Camino al ejercicio profesional

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Ambas, White y Pullen, coincidieron en la observación respecto de la situación de sus colegas en Argentina. Consideraron que la enfermería se encontraba en un estado de retraso respecto al desarrollo que la profesión había adquirido, que esto estaba vinculado a la escasa calificación de sus colegas y a que no había en Argentina “verdaderas escuelas de enfermeras”. Afirmaron que su entrenamiento necesitaba un “dramático ajuste y modificación de sus programas” y “un salto de cincuenta años hacia delante”, ya que tal como se encontraban las enfermeras mantenían condiciones similares a la de sus pares británicas y norteamericanas anteriores a la segunda mitad del siglo XIX (Pullen, 1940, p. 49). Se referían a la pobre organización académica en las escuelas, a lo poco aggiornados que estaban los programas de formación y el tipo de tareas que las estudiantes ejercían. Se referían, también, a la multiplicidad de tareas de escasa complejidad técnica que las enfermeras realizaban, que en muchos casos consideraban ocupaciones más propias de mucamas que de nurses, y al tipo de instrucción que se exigía, pues resultaba frecuente que muchas de las enfermeras en ejercicio nunca hubieran pasado por las aulas ni por las salas de instrucción (White, 1941, p. 666).

Por otro lado, coincidían en la orientación que la enfermería debía tener, sensiblemente diferente al modelo de enfermera “de hospital” –arraigado en las grandes ciudades de Argentina– y más preparada para enfrentar tareas de orden sanitario. Como la misión Parsons señalaba, las profesionales diplomadas en las instituciones educativas modernas debían ejercer en poco tiempo los roles de visitadoras de higiene (de Castro y Faria, 2009, p. 87). Consideraban al centro de salud como propalador de prácticas preventivas y confiaban y auguraban a sus colegas un rol fundamental en ese sentido. Incluso, afirmaban que cuando el porcentaje de pobreza y de analfabetismo, y los problemas sanitarios eran elevados, la enfermera de salud pública era más importante que la del hospital (Pullen, 1935, p. 149). Eran mujeres capacitadas que manejaban un lenguaje donde la prevención, la profilaxis y la salud pública eran claves de abordaje profesional. En esa concepción, las nurses bien preparadas eran un “factor de ventaja” a la hora de conocer la situación sanitaria de la población y las primeras en entrar al hogar pobre, en tener contacto con la madre humilde y con las familias obreras (Rothweiler, White, y Geitgey, 1954, pp. 17-18). Se trataba de piezas necesarias para los Estados que se interesaran por las condiciones de su población.

White y Pullen acordaban un modo específico de organizar la educación de la profesión. Consideraban óptimo que fuera en escuelas a cargo de enfermeras, con salas de aplicación y demostración en hospital, con preferencia en hospitales universitarios, es decir, el modelo de hospital-escuela. La proximidad a la universidad era una garantía de calidad y amplitud de los conocimientos, de modo tal que otorgaba mayores posibilidades a las futuras nurses que serían “misioneras de la salud” (Ibíd., p. 17), más allá de las salas, y se adecuaba a una preparación amplia, científica y capaz de atender los problemas de la comunidad que luego recibiría sus servicios (Pullen, 1935, p. 160).

La planificación del desarrollo de la profesión y sus límites

En este punto es interesante establecer relaciones conceptuales entre las observadoras extranjeras y las versiones locales sobre la situación, pues mucho de lo afirmado por las enfermeras visitantes mantuvo coincidencias con la evaluación que agentes del propio gremio de enfermeras realizaba en Buenos Aires a fines de la década del 30 y en particular en los primeros años de la siguiente; y sostiene líneas de continuidad con los proyectos que hubo para la reforma de las escuelas de formación de enfermeras. En general, se trató de enfermeras con roles de dirección en las instituciones porteñas más desarrolladas, como la escuela Cecilia Grierson dependiente del municipio porteño, la de la Conservación de la Fe o la dependiente del Instituto de Medicina Experimental de la UBA. La pertenencia al sistema educativo y sus lugares de dirección les permitió la circulación en congresos y reuniones científicas, que seguramente aceitaron los mecanismos de conocimiento e intercambio con otras experiencias de la región. Algunas de ellas habían sido comisionadas por organismos internacionales para conocer la organización del gremio y la educación que sus pares recibían en diversas ciudades de la región. Al mismo tiempo, tomaron contacto con las excepciones locales como la experiencia de la UNL (Rosario-Santa Fe) y la más remota de Tartagal (Salta). El conjunto de experiencias no solo les permitió una mirada más crítica acerca de la situación local; también les otorgó formar un criterio respecto de la educación, la administración y la gestión de la educación de sus pares a escala nacional.

Quien mejor expresa el desarrollo de esos nuevos criterios y, al mismo tiempo, es un eslabón conceptual entre los años previos al peronismo y la gestión en salud a partir de 1946, es María Elena Ramos Mejía, directora de la Escuela municipal de la ciudad de Buenos Aires, y luego miembro –junto con Hercilla Rodríguez Brizuela– de la Comisión de Cultura Sanitaria, que introdujo cambios en la educación de sus pares, durante la administración de Ramón Carrillo en la Secretaría de Salud Pública y luego en el Ministerio de Salud Pública (1946-1949/1949-1954).

