Historia del pensamiento político del siglo XIX

Tekst
Z serii: Universitaria #377
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El positivismo tampoco tuvo gran impacto en el movimiento obrero francés. Aunque Comte, en la estela de Saint-Simon, hablaba de la importancia de la organización de la industria y de su concentración, en Francia no se dio la conjunción específicamente británica entre unos sindicatos belicosos y un grupo de elite positivista con fuertes afinidades hacia quienes proponían una reforma de mejora social. Los sindicatos franceses no buscaron un estatus independiente hasta la década de 1890. En los años anteriores, la cuestión de su organización y la de lo «social» y lo «político», tácticas para mejorar la posición de la clase trabajadora, habían estado inevitablemente atrapadas en un clima y una estructura política altamente polarizados. En época del Imperio, por ejemplo, la crítica de Comte a la organización política tenía unas inaceptables implicaciones quietistas que no tenía en Inglaterra. Y en los primeros años de la Tercera República, la política relacionada con la clase obrera hubo de superar en Francia el traumático legado de la Comuna y su supresión. Comte renunció a la conversión de los obreros del partido revolucionario (Lenzer, 1975, p. xlv). Podría afirmarse que a las clases medias francesas les gustaba más el retrato pesimista de la clase trabajadora que dibujaba Taine cuando afirmaba que era un caldo de cultivo de «bestias salvajes» y degeneradas, que la imagen de Comte, quien convertía a los obreros en salvadores potenciales de la humanidad (Taine, 1962, III, p. 113).

De manera que, en su país, las ideas de Comte no tuvieron gran impacto en el ámbito de la discusión sobre ética, religión u organización social. De hecho, uno de los giros más extraños de la historia del positivismo en Francia, teniendo en cuenta el autoritarismo y antiparlamentarismo de Comte y el apoyo que brindó a Luis Napoleón Bonaparte, fue la influencia permanente que ejerció en el desarrollo del lenguaje político híbrido que acabó legitimando a la Tercera República: un injerto de ciertos aspectos de liberalismo en el tronco del republicanismo francés. En los últimos años del Segundo Imperio hubo cierto número de políticos, entre ellos Léon Gambetta y Jules Ferry, dedicados al examen en profundidad de la bancarrota del sistema imperial. Pronto serían importantes fondateurs de un nuevo régimen político. «La influencia de Comte sobre todos estos hombres, por lo general mediada por sus discípulos, sobre todo por Littré, se ha comprobado oficialmente, pero, además, resulta fácilmente discernible» (Nicolet, 1982, p. 156). ¿Qué fue lo que atrajo del positivismo de Comte a estos pensadores políticos y qué utilizaron para legitimar al nuevo régimen?

La obsesión de Comte con la necesidad de garantizar el orden y el progreso fue una reacción a la historia política posrevolucionaria de Francia. Como el de Hegel o el de Marx, su relato de la historia moderna se basaba en el orgullo por la Revolución francesa, un suceso portentoso, aunque tremendamente destructivo y misterioso para sus contemporáneos. Para los positivistas, la Revolución había sido el clímax de la era de la metafísica transicional. Desembocó en una nueva forma de organización social que no se basaba sólo en la ciencia, sino, en última instancia, en una nueva conciencia espiritual de unidad. En opinión de Comte, sólo la filosofía positiva, la ciencia y la política reales –no las versiones metafísicas anteriores– podían imponer orden en el caos. El desorden y la anarquía de la vida política francesa hundía sus raíces en la permanencia anacrónica de ideas pasadas de moda: por un lado, en el dogma revolucionario de la soberanía popular; por otro, en las abstracciones teológicas relacionadas con el derecho divino. Sólo el positivismo permitiría alcanzar metas viables para la acción, porque sólo él era capaz de reconocer la pujanza de la evidencia y la experiencia a la par que la esterilidad del argumento metafísico.

