Historia del pensamiento político del siglo XIX

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Aunque la defensa que hizo Hegel de la teoría del derecho divino parecía dotar al monarca de poder absoluto, tenía poco que ver con el antiguo absolutismo. Lo que realmente le preocupaba era cómo ligar al monarca a la constitución. Señalaba que, en un Estado racional, la personalidad del monarca debía ser irrelevante y que la racionalidad de la constitución radicaba precisamente en la insignificancia de la persona del monarca (VNS §138). Los únicos poderes efectivos que concedía al rey eran el derecho a amnistiar a los criminales y la prerrogativa de nombrar y cesar a sus ministros (§§282-283). Insistía en que el monarca solamente ostentaba la soberanía dentro de los límites que marcaba la constitución (§278R). Debía seguir los consejos de sus ministros, de manera que lo único que hacía era decir «sí» y firmar las medidas cuando era requerido para ello (§§279R, 280A). De ahí que Hegel afirmara que el monarca no era personalmente responsable (§284); al final la responsabilidad recaía sobre sus ministros. Por último, en el Estado hegeliano el monarca desempeña un papel esencialmente formal: el de «máxima instancia de decisión formal». Pero este papel simbólico tenía una gran importancia para Hegel, porque representaba la unidad, la soberanía y la cultura del pueblo (§§279-280).

El ejecutivo

El propósito del poder ejecutivo hegeliano era implementar y hacer cumplir las decisiones del soberano (§287). Comprendía la policía, la judicatura y el funcionariado (§287). El pilar del ejecutivo era la burocracia, cuya tarea principal era mediar entre los intereses concretos de las corporaciones y los intereses universales del Estado (§289). En el Estado de Hegel la burocracia ejercía un gran poder: sus consejos no sólo eran vinculantes para el monarca (§279A), también se ocupaban de los intereses de las corporaciones, aunque no obtuvieran la información directamente de ellas (§§289, 301R). Sin embargo, no hay que considerar a Hegel un defensor acrítico del mandarinismo o del Estado burocrático. Era consciente del riesgo de corrupción (§295) y de la posibilidad de que la burocracia se convirtiera en el poder dominante en el seno del Estado. De ahí que señalara que sus poderes debían ser limitados y sus actividades supervisadas por el monarca desde arriba, y por las corporaciones desde abajo (§§295, 297; VNS §145). Recomendaba que la oposición en el seno del legislativo tuviera derecho a formular preguntas a los ministros para hacerlos responsables ante la opinión pública (VNS §149).

El legislativo

El poder legislativo hegeliano constaba de una asamblea estamental bicameral al modo inglés (§312). Existía una cámara alta, de la que formaba parte la nobleza y era hereditaria, y una cámara baja, en la que se sentaban los comunes, electos para el cargo. Hegel creía que una asamblea bicéfala como esta posibilitaba distintos niveles de deliberación, garantizaba la adopción de decisiones maduras y reducía las posibilidades de conflicto con el ejecutivo (§313). En la Asamblea estamental estaban representados los dos estamentos de la sociedad civil: el agrario, o nobleza rural, y el dedicado al comercio y la industria, o burgeoisie (§§303-304). Aunque los miembros de la cámara baja eran elegidos por las corporaciones y las comunidades, no actuaban bajo su mandato (§309A). Las funciones principales de la Asamblea estamental eran generar conciencia pública en torno a los temas políticos candentes y establecer un vínculo entre el pueblo y el soberano (§§301-302). También suavizaba las relaciones entre el gobierno y el pueblo. Protegía al pueblo de la tiranía, organizando y representando sus intereses, pero también protegía al gobierno de la «plebe», permitiéndole controlar, dirigir y canalizar los intereses y energías del pueblo.

