Historia del pensamiento político del siglo XIX

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Sin embargo, el ascenso imparable de la política popular quebró a los sistemas imperiales, que hubieron de abandonar su política de dinastías neutrales para defender a los grupos culturalmente dominantes. El gobierno británico de Gladstone se embarcó en una reforma agraria en Irlanda que acabó con la propiedad exclusiva de la tierra en manos de los anglo-irlandeses y permitió que surgiera el nacionalismo popular irlandés. El gobierno zarista emancipó a los siervos en 1861, situación que explotó a su favor contra los terratenientes polacos durante la insurrección de 1863. También emprendió una política de «rusificación» de los eslavos no rusos. En el Imperio Habsburgo iba creciendo el antagonismo entre checos y alemanes, lo que obligó al gobierno a reconocer explícitamente las diferencias nacionales (Berend, 2003, cap. 6). La Alemania imperial emprendió políticas de germanización de los polacos (Hagen, 1980).

Los intereses sectoriales conservadores adoptaron un lenguaje nacionalista. Tras la década de 1870, la disponibilidad de cereal norteamericano sometió a una gran presión a los agricultores europeos, que solicitaron protección arancelaria de acuerdo con el principio de nacionalidad, según el cual la agricultura era la base y fundamento de la nación. A la población rural se le asignó la tarea de apoyar los valores nacionales, garantizar el autoabastecimiento y mantener una reserva de hombres sanos para el ejército[37]. Los aristócratas propietarios de la tierra en Alemania, Hungría y otros lugares, que antes despreciaban el principio de nacionalidad, crearon grupos de presión, compraron a periodistas de éxito entre el pueblo y elaboraron argumentos nacionalistas. Desgraciadamente, incorporaron a sus programas argumentos antisemitas: se retrataba a los judíos como parásitos, no productores y urbanitas que se aprovechaban de las deudas de la gente; un grupo de parias en el seno de la nación (Retallack, 1988).

Así se «nacionalizó» la política. Todos los grupos políticos adoptaron y adaptaron el principio de nacionalidad, que dejó de ser un elemento característico de posturas políticas concretas. El principio se articuló de diversas formas. La nación francesa o alemana se describía como la compleja suma de sus identidades provinciales, lo que sugiere una articulación conservadora. Por lo general, quienes recurrieron al discurso nacionalista para justificar políticas expansivas en el exterior fueron los círculos nacionalistas de las elites liberales. Los líderes sindicales afirmaban que la auténtica nación sólo llegaría a existir tras una profunda reforma social y democratizadora[38].

Raza y nacionalismo

Fenton ha distinguido tres tipos de relaciones entre raza y nación: la raza en el seno de la nación, la raza como nación y la raza como civilización (Fenton, 2006). Banton habla de la raza como linaje, tipo y subespecie (Banton, 1998).

Según Banton, gran parte del pensamiento racial del siglo XIX se formulaba en forma de «tipos» y la nación estaba relacionada, a su vez, con la idea de «raza en el seno de una nación». Por ejemplo, hallamos muchas referencias a la diferencia entre los franceses galos y los franceses francos, o entre los anglosajones y los normandos para los ingleses, divisiones que a su vez partían de otra idea de raza. Gobineau había publicado un extenso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) (Gobineau, 1970) en el que distinguía entre razas secundarias y terciarias. La raza blanca, la amarilla y la negra eran secundarias[39], y, a su vez, habían dado lugar a muchas otras subdivisiones; por ejemplo, a los eslavos, los celtas, los arios y los latinos. Por lo general, en las naciones había fusiones de tipos raciales[40]. John Stuart Mill consideraba que la mezcla de elementos celtas y anglosajones producía resultados beneficiosos. Michelet afirmaba que la nación francesa moderna era una fusión misteriosa, pero exitosa, de ancestros celtas, germanos, romanos y griegos (Crossley, 1993, p. 205; Varouxakis, 2002, p. 22). Gobineau, más pesimista, creía que este tipo de mezclas era inevitable, pero también que producía un efecto degenerativo en la raza superior.

