Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho (Cuarta Edición)

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Por otra parte, en este proceso de reelaboración y producción de las normas ambientales, tanto a nivel nacional como internacional, se va apreciando con mayor nitidez la “privatización” del espacio de discusión, en el sentido que, las grandes empresas empiezan a incrementar su poder e influencia logrando que las normas de especial significación por sus efectos sobre el ambiente y los derechos de las personas sean concebidas en el estrecho marco de la reglamentación burocrática (donde pueden ejercer con menos dificultades su papel de cabildeo, “lobby” o de “elaboración conjunta de reglamentos”)115, dejando de lado el espacio “amplio” del debate público en los escenarios democráticos del nivel local, regional o nacional o los cuasidemocráticos del nivel global116.

Una vez que el derecho administrativo del “medio ambiente” prosigue su expansión, a partir de las nuevas funciones asignadas al Estado y la conversión de la problemática ambiental en un problema sociopolítico más generalizado, se comienzan a visualizar algunos de sus resultados previsibles, como la hiperinflación normativa117 e institucional, por una parte y, por otra, muy pocos recursos para el cuidado del ambiente y la reparación de sus daños cada vez más crecientes, ya que las actividades económicas y productivas (industria, comercio, agricultura, transporte, turismo, energía) tienen un peso específico superior sobre la actividad ambiental, de tal forma que la causa principal de la ineficacia del “derecho ambiental” está en su contradicción con unas normas más poderosas (el “derecho económico”), que organizan y protegen las diferentes actividades destructoras del ambiente, situación que hace prever la necesidad de desarrollar un estatuto global ambiental que esté presente en cada una de las políticas estatales, las informe, las limite y las oriente.

El resultado es, por tanto, el fenómeno bien conocido de la hiperinflación normativa y su cortejo de efectos perversos, el cual pasa por producir y cambiar, siguiendo a Ost (1996: 102), “demasiados textos, demasiado pronto modificados, demasiado poco conocidos, mal e incompletamente aplicados”. Esta inflación de normas se traduce entonces en una “proliferación de textos situados en lo más bajo de la escala normativa: órdenes, reglamentos, directivas, circulares, instrucciones ministeriales, pliegos de condiciones técnicas, cuya publicidad es incierta y su alcance jurídico dudoso [cuando] no son, por lo general más que un marco vacío, de un carácter solamente programático”. Tal inflación normativa, según este autor (1996: 98-123), también contiene variadas características de incoherencia, vaguedad, superposición, descoordinación y confusión de funciones (o muy centralistas cuando no excesivamente localistas), contradicción (unas protectoras, otras propietaristas y otras claramente depredadoras), obsolescencia, incontrolables (no se han previsto los medios ni los recursos para el control), con bajo perfil jerárquico, cambiantes y aplicables o no según el vaivén de cada administración (prevén excepciones a cada caso) cuando no, directa y tendencialmente interesadas a favor de las grandes empresas agroindustriales, científico-tecnológicas, químicas, farmacéuticas, alimenticias, energéticas, de transporte, de armamentos, turísticas, mediáticas y de telecomunicaciones y nuevas tecnologías.

En la caracterización de este escenario nos parece adecuado indicar, como lo hace Garrido Peña (1997: 313), la distinción de por lo menos tres tipologías de políticas ambientales: en primer lugar, las tecnocrático-productivistas, presentes en la mayor parte de la actual cultura política neoliberal, que sin cuestionar los límites del crecimiento, ven la crisis ambiental como “un reto y un principio de oportunidad para el avance tecnológico y la creación o ampliación de nuevos mercados”, desconfiando de la gestión ambiental pública, promoviendo la gestión ambiental privada desde procesos de investigación e innovación tecnológica y mecanismos de mercado, asignando a este último el escenario central de su política y señalando a las empresas y los consumidores como sus sujetos principales. En segundo lugar, las políticas administrativistas, que podrían caracterizarse por su desconfianza en las posibilidades del mercado o de la sociedad civil, proclaman la necesidad de reforzar la intervención del poder político por vía legislativa-administrativa para resolver los conflictos ambientales118, pero sin perseguir ningún cambio global, al ser meramente políticas de corrección y complemento, cuyos sujetos centrales son la administración y los partidos políticos y sus instrumentos, el plan, la ley y los presupuestos públicos. En tercer lugar, las políticas alternativas, que tratan de hacer una caracterización exhaustiva de la crisis ambiental como crisis civilizatoria, no siendo viable una política ambiental sectorial o complementaria sino una que conduzca a un cambio cultural, político y social global; es decir, no pretenden cambiar la política ambiental del sistema, sino cambiar el sistema mismo “ecologizándolo”, “ecología política más que política ambiental”, en la que ni el mercado ni el Estado son el centro de sus decisiones119.