Comte dudaba acerca del régimen de transición que abriría paso al nuevo orden positivista. Podía ser una república o una dictadura, lo que difundiera mejor el conocimiento científico que habría de convertirse en la base del nuevo régimen. Siempre despreció, no obstante, el modelo parlamentario por considerar que respondía a la metafísica concreta de la «constitución británica» o de «los derechos del pueblo», y concibió a futuro la fundación de una república oligárquica dirigida por una nueva elite moral legitimada en la opinión científica y en la religión de la humanidad. A Mill, esta utopía política le pareció una sorprendente aceptación del sometimiento intelectual y de la esclavitud (Mill, 1865, p. 168). La disonancia entre la visión política personal de Comte y la teoría de la democracia liberal no tiene, sin embargo, interés histórico. Los seguidores más decididos de Comte en Francia, reunidos en torno a la figura del respetado académico y político Émile Littré, no sólo obviaron sus recetas religiosas sino también gran parte de las políticas[15]. En los escritos de Comte hallaron inspiración para lidiar con tres problemas esenciales: domar el mesianismo histórico inherente a la tradición republicana francesa (por el que muchos de ellos, al contrario que Comte, sentían un gran apego); implementar la idea de compromiso que tanto desagradaba a generaciones enteras de republicanos porque parecía un «principio»; y, por último, diseñar un sistema de educación laica que pudiera contribuir a hacer realidad las metas de la ciudadanía.

Durante la mayor parte del siglo XIX, la République mantuvo el rumbo de la Revolución francesa, pero se trataba de un ideal repleto de deseos encontrados y en competición. Los sucesivos fracasos de los experimentos políticos republicanos habían intensificado el aire de irrealidad que parecía rodear al republicanismo como ideología política. Los seguidores de Comte ayudaron a transformar ese patrón de fracaso utópico hablando de una república viable, gracias a su convicción de que la república era inmanente en la historia y a su confianza en que podría moldearse a partir de las condiciones políticas reales del momento. El mayor logro de los comtianos fue revestir a las prácticas de tolerancia y compromiso del prestigio y la autoridad de la ciencia.

Littré rompió con Comte por el apoyo del maestro al golpe de Luis Napoleón y acabó rechazando su idea de organizar el periodo de transición al positivismo al modo de una dictadura. La libertad de asociación y de prensa, que Comte creía necesarias para el progreso, sólo serían eficaces combinadas con un gobierno representativo (Littré, 1864, pp. 601-603). Aunque, como a Comte, le disgustaban las ideas «metafísicas» de los sacrosantos principios de 1789, veía ese legado bajo una luz más «positiva». Afirmaba que la idea de un pueblo soberano podía interpretarse de forma útil, que sus defensores eran aliados importantes y que la experiencia acabaría con los aspectos metafísicos y negativos de estas doctrinas. En su opinión, la certeza de que la historia había reivindicado los regímenes republicanos condujo a una revalorización de los regímenes republicanos del pasado, que dejaron de ser desastrosos errores inspirados por la metafísica para concebirse como aproximaciones imperfectas y experiencias de aprendizaje.

La adopción del eslogan positivista «orden y progreso» para legitimar oscuros procesos políticos de mediación y compromiso fue una innovación en el lenguaje político. Las expresiones «políticas de la oportunidad», «política paso a paso» y «políticas de resultados» se asociaban, sobre todo, a los republicanos positivistas, quienes habían tomado prestado el lenguaje experimental de la ciencia para legitimar la experimentación política. También en este aspecto Littré se había distanciado de muchas de las conclusiones políticas de Comte, haciendo hincapié en que el positivismo era, sobre todo, un método de investigación. En la década de 1870 se basó en el prestigioso método científico para recuperar la idea de eficacia política. Comte había incentivado la experimentación social y su discurso presagiaba un aventurerismo revolucionario; afirmaba que, puesto que las instituciones de la sociedad moderna habían de evolucionar necesariamente, «el espíritu positivo reducirá las expectativas razonables en torno a ellas» (1853, II, p. 44). Littré y los republicanos positivistas llevaron este ejemplo de paciencia estoica al ámbito de la política, donde defendieron un espíritu de tolerancia y moderación. La República francesa siempre sería la forma, tanto definitiva como provisional, de la vida social. Era definitiva en el sentido de que sus instituciones, incluido el sufragio universal, proporcionaban el campo experimental para la resolución de conflictos y la conciliación de intereses. Era provisional en el sentido de que sus instituciones estaban sujetas a las leyes de la evolución política positivista. Las fuerzas políticas y sociales existentes, como los grupos dinásticos, la Iglesia, los jacobinos y los socialistas, acabarían transformándose gradualmente en la meritocracia racional característica de la política positivista. Hasta entonces, nadie debía albergar irrazonables expectativas puristas de lograr la acomodación política necesaria en la política liberal[16].

