Georges Sorel, entre otros, aunque el movimiento adoptó en seguida una dirección reformista.

Alemania

En Alemania, las «ideas francesas» se aceptaron tras 1789 con cierta desazón por haber sido impuestas por un conquistador durante las guerras revolucionarias. Pero habían dejado un legado de laicismo y de nacionalismo antilocalista y el atractivo de la idea de soberanía popular no se esfumó fácilmente (Blanning, 1983; Gooch, 1927). El movimiento democrático moderno surgió en el periodo denominado Vormärz y alcanzó su apogeo en la época del Parlamento de Fráncfort en los años de las revoluciones de 1848 (cfr. Sperber, 1991). En teoría, el radicalismo alemán también obtuvo un gran impulso gracias a la «izquierda» hegeliana o «Jóvenes Hegelianos», a los que pertenecían Marx, Ludwig Feuerbach y Arnold Ruge (Breckman, 1999; Moggach, 2006). Algunos miembros de este grupo se hicieron anarquistas, como Bakunin. Otros, como Ruge, nunca dejaron de ser demócratas radicales y republicanos. Marx derivó hacia el comunismo, defendiendo la necesidad de una revolución violenta a partir de mediados de la década de 1840. También el joven Engels proclamaba los efectos terapéuticos de la violencia revolucionaria proletaria. Sin embargo, más adelante, ambos aceptaron la posibilidad de que pudiera haber una transición pacífica al socialismo allí donde los procesos democráticos lo permitieran, aunque no fuera un enfoque aceptado por todos los marxistas posteriormente. A principios del siglo XX, el término «radical» empezó a usarse cada vez más para designar a los movimientos de derechas, una connotación que se aprecia hoy en términos como Rechtsradikal, por ejemplo.

En las décadas finales del siglo, el término empezó a asociarse en algunos círculos con un movimiento de reforma moral y cultural, cuyo núcleo era la idea de sobrepasar o trascender las normas del presente, «burguesas» o de otro tipo, pero sobre todo las restricciones morales impuestas a la expresión y a la creatividad individuales. Algunos de estos conceptos eran herederos de modelos más individualistas del anarquismo de principios del siglo XIX. Es el caso en Alemania de Max Stirner, cuya obra El Único y su propiedad, se publicó en 1845. Se ha vinculado a Stirner con Friedrich Nietzsche; de hecho, se ha descrito su obra como una «increíble anticipación […] de la doctrina del superhombre de Nietzsche y su exigencia de la “transvaloración de todos los valores”, más allá de los estándares vigentes del bien y del mal» (Muirhead, 1915, p. 68). Es discutible hasta qué punto Nietzsche mismo consideraba «radical» el ideal de superhombre. Sí hablaba del anhelo de una cura «radical» para el malestar social, o de buscar un cambio «radical» (p. ej. Nietzsche, 1903, párrafo 534), pero no usaba el término de forma positiva en un sentido político. Algunos intérpretes recientes han sugerido que, de haber sido Nietzsche un pensador «político», habría que concebir sus ideas en términos de «política radical aristocrática» (Detwiler, 1990). En su caso el ideal de superhombre funcionaría de forma «radical» para subvertir la democracia e imponer a la «masa» o «rebaño» un ideal ético más elevado, basado, en parte, en una concepción social-darwinista de tipo evolutivo (aunque esto último es controvertido). Esto se lograría recreando lo que Nietzsche denominaba la «ecuación aristocrática (bien = aristocrático = bello = feliz = amado por los dioses)» (Nietzsche, 1910, p. 30). El ideal se basaba en la concepción que tenía Nietzsche de la polis griega y de su forma de valorar el bien, la verdad y la belleza. De manera que aquí «radicalismo» alude al retorno a un tipo moral originario o más puro –en el caso de Nietzsche, anterior a la «transvaloración» judeocristiana de los valores– que evitara el punto final «nihilista» una vez proclamada la muerte de Dios y la subversión del resto de los mitos. Había que imponer al individuo y a la sociedad una nueva escala de valores. El individuo se regiría por el dominio de sí; la sociedad, por la «voluntad de poder», uno de los conceptos centrales de Nietzsche más contestados. Resulte valiosa o no esta descripción de los propósitos de Nietzsche, el hecho cierto es que algunos de sus seguidores asumieron que cabía adaptarlos para reforzar el orden patricio existente (p. ej. Ludovici, 1915).