¿Cuán democrática era la monarquía constitucional de Hegel? No cabe duda de que Hegel defendía el elemento democrático de una monarquía constitucional. La posibilidad misma de una vida ética en común (Sittlichkeit) o de una comunidad dependía, en su opinión, de la participación popular, porque sólo la gente que participaba en el Estado se identificaba con él y lo cuidaba (§§261, 308R)[29]. Por lo tanto, en el Estado hegeliano había algunos procedimientos realmente democráticos. Hegel no hablaba sólo de representantes electos en la cámara baja, sino asimismo de partidos en lid en la Asamblea estamental (VNS §156R). No se trataba de partidos en el sentido moderno de la palabra porque no competían por los votos populares, pero representaban diversos puntos de vista, lo que incrementaba los niveles de responsabilidad. Hegel hablaba de tres partidos: uno del pueblo, uno del gobierno y otro neutral para mediar entre ambos. Señalaba, además, que el gobierno debería contar con el apoyo del partido mayoritario de la Asamblea (VNS §156R).

Pero debemos reconocer que Hegel no defiende la democracia en el sentido moderno de sufragio universal. Toda su vida se mostró escéptico ante la democracia directa porque no confiaba en el juicio de la gente, que carecía del conocimiento necesario como para determinar sus propios intereses[30]. Como muchos de sus contemporáneos, Hegel era partidario del sufragio limitado, que excluía a sirvientes, trabajadores y mujeres. Además, rechazaba la idea radical de que todo varón de cierta edad e ingresos debería tener derecho al voto[31]. Apuntó dos consideraciones al respecto. En primer lugar, un individuo no sabe cuál es su interés simplemente por tener cierta edad o nivel de riqueza. En segundo lugar, eso conduce a la apatía del electorado, porque el individuo sentirá que su voto carece de sentido si sólo es uno entre millones y sólo vota por una persona que forma parte de una nutrida asamblea. Hegel recomendaba que, en vez de votar por medio del sufragio universal o en circunscripciones geográficas, se votara por afiliación grupal o intereses vocacionales. En otras palabras, consideraba que una persona no debería votar directamente en calidad de individuo abstracto, sino indirectamente en calidad de miembro de un grupo. De manera que debían ser las corporaciones, no una masa de votantes individuales, las que eligieran los delegados de la Asamblea estamental. Un sistema así, afirmaba Hegel, ofrecía diversas ventajas: organizaba, dirigía y controlaba los intereses del pueblo que, de otra forma, podría convertirse en una muchedumbre violenta. También prevenía la abstención, porque el individuo sentía que su voto importaba, al formar parte de un grupo que tenía un poder de representación mucho mayor que el del individuo (§§302A, 303R, 311R).

Aunque la democracia constitucional de Hegel contenía algunos elementos genuinamente democráticos, cabe preguntarse si bastaban para cumplir el ideal de la vida ética. Ese ideal requería que todos se identificaran con el Estado, que todos y cada uno hallaran sentido a sus vidas en su seno. Hegel mismo recalcaba que desarrollar esa identificación, ese sentido de propósito y de pertenencia, exigía la participación en los asuntos de Estado. Pero la concepción limitada del sufragio de Hegel, y sus reservas sobre una democracia completa, excluían a grandes grupos de población de la participación en la vida pública. Los campesinos del estamento agrario no tenían prácticamente representación alguna en la Asamblea estamental; si estaban representados era a través de la nobleza, que no era electa (§307). Hegel también tenía sus dudas sobre si los hombres de negocios del estamento comercial eran lo suficientemente libres y tenían los conocimientos necesarios como para dedicarse a los asuntos de Estado (§§308, 310A). Y, como ya hemos visto, hizo hincapié en la importancia de las corporaciones para gestar un sentido de pertenencia, pero, al excluir a los jornaleros de ellas, los dejaba sin representación.

