Derechos ambientales en perspectiva de integralidad : concepto y fundamentación de nuevas demandas y resistencias actuales hacia el estado ambiental de derecho (Cuarta Edición)

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3. Derecho a un ambiente sano
3.1 Concepto, surgimiento y expansión

El principal efecto de la crisis del Estado en el plano internacional ha sido la producción de un vacío de derecho público. Esto es, la ausencia de reglas, de límites y vínculos que garanticen la paz y los derechos humanos frente a nuevos poderes transnacionales, públicos y privados, que han depuesto a los viejos poderes estatales o que, en todo caso, han conseguido liberarse de sus funciones de gobierno y de control. Pienso incluso que la propia globalización de la economía puede ser identificada, en el plano jurídico, con este vacío de un derecho público internacional capaz de disciplinar los grandes poderes económicos transnacionales. Obsérvese que no se trata de un vacío de derecho, que no puede existir nunca, sino de un vacío de derecho público que inevitablemente ha sido colmado por un plexo normativo de derecho privado, es decir, por un derecho de producción contractual que ha pasado a sustituir a las fuentes jurídicas tradicionales y que refleja, con frecuencia, la ley del más fuerte.

Luigi Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo, 2004: 142.

Más arriba expresamos que en la evolución de los derechos ambientales se han sucedido varias etapas en las cuales han prevalecido, por una parte, visiones parciales y sectoriales de los problemas por abordar (predominando el derecho “medioambiental” o de los “recursos naturales” a ser apropiados, más que conservados o cuidados) y, por otra, diferentes motivaciones68 que definen la protección de los distintos bienes ambientales. En las sociedades humanas ha existido preocupación por la conservación de los bienes naturales y sociales, pero es principalmente en las últimas tres décadas del siglo XX y el tiempo que llevamos en el nuevo siglo, que las preocupaciones por el “ambiente”, entendido en su integralidad (ecosistemas y culturas), se han hecho más urgentes, ya que las actuaciones de algunos grupos y seres humanos han llegado a tal gravedad, globalidad, generalidad e irreversibilidad que han hecho temer catástrofes globales.

El profesor Martín Mateo (1977: 78) expresa sobre este particular que el fondo de los problemas ambientales modernos está en la defensa de unos factores que inicialmente podrían haber sido declarados como res nullius, susceptibles de utilización sin límite por todos los individuos, pero que posteriormente “se transforman en bienes comunes sobre los cuales una mayor intensidad de utilización, fruto de la civilización industrial y urbana, va a amenazar precisamente las condiciones indispensables para el aprovechamiento colectivo”.

Hay acuerdo en la afirmación de que en el caso colombiano algunas normas de contenido “medioambiental”69 se presentan a finales del siglo XIX y comienzos del XX, a raíz de los problemas generados por las cada vez más crecientes actividades industriales en las zonas mineras y urbanas, especialmente en la salud humana, asignándose a los municipios la función de policía sanitaria o de salubridad pública, estableciendo prohibiciones, autorizaciones o medidas correctivas a favor del agua para consumo humano, el establecimiento de reglas de distancias para las explotaciones industriales, la clasificación de las actividades y algunos estándares de emisisones. En el mismo sentido, las regulaciones previstas en el Código Civil estaban más orientadas a la reparación de los daños ocasionados por actividades contaminantes que a la preservación del ambiente como bien colectivo, el cual no había sido reconocido como tal en el ordenamiento, debiendo esperar casi cien años para su incorporación en normas como el Código de Recursos Naturales colombiano (Decreto Ley 2811/74).

Algunos autores afirman el nacimiento del “derecho ambiental moderno” haciéndolo coincidir con la Declaración de Estocolmo de 1972, adoptada en el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, a pesar de que en 1969 ya había sido formulada en Estados Unidos la Environmental Policy Act y en Colombia desde mediados de esta década se fuera estableciendo una primaria institucionalidad ambiental para atender la necesidad creciente de proteger espacios naturales de especial valor ecosistémico. Para Jordano Fraga (1995: 53), el “derecho ambiental” surgido en el período preconstitucional español se limitó a recoger las experiencias de la normativa sectorial anterior referente a los recursos naturales, a la lucha contra la contaminación y a la conservación de la naturaleza, aunque se destaca la formulación de nuevos conceptos y la fijación de estándares, muchos de ellos basados en los desarrollos del derecho internacional.