En Alemania el republicanismo, liderado por hombres como Friedrich Hecker, Carl Schurz y Gustav von Struve, surgió como alternativa durante las revoluciones de 1848, aunque muchos radicales preferían el imperio a la república. Los republicanos, derrotados en el Parlamento de Fráncfort de abril de 1848, eran fuertes en el suroeste, pero fueron derrotados en el campo de batalla por Prusia principios de 1849.

El republicanismo gozó de un apoyo intermitente en otros países europeos a finales del siglo XIX. En España se proclamó una república en 1873, pero hubo cuatro golpes de Estado y gobernaron cinco presidentes hasta que colapsó a finales de 1874.

Estados Unidos

Todo el pensamiento político norteamericano es republicano en el sentido de que niega la eficacia de la monarquía, pero la extensión del sufragio fue gradual a lo largo del periodo que nos ocupa. El radicalismo norteamericano del siglo XIX había nacido de la interpretación más populista de los principios de 1776, a menudo asociada a Thomas Jefferson y vinculada a la creciente desigualdad económica, hasta el punto de que un crítico de mediados de la década de 1830 denunció que lo que «llamamos un gobierno republicano» es «mera aristocracia» (Brown, 1834, p. 43). Recibió un gran impulso por parte de generaciones de emigrados radicales extranjeros, desde demócratas británicos que huían de la represión en la década de 1790 (Twomey, 1989) a alemanes tras 1848 (Pozzetta, 1981; Wittke, 1952; Zucker, 1950) y polacos, rusos y judíos en décadas posteriores (Johnpoll, 1981; Pope, 2001). En el ámbito interno evolucionó debido a la industrialización, la creciente desigualdad social y a cuestiones como la banca una oferta monetaria expansionista –características de los movimientos Free Silver y Greenbank–, al crecimiento de grandes trusts o monopolios económicos (sobre todo en el ámbito del ferrocarril) y a la actividad antisindical. Hubo muchos movimientos distintos, del radicalismo jacksoniano de la década de 1830, a la democracia radical del locofocoísmo y la Democracia Libre de las décadas de 1850 y 1860, pasando por el abolicionismo, diversas formas de populismo agrario (como el movimiento The Grange), cooperativas de consumidores y productores, y socialismo, tanto de inspiración nacional como extranjera. Hubo hasta propuestas para una reforma agraria (p. ej. Camp­bell, 1848, pp. 110-118). A finales de siglo surgieron una serie de líderes destacados, sobre todo Henry Demarest Lloyd (cfr. Lloyd, 1984) y Henry George, cuya teoría del impuesto único fue muy bien recibida a nivel mundial (cfr. George, 1879). Siguiendo el ejemplo del experimento británico de Freetown, los esclavos liberados crearon una serie de movimientos separatistas y panafricanos, lo que condujo, entre otras cosas, a la fundación de la colonia –más adelante, Estado– de Liberia en 1822 (Hall, 1978; McAdoo, 1983; Ro­binson, 2001).

MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS DE RESISTENCIA NO EUROPEOS Y ANTIIMPERIALISTAS

El siglo XIX fue el periodo de la mayor expansión imperial de la historia europea, norteamericana y rusa. Murieron al menos treinta millones de personas y, contando las hambrunas y las guerras civiles exacerbadas por la intervención extranjera, probablemente cien millones. Algunas de estas conquistas albergaban una vocación casi que abiertamente genocida; es decir, el cuasi exterminio de las poblaciones nativas –a menudo enmascarado por un discurso darwinista de razas «inferiores»– era algo esperado, aceptado y deseado tras las conquistas. La expansión solía describirse en términos de la necesidad de expandir territorios, de hallar materias primas y nuevos mercados (cfr. Claeys, 2010). Pero todos se resistían a la conquista, y en las colonias los ideales europeos de revolución, libertad, igualdad y justicia se mezclaban con el deseo de renovar las formas tradicionales de la comunidad política y las organizaciones sociales y religiosas (Wesseling, 1978 y Bayly, en este volumen).