En esta época, cuando se hablaba de raza no se apelaba a rasgos biológicos sino culturales; incluso cuando se empleaban conceptos como «sangre», se hacía referencia a cualidades mentales y de conducta, no a diferencias físicas. Algunos autores han afirmado que las ideas raciales tenían cierto carácter clasista, pero en ningún análisis detallado, histórico o de otro tipo, se dice que esto haya sido un rasgo significativo. Más adelante, cuando se aplicó un razonamiento biológico a las sociedades de clase, adoptó la forma de una eugenesia centrada en los elementos «débiles» de las clases trabajadoras. Sin embargo, había todo un lenguaje que aludía a las diferencias raciales en el seno de la nación, utilizado para insistir en que los grupos racialmente diferentes no pertenecían a la nación, aunque vivieran en el territorio nacional.

Todo ello limitó la evolución de un discurso de este tipo relacionado con la nación[41]. El argumento sí tenía una dimensión clasista, pues se aplicaba sobre todo a los inmigrantes pobres. A irlandeses, polacos y rusos se los describía en términos raciales, hasta Max Weber lo hizo en alguna ocasión, y eso que afirmaba que las nociones biológicas de raza no eran científicas (Curtis, 1971; Weber, 1978, 1994a). Sin embargo, Weber nunca extendió la idea a todos los hablantes de polaco. En los estados multiétnicos asentados no se planteaban los conflictos nacionalistas en términos raciales. En el seno de Europa, los nacionalistas no pensaban aplicar políticas de expulsión o segregación explícita, y mucho menos practicar asesinatos en masa[42]. El ideal era la asimilación a la cultura dominante, algo incompatible con conceptos biológicos de raza que implicaban bien una fusión (crisol), bien una segregación. Había un lenguaje que hacía distinciones muy generales (eslavos, teutones, celtas), y otro en el que se diferenciaba con más detalle (sajones y normandos, galos y francos), pero eran demasiado ocasionales, impresionistas e ineficaces en conflictos políticos reales como para resultar significativos. Además, con la significativa excepción del antisemitismo, este tipo de ideas no lograron generar un programa nacionalista. La mezcla de razas era algo bueno (Mill, Michelet) o algo malo (Gobineau), pero no podía convertirse en elemento de una política. El nacionalismo racista más significativo fue el de la tercera de las formas enumeradas por Fenton: la idea de raza como civilización.

La expansión imperial de ultramar redefinió la raza. Hacia 1800 ya había un discurso que describía a los pueblos no europeos como racialmente distintos e inferiores, aun cuando ello desafiaba los argumentos civilizatorios o cristianos[43]. Los blancos de mediados del siglo XIX solían creer en una jerarquía mundial de razas que los situaba en la cúspide. A nivel de elites, las distinciones eran más finas: los africanos negros y los nativos americanos se consideraban aborígenes que estaban por debajo, incluso, de las civilizaciones decadentes (China, la India, el mundo musulmán).

Durante la Guerra de Secesión, pocos del bando de la Unión afirmaban que los negros fueran iguales a los blancos. Los argumentos contra la esclavitud se basaban más bien en las consecuencias degradantes que tenía para los blancos y en la preocupación que suscitaba la extensión de la esclavitud a nuevos territorios (McPherson, 1998, sobre todo el cap. 6). Lo más notable era que hubiera tan poca conexión entre las explicaciones de las diferencias entre europeos y las teorías sobre las diferencias entre estos y los no europeos. En Estados Unidos se ha apreciado claramente, pues el discurso nativista utilizado contra los inmigrantes de Europa continental era distinto al discurso racial usado en el caso de los negros[44]. Los argumentos raciales carecían de un fundamento biológico elaborado debido a que se consideraba algo «natural». La distancia entre nacionalismo, ideología racial y argumento biológico fue disminuyendo después, según avanzaba el siglo XIX, por una serie de razones.

En primer lugar, hay que tener en cuenta la rápida expansión del imperio de ultramar formal, sobre todo en África. La antropología física, que prescindía de la cultura o de la historia como base de la diferencia, tuvo gran auge y se popularizó mediante exposiciones sobre los pueblos «primitivos» y la creación de museos etnográficos. (Para el caso de la Alemania de en torno a 1900, cfr. Honold, 2004; Zimmermann, 2004.)

En segundo lugar, los argumentos raciales adquirieron fuerza renovada tras la publicación de El origen de las especies de Darwin, en 1859[45]. La popularización de la idea de lucha necesaria, que conducía a «la supervivencia del más fuerte», podía entenderse en términos raciales[46]. La idea de raza, tanto en su forma darwiniana como en la no darwiniana (que negaba un origen común a las razas), radicalizó y dotó de esencia a la distinción, justificando la jerarquía, la segregación y, en último término, el exterminio[47].