Debemos además recordar que en un comienzo la producción e incorporación de sustancias contaminantes en el ambiente no estaba reglada, pero con el incremento de las prácticas productivas contaminantes se genera una situación de insostenibilidad120, la cual, sumada a la práctica de considerar inagotables los recursos (naturaleza ilimitada), así como infinita la capacidad de la naturaleza para soportar los elementos y efectos de la contaminación, induce a la creación de mecanismos de protección administrativa del ambiente sobre las conductas privadas. Después de un amplio proceso de casi dos décadas de estas prácticas, que se inician a finales de los años sesenta, surge una nueva discusión frente a las consecuencias generadas por las intervenciones públicas en la protección del ambiente, en especial acusando de incapacidad para hacerlo, proponiéndose (a partir de la deslegitimación de la actividad administrativa y la consecuente exaltación de “lo privado” y del mercado) la gestión privada y la aplicación de criterios de mercado al ambiente, buscando, sobre todo, transferir al mercado el juego de la asignación de cuotas de descarga/emisión, compatibles con el mantenimiento de la calidad del ambiente.

Estas prácticas, por supuesto, no buscan acabar del todo con la contaminación ambiental o con las empresas contaminantes, sino que más bien persiguen la flexibilización de la gestión ambiental, para que la administración pueda continuar con parte del establecimiento de las reglas (como los niveles permisibles de contaminación), las cuales, a partir de la fijación de estándares consensuados, llevarán a que los poderes con que cuentan las empresas se vean incrementados no sólo porque, como decíamos anteriormente, cuentan con las infraestructuras tecnológicas necesarias para “definir” tales límites e “imponerlos” a la administración, sino porque también en el derecho ambiental ya se ha hecho práctica común el predominio del “derecho a contaminar” más que su prohibición, o la “privatización de bienes comunes y colectivos” más que su protección en aras del interés general. Ante esta realidad, de nuevo se corrobora que el “derecho medioambiental”, más que una herramienta de protección de la naturaleza, y más que un derecho preventivo de la contaminación, es un derecho que con las interferencias de los grupos de presión, se ha convertido en “sistema de concesión de permisos para contaminar”, más que establecimiento de límites.

En este escenario surge y se expande el derecho medioambiental negociado121, el cual, frente al caos de las intervenciones públicas y privadas en el ambiente entendido como naturaleza, se propone desarrollar un proceso de desregulación estatal122 orientado hacia un mejor uso del derecho de propiedad y una gestión del ambiente por el mercado, y en el que unas veces se negocia el contenido mismo de las normas antes que sean formalmente aplicadas y en otras ocasiones, como expresa Ost (1996: 109), este nuevo derecho negociado se dará más tarde, “con vistas a preparar la aplicación particular y local de la regla, o también con vistas a resolver los problemas provocados por su aplicación”123.

Es entonces cuando a los industriales les resulta más económico contaminar y pagar por la contaminación producida o generada. Éste es uno de los efectos perversos del principio “el que contamina paga”, en el cual, en ocasiones, los empresarios industriales prefieren pagar el impuesto, canon o multa, a tener que realizar inversiones para evitar la contaminación. Los derechos “medioambientales” como respuesta del capitalismo en esta nueva fase de acumulación terminan además convirtiendo el “principio contaminador-pagador” en la farsa del contaminador que “negocia” la norma y “hace” la norma, pues puede pagar por ello; y si además puede “interpretar” la norma al acomodo de sus intereses, cuando excepcionalmente pueda ser llevado a juicio, veremos también cómo las funciones públicas del ejercicio del poder terminan en un solo lugar, en un solo todopoderoso actor, el superpoder del capital. Esta situación es mucho más visible en países del área andina como Colombia124.

