Historia del pensamiento político del siglo XIX

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VII

RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y REVOLUCIÓN

De los principios de 1789 a los orígenes del terrorismo moderno

Gregory Claeys y Christine Lattek

INTRODUCCIÓN

La modernidad se ha definido esencialmente por el impulso revolucionario, así como por la opinión que alberguemos –sea esta crítica o laudatoria– sobre la Revolución francesa de 1789. En el siglo XIX se la asoció a prácticamente todos los movimientos radicales, republicanos y revolucionarios, y, hacia finales de la Primera Guerra Mundial, al derrocamiento de muchas casas reales de Europa. Sin embargo, los sucesos que condujeron al destronamiento de Luis XVI no fueron inevitablemente antimonárquicos; de hecho, culminaron en una dictadura imperial. La idea de revolución, asociada asimismo a la independencia norteamericana, se acabó identificando con el principio de soberanía popular. También estaba vinculada a la eclosión de las aspiraciones nacionalistas que definen el periodo, así como a las causas de la reacción y a la creación del conservadurismo moderno en las obras de Burke, Bonald y otros[1]. Aunque el modelo de la monarquía constitucional limitada británica, basada en el imperio de la ley, fue fundamental para los reformistas del siglo XVIII del mundo entero, fue sustituido a lo largo del siglo XIX por los ideales surgidos de las revoluciones de 1776, 1789 y 1848. El concepto mismo de «revolución», que en tiempos se había entendido como una restauración o vuelta a condiciones previas, adoptó el significado de derrocamiento violento de regímenes en nombre de la soberanía popular, de afianzamiento étnico/nacional, o de ambos. Era el diseño consciente, con arreglo a los principios de la razón, de una estructura que hasta entonces se había considerado algo natural y orgánico, un orden fruto de la inspiración divina[2]. Sus adversarios también solían vincularla a una exigencia obsesiva de autonomía individual, al aumento del individualismo comercial y societario y al deseo de romper con las formas tradicionales de autoridad, sobre todo con el paternalismo y la religión.

En la primera mitad del siglo, los liberales invocaron el ideal revolucionario contra los autócratas; en la segunda, fueron cada vez más los socialistas, anarquistas y otros demócratas los que lo utilizaron contra la autocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y, con el tiempo, a medida que se difundía la «cuestión social», también contra el liberalismo. En los inicios se adoptó el ideal revolucionario en nombre de la libertad –un principio que seguiría evolucionando en Estados Unidos–, pero luego se lo ligó a la igualdad, la justicia y la ayuda a los pobres –aunque estos extremos también podían definirse en términos de restauración–, novedad e innovación. A veces el ideal revolucionario se mantuvo en la sombra, denostado por liberales y conservadores por igual. Los reformistas que pedían una extensión del sufragio masculino (la meta primera y fundamental de la mayoría de los demócratas del periodo) empezaron a vincular sus demandas a «cuestiones sociales», como la exigencia de un salario digno y una mejora en las condiciones laborales. A partir de 1848 estas exigencias se leían, cada vez más, en clave «socialista» y la meta de la revolución dejó de ser la «libertad» o la «democracia», definidas negativamente por contraposición al gobierno despótico, cuando se optó por cierta variante del principio de «asociación» como alternativa a la competitividad económica entre individuos (Proudhon, 1923a, pp. 75-99).

Concebida originalmente como un acto de rebelión bien definido y delimitado, la revolución acabó siendo un estado de ánimo, un proceso continuo, destinado a conservar el sentido de la virtud y del autosacrificio en permanence. (Desde un punto de vista negativo, podría considerarse una especie de orgía orwelliana de agitación constante, pensada para generar conformismo blandiendo la permanente amenaza de crisis, y justificar así la dictadura apelando al temor al enemigo externo.) Los revolucionarios se inspiraron en la idea rousseauniana de la voluntad general y afirmaron que podría representarla una elite de revolucionarios comprometidos del partido que decidiría en nombre de la mayoría. Algunos creían que un líder carismático, casi providencial, podría ostentar la representación de ese partido. Invocando el derecho histórico, constitucional o moral a resistir a la tiranía, los demócratas también aceptaban, a veces por necesidad, ciertos enfoques conspiratorios del cambio político que justificaban incluso la violencia individual, el «terror» y el asesinato. La presión a favor de la democracia y de una creciente igualación social fue inexorable en la Europa del siglo XIX, y, poco a poco, también en otros lugares. La Restauración de 1815 sólo alivió temporalmente esa presión desde abajo a favor de la democracia política. Como se señala en uno de los eslóganes clásicos del ideal revolucionario de la época, la reacción fue la causa de nuevas revoluciones (Proudhon, 1923a, pp. 13-39).