Según los republicanos positivistas (y otros grupos importantes), el órgano de transformación primario sería un sistema de educación nacional que, a la larga, apartaría a la opinión pública francesa de la Iglesia y del socialismo revolucionario. Aunque Comte admiraba profundamente el catolicismo medieval, había llegado a creer que los problemas políticos de Francia se veían exacerbados por la lamentable confusión existente entre los poderes temporales y los espirituales. La mayoría de sus seguidores blandían el pendón de la laïcisation. Al contrario que en Inglaterra, donde el positivismo prácticamente no tuvo impacto alguno en la organización de la educación formal, en Francia dio sentido al debate fundamental de la secularización. No estamos diciendo que el positivismo influyera directamente en la pedagogía o el currículum, aunque sin duda tuvo algún impacto (Simon, 1963, pp. 84-93). Lo cierto es que la necesidad de una educación cívica, políticamente creada, brindó a Com­te y a sus discípulos un mercado intelectual en el que circular. Jules Ferry, ministro de Educación durante muchos años y un buen ejemplo del interés del régimen en la educación, se expresaba en un lenguaje comtiano. Su promoción de la «ciencia positiva», la laïcité, la «tolerancia política» y la «virtud moral» dan fe de un idioma nuevo que fusionaba los objetivos de la educación, la ciencia social y la política en un lenguaje cívico netamente francés.

 

Los seguidores de Comte usaron elementos de su positivismo de forma creativa y selectiva para dar forma a los fundamentos ideológicos de la Tercera República. Según la idea tradicional, la Tercera República representa el triunfo del «positivismo», pero es una descripción demasiado burda como para dar cuenta del complejo surgimiento de un régimen republicano estable durante las décadas de 1870 y 1880. La adopción de elementos de la física social de Comte, con el objetivo de reforzar una identidad política liberal republicana, sin duda fue un factor importante para el éxito del régimen. Teniendo en cuenta la división de otros lenguajes políticos en Francia y el difundido anhelo de unidad «social» existente, no puede sorprendernos la adopción en política de la ciencia de lo «social».

CONCLUSIONES

En el caso de muchos pensadores del siglo XIX, la ciencia social sustituyó a la ley natural o a la tradición como referente del pensamiento político. Me he limitado a mostrar algunos de los complejos giros y volutas relacionados con esta sustitución en Francia e Inglaterra[17]. Espero haber recalcado suficientemente el poder de los lenguajes políticos, de la memoria y la contingencia políticas, en la modulación de la interacción entre ciencias sociales y práctica política. En Francia, la economía política ocupó con toda naturalidad su rango científico por haber surgido del núcleo de la Revolución misma. A los moderados no les parecía una alternativa peligrosa para la autoridad de los derechos naturales. Quienes pusieron casi inmediatamente en entredicho las pretensiones de la economía política de erigirse en la reina de las ciencias sociales, fueron quienes creían tener un acceso privilegiado a lo «social» y se habían distanciado con mayor éxito de las oscuras dinámicas inherentes al discurso revolucionario. La persistente ausencia de consenso en torno a los principios de la legitimidad política llevó a los pensadores franceses a buscar un lenguaje alternativo para resolver y dirimir las diferencias al margen de la polarizada escena política. En Inglaterra, la sociología científica adquirió prestigio más tarde y tuvo un efecto mucho menor, tanto sobre el estatus de la economía política en el seno de la ciencia social, como sobre los lenguajes políticos tradicionales.