 

Por otra parte, y siguiendo a Ferrajoli (2001: 377-380), los límites y vínculos entre la esfera pública y privada vienen siendo destruidos por el nuevo “derecho de la globalización”, basado no ya sobre la ley sino sobre la contratación, es decir, sobre el mercado, y equivalente, por tanto, a un sustancial vacío de derecho que abre espacios incontrolados a la explotación del trabajo y del ambiente, así como a las diversas formas de criminalidad económica y a las correspondientes violaciones de derechos humanos, en un lugar donde la globalización de la economía en ausencia de reglas ha provocado “un crecimiento exponencial de las desigualdades, legitimadas por la ideología neoliberal, según la cual la autonomía empresarial no es un poder, sujeto en cuanto tal al derecho, sino una libertad, y el mercado necesita, para producir riqueza y ocupación, no reglas, sino al contrario, no ser sometido a ningún límite y a ninguna regla”. De ahí que el rasgo característico de lo que se denomina “globalización” es, para este autor, la crisis del derecho en un doble sentido, uno objetivo e institucional, y el otro, por así decirlo, subjetivo y cultural; es decir, de una parte,

como creciente incapacidad reguladora del derecho, que se expresa en sus evidentes e incontroladas violaciones por parte de todos los poderes, públicos y privados, y en el vacío de reglas idóneas para disciplinar sus nuevas dimensiones transnacionales [y por otra] como descalificación, intolerancia y rechazo del derecho, que se expresa en la idea de que los poderes políticos supremos, por el hecho de estar legitimados democráticamente, no están sometidos a reglas, ni de derecho internacional ni de derecho constitucional, y que, de igual modo, el mercado no sólo no tiene, sino que debe prescindir de reglas y límites, considerados como inútiles estorbos a su capacidad de autorregulación y promoción del desarrollo.

Vistas así las cosas, la más clara expresión de la versión neoliberal ecocapitalista del nuevo “derecho ambiental negociado” es el contrato medioambiental, que surge de dos tensiones distintas: por una parte, como lo expresa Ost (1996), el Estado busca una mayor eficacia en la gestión ambiental, y por otra, tiene la intención de desarrollar los principios democráticos de la participación transformando en “contrato medioambiental” los acuerdos125 a que han llegado los particulares (empresas, ONG ambientales, habitantes de la región), para explotar un recurso en un espacio determinado, siendo el caso que en muchas ocasiones la administración no dispone del conocimiento técnico científico adecuado, ni de los estudios previos de impacto ambiental o de diagnóstico ambiental de alternativas, de planes de manejo ambiental o de la capacidad necesaria para la “regulación” de los conflictos e intereses, lo que genera la “imposición” de los “intereses” de los más poderosos y con mayor capacidad de influencia (las empresas contaminadoras o depredadoras de recursos), quienes han recogido, generalmente de manera ficticia, las ideas de protección y conservación ambiental como la base del neo-corporativismo y su versión de la autogestión del ambiente (ecocapitalismo). Según ellos, los verdaderos cambios sólo se logran en un proceso de concertación, auto-asignación de responsabilidades y acuerdos, más que por los procesos coercitivos de la administración.

Son variados los argumentos a favor de la eficacia instrumental de la nueva regla del derecho negociado, ya que tiene todas las ventajas de la flexibilidad y permite adaptarse a los cambios coyunturales pues se interviene en todo el proceso de discusión; además, hay coherencia por la aceptación de las partes en conflicto lo que obviaría una eventual actuación judicial. La lectura sintomal, siguiendo a Serrano Moreno (1996: 217), expresaría adecuadamente por qué en el plano legal de sistema jurídico ambiental hay vacíos en ciertas y determinadas materias. Este autor se responde con otra interrogación: “¿No será que [por ejemplo] las grandes empresas energéticas prefieren el rango reglamentario porque les proporciona un margen de negociación –e incluso de elaboración conjunta de reglamentos– con los ejecutivos, que en ningún caso les proporcionarían las ‘luces y taquígrafos’ de un parlamento?, y que estarían reflejando las formas en que se estaría expresando el derecho ambiental negociado en la fase de globalización económica”.

La discusión sobre cómo se presentan en la realidad esta clase de acuerdos suscita importantes interrogantes sobre su procedimiento y contenido, dado que casi siempre se desconocen o se eliminan las obligaciones que debe cumplir el sujeto contaminador; de ahí que se afirme que estos contratos son meras “declaraciones de intención” que expresan un compromiso unilateral de las empresas, cuando no, como afirma Ost (1996: 117), una modalidad algo formalizada de la acción política. Así, esta clase de contratos es controvertida pudiendo señalarse a la administración ambiental burocrática de entregar su poder de reglamentación y de intentar obtener por la negociación algunos de los objetivos que no ha podido alcanzar por medios tradicionales. Pero, además, los contratos “medioambientales” presentarían varios riesgos, los cuales generan reservas y objeciones a la hora de su implementación como mecanismos para la protección ambiental. 1De un lado, está la sospecha de la indebida desigualdad entre empresas, donde las más poderosas podrían obtener de la administración, por vía del contrato, unos privilegios que no obtendrían por medio de la ley, y que han “conquistado” con su inmenso poder económico para que tome medidas a su favor. Igualmente, estaría el peligro de desregulación oficiosa y velada, ya que un contrato de este tipo podría llevar a las autoridades a mostrarse más flexibles en el control y más tolerantes con aquellos que han participado en el contrato negociado y lo han firmado, que con los demás que no han sido parte de él.