En tercer lugar, los argumentos raciales estaban muy extendidos por toda Europa y los utilizaban los pueblos eslavos, germánicos y latinos para plantear sus exigencias o para explicar las cualidades raciales específicas de los judíos[48]. El rápido crecimiento de la industria y de las ciudades, junto a la inmigración transfronteriza, reunió a pueblos de diferente procedencia étnica que se disputaban a menudo alojamiento y puestos de trabajo. Alemania se había convertido en un país de inmigración neta en la década de 1890, justo cuando se empezaron a aplicar las ideas raciales a inmigrantes polacos, rusos y judíos. A la inversa, las persecuciones de judíos en la parte occidental de Rusia, que contribuyeron a que emigraran, también se justificaron aludiendo a argumentos raciales. El rápido desarrollo de la política de masas se asoció al nacionalismo populista, reactivo ante el nacionalismo de elite, y a los credos de clase y confesional de los partidos laborista y católico. El nacionalismo radical, incluido el antisemitismo, ocupaba un lugar destacado en este tipo de políticas populistas[49].

 

Sin embargo, en 1914 muy pocos percibían las diferencias nacionales en el seno de Europa como una cuestión biológica. En Europa Occidental se asumía la mezcla entre razas avanzadas, de manera que no cabía hacer programáticas esas ideas y, fuera de Europa, el sentimiento y la práctica de la superioridad blanca estaba tan arraigado en el gobierno imperial que no precisaba de programa alguno. Cabría pensar que, en Europa Central y del Este, se podían haber usado las ideas raciales en un sentido clasista, pero lo que se gestó allí fue una idea de diferencia nacional basada en una amalgama de factores históricos, culturales y étnicos, aunque el antisemitismo constituía la gran excepción. En torno a 1914 la nación, entendida a modo de civilización, historia o etnia, constituía la base de todos los discursos y programas políticos, pero la nación como raza no había llegado a tanto[50].

LA NACIONALIDAD COMO NORMA DOMINANTE

En 1914, el lenguaje del nacionalismo dominaba el discurso político. La formación de estados-nación en Europa había dado alas al proceso. En asuntos internos el crecimiento de los partidos de masas, reunidos en parlamentos influyentes e incluso soberanos, promocionó una retórica política especializada y unas organizaciones pensadas, en consecuencia, para promover los intereses del electorado («nación»). Esta retórica fue retomada por grupos de presión y representantes de intereses sectoriales en los florecientes medios de comunicación impresos.

En cuestiones internacionales, la unificación de Alemania y el creciente poder del Estado alemán obligaron a una realineación diplomática. Aunque gobernantes y políticos de elite seguían conduciendo la política internacional, ellos también recurrieron a la retórica nacionalista para justificarse ante la opinión pública interna. Una vez se demonizaba públicamente al enemigo (p. ej. en la publicidad antialemana de la Gran Bretaña de 1900) o una política se decretaba vital para los intereses nacionales (p. ej. la construcción de la flota de combate alemana), a los gobiernos les costaba mucho contravenir lo establecido (Kennedy, 1980).

Cada grupo adaptaba el lenguaje nacionalista a sus propios intereses. Es irrelevante discriminar entre nacionalismo «auténtico» (ideas étnicas o raciales) y otras creencias (distinción entre patriotismo y nacionalismo, o entre nacionalismo cívico y étnico)[51]. Las diferencias indican más bien la existencia de intereses distintos. Un nacionalista francés defendía el imperio de ultramar por considerarlo vital, otro afirmaba que era una distracción, cuando lo importante era la venganza por 1870-1871 y recuperar Alsacia y Lorena. Un nacionalista alemán insistía en conceder la ciudadanía a los hijos de alemanes para promover la «germanidad» en ultramar, otro se oponía cuando un colono alemán se casaba con una mujer local en el sudoeste de África (Gosewinkel, 2004; Weber, 1959). Más interesante es el consenso en primar el principio de nacionalidad en el discurso político. Los distintos grupos fueron adoptando diferentes elementos del discurso nacionalista a medida que lo requerían las circunstancias.