No existe consenso sobre los conceptos de las diversas denominaciones a que hace referencia el “derecho ambiental”, entendido en uno de sus componentes como “derecho a un ambiente sano o adecuado”. Actualmente la legislación busca proteger el ambiente no sólo por aspectos éticos o ambientales y ecosistémicos (por sus cualidades intrínsecas70) sino también, y muy especialmente, como condición que asegura el logro de fines como la protección de la vida, la salud y la calidad de vida de los seres humanos y otras especies, a pesar que en los contextos nacional e internacional sigan teniendo un gran peso los factores económicos, comerciales y productivos. En este sentido, Jordano Fraga (1995: 147) considera que desde un punto de vista ambiental las razones de la protección deberían ser ambientales, pero desde un punto de vista pragmático depende en buena medida del interés económico o la rentabilidad de la protección. Para este autor, los resultados de dotar de personalidad jurídica al ambiente o a algunos de sus elementos son más que dudosos, ya que no siempre el medio más efectivo de protección es el de atribuir derechos. Aun así, para este autor, la protección del ambiente en sí mismo comienza a penetrar el ordenamiento en el sentido de que las ideas de protección de la biodiversidad o de solidaridad intergeneracional “no sólo atienden a consideraciones utilitaristas sino que podrían significar el reconocimiento de la necesidad de proteger un valor no disponible (el ambiente no tanto en cuanto sujeto de derechos, sino más bien en cuanto res communis omnium extra commercium)”. En esta tesis defendemos los derechos ambientales tanto de los seres humanos como de otros seres, incluyendo ecosistemas y el ambiente en general.

Ante la amplia dispersión conceptual en la noción de ambiente, Serrano Moreno (1998: 72-73; 1992: 26) considera necesario clarificarlo, teniendo en cuenta que, por una parte, las distintas ramas de la ciencia lo han matizado desde sus particulares perspectivas, y por otra, que la crisis ambiental, al permitir el desarrollo de nuevos conocimientos para abordarlo, ha generado extensas zonas fronterizas con “lo ambiental”71, situación que a su vez genera mayor complejidad72 y hace más difícil la diferenciación de este subsistema con el resto del ordenamiento73.

En este sentido podrán darse interpretaciones restrictivas y menos restrictivas del derecho ambiental74 y los derechos ambientales. Así, por ejemplo, Martín Mateo (1991: 81) es partidario de no hacerlo equivalente a “derecho ecológico”, por considerar que se estaría remitiendo a una comprensión excesivamente amplia de esta rama del ordenamiento porque, según sus palabras, “una cosa es que efectivamente el derecho ambiental responda a consideraciones ecológicas, y otra, el que deba aglutinar, sometiendo a un tratamiento relativamente unitario, todos los sectores de normas que en definitiva trascienden a las relaciones del hombre con la naturaleza”. En nuestra opinión, el profesor de Alicante parte de una concepción restringida del “ambiente”, al definirlo como el conjunto de elementos naturales (el agua y el aire) objeto de protección jurídica, caracterizados por su titularidad común y dinamismo, excluyendo al suelo (1991: 86); consideramos por tanto que esta propuesta es reduccionista al identificarlo con unos cuantos elementos naturales; hace referencia más a un derecho de los recursos naturales que al “ambiente” como integralidad. De manera similar se expresa Pérez Luño (1999: 454), quien considera que el “derecho al medio ambiente adecuado” no puede concebirse más que como “una aspiración o meta”, asimilando en algunas ocasiones este derecho a “calidad de vida”.