De manera que, aunque la filosofía política de Hegel no adolecía del autoritarismo que se le ha atribuido y reflejaba valores liberales, sigue en pie la cuestión de si satisfacía su propio ideal de comunidad. Irónicamente, son los comunitaristas más que los liberales quienes deberían elevar quejas contra Hegel. En último término, la gran síntesis de Hegel fracasó, no sólo porque hiciera demasiado por la comunidad y no lo suficiente por la libertad, sino asimismo porque hizo demasiado por la libertad y no lo suficiente por la comunidad.

EL FUNDAMENTO DEL DERECHO

Las muchas interpretaciones encontradas de las ideas de Hegel sobre el fundamento del derecho dan fe de lo difícil que resulta hacer justicia a los ideales sincréticos del filósofo. Se ha dicho que es voluntarista porque basa el derecho más en la voluntad que en la razón[32]. Pero también se ha dicho todo lo contrario: que es un racionalista que deriva el derecho de la razón y lo dota de un valor independiente de la voluntad[33]. Algunos especialistas han situado a Hegel en la tradición del derecho natural, una tradición que se remonta hasta Aristóteles y santo Tomás de Aquino. Por último, también se ha dicho que Hegel es historicista, alguien que cree que, en último término, la ley se basa en la historia y en la cultura de un pueblo[34]. Estos autores sitúan a Hegel en la tradición de Montesquieu, Möser y Herder, que consideraban a la ley la encarnación del espíritu de una nación.

Pero, si nos tomamos en serio los ideales sincréticos de Hegel, todas estas interpretaciones son ciertas y equivocadas, parcialmente correctas y parcialmente incorrectas, pues el objetivo de Hegel era sintetizar todas estas tradiciones para preservar la parte de verdad que había en ellas y borrar los errores en un único relato coherente sobre los fundamentos del derecho. La teoría del derecho de Hegel iba a ser un historicismo racional o un racionalismo historicista, un voluntarismo racional o un racionalismo voluntarista. Este oxímoron aparente suscita la siguiente pregunta: ¿era coherente la doctrina de Hegel o era una monstruosidad ecléctica? Antes de responder a estas cuestiones, debemos examinar las fortalezas y debilidades de las diversas interpretaciones. Debemos averiguar exactamente qué aceptaba y qué rechazaba Hegel de esas tradiciones enfrentadas.

 

Hay mucha evidencia a favor de la interpretación voluntarista. Hegel justifica el derecho sobre la base de la libertad, que entiende como expresión de la voluntad (PR §4A). Además, define el bien en términos de la voluntad, como la fusión de la voluntad concreta y el concepto de voluntad (PR §4A). Por último, él mismo se sitúa firmemente en la tradición voluntarista cuando afirma que Rousseau tenía razón al convertir a la voluntad en la base del Estado (PR §258R). Lo fundamental es que Hegel negaba una de las premisas fundamentales de la tradición del derecho natural: que el valor existe en el ámbito de la naturaleza, al margen de la voluntad. Acepta una de las teorías básicas de la revolución copernicana de Kant en la ética: que las leyes de la razón las crean los hombres, no las impone la naturaleza.