El propio Estado-nación nacionalizó el discurso político; el proteccionismo arancelario impuesto tras 1880 nacionalizó el espacio económico, y las restricciones a la inmigración nacionalizaron a la ciudadanía. La educación obligatoria promovió la enseñanza de la historia nacional. Las innovaciones en previsión social convirtieron a las pensiones y a la atención médica en bienes nacionales. Además, las crecientes tensiones entre las potencias europeas intensificaron el recurso a estereotipos nacionales.

La conducta de las naciones más poderosas sirvió de modelo a las demás. El zar dio inicio a políticas de rusificación y Francisco José reconoció las diferencias nacionales entre checos y alemanes. Los húngaros implementaron políticas de asimilación; Estados Unidos se unió a quienes conquistaban imperios en ultramar y Japón justificó su exitosa guerra contra China y Rusia en términos nacionalistas. Pero conviene señalar asimismo las carencias del nacionalismo. En primer lugar, cuando todo el mundo adopta un discurso nacionalista, lo que se vuelve importante en la política cotidiana son las diferencias internas. A otro nivel, la idea básica de nacionalidad, forjada a partir de formas de nacionalismo enfrentadas, contribuye a que el nacionalismo se reproduzca de forma «natural», banal, moldeando los valores políticos de un modo tal que, en caso de crisis, la apelación concreta al nacionalismo pueda tener éxito (Billig, 1995)[52].

En segundo lugar, el Estado-nación siguió siendo un objetivo más que un logro. Gran parte de Europa Central y del Este, y la mayor parte del mundo más allá de Europa, no estaba organizada en torno a parámetros nacionales. Para muchos súbditos de los estados-nación el interés nacional, sobre todo en ultramar, era una cuestión remota que les resultaba indiferente (Porter, 2004); adquiría más importancia a medida que se subía en la escala social hasta ámbitos cercanos al poder estatal.

En 1914 el Imperio Romanov seguía siendo fuerte. Los historiadores han afirmado que el Imperio Habsburgo era más estable de lo que, retrospectivamente, parecía tras 1918 (Cornwall, 1990). El Imperio otomano, tras perder los Balcanes, fue enérgico en la reforma del territorio que le quedaba (Macfie, 1998). Los tres imperios participaron en guerras masivas durante varios años.

Aunque no fuera esencial para la fuerza y la estabilidad políticas, el principio de nacionalidad dio forma a los acuerdos de posguerra. Los tres imperios fueron derrotados[53]. Los vencedores a la postre, bolcheviques y aliados occidentales, incorporaron el principio de nacionalidad a los estados sucesores. Los bolcheviques conservaron el control de un imperio multiétnico, pero crearon repúblicas nacionales (Smith, 1999). Los aliados crearon una serie de estados-nación en los territorios de los vencidos (Sharp, 1991). Esta evolución disparó la importancia del principio de nacionalidad situándolo en el corazón de la política del siglo XX, donde tuvo mayor protagonismo que el que jamás tuvo en el siglo XIX, pero esa es otra historia (Mazower, 2000).

CONCLUSIONES

He intentado mostrar cómo y por qué el principio de nacionalidad pasó de ser algo marginal a convertirse en el corazón del discurso político. He hecho hincapié en el discurso político porque fue la fuerza impulsora del auge del nacionalismo.

No tengo espacio suficiente para entrar en complejos debates sobre el nacionalismo (una buena introducción en Smith, 1998). Sin embargo, sí creo necesario distinguir entre ideas, sentimientos (es decir, el afecto emocional de la identidad nacional) y política. Están estrechamente interrelacionados, pero pueden aparecer de forma independiente y no existe una única relación ni una relación dominante entre estos tres aspectos del nacionalismo. El principio de nacionalidad como ideología no es ni la causa ni el efecto de sentimientos políticos o nacionalistas.

La constatación empírica de que la nación existía hubo de adaptarse cuando se aplicó a la sociedad en su conjunto en vez de sólo a una elite o a la alta cultura. Este concepto empírico de nacionalidad estaba estrechamente vinculado a cambios que, como el rápido crecimiento de la agricultura comercial y de las manufacturas, habían acabado minando diferencias sociales que se creían inmutables. También estaba relacionado con la necesidad de diseñar lenguajes políticos especializados e instituciones para coordinar y movilizar a sectores diversos y mayores de la población.