Por otra parte, se corre el riesgo de “captura” de los poderes públicos por parte de las empresas a las que deben controlar y regular, sobre todo cuando la administración no posee la suficiente información pues no dispone de recursos para producirla en interés general o público, y sólo cuenta con los datos que le aportan las empresas, especialmente incorporados en los estudios de impacto ambiental, en el diagnóstico ambiental de alternativas o en los planes de manejo ambiental cuando se solicitan licencias ambientales, generando un derecho “blando” más que flexible donde lo único que hace la administración es aceptar lo “consentido” o “autorizado” por los contaminadores. Por último, las posibilidades de control democrático resultante de una intervención pública “privatizada” están cada vez más en duda, así como la legitimidad de las actuaciones de los grupos de presión basada en el interés particular y en el corto plazo, cuando lo que exige la política pública y especialmente la ambiental es el interés general y el largo plazo. Ante la crisis de la capacidad de regulación del Estado, se despolitiza la cuestión ambiental al no haber debates realmente públicos, sino “encuentros cerrados” en los que, por supuesto, el interés común, los intereses de los más desfavorecidos, de las futuras generaciones y del ambiente, no son tenidos en cuenta.

Una de las formas “clásicas” o comunes en que las propuestas neoliberales se abren en el escenario de la internacionalización, privatización y globalización de los intercambios económicos por parte del capital, especialmente con los estados del Tercer Mundo, la encontramos en las versiones más profundamente ecocapitalistas y que podemos hallar descrita en Freeman, Pierce y Dodd (2002: 16 y ss.), quienes proponen cómo el lenguaje (o mejor la acción) de los negocios puede adoptar una política “medioambiental” desde cuatro matices de verde:

1. Verde claro: o verde legal: que implica “crear y sostener la ventaja competitiva asegurándose de que su compañía esté cumpliendo con la ley”.

2. Verde del mercado: basada en la regla de “crear y sostener una ventaja competitiva prestando atención a las preferencias ‘ambientales’ de los clientes”, es decir, está centrada en los clientes más que en el proceso de la política pública, donde “la ventaja competitiva requiere de ‘mejor, más económico y más rápido’. […] La lógica del verde del mercado aplica al ambiente el sensato y anticuado modo de pensar de ‘olfatear al cliente’”.

3. Verde del interesado en el negocio: obedece al principio “crear y sostener la ventaja competitiva respondiendo a las preferencias ambientales de los interesados en el negocio”, aplicando la lógica a los grupos clave de interesados en el negocio, como “clientes, proveedores, empleados, comunidades, accionistas y otros financieros”.

4. El verde oscuro: “Es un matiz por el cual pugnan muy pocas compañías. […] El verde oscuro sugiere el siguiente principio: crear y sostener un valor en una forma que sustente a la Tierra y cuide de ella”126.

Antes habíamos indicado que una de las principales expresiones del derecho negociado del ambiente tiene que ver con los denominados “mercados de derechos de contaminación”127, en los cuales la administración junto con las empresas establecen un estándar de calidad ambiental, permitiendo que la forma más adecuada de someterse a la norma sea el “mercado libre” en el que las empresas del sector negocian entre ellas, por compra y venta de “derechos o permisos de contaminar”. A pesar de lo que se pueda pensar de positivo sobre esta práctica (la eventual conciliación entre exigencias de protección ambiental y realidades económicas), es muy probable, siguiendo a Ost (1996: 120), que aparezcan una serie de problemas respecto a la responsabilidad que este tipo de derecho negociado causa, en especial, la generalización del riesgo de responsabilidad (que linda con lo penal, comúnmente) para aquellos que superen los límites autorizados; el riesgo de generación de monopolios dentro de los mercados de contaminación, y el riesgo de concentración inaceptable de daños ambientales en algunos lugares concretos como las zonas industriales de determinadas regiones del país, o de una región (como el caso del norte de México, el norte de África y el sureste asiático, a donde los países industrializados han desplazado sus empresas maquiladoras y contaminadoras), lo cual afecta principalmente a sectores poblacionales pobres y marginados y a las pequeñas y medianas empresas nacionales.