Pero también hay buenos argumentos en contra de la lectura voluntarista. Una de las tesis centrales de la tradición voluntarista es que, al margen de lo que valore la voluntad, algo es bueno simplemente porque la voluntad lo valora. Sin embargo, Hegel rechaza la voluntad puramente formal y abstracta, porque entiende que la voluntad en sí no puede ser fuente del derecho (PR §§135-140). Otra premisa básica de la tradición voluntarista es que nada es bueno en sí mismo o por naturaleza, al margen de los acuerdos o contratos establecidos por los seres humanos. Sin embargo, Hegel insiste en que hay cosas que son valiosas en sí mismas, tanto si las recoge la ley o las reconocen los gobiernos (PR §100R). Por último, Hegel se distancia claramente de la tradición voluntarista cuando critica la teoría del contrato social al afirmar que, si dejamos que el derecho dependa de la voluntad de los individuos, acabaremos con toda obligación, porque una persona tendría derecho a repudiar el contrato cada vez que disintiera (PR §§29R, 258R). Hay argumentos tanto a favor de la interpretación racionalista como de la voluntarista. Hegel parece suscribir el principio básico del racionalismo cuando escribe que «en una constitución política no debería darse por válido nada que no concuerde con el derecho de la razón» (VVL IV, p. 506/281)[35]. Aunque basa el derecho en la voluntad, hay que añadir que define a la voluntad en términos de la razón, hasta el punto de que parece considerarla poco más que un imperativo de la razón práctica. De ahí que afirme que no hay separación entre la voluntad y el pensamiento, porque en realidad la voluntad no es sino «una forma especial de pensar: el pensamiento que se traslada a la existencia, el pensamiento como impulso para dotarse a sí mismo de existencia» (§4A). Resulta asimismo significativo que Hegel haga una distinción estricta entre la voluntad objetiva y la subjetiva, gracias a la cual acaba prácticamente identificando a la voluntad objetiva con las normas racionales. A continuación, señala que las normas de la razón práctica poseen una validez objetiva, tanto si las reconoce una voluntad subjetiva conformada exclusivamente por deseos individuales, como si no (PR §§126, 131, 258R). Cuando hace hincapié en la objetividad de las normas y las compara con la formalidad y particularidad de la voluntad subjetiva, tiene claro que esa objetividad reside en su racionalidad (PR §§21R, 258R).

Sin embargo, existen al menos dos argumentos serios en contra de la interpretación racionalista. En primer lugar, Hegel nunca aceptó la teoría del derecho natural, tan central para el racionalismo, de que las normas existen en la naturaleza o en un ámbito eterno, independientemente de la actividad humana. Para Hegel, la base última del derecho (y aquí es donde se aprecian sus lealtades voluntaristas) es la libertad, que no puede entenderse al margen de la voluntad. En segundo lugar, aunque Hegel insiste en que la voluntad consiste en pensar y depende del pensamiento, también hace hincapié en lo contrario: que el pensamiento consiste en y depende de la voluntad (PR §4A). No es un mero gesto reflejo por parte de Hegel, un reconocimiento rutinario de la igualdad de los opuestos, sino un fiel reflejo de la teoría, desarrollada en profundidad en su Enciclopedia (§§440-482), según la cual todas las etapas de la evolución del espíritu no son sino «la forma que tiene de producirse a sí mismo como voluntad» (PR §4R). Por lo tanto, fiel a la tradición voluntarista, Hegel da prioridad al papel de la voluntad en el desarrollo de la razón. Para él, la razón es básicamente una forma de inteligencia práctica.

La interpretación historicista cuenta con argumentos tan poderosos a su favor como la lectura racionalista y la voluntarista. En su juventud, Hegel se vio profundamente influido por la tradición historicista[36]. Reconoce esa deuda en la Filosofía del derecho, cuando alaba el punto de vista «estrictamente filosófico» de Montesquieu: «La legislación en general y las determinaciones concretas no deberían considerarse aisladamente y en abstracto, sino como momentos independientes de un conjunto, en el contexto de esas otras determinaciones que constituyen el carácter de una nación y de una época». Hegel añade, que es en ese contexto en el que «las leyes adquieren su genuino significado y, por lo tanto, se justifican» (PR §3R). En la Filosofía del derecho Hegel acepta otras teorías centrales del historicismo. En primer lugar, que, si bien cabe modificar las constituciones, no se las puede crear (§§273R, 298A). En segundo lugar, que las políticas del gobierno deberían concordar con el espíritu de la nación, con sus circunstancias concretas y su modo de vida, y no ser impuestas desde arriba por un líder o un comité (§§272, 274, 298A).