En este capítulo vamos a explorar la evolución de las principales tradiciones europeas radicales y republicanas del periodo, su implicación en los movimientos revolucionarios clandestinos y el surgimiento de estrategias de violencia individual o «terrorismo», que transformaron a la lucha colectiva, como medio para alcanzar las metas revolucionarias, en violencia individual. Aunque nos centremos en las principales tradiciones europeas y norteamericanas, mencionaremos su influencia sobre las derivas imperialistas y antiimperialistas, así como los orígenes de movimientos extraeuropeos y de líneas de pensamiento paralelas.

TRADICIONES RADICALES Y REPUBLICANAS

Pese a las revoluciones americana y francesa (e incluso a ejemplos anteriores como el de Suiza), el republicanismo no arraigó en la mayor parte de la Europa decimonónica. Entre 1870 y la Primera Guerra Mundial había hecho pocos progresos, pues Francia seguía siendo la única gran república. Tras la Restauración de 1815, la Santa Alianza de Rusia, Austria y Prusia unió las ideas del Trono y del Altar e intentó suprimir todo movimiento antiautocrático. La monarquía también era popular en algunos de los nuevos estados, como Bélgica. Pero había poderosas corrientes republicanas en diversas naciones europeas de la época y en otros lugares también hubo movimientos distintivos, aunque menos intensos. Al principio, el republicanismo solía asociarse al establecimiento de una monarquía constitucional o limitada, gobernada por el imperio de la ley, no por el capricho. El componente republicano se reflejaba en la defensa de la soberanía última del pueblo, aunque sólo se instaurara un sufragio censitario basado en la renta y en la propiedad. El rechazo al privilegio aristocrático (aunque no necesariamente a la función de guía de una elite), y la defensa de la igualdad formal de todos los ciudadanos, también eran características propias del republicanismo. La resistencia a la creciente especialización económica, considerada una amenaza para la capacidad intelectual y la integridad moral, había sido un tema destacado en el caso de los republicanos del siglo XVIII, como Adam Ferguson, pero fue perdiendo pujanza hasta que resurgió de la mano del socialismo. A lo largo del siglo XIX el republicanismo se fue identificando con la democracia, con un ejecutivo electo y un sufragio cada vez más extendido. El modelo norteamericano fue ganando peso a lo largo del siglo, aunque sufrió alteraciones sustanciales. Al principio se basaba en el ideal de una sociedad independiente de granjeros y pequeños propietarios, que coexistía con la esclavitud en el Sur, pero acabó generando toda una serie de maquinarias políticas de masas, urbanas y de partido en las que la corrupción campaba a sus anchas, la plutocracia era cada vez más evidente y la libertad se veía amenazada por el poder sofocante de lo que Tocqueville describió como «la tiranía de la mayoría» (Tocqueville, 1835-1840; el periodo posterior, en Bryce, 1899). Al contrario que el republicanismo europeo, el norteamericano rara vez fue anticlerical y mostraba una marcada preferencia por la libertad, que valoraban más que la igualdad y la fraternidad, excepto cuando se combinaba con el radicalismo de los inmigrantes (Higonnet, 1988). La mayor parte de los modelos republicanos daban gran importancia al patriotismo y defendían la primacía de los intereses públicos sobre los privados, lo que no excluía las afinidades internacionalistas. Pero los reyes podían alegar que tales virtudes las encarnaba también una monarquía, y muchos estados de nueva creación de la época –como Grecia, Bélgica, Serbia, Rumanía– optaron por esta forma de gobierno cuando obtuvieron la independencia. Las monarquías podían salir de su concha creando imperios, dando alas a la gloria nacional y al prestigio individual, brindando oportunidades de empleo y fomentando la emigración para aliviar las presiones sociales en casa. De manera que el nacionalismo y el crecimiento de los imperios solían estar bastante interrelacionados.