Entre los obstáculos para una formulación adecuada del concepto de ambiente está la pluralidad de planos o sectores del conocimiento desde el cual ha sido abordado y la indefinición que persiste junto con la dispersión normativa y sectorial75. De todas formas, para Serrano Moreno, (1998: 73, 215), el derecho ambiental es hoy “un sistema de normas determinadas por la expectativa y presión social hacia un ambiente adecuado y, simultáneamente, un registro de saber histórico, propio de la dogmática jurídica”. Por su parte, en el caso colombiano, y a pesar de contener las limitaciones propias de una legislación sectorial de los años setenta, su Código de Recursos Naturales y de protección ambiental adoptando los principios de la Convención de Estocolmo 72, consagró el ambiente como “patrimonio común”, necesario para la supervivencia y el desarrollo económico y social, junto con el deber del Estado y los particulares de participar en su preservación y manejo.

No podemos dejar de lado la evolución del concepto de ambiente, desde las formulaciones de Darwin (1859) y Haeckel (1869)76 en el siglo XIX (“conjunto de elementos que rodean a un ser vivo”, “la vida es un sistema móvil de relaciones vitales en el que están implicados todos los organismos”), hasta las contemporáneas del siglo XX expresadas por Vernadsky (1926) en las que se entiende el ambiente como biosfera y los nuevos conocimientos sobre los ecosistemas y las culturas que los habitan. Desde esta perspectiva, para Serrano Moreno (1992: 28-42), el derecho ambiental puede entenderse como “el sistema de normas, instituciones, prácticas e ideologías jurídicas eventualmente útiles para la tutela del equilibrio de los ecosistemas”, en el que la noción de ecosistema sirve “para la introducción y descomposición del sistema jurídico” al clarificar el debate doctrinal sobre el objeto de esta clase de derecho, es decir, regular las conductas de los seres humanos consigo mismo, con los ecosistemas y con los otros y otras; permite un alto grado de flexibilidad metodológica en el sentido que la dogmática del derecho ambiental podrá hacer aproximaciones macro (como la Tierra o la Biosfera) o particulares (como a cada uno de los ecosistemas o bienes ambientales (naturales y culturales); hace posible comprender mejor el diagnóstico de la crisis ambiental (en el sentido de que desde el punto de vista de la vida, todo se halla interrelacionado); posibilita la comparación (que no generalización) entre sistema jurídico y ecosistemas, admitiendo la necesidad de nuevas categorías jurídicas para tutelar diversa clase de intereses, tanto públicos como privados, colectivos o individuales, más o menos difusos, cuantificables, precisables o concretos.

 

Por su parte, en el estudio de Jordano Fraga (1995: 94) se pueden precisar dos categorías para la definición de ambiente: el análisis teleológico-funcional, en el cual el derecho ambiental sería el referido al “medio ambiente”, el “derecho del medio ambiente”, es decir, el derecho para su protección77, y un análisis estructuralista y jurídico-constitucional que “encuentra su razón de ser en constituir la articulación jurídico-positiva del derecho a disfrutar de un medio adecuado al desarrollo de la persona”; por tanto, el derecho ambiental termina siendo, para este autor, algo más que un grupo normativo, convirtiéndose en una rama horizontal del ordenamiento en formación (1995: 196). En tal sentido, el ambiente es un bien jurídico colectivo (aunque individualizable en el derecho a un ambiente adecuado), constitucionalizado (o sea, consagrado en el más alto nivel para su protección y promoción) y formado por diferentes elementos interactuantes que lo componen; por tanto, el ambiente es objeto de un derecho y un deber constitucionalmente consagrados en el artículo 45 CE, pero también es materia de competencia de las administraciones públicas. Para este autor, del examen de los preceptos constitucionales se extrae un concepto de “medio ambiente” amplio, “pero con contornos precisos [incluyendo] al hombre, a los restantes seres vivos, la flora y la fauna; a los elementos naturales de ‘titularidad común’ que hacen posible la vida: el suelo, el agua y el aire; a procesos resultantes de la interacción entre dichos elementos y los seres vivos, como el paisaje y el clima; y, por último, el medio humano o construido formado por los distintos bienes materiales y el patrimonio histórico artístico”.