A principios del siglo XIX, la evolución revolucionaria extraeuropea más notable se dio en Hispanoamérica (cfr. Anderson, 1991, pp. 47-82; Schroeder, 1998; y, en general, Gurr, 1970). Tras la invasión de España por Napoleón en 1808, Venezuela se proclamó república independiente en 1811 y Chile aprobó una constitución provisional en 1812, pero ambos fueron derrotados por las fuerzas realistas. En 1821 se derrocó el dominio español en México y, tras 1825, cuando Simón Bolívar se hizo con el control del Alto Perú, España perdió el Nuevo Mundo: únicamente pudo conservar Puerto Rico y Cuba. Brasil se independizó en 1822 e instauró primero una monarquía y luego, a partir de 1889, una república. La importación de ideas como la soberanía popular, la participación y la representación, propias de la resistencia española contra Napoleón, contribuyó al proceso. Pero las ideas más conservadoras sobre la independencia, defendidas por las elites políticas aliadas con los líderes militares, acabaron triunfando sobre las basadas en los ideales franceses de libertad, igualdad y fraternidad, a pesar de las aspiraciones más revolucionarias de Francisco de Miranda y otros (Rodríguez, 1997, p. 122). Había poca gente que pensara como Bernardo OʼHiggins, que proclamó: «Detesto la aristocracia […] la amada igualdad es mi ídolo» (citado en Lynch, 1986, p. 142). El absolutismo borbónico no era muy atractivo, pero la participación política seguía siendo cosa de la elite, pues se exigían muchas propiedades para poder votar. Las ideas políticas más liberales tendían a aparecer tras las rebeliones, no a precederlas, y a menudo eran rechazadas tanto por parte de las elites blancas como por las criollas, que temían que dieran lugar a revueltas étnicas de los esclavos de piel más oscura, los nativos y los campesinos. La diversidad étnica, el bandolerismo social y las revueltas de esclavos inhibieron, en general, la creación de identidades nacionales en los nuevos estados; las elites criollas nacidas en América solían cerrar filas con los españoles (Macfarlane y Posada-Carbó, 1999, pp. 1-12). Pero surgió asimismo una identidad «americana» y antiespañola (Lynch, 1986, pp. 1-2). No hubo tendencia al laicismo. La idea de una intervención estatal para promocionar la educación y la prosperidad, al estilo de las propuestas de OʼHiggins y del proteccionismo económico, obtuvieron mayor apoyo que las del laissez faire. El republicanismo era la norma. Pero hasta liberales como Bolívar, el primer presidente de Colombia, que defendía la revisión judicial, la limitación de los poderes del presidente y la abolición de la esclavitud, exigían un ejecutivo fuerte y limitaron el sufragio atendiendo a la riqueza y al nivel educativo (Lynch, 2006, pp. 144-145). Tras las guerras revolucionarias era frecuente que hiciera su aparición el caudillismo, o que tomaran el poder señores de la guerra regionales hostiles a la autoridad central. México apostó por un emperador y era evidente que líderes como José de San Martín eran monárquicos de corazón. La insurrección tomó forma en Caracas, Buenos Aires y Santiago. Ciudad de México en principio defendió el gobierno de los españoles, y Cuba no logró la independencia hasta finales de siglo. De manera que hablamos de un proceso de independencia nacional muy desigual, en el que las elites modernizadoras desempeñaron un papel crucial a la hora de decidir si iba a haber o no guerras de independencia y qué tipo de gobierno se iba a instaurar después (Domínguez, 1980, p. 3).

 