Como se puede apreciar, el radicalismo no siempre fue republicano, ni el republicanismo fue siempre radical o democrático. Hubo hasta socialistas, como Robert Blatchford en Gran Bretaña, que no eran necesariamente antimonárquicos, ya que «una monarquía muy limitada […] es más segura y mejor en muchos aspectos que una república […] el riesgo de intrigas y corrupción es menor, las ambiciones personales tienen menos cabida y menos fuerza en una monarquía que en una república» (Clarion, 3 de julio de 1897, p. 212). En general, los radicales del siglo XIX querían extender el sufragio para lograr una mayor democracia y limitar el gobierno aristocrático, pero no necesariamente abolir la monarquía. Filosóficamente solían partir de la teoría del contrato social y de los derechos naturales, pero también los había utilitaristas, como los «radicales filosóficos» benthamitas. Los radicales tendían a ser más individualistas, a hacer mayor hincapié en la libertad como valor básico y a reivindicar derechos; los republicanos daban preferencia a la comunidad, a una igualdad social relativa y a un virtuoso cumplimiento del deber. Definían su ideal en términos de purificación de un ideal monárquico en el que la función primordial del rey fuera el servicio público, y buscaron numerosos ejemplos históricos de repúblicas aristocráticas u oligarquías clásicas, como Venecia. Sin embargo, poco a poco, fueron rechazando el ideal monárquico para defender otras variantes constitucionales de la soberanía democrática popular.

 

Gran Bretaña

El radicalismo y republicanismo británico moderno empezó con el explosivo debate sobre los «principios franceses» que desató la publicación de Los derechos del hombre de Thomas Paine (1791-1792) (cfr. Claeys, 1989b, 2007a). Aunque ninguna tipología está libre de crítica, cabe identificar en la Gran Bretaña de aquel periodo al menos cinco tipos de republicanismo que se solapaban: 1) el republicanismo utópico, en el que la comunidad de bienes –una tradición que se remontaba a Esparta, Platón, el cristianismo primitivo y Tomás Moro– pretendía solucionar la pobreza y la desigualdad (p. ej., el Ensayo sobre el gobierno civil, 1793, p. 86); 2) el republicanismo agrario, en el que se defendía la imposición de restricciones a la propiedad para limitar la desigualdad económica. Se asociaba a la tradición de la República romana recuperada por James Harrington y defendida tanto por Paine como por Thomas Spence; 3) el republicanismo antimonárquico, cuyo objetivo principal era la abolición de la realeza y su sustitución por una república o «gobierno electo» (Paine, 1992, p. 106); en el periodo que nos ocupa se asociaba fundamentalmente a Paine; 4) el republicanismo radical, en el que la extensión del sufragio (del sufragio masculino universal, generalmente) era la meta principal; y 5) el republicanismo whiggish, en el que lo prioritario era la reforma de las finanzas del Estado y restringir los poderes del monarca y de la aristocracia para que no pudieran interferir en las labores de la Cámara de los Comunes, y con la mente puesta en gobernar por el bien común, o res publica[3]. De todos estos tipos, el 1) fue adoptado por el socialismo a las alturas de 1840, el 2) fue retomado por los seguidores de Thomas Spence y el posterior movimiento de nacionalización de tierras; el 3) resurgiría vigorosamente a partir de 1848 en las obras de W. J. Linton, para luego desaparecer; y el 4) iría haciéndose con el 5) a lo largo de los siglos XIX y XX. La forma como las corrientes republicanas de los siglos XVI, XVII y XVIII afluyen en el siglo XIX sigue siendo un tema controvertido (cfr. Pocock, 1985). En cambio, se ha prestado poca atención a las líneas que vinculan a la década de 1790 con el siglo XIX, en parte porque los lenguajes y paradigmas anteriores desaparecieron o se volvieron irreconocibles tras la Revolución francesa (pero cfr. Burrow, 1988; Philp, 1998; Wootton, 1994).