De otra parte, y en su distinción de derechos a prestaciones del Estado, Alexy (1997: 428-429) precisa que el derecho fundamental ambiental ha sido ampliamente controvertido, especialmente por tratarse de un conjunto de posiciones que apuntan algunas veces a prestaciones fácticas y en otras a prestaciones normativas. En tal sentido, un derecho humano ambiental en ocasiones ha sido clasificado dentro de los derechos sociales, pero, según Alexy, este derecho posee una estructura de carácter distinto, por ejemplo a los derechos sociales como el “derecho a la prestación de asistencia social”, el cual es esencialmente un derecho a una prestación fáctica. Este derecho ambiental correspondería, en palabras de este autor, a un “derecho fundamental como un todo”, y como tal estaría constituido por un “grupo” de posiciones de tipos diferentes, entre las cuales cabrían, en primer lugar, un derecho a que el estado omita determinadas intervenciones en el ambiente (derecho de defensa); en segundo lugar, un derecho a que el Estado proteja al titular del derecho fundamental frente a las intervenciones de terceros que dañan el ambiente (derecho a protección); en tercer lugar, un derecho a que el Estado permita participar al titular del derecho en procedimientos clave para la protección del ambiente (derecho a la participación en los procedimientos de regulación ambiental), y por último, un derecho a que el Estado tome medidas concretas tendientes a mejorar el ambiente (derecho a una prestación fáctica), pudiéndose formular tanto como derechos prima facie como derechos definitivos.

La doctrina que caracteriza el “derecho a un ambiente adecuado” como derecho fundamental no está muy generalizada, dándose contadas excepciones como Jordano Fraga (1995: 488), quien considera que este derecho es fundamental, en contravía de lo expresado por la jurisprudencia constitucional española, la cual, según él, más que negar el carácter de derecho fundamental, lo que niega es la garantía de reserva de Ley orgánica a otros derechos constitucionales; en igual sentido precisa que por su carácter bifronte, la titularidad del derecho a disfrutar de un ambiente adecuado radica en cabeza del individuo y del colectivo78. Este autor es de la opinión (la cual compartimos) que el derecho a un ambiente adecuado es un derecho fundamental que goza de la protección refleja a través del recurso de amparo dirigido a la tutela de otros derechos como la vida, o que ha sido desarrollado por la jurisprudencia constitucional colombiana en el sentido de que es un derecho fundamental por conexidad con otros derechos fundamentales (particularmente la vida y la salud), ya que su no protección o vulneración pondría en peligro estos dos derechos fundamentales.

Son muchos los temas no resueltos por una visión de los derechos ambientales en sentido restrictivo, y los pequeños adelantos a nivel constitucional y legislativo en ocasiones han sido “frenados” por la misma doctrina y la jurisprudencia, impidiendo un verdadero desarrollo de las posibilidades en un derecho que, como éste, sirva para la protección efectiva de los derechos de los asociados. Al día de hoy, no se precisa una visión globalizadora sino sectorial con prevalencia de intereses y derechos referidos principalmente a las libertades, autorizaciones o ausencia de límites en las actividades económicas y con mecanismos ambientales de participación y de legitimación procesal bastante limitados en el caso español, y abundantes –aunque no siempre efectivos– en el caso colombiano, así como carencias en las regulaciones sobre el daño ambiental.

De otra parte, en la mayoría de las Constituciones Políticas anteriores a la Cumbre de Estocolmo de 1972 no existe consagración expresa del “principio”, “fin”, “derecho” o “deber” de proteger el ambiente sano o adecuado, situación que ha originado un papel importante por parte de la jurisprudencia y la doctrina, como en el caso colombiano, las cuales han venido construyendo la protección del mismo. Desde comienzos de la década de los años setenta, como enunciábamos antes, se inicia un proceso para elevar a categoría legal estos postulados, y es en la década de los años ochenta y noventa que el ambiente es constitucionalizado.