Sin embargo, la interpretación historicista también plantea graves problemas. En primer lugar, Hegel hace una fuerte distinción entre la explicación histórica de una ley y su demostración conceptual. Nos advierte enérgicamente que nunca las confundamos (PR §3R). Afirma que, para establecer la validez moral de una ley, no basta con demostrar que surgió de las necesidades de sus circunstancias históricas. Puesto que las circunstancias cambian continuamente, el relato histórico no puede ofrecer una justificación de carácter universal para ninguna ley o institución. En segundo lugar, Hegel nunca aceptó el relativismo implícito en el historicismo. Una de las cosas que más lo distanció de este movimiento, y uno de los rasgos de la tradición del derecho natural que más le atrajo, fue la idea de que había ciertos principios necesarios y universales de la moralidad y del Estado. Así, en la Filosofía del derecho afirmaba que todos merecían ciertos derechos básicos en cuanto seres humanos, al margen de que fueran católicos, protestantes o judíos (§209). Consideraba que había ciertos bienes básicos, como el derecho a la confesión religiosa o a la propiedad, que eran inalienables e imprescriptibles para que toda persona pudiera ejercer su libertad (§66). En un ensayo posterior, Hegel alabó a los monarcas de Württemberg por introducir una constitución racional que contenía «verdades universales del constitucionalismo» (VVL, IV, p. 471/254), como la igualdad ante la ley, el derecho de los estamentos a aprobar los nuevos impuestos y la representación del pueblo.

Los problemas que plantea cualquiera de las tres lecturas hace surgir una nueva cuestión: ¿es coherente la doctrina de Hegel? ¿Salva las fortalezas y elimina las debilidades del voluntarismo, el racionalismo y el historicismo? De lo que no cabe duda es de que es profundamente metafísica al descansar sobre su idealismo absoluto.

La teoría de Hegel sobre las fuentes de la normatividad se basa en su concepción social e histórica de la razón, que, en última instancia, deriva de su idea aristotélica de que los universales sólo existen in re, en las cosas concretas. Tras esta concepción laten dos afirmaciones fundamentales, ambas profundamente aristotélicas. En primer lugar, la tesis de la incorporación: la razón existe en forma de modos concretos de habla, escritura y conducta realizados por gente concreta en un momento específico. Según esta teoría, para entender lo que es la razón debemos preguntarnos dónde reside esta, en qué existe. Según Hegel, la respuesta debe estar en el lenguaje, las tradiciones, las leyes y la historia de una cultura específica en un tiempo y un lugar concretos. La segunda es la teoría teleológica: la razón consiste en el telos de una nación, en los valores fundamentales o metas que pretende conseguir con la suma de sus actividades. La teoría teleológica deriva de la teleología inmanente de Hegel, que aplica tanto al mundo histórico como al natural. Considera que todo organismo del mundo natural tiene una causa formal-final y que todo organismo del mundo social también la tiene: consiste en los valores o ideales que lo definen. En su filosofía de la historia, Hegel afirma que esos valores e ideales desempeñan un papel decisivo a la hora de determinar la conducta de la gente en el seno de una cultura, aunque no los persigan de forma organizada y coordinada, e incluso aunque no sean conscientes de su existencia.

Fiel a su teleología inmanente, Hegel entiende las normas y los valores como las causas formales-finales de las cosas. La norma o la ley de algo es su causa formal-final, que es, a la vez, su propósito o esencia. En Aristóteles la forma o esencia de una cosa y su propósito o fin son esencialmente uno y lo mismo, porque el propósito de una cosa es realizar o desarrollar su esencia interna o naturaleza. De ahí que determinemos si algo es bueno o malo atendiendo a si realiza su esencia o propósito. El bien o lo correcto es aquello que promueve la realización de su fin; el mal o lo incorrecto es aquello que evita su realización.