Paradójicamente, son los defensores ingleses de Comte, probablemente los más arrogantes y dogmáticos de quienes afirmaban haber hallado la «llave» científica que «permitiría desvelar todas las mitologías políticas y sociales», quienes más luz arrojan sobre la naturaleza de la resistencia inglesa frente a la ciencia social. Los victorianos ingleses recurrieron a Comte en busca de una terapia moral, no de una cura política; las instituciones liberal-democráticas debían sanar por sí mismas. Pero, en Francia, la ciencia social resultaba más atractiva, al igual que en 1789, por la enorme crisis de legitimidad política existente. En parte, fueron las variaciones creativas de Comte y del positivismo desarrolladas por los políticos republicanos las que dieron lugar a un nuevo lenguaje político. Aun siendo hoy cada vez más criticado y puesto en cuestión, este republicanismo moduladamente positivista permea profundamente las concepciones de lo que muchos franceses entienden por ser ciudadanos de la República.

[1] Existe un largo debate y mucha bibliografía en torno al término «positivismo». Incluso dejando de lado las diferencias entre el «positivismo lógico» del siglo XX y el «positivismo sociológico» del XIX, existe el problema de cómo circunscribir este último. D. C. Charlton, por ejemplo, pensaba en un tipo de análisis científico ideal y aplicó el término a muchos individuos cuyas ideas diferían de las de Comte y no estaban influidos por él. Por lo general se suele afirmar que estos autores parecían defender un positivismo deficiente, y Comte mismo aparece como uno de los más beligerantes con el positivismo «puro». W. M. Simon, en cambio, aplica el término estrictamente a los escritos de Comte y de sus epígonos declarados. La dificultad es que sus contemporáneos rara vez usaban el término en el sentido de Charlton o de Simon. Hacían un uso mucho más laxo para referirse a «un científico que niega la autoridad de la teología o de la intuición espiritual e intentaba hallar en el servicio a la humanidad una satisfacción semirreligiosa al margen de lo sobrenatural». Cfr. p. ej. Cashdollar, 1989, p. 18. Identificaban a Comte como uno de los más prominentes positivistas de su época, aunque tampoco aceptaban necesariamente su teoría completa. Cuando utilizo el término «positivismo» sigo, por lo general, ese uso de la época. Para denotar una mayor cercanía a Comte, he optado por el giro «positivismo comtiano».

[2] La obra de James Livesey (2001) sobre el Directorio ofrece un punto de vista revisionista del periodo al sugerir que el régimen era, al menos potencialmente, una república «viable» y que la ideología política de la época era algo más que un oportunismo egoísta o una explotación cínica del discurso revolucionario.

[3] J.-B. Say había publicado su Traité d’Économie Politique en 1803. Lo sometió a una rigurosa revisión en 1814 y, a partir de ese momento, se convirtió en el texto seminal de la escuela clásica en el continente europeo. Aunque muy influenciado por Adam Smith, Say se resistía a las nuevas tendencias inglesas de interpretar la economía política con márgenes muy estrechos. Favorecía una visión más expansiva de sus vínculos con la moralidad y los modales «republicanos» propios de los idéologues. Sobre la teoría política e intelectual de Say cfr. Richard Whatmore, 2000, aunque Whatmore no es un guía fiable en cuanto a las complejidades de la relación de Say con «la economía política idéologue».

[4] Autores como D’Hauterive, Storch, Charles Comte y Charles Dunoyer, a los que se suele denominar la escuela de Say, siguieron celebrando los beneficios del intercambio económico y del laissez faire, pero los fueron marginando tras describirlos como a una «secta». Los defensores del laissez faire en Francia tendían a adoptar un estilo dogmático que exageraba los elementos utópicos de la economía clásica. Puede que el mejor ejemplo de esta tendencia sea Harmonies économiques de Frédéric Bastiat (1850).