En España como en Colombia, el “derecho a un ambiente adecuado o sano” tiene consagración constitucional desde 1978 en el primer caso, y desde 1991 en el segundo79. De la misma manera, la protección del ambiente aparece en la Constitución como uno de los elementos integrantes de la “calidad de vida”, como un elemento indispensable aunque no único. El concepto de ambiente no es igual al concepto de calidad de vida, dado que el ambiente (sano o adecuado) es el presupuesto material de la calidad de vida, es decir, de las condiciones físicas y psíquicas indispensables para el libre desarrollo de la persona. En la Constitución colombiana, la consecución de la “calidad de vida” de los asociados es, además, uno de los fines del Estado social de derecho80.

La consagración constitucional del “derecho al ambiente sano o adecuado” también representa la tensión entre “desarrollo” y “protección ambiental”, reflejada en la multiplicidad de situaciones en las que es imposible o muy difícil su coexistencia, a pesar de las medidas tecnológicas o económicas que se empleen, ya sea internalizando los costos o formulando la adopción de un modelo de desarrollo distinto81. Esta tensión se hace más evidente no sólo, como expresa Jordano Fraga (1995: 112), a la hora de tomar decisiones sobre la explotación de bienes naturales y culturales en áreas de especial importancia ecosistémica, sino porque de entrada, en la propia formulación constitucional prima la “constitución económica y empresarial de la propiedad privada” sobre la “constitución ambiental de los bienes públicos”.

En este sentido, no debemos olvidar que la práctica política de los movimientos ambientalistas y ecologistas desde sus comienzos han estado interesados en que sus reclamos y reivindicaciones sean traducidos a la consagración, protección y efectividad de los nuevos derechos ambientales, los cuales han sido llevados a normas legales y, en el último período, a mandatos constitucionales, pero como expresa Dobson (2002: 174), tales avances institucionales formales no son siempre traducibles a cambios sustanciales, en particular, por el desplazamiento de los centros de poder real desde las “instituciones públicas” hacia las privadas o “no políticas”, a su vez legitimados por discursos centrados en la manida distinción dicotómica entre “lo privado” y “lo público”82.

Respecto a la constitucionalización del derecho al ambiente sano o adecuado para el desarrollo de la persona, un sector de la doctrina española, entre los que se cuentan Atienza83, Martín Mateo y López Menudo84, niega que el “derecho al ambiente adecuado” sea un derecho subjetivo, con el argumento que la situación jurídica de una persona respecto al ambiente es un interés difuso, que se caracteriza por la imprecisión subjetiva, objetiva y formal, los cuales son tutelados mediante mecanismos como el Ministerio Fiscal, Defensoría del Pueblo o las acciones populares. Nos apartamos de esta posición porque consideramos que se recurre a una interpretación excesivamente restrictiva del derecho, asimilándolo a la existencia de una garantía constitucional como el amparo o la tutela; es decir, identifican derecho subjetivo con derecho fundamental, y éste por contar con una garantía constitucional. Entre quienes afirman que el “derecho a un medio ambiente adecuado” es un derecho subjetivo se encuentran Pérez Luño, Prieto Sanchís, Serrano Moreno85 y Pomed Sánchez. Con este último coincidimos en su afirmación sobre que negar la calificación de derecho subjetivo conduciría a resultados difícilmente deseables como llegar a sostener que para la existencia de un auténtico “derecho subjetivo a un ambiente adecuado” sea preciso que el legislador redunde en una proclamación general ya sancionada por la CE86.

De otra parte, para Serrano Moreno (1998: 85), los derechos ambientales deben ser vistos como derechos a la participación ciudadana en materia ambiental, pues son la traducción jurídica más realista de las posturas éticas del “antropocentrismo débil”, necesitando medios más adecuados para su defensa, dado que las obligaciones y responsabilidades ambientales pueden derivarse no sólo de acciones u omisiones de los poderes públicos, sino también y esencialmente de los particulares. Por su parte, la tesis de Jordano Fraga (1995: 480) es bastante razonable al formular diversos motivos por los cuales el derecho al ambiente adecuado es un derecho subjetivo: interpretación literal, remisión a pactos y declaraciones internacionales y remisión al artículo 53,3 CE distinguiendo derechos de sólo principios87.