Este nuevo “derecho de contaminación” surge de algunas propuestas gubernamentales, promovidas desde sectores vinculados estrechamente con las empresas, principalmente contaminadoras, que están buscando eliminar los logros alcanzados en materia legislativa a nivel nacional e internacional, invirtiendo el principio de prevención y precaución cuando se propone y se aprueba el “mercado libre de la contaminación” y donde a los contaminadores se les asigna una cierta cantidad de contaminación que podrá ser emitida libremente, presumiblemente destinada a mantener los niveles ambientales dentro de unas cotas aceptables. Posteriormente, pueden comerciar con los derechos de contaminación, comprándolos cuando deseen evitar instalar controles y vendiéndolos cuando sus emisiones sean inferiores a la cantidad establecida. Los derechos ambientales se convierten así en la respuesta del capitalismo en esta nueva fase de acumulación donde el “principio contaminador pagador” termina siendo, como lo indicamos antes, que el contaminador negocia la norma, hace la norma y además puede pagar por ello o como en el caso colombiano no pagar si se le exige o, peor aún, despreocuparse porque el Estado no cobra pues no tiene cómo hacerlo. Esta nueva práctica ha generado una serie de conflictos, tanto entre empresas contaminadoras como entre algunas de éstas y el Estado, conflictos que han empezado a ventilarse en los tribunales. Aun así, consideramos que la única estrategia ambiental que funciona es la prevención, y son las comunidades afectadas las que pueden –como en efecto lo vienen haciendo– promover un movimiento público en defensa del ambiente y contra la crisis ambiental, y que la práctica del “mercado de contaminación” lo único que hace es incrementarla.

Ante los riesgos y daños concretos sobre la vida y la salud de las personas, la integridad del ambiente y la conservación de los ecosistemas, se han venido implementando los seguros medioambientales, (seguro ecológico como lo denomina la Ley 491/99 para el caso colombiano) cada vez más solicitados para sortear las dificultades económicas que una serie de accidentes han venido causando en los ecosistemas (ejemplo, por derrames de petróleo en las costas del Mediterráneo, el Cantábrico, en el mar del Norte y el Pacífico norte en Alaska, así como en el Atlántico brasileño), los cuales han llevado a establecer la ampliación del campo de la responsabilidad ambiental de las empresas (tanto privadas como públicas), particularmente sobre los riesgos objetivos creados, el perjuicio a reparar y a los efectos de la contaminación y la recuperación del ambiente degradado128. Su implementación como prerrequisito para el desarrollo de proyectos, obras o actividades que puedan causar daño en el ambiente, la vida y salud humana se hace más exigente en aplicación del principio de responsabilidad “de la cuna a la tumba” en contaminaciones, que como la nuclear, u otras de similar carácter, la eliminación de unos impactos negativos podría tardar cientos y hasta miles de años.

 

Siendo tan diversa la respuesta jurídica a los problemas ambientales, no pueden dejarse de lado los efectos reales de estos mecanismos del derecho negociado, particularmente las soluciones “distintas” que las transnacionales presentan ante los desastres ambientales. Claro ejemplo lo encontramos en las soluciones a las grandes contaminaciones producidas por la industria agroquímica; por una parte, en un país “pobre” del Tercer Mundo como India, por la Union Carbide en 1989 en Bhopal, y por otra, las actuaciones en países desarrollados de Europa por la Sandoz de Basilea en la contaminación del río Rin en 1986: la primera, con unas indemnizaciones absurdamente bajas a unas víctimas “pobres”, y la segunda, soluciones prontas y “satisfactorias” desde el punto de vista económico para los damnificados “ricos” de esta región “desarrollada”129.

Ante situaciones tan complejas pero irracionalmente abordadas por el interés particular y privado130, se requiere una nueva racionalidad que permita hacer primar el interés colectivo sobre la idea de ganancias mayores y más rápidas; una nueva visión del derecho ambiental y no sólo “medioambiental” debe buscar superar definitivamente la visión sesgada y reduccionista del paradigma mecanicista moderno que campea con mayor fervor aun a comienzos del siglo XXI131. Esta nueva racionalidad, siguiendo a Serrano Moreno, podría partir de los postulados del “ambientalismo político”, algunos de los cuales volveremos a tratar en la segunda parte sobre la fundamentación de los derechos ambientales, y el “Estado Ambiental de Derecho” en la tercera parte.