La afirmación normativa de que la nacionalidad es un valor que exige lealtad y compromiso nos obliga a especificar esas cualidades en términos de historia, cultura, lenguaje, religión y costumbre. El argumento nacionalista mezcla exigencias democráticas y culturales.

Por último, la inclusión en los programas del principio de autodeterminación supone concebir la autonomía como una serie de estados territoriales diferentes (a veces unidades federales en el seno de un Estado). Un programa de este tipo puede llegar a ser un rasgo esencial de la política únicamente en estados democráticos y soberanos con territorios bien definidos y exclusivos.

Nos hallamos, por lo tanto, ante un discurso político que apela al pueblo (democracia) de forma glorificadora y autorreferencial (la nación) y se fija como meta la autodeterminación nacional. Es un ejercicio ideológico que mezcla, a conciencia, postulados empíricos y normativos de forma que resulten imposibles de refutar. Invoca diferentes elementos para identificar y venerar a la nación: civilización, historia, instituciones, lengua, religión, cultura, raza… y se adapta a las circunstancias cambiantes haciendo hincapié en un rasgo u otro. Su mayor éxito en los tiempos modernos es que ya no lo consideramos un principio sino un hecho.

[1] Mi agradecimiento a Monika Baar, Stefan Berger, Mark Hewitson, Peter Mandler, Gareth Stedman Jones y Oliver Zimmer por los comentarios que han hecho a los borradores de este ensayo.

[2] Sigo de cerca la definición de nacionalismo que utilicé en Breuilly, 1993, pp. 3-4, a su vez influida por la noción de «doctrina nuclear» (core doctrine) de Smith, 1971, p. 21. También guarda semejanza con la de Gellner (2006, p. 1) y Kedourie (1966), de manera que no se trata de una definición excéntrica.

[3] Es una afirmación similar, aunque no idéntica, a la formulada por Elie Kedourie en la primera frase de su libro sobre nacionalismo: «El nacionalismo es una doctrina que se inventó en Europa a principios del siglo XIX (Kedourie, 1966, p. 9). La diferencia es que yo no afirmo que la invención de la doctrina sea la causa del surgimiento de sentimientos y movimientos nacionalistas ni de los estados-nación. Este ensayo se centra en ideas y doctrinas, pero creo hacer una distinción clara entre ellas y la nacionalidad encarnada en sentimientos, movimientos u organizaciones políticas. Mi crítica a Kedourie en Breuilly, 2000 y mis argumentos sobre las distinciones anteriores en Breuilly, 1994.

[4] Una obra relevante sobre estos temas, que llegó a mis manos demasiado tarde como para incorporarla a este ensayo es la de Leersen, 2006, sobre todo la sección sobre el siglo XIX, «The Politics of National Identity».

[5] Algunas obras relevantes sobre las ideas de nacionalidad anteriores a 1800: Bell, 2001; Fehrenbach, 1986; Scales y Zimmer, 2005; Schönemann, 1997.

[6] Cfr. el ensayo de Constant «The Spirit of Conquest and Usurpation and their Relation­ship to European Civilisation» (Constant, 1988c). Cfr. asimismo el ensayo de Jeremy Jennings que forma parte de este volumen.

[7] Una traducción de Herder (2004) al inglés parece un buen lugar para empezar, porque puede que sea la primera vez que se utiliza el término «nacionalismo». «Cada nación porta un núcleo de felicidad, al igual que toda pelota tiene su centro de gravedad […] así, cuando dos naciones cuyas inclinaciones y círculos de felicidad colisionan, lo llamamos prejuicio, vandalismo o nacionalismo estrecho de miras» (Herder, 2004, p. 29). Sobre Herder cfr. Barnard, 1965; 2003.

 

[8] Interpretaciones de Fichte en Abizadeh, 2005. El texto original en alemán de los Discursos, en Fichte, 1845 y la traducción inglesa en Fichte, 2008. Para un estudio reciente sobre las reacciones de los prusianos ante Napoleón, cfr. Hagemann, 2002.

[9] Podemos datar este cambio de percepción en las elites de manera bastante precisa gracias a una tira cómica publicada en Punch justo antes de la manifestación cartista, que refleja una gran ansiedad; tras la manifestación se editó otra en la que se ridiculiza al cartismo. Cfr. Punch, 14/353, 15 de abril de 1848 y 14/355, 29 de abril, reproducidos en Breuilly, 1998a.