 

En los últimos años se introducen nuevas concepciones sobre la propiedad y su función ambiental (social y ecosistémica), así como las diversas formas de ingreso y restricción al acceso y uso de los recursos, elementos y bienes ambientales (naturales y sociales), incluso de aquellas actividades que han llevado a apropiarse o a destruir la naturaleza y sus diversos elementos de forma violenta, en particular las guerras internacionales88 y los conflictos internos, incluido el papel de actividades ilícitas que conducen a grandes cambios y movilidad en el tráfico jurídico sobre la propiedad y los intercambios. De igual manera, se confronta el papel de las nuevas biotecnologías, las cuales, convertidas en el nuevo poder, empiezan a inquietar a la sociedad; de una parte, porque sus consecuencias y efectos para la salud humana y la de los ecosistemas no se toman en cuenta y, por otra, ante el incremento de la dependencia, tanto de los pequeños agricultores del Tercer Mundo como de los “consumidores” de todo el mundo, frente a los nuevos mandatos de empresas transnacionales cada vez más poderosas y por fuera del marco del control democrático. Tanto a nivel nacional como externo se hace más generalizada la crisis ambiental, y se incrementa el riesgo de futuras pero previsibles catástrofes ambientales, así como las expropiaciones y desplazamientos ambientales directa o indirectamente motivados por el proceso económico del modelo de desarrollo hegemónico89.

Por otra parte, la tradición jurídica colombiana en materia ambiental (como en muchos otros subsistemas del ordenamiento) ha apelado casi siempre en derecho comparado a los sistemas y ordenamientos jurídicos desarrollados por la “cultura de Occidente” de tradición romano-germánica, francesa o anglosajona, descuidando los aportes importantes que comunidades tradicionales90 (pueblos indígenas y afros, comunidades raizales y campesinas) podrían hacer sobre una visión que tenga en cuenta el “derecho comparado interno”91, tarea que estaría en marcada en los principios consagrados por la Constitución Política de 1991, la cual establece como uno de los ejes organizadores del Estado social de derecho el reconocimiento y la protección de la diversidad étnica y cultural, situación que implica el compromiso estatal para hacerlo efectivo y traducirlo en acciones concretas a favor de sociedades en amplia desventaja respecto de la sociedad “mayoritaria”.

El quehacer inmediato nos invita a construir condiciones adecuadas para la formulación de una normatividad ambiental que, recogiendo principios, derechos, deberes, instituciones, sistemas, disciplinas, diálogos interculturales de haberes y saberes, permitan responder a los retos de una sociedad responsable, con límites hoy, tanto para con los que nos sucederán en el tiempo y en el espacio como los que hoy no pueden y no tienen posibilidades de acceso a los derechos. He aquí el objetivo y fin de los “derechos ambientales”: superar la reglamentación puramente privatística y monetaria de una Constitución formalmente ambiental o ecológica pero materialmente individualista propietaria, por la introducción de unas prácticas que eviten las irreversibilidades y preserven el abanico de opciones futuras, tendiendo a la generalización de consensos y destinada a tener en cuenta los diversos puntos de vista de múltiples actores, mediante el control democrático y la discusión pública, partiendo del reconocimiento del otro y lo otro.

Parafraseando a Santos (2003) en su referencia a la práctica de los derechos humanos y el cosmopolitismo92, los derechos ambientales cumplirían entonces “la tarea central de la política emancipadora de nuestro tiempo”, para una transformación en la conceptualización y en la práctica de los derechos humanos, del localismo globalizado del capital a un proyecto ambiental cos mopolita. Tal concepción emancipadora debe contribuir y propender por el empoderamiento de aquellos que, aun a costa de sus propias vidas, recurren a estrategias de supervivencia étnica y cultural no atentatorias del equilibrio.