Es importante entender que esta causa formal-final tiene un estatus tanto normativo como ontológico. Un estatus normativo porque cualquier cosa debería realizar su esencia, y un estatus ontológico porque la esencia de las cosas reside en su causa subyacente y en su potencialidad. De ahí que las normas tengan para Hegel un estatus objetivo. Las cosas contienen una causa formal-final, tanto si las reconocemos como si no. Esta es la razón también de que no se pueda identificar a las normas con lo que existe: la norma es lo que resulta esencial para algo y no se realiza necesariamente en todas las circunstancias. Puesto que la norma tiene un estatus objetivo al existir inherentemente en todas las cosas, no podemos entenderla, digan lo que quieran los voluntaristas, como el resultado de una convención o pacto. Pero dado que la norma también es la esencia de una cosa, su naturaleza intrínseca o ideal, que puede no realizar en circunstancias concretas, según los historicistas podemos reducirla a cualquier hecho accidental o incidental, como, por ejemplo, el statu quo presente. De manera que Hegel se distancia de una de las premisas básicas de la tradición voluntarista: la distinción entre el «ser» y el «deber ser», entre hechos y valores. Sin embargo, al hacerlo nunca cayó en el ámbito de los historicistas, que prácticamente confundían «ser» y «deber ser» al identificar lo racional con cualquier conjunto de circunstancias históricas y sociales.

En ciertos aspectos fundamentales, la doctrina aristotélica de Hegel le sitúa firmemente en la rama escolástica de la tradición del derecho natural. Fue la metafísica de Aristóteles la que inspiró a algunos de los clásicos de esa tradición, como Lawes of Ecclesiastical Politie (1597) de Hooker y De Legibus ac Deo Legislatore (1612) de Suárez. Hegel era plenamente consciente de su deuda con la tradición aristotélica del derecho natural; de hecho, intentaba preservarla y continuarla. Esa es la razón por la que subtitula su Filosofía del derecho así: Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse [Esbozos de derecho natural y ciencia del Estado]. Sin embargo, considerar que la doctrina hegeliana no es sino una nueva versión de la doctrina escolástica tradicional sería un grave error, porque Hegel la transforma en dos aspectos básicos para adecuarla a la época moderna. En primer lugar, Hegel no identifica a la causa formal-final con la perfección, el concepto tradicional, sino con la libertad, en la estela de la definición dada por Rousseau, Fichte y Kant[37]. En segundo lugar, aplica su teleología inmanente al plano histórico y social, de hecho al espíritu de la nación: el conjunto del organismo político y social. De manera que Hegel tomó el concepto central de los historicistas, el Volksgeist o espíritu de la nación, y lo redefinió en términos aristotélicos hasta convertirlo en la causa formal-final subyacente de una nación. Cuando unimos ambos puntos, que la causa formal-final es la libertad y que todas las naciones tienen esa causa formal-final, llegamos a la tesis fundamental de la filosofía de la historia de Hegel: la meta de la historia mundial es la adquisición de una autoconciencia de libertad. Hegel creía que podía suscribir la verdad del historicismo y evitar sus consecuencias relativistas. Puesto que la adquisición de la conciencia de la libertad es la meta de la historia mundial, contamos con una medida o criterio de valor. Podemos hablar de progreso y juzgar a las culturas teniendo en cuenta si promocionan u obstaculizan la realización de esa meta.

 

Entender la teoría normativa de Hegel en términos aristotélicos nos permite explicar lo que a primera vista parece una contradicción irresoluble, a saber, la insistencia de Hegel en el estatus objetivo del valor y su afirmación de que los valores son creaciones humanas. Esta contradicción aparente se resuelve en cuanto recordamos la distinción aristotélica clásica entre lo primero en el orden explicativo y lo primero en el orden de la existencia[38]. Porque sólo sabemos lo que es una cosa conociendo sus propiedades, pero estas no son lo primero en el orden de la existencia, ya que para existir deben hacerlo en cosas concretas. Hegel cree que la causa formal-final es la primera en el orden de la explicación, pero no afirma que sea la primera en el orden de la existencia. Afirma que adquiere existencia gracias a la actividad de voluntades particulares, de manera que, aunque tiene estatus normativo, no depende de la voluntad de los individuos. Este es el punto en el que el voluntarista suele caer en una confusión clásica: asume que aquello que es primero en el orden de la existencia, también lo es en el orden de la esencia y de la explicación.