En general, el término «radical» se estuvo usando en Gran Bretaña durante la década de 1790 para referirse al deseo de una reforma constitucional democrática, y, sobre todo, a la extensión del sufragio. El término «radicalismo», tal y como fue definido por la historiografía temprana (p. ej. Daly, 1892; Kent 1899), surgió en torno a 1819 para describir al movimiento asociado a estos reformistas. Existían desacuerdos en el seno del grupo sobre la medida en la que convenía extender el sufragio, sobre si el voto debía ser secreto, sobre si había que pagar a los miembros del Parlamento, etcétera. También se hablaba de una reducción de impuestos y de los gastos de la monarquía y del gobierno, de la extensión de la tolerancia religiosa y del fin del clientelismo. Sociológicamente se solía asociar al radicalismo con la difícil situación de los pequeños productores, tanto en la agricultura como en el comercio, que libraban una lucha amarga, prolongada y, a la larga, habitualmente infructuosa contra los grandes capitalistas.

En Gran Bretaña la rama plebeya de este movimiento pedía el sufragio universal masculino. Al principio expresaron sus objetivos en términos tradicionales y hasta «románticos», que, más que buscar un nuevo modelo de república democrática, evocaban con nostalgia una sociedad perdida de pequeños granjeros y campesinos propietarios de sus tierras. Eran hostiles a las teorías jacobinas, aunque condenaban la «Old Corruption» de gobiernos derrochadores y aristocracia disoluta (cfr. Spence, 1996). Antes de 1820 pivotaban en torno a los destacados radicales (ambos negaron ser republicanos) William Cobbett (1763-1835) (cfr. Cobbett, 1836, p. 159) y Henry Hunt (1770-1835) (cfr. Hunt, 1820, I, p. 505). Entre 1836 y mediados de la década de 1850 el radicalismo adoptó la forma del cartismo y contribuyó a la aprobación de dos leyes de reforma parlamentaria (1867, 1884). Pero la obtención del sufragio universal se consideraba, en general, un medio para otros fines, incluida la reforma de las leyes de pobres, el levantamiento de las restricciones impuestas a los sindicatos, la reforma industrial y la libertad de prensa.

La correspondiente rama de clase media estaba liderada por Jeremy Bentham (1748-1832) y sus seguidores, como Sir William Molesworth, a los que solían llamar «radicales filosóficos» o liberales «avanzados». Durante un tiempo constituyeron una facción con cierto eco en el Parlamento, aunque hay quien dice que ejercieron una influencia mucho mayor de lo que se cree (Dicey, 1914). Sus ideas se solapaban en algunos extremos con las de Richard Cobden (1804-1865) y John Bright (1811-1889), cuyo radicalismo se centraba en la promoción del libre comercio por medios pacíficos, en ampliar el sufragio y en reducir el gasto del gobierno, de la Corona y de la expansión imperial. Su mayor éxito legislativo fue la derogación de las Leyes del Cereal, que gravaban la importación de grano, en 1846 (cfr. Adelman, 1984; Belchem, 1986; Harris, 1885; Wright, 1988).

De todos estos movimientos el cartismo, pese a su heterogeneidad ideológica, era el mayor con diferencia y, a largo plazo, el más influyente[4]. Nacido en 1836, el movimiento cartista consensuó un programa de seis puntos centrado en el sufragio universal masculino, y elevó peticiones al Parlamento en tres grandes campañas. Dividido singularmente entre los moderados de la «fuerza moral» y los partidarios de la «fuerza física», este movimiento reformista quedó asociado a mediados de la década de 1840 al «Land Plan», un plan de reforma agraria para promocionar la propiedad campesina a pequeña escala impulsado por Feargus OʼConnor. El radicalismo plebeyo fracasó en Gran Bretaña en el momento álgido de la era victoriana, pero resurgió con fuerza en la década de 1860, cuando las sufragistas se implicaron a fondo después de que la elite artesana obtuviera el derecho al voto en 1867 (Finn, 1993; Gillespie, 1927; Taylor, 1995). Además, el rápido crecimiento del sindicalismo en el último tercio de siglo garantizaba que salieran a la palestra los temas importantes para la «aristocracia del trabajo». A partir de la década de 1880, el auge del socialismo dividió al movimiento laborista, pero también aceleró la fundación de un partido laborista independiente. Tras 1880 surgió asimismo un «programa radical» distintivo que asociaba estrechamente al ala radical del Partido Liberal con la reforma irlandesa, en concreto con tres puntos: estabilidad del arriendo, renta moderada y libertad de transmisión. En aquella época también fueron muy populares algunas medidas «colectivistas» de reforma interna, en especial las relacionadas con la vivienda y la atención sanitaria a la clase obrera, con los salarios y aparcerías en el campo, con el «disestablishmentarism» que pretendía poner fin al estatus oficial del que gozaba la Iglesia anglicana, así como con la universalización de la enseñanza, la reforma impositiva y la promoción del gobierno local (cfr. Chamberlain, 1885, y Toynbee, 1927, pp. 219-238). A caballo entre el radicalismo y el liberalismo surgió también el denominado «nuevo liberalismo», que mezclaba ideas semicolectivistas con su adhesión al principio del laissez faire (Freeden, 1978). De manera que, en la década de 1880, el término «radical» hacía referencia a una amplia gama de propuestas de reforma, tanto políticas como sociales, planteadas por la clase media y los plebeyos, por lo general no socialistas, sobre todo en Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda. (Carruthers, 1894, p. 6).