[10] Mandler, 2006, p. 69 cita la crítica de Mazzini a Carlyle: «La sombra arrojada por estos gigantes parece eclipsar en su visión [la de Carlyle] todo vestigio del pensamiento nacional –del que estos hombres serían los únicos intérpretes o profetas– y todo rastro del pueblo, relegado a mero depositario».

[11] Una estimulante comparación entre el trato dado por los intelectuales la noción de «carácter nacional» en Gran Bretaña y Francia durante el siglo XIX, en Romani, 2002.

[12] Weber, 1976 ha sido muy citado por haber establecido poco menos que categóricamente la inexistencia de una cultura nacional estándar en Francia hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, puede que en la obra de Weber se exagere la diversidad (por ejemplo, era normal que los integrantes de la elite fueran bilingües en francés y en el idioma o dialecto local). Además, nos habla más de las diferencias a nivel de cultura popular que de la cultura o política de las elites. Estudios más recientes sobre el tema en Ford, 1993 y Lehning, 1995.

[13] El texto fundamental es Mill, 1977b, sobre todo el capítulo XVI, «Of Nationality, as Connected with Representative Government». Varouxakis, 2002 lo analiza concienzudamente. Los argumentos normativos recientemente esgrimidos contra Mill, en Miller, 1995.

[14] Mill conocía bien la India, pues tanto su padre como él mismo habían trabajado para la Compañía de las Indias Orientales.

[15] Hoy resulta fácil criticar «la dialéctica de las mentes nacionales» de Hegel, pero olvidamos muy fácilmente, que, pese a su arbitrariedad metafísica, fue el primer intento intelectual de ordenar el caos aparente de los sucesos históricos y de entender la historia humana como un proceso evolutivo que tenía sentido y seguía sus propias leyes (Rosdolsky, 1986, p. 130). Una traducción inglesa en Hegel, 1975a.

[16] Baso mucho de esto en Rosdolsky, 1986, una crítica marxista pionera a Marx y, sobre todo, a Engels.

[17] En 1852, Mazzini sugirió que cincuenta unidades nacionales en Europa podrían reducirse a trece o catorce agrupaciones federales mayores. En una carta de 1857 amplió la idea, añadiendo una gran confederación del Danubio. Cfr. Smith, 1994, pp. 155-156. Mi agradecimiento a Oliver Zimmer por llamar mi atención sobre esta referencia.

[18] Sobre la diversidad de Italia, cfr. Woolf, 1979. Una visión escéptica de las bases «nacionales» del Risorgimento, en Laven, 2006.

[19] Así, por ejemplo, en los poemas épicos, supuestamente de Ossian, publicados por James MacPherson a finales del siglo XVIII, que Goethe, entre otros, acogió con gran entusiasmo, o en el «Asedio de Visegrado» checo, publicado por Josef Linda en 1816 (Lyons, 2006, pp. 80-81). El renacimiento gótico en el arte y la literatura de la Gran Bretaña de finales del siglo XVIII se basó en la falsificación de MacPherson, en los Nibelungenlieder y demás. Esto ha sido hábilmente documentado en una reciente (2005) exposición, «Gothic Nightmares: Fuseli, Black and the Romantic Imagination», de la Tate Gallery de Londres. Pero conviene no olvidar que existía una tradición oral, que se había puesto ahora por escrito, en lengua vernácula, para ganarse a las elites del mundo intelectual que suscribían el principio de nacionalidad. La línea entre «falsificación» y «genuino» podía ser, pues, difusa.

[20] Esto no se aplica a los enclaves protestantes de Europa Central y del Este donde el acceso directo a la palabra escrita de Dios era un artículo de fe esencial. Me refiero más bien a religiones en las que el misterio y el ritual dispensados por un orden sacerdotal era fundamental, es decir, a la Iglesia católica y a la Iglesia ortodoxa.

[21] Una introducción a las complejidades de este tema en Fishman, 1973. Los extractos están bien reproducidos en S. J. Woolf, 1996, pp. 155-170. La peculiar premisa de que cada ser humano posee una lengua esencial, expuesta en Billig, 1995, cap. 2, «Nations and Languages».