Por fin podemos entender, al menos por encima, cómo la teleología sociohistórica de Hegel preserva las verdades y elimina los errores de las tradiciones racionalista, historicista y voluntarista. En su opinión, los racionalistas tenían razón al afirmar que los valores existen en la naturaleza y ostentan un estatus objetivo. Pero se equivocaban al considerarlos normas eternas por encima de la historia o esencias estáticas en el seno de la naturaleza. En realidad, los valores sólo se realizaban en la historia y por medio de la actividad de individuos concretos. Los voluntaristas tenían razón al hacer hincapié en el papel desempeñado por la libertad y en señalar la importancia de la voluntad a la hora de hacer realidad esos valores. Pero se equivocaban al afirmar que la única fuente de la normatividad era la voluntad y no la razón. Por último, los historicistas habían acertado al entender que las normas se encarnaban en el modo de vida de la gente. Pero no discriminaban a la hora de identificar la causa formal-final, la norma del cambio histórico, con cualquier conjunto de circunstancias sociohistóricas. Al no entender la historia en términos teleológicos, el historicista confundía la explicación histórica de los valores con su demostración conceptual. La explicación histórica se centraba en las causas factuales, mientras que la demostración conceptual iba a la causa formal-final subyacente.

De manera que la doctrina normativa de Hegel era coherente después de todo al fusionar de forma espectacular las tradiciones voluntarista, racionalista e historicista. Pero no cabe duda de que era profundamente especulativa y metafísica, pues se basaba en la metafísica aristotélica de Hegel, quien hizo al menos tres afirmaciones metafísicas básicas: 1) los universales existen in re; 2) podemos aplicar este tipo de causas formales-finales a los organismos del mundo natural, y 3) podemos aplicar el término «organismo» al mundo sociopolítico. El conjunto de estas afirmaciones nos lleva a un idealismo absoluto, el fundamento último del pensamiento político de Hegel.

AUGE Y DECLIVE DEL HEGELIANISMO

En el prefacio a su Filosofía del derecho, Hegel escribió una famosa línea: toda filosofía es autoconciencia de su época. Este dictum se aplica asimismo a la filosofía de Hegel, que no era más que la autoconciencia de su época, la del Movimiento de Reforma Prusiano. Este movimiento dominó la vida política prusiana durante el reinado de Federico III, entre 1795 y 1840. Aunque muchos de sus ideales estaban muy lejos de la realidad, y aunque las esperanzas de reforma se habían visto frustradas una y otra vez en las décadas de 1820 y 1830, muchos creían que el monarca cumpliría sus promesas de reforma. Mientras hubo esperanza, la filosofía hegeliana representó a su época, si no su realidad al menos sus aspiraciones.

De manera que la filosofía de Hegel fue hegemónica en Prusia durante la mayor parte de la era de la Reforma, entre 1818 y 1840. Cobró auge a partir de 1818, cuando el filósofo obtuvo un puesto en la Universidad de Berlín. Hegel y sus discípulos recibieron un firme apoyo por parte del Ministerio prusiano de Cultura, sobre todo de dos poderosos ministros, el barón von Altenstein y Johannes Schulze. Apoyaban la filosofía de Hegel porque creían que era una buena forma de defender sus propios puntos de vista reformistas en los círculos reaccionarios de la corte. En 1827, los estudiantes de Hegel empezaron a organizarse, creando su propia sociedad, la Berliner Kritische Gemeinschaft, y empezaron a editar una revista, Jahrbücher für wissenschaftliche Kritik. A la muerte de Hegel en 1831, un grupo de sus estudiantes preparó una edición completa de sus obras.