[5] Hallamos estos mismos sentimientos en las obras de los influyentes autores de la segunda generación de eclécticos: Adolphe Franck (1809-1893), Jules Simon (1814-1896), Paul Janet (1823-1899) y Elme Caro (1826-1887). Un buen debate, en Logue, 1983, pp. 17-49. Como bien señalara J. S. Mill el eclecticismo, que tanto había arraigado en «las mentes especulativas de una generación de la que formaban parte Royer-Collard, Cousin, Jouffroy y sus pares», no tenía equivalente en Inglaterra.

[6] Eso no significa que no exista una profunda diferencia entre el eclecticismo y toda versión de las ciencias sociales. Brooks (1998) ha argumentado muy convincentemente que los innovadores franceses posteriores en ciencias sociales –incluidos Théodule Ribot (1839-1916), Alfred Espinas (1844-1922), Pierre Janet (1859-1947) y Émile Durkheim (1858-1917)– se vieron muy influidos por su educación espiritualista a la hora de elaborar supuestas versiones «positivistas» de la psicología y de la sociología. Cfr. Brooks, 1998.

[7] Cfr. Welch, 1984, p. 220. Destutt de Tracy fue el primero en utilizar la expresión économie sociale para indicar que la ciencia social no debería ocuparse de los temas que tradicionalmente preocupan a la política (Destutt de Tracy, 1817, IV, pp. 289-290). Esta es la razón por la que J.-B. Say la adoptó en las ediciones posteriores de sus obras.

[8] Las diversas políticas recomendadas por los economistas franceses hablaban de una tensión permanente entre el control del Estado (como la supervisión y regulación en el hogar), los incentivos a la cooperación espontánea y la autoayuda entre los trabajadores. Cfr. Welch, 1989, pp. 179-183.

[9] Fueron estos grupos de jóvenes radicales los que acuñaron el término «individualismo» como descripción general de metodologías –por ejemplo, la de los idéologues o la de los utilitaristas ingleses– que partían de las necesidades, deseos y propósitos individuales. La creciente tendencia a criticar el individualismo desde el punto de vista de la biología o la historia (o ambas) puede seguirse en las contribuciones a la revista saint-simoniana Le Producteur (1826) del por entonces saint-simoniano Louis-Auguste Blanqui, 1:139; de P. M. Laurent, 3: 325-338 y 4: 19-37; de Philippe Buchez, 3: 462-472; y de Rouen, 2: 159-164. Cfr. asimismo la octava sesión de la Doctrine de Saint-Simon de Amand Bazard (1958).

[10] La economía política no se enfrentó a un reto intelectual serio hasta la década de 1880, cuando hubo de responder a las críticas de los historiadores de la economía y de los sociólogos positivistas en Gran Bretaña. En lo que parecía un eco de debates franceses anteriores sobre el lugar que debía ocupar la economía política en el seno de un proyecto científico social de espectro más amplio, los positivistas ingleses seguidores de Comte, sobre todo Frederic Harrison, aceptaron las críticas al individualismo de la escuela histórica y a las premisas ahistóricas de la economía política (Harrison, 1908, pp. 271-306). Estas críticas no acabaron con la ciencia económica, pero sí dieron lugar a un autoanálisis teórico que la obligó a clarificar sus métodos y su relación con el interés público.

[11] Este honor suele ponerse en entredicho y se acusa a Comte de haberse desviado desastrosamente de sus propios principios metodológicos. Cfr. Carlton, 1959, pp. 34-50.

[12] La biógrafa más reciente de Comte, Mary Pickering, sugiere que lo que los unió fue el compartir un enfoque, reduciendo así la supuesta influencia de Saint-Simon sobre su colega más joven (Pickering, 1993, p. 101). En este punto sigue la obra clásica de Gouhier (1933-1941), III, pp. 168-170.