Republicanismo británico

Hasta la monarquía más popular de Europa, alabada por los efectos estabilizadores de su pompa y ceremonia (sobre todo por Bagehot, 1867), tenía sus detractores, aunque fueron relativamente escasos durante gran parte del siglo (cfr. A. Taylor, 1996, 1999, 2004; Williams, 1997). El veterano radical whig Henry Brougham lamentaba en 1840 que el peso de los republicanos, teniendo en cuenta «sus propiedades, rango y capacidad, es el de una minoría» (Brougham, 1840, p. 4). La tradición establecida por Thomas Paine en Los derechos del hombre (1791-1792) nunca desapareció del todo, se siguió celebrando el aniversario hasta bien entrado el siglo XIX. Escritores como Richard Carlile, editor de The Republican (1819-1826) (para quien republicanismo era simplemente «un gobierno que tiene en cuenta el interés público», The Republican, 27 de agosto de 1819, p. ix), mantuvieron viva la llama y aseguraron la persistencia de una íntima vinculación entre laicismo, librepensamiento y republicanismo en Gran Bretaña (Royle, 1974, 1980). A finales de la década de 1830 y durante la de 1840, una gran variedad de escritores cartistas especuló con temáticas republicanas, aunque el movimiento en su conjunto nunca abrazó este ideario; cuando acusaron al líder cartista Feargus OʼConnor de ser republicano, este replicó que le daba igual que se sentara en el trono la reina o el diablo (Hughes, 1918, p. 158). Muchos cartistas eran fieles al modelo norteamericano, aunque ya en aquella época se apreciaba cierta desilusión por el crecimiento de la desigualdad social en Estados Unidos. En los años de las revoluciones de 1848, algunas de las personas vinculadas al movimiento se declararon abiertamente «republicanos ardientes […] ansiosos […] de expresar nuestra lealtad a la única fuente legítima de autoridad: el pueblo soberano» (Harding, 1848, p. iii). Tras 1848 Ernest Jones y George Julian Harney dirigieron los retazos socialistas, remanentes, de este movimiento. En su periódico, Red Republican, defendían una virulenta doctrina revolucionaria. Años después, el líder cartista James Bronterre OʼBrian apoyaría sin desmayo la causa de la reforma agraria y de la nacionalización, y sus seguidores destacarían especialmente en la Asociación Internacional de Trabajadores o Primera Internacional, fundada en 1864.