En el norte se creó rápidamente un precedente anticolonial de enorme influencia: el derrocamiento de los gobernantes franceses en la isla de Santo Domingo, en 1791, tras la rebelión de 500.000 esclavos (en 1804 una tercera parte de ellos había muerto) inspirados en los nuevos principios revolucionarios y liderados por el «Espartaco negro», Toussaint L’Ouverture. «La única revuelta de esclavos exitosa de la historia» (James, 1963, p. ix) llevó, tras la derrota de ejércitos españoles, franceses e ingleses, a la fundación de la primera república de esclavos emancipados de la historia, Haití, en 1804 (cfr. Geggus, 2001). También hubo revueltas en Jamaica, Surinam y otros lugares (en general, cfr. Genovese, 1979). En Brasil se registraron revueltas milenaristas entre 1807 y 1835, casi siempre de inspiración religiosa, en un caso islámica (Reis, 1993). Los rebeldes querían convertirse en propietarios de las tierras. En las Indias Occidentales, Jamaica vivió una revuelta de esclavos en 1831 en la que estuvieron implicados misioneros baptistas. Allí se reprimió brutalmente un levantamiento de antiguos esclavos en 1865, al que se denomina la «Insurrección jamaicana». El gobernador Eyre la aplastó provocando 2.000 muertes, y el asunto se convirtió en una cause célèbre (Semmel, 1962). También hubo oposición al gobierno francés en África del Norte y Occidental, así como en Indochina (Argelia en, por ejemplo, Laremont, 1999; África Occidental en Crowder, 1978; Vietnam en Marr, 1971 y Trung, 1967). La política de aniquilación de los nativos del gobierno alemán provocó un levantamiento en el sudoeste de África, entre 1904 y 1907, que fue brutalmente reprimido. Hubo cientos o miles de muertos, según contabilicemos o no los fallecidos a causa de la hambruna posterior provocada por una táctica de tierra quemada (Stoecker, 1987). Cabe decir lo mismo del gobierno holandés en Java, donde hubo una guerra entre 1825 y 1830, que se saldó con la muerte de unos 200.000 nativos (cfr. Kuitenbrouwer, 1991). Se desataron asimismo revueltas en colonias portuguesas (el contexto, en Boxer, 1963). Las potencias no europeas tampoco se ahorraron las luchas de resistencia, sobre todo Rusia en Asia Central, y Japón en Corea (el caso de Japón, en Beasley, 1987; Kim, 1967 y Yeol, 1985. El caso de Rusia, en Geyer, 1987). En Estados Unidos fueron sucesivamente sometiendo a los nativos, diezmando sus filas mediante enfermedad y guerra, y confinándolos en reservas (Bonham, 1970; Silva, 2004). Normalmente estas rebeliones empezaban debido al descontento existente por la introducción de nuevos métodos de comercio y nuevas tecnologías, por la privación relativa, por la quiebra de la vida en los poblados y el desplazamiento padecido por las elites nativas. En muchas regiones hubo «movimientos de revitalización» de las tradiciones propias como reacción a la conquista, y sus artífices adoptaron cierto profetismo, mesianismo y milenarismo. El pasado precolonial pasó a describirse como una edad de oro. Estas reacciones no se definían tanto por la conciencia de clase como por el antagonismo hacia la elite colonial, formada por los europeos y por nativos asimilados. No era nacionalismo sino más bien regionalismo o lealtad hacia la propia tribu y apego hacia un líder carismático y, por lo general, profético (Adas, 1987; Thrupp, 1970).

En el mayor imperio europeo, el rechazo al gobierno británico por parte de las poblaciones nativas fue incesante durante todo este periodo. En Australia hubo resistencia aborigen desde los años de la primera ocupación en 1788. Entre 1790 y 1802 la lideró Pemulwuy, pero se mantuvo durante todo el siglo XIX. Las revueltas se reprimían con brutalidad y las tierras de los aborígenes se declaraban terra nullius, tierras desocupadas, y se apoderaban de ellas sin ofrecer a cambio compensación alguna (Reynolds, 1982). Los pueblos nativos carecían de una lengua común y estaban divididos por el antagonismo entre tribus. Como carecían de una estructura autoritaria en el ámbito político o militar, rara vez pudieron organizar revueltas concertadas, pero sí había cierto nivel de organización y las tribus participaban juntas en la instrucción militar. A veces hasta los nativos «domesticados» organizaban ataques contra los colonos (Robinson y York, 1977, pp. 5, 11). Hubo convictos fugados, como George Clarke, que se pintó el cuerpo como los nativos y colaboró en las razias contra los colonos (Robinson y York, 1977, p. 120). A veces se justificaban las rebeliones armadas apelando a la ley tribal, pero las masacres y las reubicaciones forzosas fueron acabando poco a poco con la resistencia (Newbury, 1999). En Tasmania la lucha se prolongó de 1804 a 1834 y acabó en genocidio. El conflicto se intensificó durante la Guerra Negra de 1827-1830 y la hostilidad racial alcanzó nuevas cotas. Probablemente murieran de forma violenta entre 20.000 y 50.000 nativos en Australia a lo largo de todo el siglo (Reynolds, 1982, pp. 122-123).