[22] Stefan Berger me ha comentado que, al parecer, tras 1850, predomina el paradigma nacional en los relatos históricos, por delante de la religión, la clase o la raza. Sin embargo, lo que es hegemónico en los escritos históricos no lo es necesariamente a nivel de la movilización política popular.

[23] El estudio comparado de Snyder (2003) considera los «fallos» (p. ej. Bielorrusia) y los «éxitos». Se podría ampliar este enfoque y preguntar, por ejemplo, por qué hasta hoy no ha sido posible reconocer nacionalidades en las repúblicas de Asia Central que han obtenido la independencia nominal de la URSS.

[24] Monika Baar me ha señalado que estos historiadores no se vieron influidos por el historicismo alemán, sino más bien por los últimos escritores ilustrados alemanes. Puede que esto demuestre lo difícil que le resulta, a una ideología política universal como el nacionalismo, intentar definir sus raíces de una forma genuinamente historicista cuando cada nación se considera única.

[25] El historiador alemán, Ranke, insistía en la superioridad de estas dos «razas» sobre el resto de las europeas. Bagehot presentó un argumento similar en 1876, pero añade a los judíos (no a los pueblos semitas) como tercer tipo de raza. Moses Hess retomaría su argumento, y, después, algunos de los escritores sionistas de los que hablaremos más adelante. La importancia dada por los historiadores de naciones pequeñas a otro tipo de orígenes (celtas, escitas) fue una reacción contra esta idea de la existencia de un pequeño número de razas llamadas al liderazgo.

[26] Existe un amplio debate sobre tipologías polares del nacionalismo (oriental/occidental, cívico/étnico, político/cultural) surgidas de discursos diferentes, que a su vez expresan diversos sentimientos y diferencias políticas. Aparte de la crítica a estas tipologías elaborada por Zimmer (2003), cfr. Brubacker, 2004 y Hewitson, 2006. Sobre el uso del nacionalismo para coordinar, movilizar y legitimar, cfr. Breuilly, 1993.

[27] Hay varias traducciones al inglés de Rome and Jerusalem, cito según Hess, 1958. Como bien señala Avineri (1985), todas las traducciones son incompletas y de escasa fiabilidad. Se recomienda, para quienes dominen el alemán, Hess, 1962.

[28] «Toda la historia pasada se ha ocupado de las luchas entre razas y clases. La lucha racial es primaria; la lucha de clases, secundaria. Cuando cesa el antagonismo racial, también acaba la lucha de clases. La igualdad entre las clases sociales será el resultado de la igualdad de todas las razas y acabará siendo una mera cuestión de sociología» (Hess, 1958, sin lugar de edición, último párrafo del Prefacio).

[29] «“Judaísmo” es, sobre todo, una nacionalidad cuya historia de milenios se encuadra en la historia de la humanidad. Es una nación que, en tiempos, fue el instrumento de la regeneración espiritual de la sociedad. Hoy, cuando rejuvenecen las naciones históricas, el judaísmo celebra su propia resurrección con su renacimiento cultural» (Hess, 1958, p. 19).

[30] Muchos de los escritores nacionalistas vivían en el exilio, pero la nación que imaginaban no era una nación de exiliados. (Hay quien ha situado al sionismo en la categoría más amplia de nacionalismos en la diáspora, pero esta sólo funciona cuando existe un liderazgo activo, por ejemplo, no tendría mucho sentido referirse a una nación china de ultramar. Irónicamente, el establecimiento de Israel dio lugar a otra nación de exiliados: los palestinos.) Sin embargo, se puede analizar la relación existente entre los líderes intelectuales del sionismo (muchos en Europa Occidental) y el apoyo masivo que acabó obteniendo (sobre todo en Europa del Este) en los mismos términos que se aplican a otros casos de nacionalismo. Cfr. Vital, 1999 y 1975, sobre todo el capítulo 5, «Autoemancipación».

[31] No estoy totalmente de acuerdo con la tipología de Hroch si se entiende en el sentido de que la formulación de una elaborada ideología nacionalista es una condición necesaria para la evolución de un movimiento nacionalista, tanto si es elitista como si es popular. A veces los movimientos surgen con escaso trasfondo intelectual y luego se hacen con portavoces que son intelectuales. Pero la propuesta de Hroch resulta muy útil para conceptualizar la forma de la elaboración de las ideas nacionalistas y su transformación en ideologías políticas.