¿Qué veían esos estudiantes en la filosofía de Hegel? ¿Por qué se consideraban hegelianos? Los primeros discípulos de Hegel consideraban que su filosofía era la racionalización del Movimiento de Reforma Prusiano, cuyos ideales compartían. La mayoría (McLellan, 1969, pp. 15-16, 22-25, y Toews, 1980, pp. 232-234) se consideraban leales prusianos, no por un sentido de obediencia incondicional, sino porque confiaban en que el Estado prusiano haría realidad, gradualmente y por medio de reformas, algunos de los principales ideales de la Revolución. Estaban orgullosos de las tradiciones políticas del Estado prusiano, que parecían encarnar todas las tendencias progresistas de la Reforma y de la Aufklärung[39]. La mayoría de los jóvenes hegelianos creían, como Hegel, en las virtudes de la monarquía constitucional y en la necesidad de una reforma desde arriba (cfr. McLellan, 1969, p. 15; Toews, 1980, p. 233). La radicalización del movimiento hegeliano no ocurrió hasta 1840, pero para los hegelianos anteriores a esa fecha la filosofía de Hegel era una genuina via media entre reacción y revolución. Parecía la única alternativa para aquellos que no podían aceptar el llamamiento de los reaccionarios a la tradición o la importancia dada por los románticos revolucionarios al patriotismo sentimental. Para delicia de sus conversos, Hegel veía encarnados los ideales de la vida ética en la constitución del Estado moderno y no en las tradiciones del Ancien Régime ni en los vínculos emocionales del Volk (Toews, 1980, pp. 95-140).

Pese a la simpatía mutua que sentían, hubo fuertes tensiones entre los seguidores de Hegel desde el principio, pero no se hicieron públicas ni tomaron nota de ellas hasta la década de 1830. Cuando en 1835 David Friedrich Strauss publicó su obra Das Leben Jesu, en la que afirmaba que el relato bíblico de Jesús era esencialmente mítico, se empezó a barruntar la batalla. Hubo quien consideró que el argumento de Strauss era una traición al legado de Hegel, mientras que para otros era su culminación. Este tema de disputa básico afectaba a la relación entre la filosofía de Hegel y la religión[40]. ¿Hasta qué punto podía la filosofía de Hegel racionalizar la fe cristiana, la fe en la inmortalidad, la divinidad de Cristo y a un dios personal? Si estas creencias se incorporaban al sistema hegeliano, ¿se preservaría o se negaría su significado tradicional? Las respuestas contradictorias a estas preguntas dieron lugar a la famosa división de la escuela hegeliana en un ala derecha, una izquierda y un centro. La distinción no es anacrónica porque la realizaron los hegelianos mismos. Según Strauss, había tres posturas posibles en torno a este tema: todas, algunas o ninguna de estas creencias cristianas podían incorporarse al sistema hegeliano[41]. Luego aplicó una metáfora política para describir estas posturas. La derecha mantenía que todas podían hallar un lugar en el sistema, el centro que algunas y la izquierda que ninguna. Entre los principales hegelianos del ala derecha cabe mencionar a Heinrich G. Hotho (1802-1873), Leopold von Henning (1791-1866), Friedrich Förster (1791-1868), Hermann Ninrichs (1794-1861), Karl Daub (1765-1836), Kasimir Conradi (1784-1849), Phillip Marheineke (1780-1846) y Julius Schaller (1810-1868). Entre los centristas o hegelianos moderados figuraban Karl Michelet (1801-1893) y Karl Rosenkranz (1805-1879), y los miembros más destacados de la izquierda hegeliana fueron Ludwig Feuerbach (1804-1872), Arnold Ruge (1802-1880), David Friedrich Strauss (1808-1874), Max Stirner (1806-1856) y, en sus últimos años, Bruno Bauer (1808-1882). La segunda generación de la izquierda hegeliana contó con figuras como Karl Marx, Friedrich Engels y Mijaíl Bakunin.