[13] Peter Dale (1989, pp. 33-128) se centra en la coincidencia de intereses entre Comte (en sus obras postreras) y Lewes y Eliot. Todos jugaron con el papel de la imaginación a la hora de crear «hipótesis» morales y dar fuerza a esas hipótesis, incluso en ausencia de una validación científica que las convirtiera en «leyes». Sobre Comte y las mujeres cfr. Pickering (1993), «Angels and Demons in the Moral Vision of Auguste Comte».

[14] Sobre la influencia del positivismo de Comte sobre George Eliot, cfr. Wright, 1981 y 1986. Eliot resulta muy atractiva para los críticos contemporáneos porque sus relatos confirman y niegan la «verdad» de que la ciencia es capaz de dotarnos de una nueva cosmología moral. Esta doble lectura de sus novelas en Beer, 1986 y Dale, 1989, pp. 85-101 y 129-163. Su ambigua relación con la ciencia social vista a través del prisma de la confrontación con Herbert Spencer, en Paxton, 1991.

[15] Aparte de escribir en las revistas más importantes, Émile Littré fundó y editó la Revue de Philosophie Positive (1867-1883), que tuvo gran importancia para los positivistas republicanos. Cfr. Simon, 1963, pp. 15-39. Los seguidores de Comte en Francia estaban divididos en un grupo ortodoxo, liderado por Pierre Lafitte, y el grupo disidente de Littré, del que formaban parte los biólogos Charles Robin y L. A. Second, y que rompió con Comte en 1852 por razones políticas. Littré, eminente filólogo e historiador, autor del magistral Dictionnaire de la Langue Française (1863-1878) y destacado político (en calidad de diputado y, posteriormente, senador) tras 1870, popularizó las doctrinas de Comte en Francia. Un análisis detallado del papel que desempeñó, en Hazareesingh, 2001, pp. 23-83.

 

[16] Los debates sobre el carácter «liberal» o «republicano» de la Tercera República, sobre todo sus deudas con regímenes anteriores y su legado para el presente, sigue vivo. Pero, incluso en medio de un revival del interés por el liberalismo en Francia, existe la tendencia a considerar al liberalismo y al republicanismo tipos ideales opuestos y a analizarlos exclusivamente bajo el prisma de la tradición intelectual francesa. Mona Ozouf aduce como prueba del iliberalismo de la Tercera República que sus fundadores estaban más cerca de Comte que de la Ilustración. Cfr. «Entre l’esprit des Lumières et la lettre positiviste: Les républicains sous l’Em­pire», en Furet y Ozouf (eds.), 1993. Por mi parte, sugiero que estamos ante una influencia mutua de nuevos lenguajes legitimadores y novedosas prácticas políticas. Un relato interesante sobre los orígenes liberales de las prácticas políticas en tiempos del Segundo Imperio, sobre todo en torno a las ideas de libertad local y tolerancia al debate, en Hazareesingh, 1998. Esta obra de Hazareesingh sobre la cultura política del Segundo Imperio hace hincapié en el incremento de la identificación política municipal y habla de las exitosas luchas liberales para hacer realidad los principios de una discusión pública razonada a nivel local (1998, pp. 306-321).

[17] En un ensayo más largo hubiera entreverado en estos esbozos comparados el destino del darwinismo (una sutil discusión de las «conversaciones» que pivotaron en torno al evolucionismo en Alemania, Inglaterra y Francia, en Burrow, 2000, pp. 31-108). La teoría científica de la selección natural, que defendía, por un lado, fines individualistas y no intervencionistas mientras pretendía demostrar la superioridad de los fines cooperativos de la solidarité y la necesidad de acción gubernamental, tenía más de una deriva política. En Francia, el lenguaje del darwinismo, en concreto las ideas de lucha competitiva y de selección natural, tuvo mucho eco en las décadas de 1880 y 1890. La extrema derecha usó estas ideas para legitimar el racismo y combatir a los racionalistas republicanos en su propio ámbito «científico». Los republicanos liberales, por su parte, creían que la selección natural también funcionaba a nivel de los organismos sociales y defendían una sociedad basada en la cooperación que se ocupara de los débiles (mujeres, niños y trabajadores).