Tras las revoluciones de 1848 en el continente europeo, la causa republicana resurgió con fuerza temporalmente, debido, sobre todo, a la influencia de Mazzini, aunque fuera un nacionalista con poco interés hacia las formas constitucionales. Su gran defensor fue el grabador William James Linton, que se negaba a aceptar la «posibilidad» de un republicanismo monárquico (Linton, 1893, p. 47). En su obra, The English Republic (1851-1855), que tuvo una difusión limitada, pretendía demostrar lo mucho que podía llegar a entusiasmar una buena mezcla de carisma, religión y nacionalismo a los radicales británicos que compartían un ideal del deber basado en el «sacrificio, el servicio o el ministerio y sentían auténtica devoción por toda facultad o poderes adquiridos capaces de promocionar el bienestar y la mejora de la humanidad» (Adams, 1903, I, p. 265). El republicanismo de Linton defendía los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y asociación, y recomendaba la educación pública, la provisión estatal de crédito a las clases trabajadoras y la oposición a la monarquía por considerarla una tiranía. Pero tampoco le gustaba un socialismo en el que el Estado actuara como «dictador y director del trabajo», violando así la libertad individual en vez de proteger a los trabajadores del capital y dar al campesino la oportunidad de ser propietario de sus tierras (Linton, s.f., p. 2). Fue el primer intento inglés serio de fusionar el republicanismo del siglo XVII representado por Milton, Cromwell, Ireton y Vane con el de Mazzini, Herzen, Kossuth y las causas de polacos, húngaros, rumanos y otros pueblos europeos sometidos. Los seguidores británicos de Auguste Comte también mantuvieron viva la llama del republicanismo tras el declive del cartismo, con Frederic Harrison insistiendo en que el único gobierno legítimo era el republicano, porque había que confiar el gobierno a quienes estaban preparados para gobernar, buscaban el interés de todos y no «gobiernan nunca en interés de ninguna clase u orden». Su instauración era tan «cierta como que el sol saldrá mañana» (Harrison, 1875, pp. 116-122; Harrison, 1901, p. 20; Fortnightly Review, n.o 65, junio de 1872, p. 613). John Ruskin también brindó su apoyo a este ideal[5]. De manera que, durante este periodo, republicanismo y socialismo fueron dos cosas diferentes, aunque a veces se solaparan.

 

El republicanismo vivió su mejor época en Gran Bretaña a principios de la década de 1870 (aunque en 1874 ya había perdido fuste) inspirado por el derrumbe del Segundo Imperio francés y por la antipatía que despertaban los principios «despóticos» de un expansionismo alemán con el que se identificaba a la reina Victoria por nacimiento (McCarthy, 1871, pp. 30-40). Tras la fundación de la Liga de la Tierra y el Trabajo en 1869, se crearon unos ochenta y cinco clubes republicanos entre 1871 y 1874 y se fundó una Liga Nacional Republicana en 1872. Sus defensores hablaban mal de la monarquía, a la que consideraban «inmoral» (Holyoake, 1873, p. 1), y mostraban su entusiasmo por el hecho de que «un gran número de personas está empezando a defender principios republicanos» (Barker, 1873, p. 3). Algunos radicales respetables saltaron a la palestra aprovechando ese clima político. En un discurso pronunciado en Newcastle en 1871 y luego en otros lugares, Sir Charles Dilke habló del tema de la «representación y la realeza», criticando el estado de las finanzas regias y pidiendo una investigación parlamentaria al respecto en marzo de 1872 (cfr. Taylor, 2000). Pero las revueltas antirrepublicanas torcieron su rumbo. El auge creciente del modelo norteamericano tras la Ley de Reforma de 1884 situó en primer plano el debate sobre sus virtudes entre los simpatizantes, aunque también en este caso se oyeron voces disonantes (p. ej., Conway, 1872).

Charles Bradlaugh (1833-1891) fue el republicano británico más importante de finales del periodo victoriano. Fue él quien, medio en broma medio en serio, relacionó al republicanismo con el librepensamiento y quien más se opuso al socialismo (Bonner, 1895; Gossman, 1962). Pero su retórica era más extrema que sus principios, y los pocos intentos que hizo de fundar una organización republicana oficial adolecieron de cierta reticencia; se decía que no había prisa alguna en lograr las metas políticas últimas (D’Arcy, 1982). La enfermedad de la reina Victoria en 1871, y el retorno a sus deberes oficiales tras casi una década de duelo por la muerte de su esposo, contribuyeron a restaurar su prestigio, mientras Disraeli hacía hincapié en la superioridad de la Constitución británica sobre la norteamericana (p. ej. Watts, 1873, p. 1). El declive del republicanismo estuvo íntimamente unido a la expansión del imperio y al ensalzamiento, por parte de Disraeli, del papel imperial de la reina. Los críticos amenazaban con que «el día que proclamemos una república en este país, perderemos nuestras colonias y nos hundiremos en la insignificancia» (Ashley, 1873, p. 19). En general, los ingleses reaccionaron de forma negativa ante la Comuna de París. Hasta los republicanos estaban divididos en este punto: Frederic Harrison era más favorable a la Comuna; Bradlaugh, cada vez más reacio a la Primera Internacional, lo era menos. En 1899 se decía que sólo quedaba un republicano confeso en la Cámara de los Comunes; el irlandés Michael Davitt (Davidson, 1899, p. 386, y en general Moody, 1981).

En este periodo también hubo defensores del republicanismo en varias colonias británicas –al menos en el ámbito teórico–, en Australia especialmente, donde ya en 1852 se había proclamado (por John Dunmore Lang, que no halló mucho apoyo popular): «No hay otra forma de gobierno practicable o posible en una colonia británica que ha obtenido su independencia y libertad que la de una república», el único modo de promover la moral pública y privada y una «religión pura e inmaculada» (Lang, 1852, p. 64; cfr. McKenna, 1996; McKenna y Hudson 2003; Old­field, 1999; en el caso de Nueva Zelanda, Trainor, 1996; cfr. asimismo Eddy y Schreuder, 1998).

Irlanda

El grupo parlamentario de los radicales irlandeses presionó a favor de una reforma política y social (especialmente agraria) durante todo el periodo. El principal movimiento nacionalista de la primera parte del siglo lo lideró Daniel OʼConnell (1775-1847), cuya meta fundamental era la restauración del Parlamento irlandés y quien pronunció la famosa frase: «Ninguna revolución merece el derramamiento de una sola gota de sangre» (White, 1913, p. 81). Rechazaba el «vano deseo de contar con instituciones republicanas» promovido por la Sociedad de los Irlandeses Unidos (O’Connell, 1846, II, p. 113), y en su lugar defendía una reforma parlamentaria moderada y políticas de liberalismo económico. La emancipación católica se logró en 1828, pero en la década de 1840 OʼConnell no logró la «revocación» (de la Ley de la Unión de 1801 que había abolido el Parlamento irlandés independiente). Su sucesor más famoso fue Charles Stewart Parnell (1846-1891), el «rey sin corona de Irlanda», presidente de la Liga Agraria y líder del partido irlandés en el Parlamento durante la década de 1880, que impulsó una reforma agraria primero y, más tarde, progresivamente, la propiedad campesina y la creación de un parlamento irlandés independiente.

Republicanismo irlandés

El republicanismo irlandés del siglo XIX tiene su origen en la controversia que rodeó a la Revolución francesa y los derechos del hombre de Paine. Hunde, sin embargo, sus raíces en el pensamiento «whig auténtico» y «patriota» de tiempos anteriores, que encarnaban la oposición a la «tiranía» de un ejecutivo despótico, un ejército permanente y una oligarquía terrateniente, pero en los que la dominación étnica inglesa también desempeñaba un papel importante a la hora de rebajar el vocabulario del constitucionalismo antiguo y de los derechos naturales primero, y el de los derechos católicos e incluso el del separatismo después (cfr. Small, 2002, y, en general, Connolly, 2000). Algunos reformadores como Lord Edward Fitzgerald visitaron Francia poco después de la Revolución, donde se imbuyeron de principios republicanos (Moore, 1831, I, p. 166). A medida que avanzaba la década de 1790, otros reformistas, como Wolfe Tone, pasaron de buscar la independencia bajo «cualquier forma de gobierno» (Tone, 1827, I, p. 70) a asumir tanto un cuerpo electoral más amplio, como, finalmente, un republicanismo más democrático. En opinión de muchos, especialmente de los dissenters ingleses, se estaba hablando de autogobierno (Byrne, 1910, p. 4; Tone, 1827, II, pp. 18, 26). Tras la fundación de la Sociedad de los Irlandeses Unidos en 1792, el republicanismo a lo Paine y el autogobierno irlandés se fusionaron dando lugar a una combinación que fue separatista en 1796 y revolucionaria en 1798 (cfr. McBride, 2000). Sin embargo, muchos de los líderes más destacados del levantamiento de 1798, no tenían un modelo político que fuera más allá de la independencia nacional; el rebelde general Joseph Holt admitió, cuando le preguntaron, no estar «muy puesto en cuestiones republicanas» (Holt, 1838, II, p. 69).