Sobre un diagnóstico similar respecto del “retraso” en el gremio de enfermeras y desde la consideración de que una sociedad compleja demandaba algo más que el cuidado sobre los cuerpos enfermos, se expresó un proyecto de formación que se esbozó en el Primer Congreso Panamericano de Enfermería en Santiago de Chile durante el año 1942. El modelo de enseñanza se proponía para responder a las necesidades de la sociedad en su conjunto a través de la “enfermera sanitaria” –o de salubridad como se la mencionó en algunos casos–, capaz de entrar en el hospital y en la maternidad, pero también en la fábrica, en los hogares modestos y en las escuelas. Una profesional que pudiera aliviar el padecimiento, pero también enseñar, aconsejar y conducir una “obra social de magnitud” (Ramos Mejía, 1942, p. 116). Muchas veces esas versiones locales de la profesión se definían como sinónimo de una experta capaz de actuar frente a enfermedades concretas y en las campañas de lucha contra enfermedades “sociales”, como la tuberculosis o las enfermedades venéreas. Eran enfermeras visitadoras y no siempre estaba claro si se trataba de un nuevo perfil profesional o de una especialización de la profesión (Bruno, 1942, p. 12). Hacia la década de 1940, esto resultó más claro, y el perfil de la ocupación se definió con mayor precisión, se centró en ampliar la formación para garantizar la actuación en el hospital y fuera de él, no en uno u otro. La capacitación integral y amplia de las agentes era lo relevante y no tanto el territorio de acción.

Una enfermería a la altura de las necesidades de la comunidad no solo implicaba modificar los criterios de instrucción, también significaba una relación diferente con el Estado que debía reconocer, coordinar y reglamentar la profesión a fin de normalizar una situación no siempre clara para diplomadas y no diplomadas. Igualmente importante era el financiamiento y la autonomía de la educación que –en principio– debía quedar bajo la total autoridad de las enfermeras instructoras y directoras de las instituciones; y con las garantías de financiamiento estatal.

Una particularidad del proyecto local para la modernización de la profesión fue la educación básica y homogénea para todas las escuelas de enfermeras. Esto suponía un ciclo de instrucción general unificado de tres años que diera cuenta de las especialidades; y una renovación curricular que incorporara asuntos como “legislación social”, “higiene social”, “deontología”, “educación sanitaria”; y, más adelante, “organización sanitaria del país”, entre otros. Todo esto implicaba un compromiso del Estado dispuesto a cumplir con un rol de control de las instituciones, fiscalizador y garante de la credencialización de los agentes de la profesión (Ramos Mejía, 1947) (Torres de Noceti, 1942) (Ramos Mejía, 1942) (Bruno, 1942).

Sin duda, era una clara ruptura respecto de lo vigente: un cuerpo profesional de escasa formación como lo habían demostrado los exámenes de 1935; una convivencia entre diplomadas y no diplomadas como el propio Estado porteño reconoció; un Estado escurridizo en materia de reconocimiento profesional y financiero; y un paradigma de educación basado en lo curativo, fragmentado y al arbitrio de cada institución.

Los nuevos criterios adquirieron mayor dimensión y posibilidad en los años siguientes, cuando se desarrollaron propuestas concretas de formación curricular y un mayor compromiso del Estado con el asunto, durante los primeros años de la experiencia peronista. A través de la Comisión de Cultura Sanitaria (CCS), una comisión asesora de la Secretaría de Salud Pública de la Nación y creada ex profeso, la renovación de la enfermería profesional tuvo su primera posibilidad real de concreción con la creación de los cursos para instructoras y la posterior Escuela Modelo de Enfermería de Salud Pública. La CCS fue la primera instancia real de coordinación de la educación de las enfermeras a nivel nacional que se propuso modificar la educación de sus agentes de manera drástica.

En el seno de la CCS, hubo algunos asuntos rectores que se ubicaron en línea con lo que Ramos Mejía y algunas de sus colegas planteaban desde hacía unos años atrás: en primer lugar, unificar la educación de las enfermeras bajo un nuevo plan de estudios para todas las instituciones; en segundo lugar, regularizar la situación de las escuelas existentes –identificar las que podían alcanzar los nuevos objetivos y absorber las que no– y crear nuevas escuelas de carácter universitario en diferentes regiones del país que se adaptaran a los nuevos planes; finalmente, en tercer lugar, crear un ente fiscalizador en la órbita estatal para controlar la educación en enfermería, habilitar escuelas y credencializar a sus agentes. El resultado de las tareas de la comisión expresará buena parte de los problemas que la enfermería atravesaba desde hacía dos décadas y de las posibilidades reales de modificación del curso de la situación.

 

El primero de los asuntos –unificar y reformar los planes de estudio– logró resolverse parcialmente. La CCS se apoyó en el currículum de la Escuela de la UNL, pero mantuvo coincidencias con el programa ya existente en la Escuela municipal Cecilia Grierson dirigida por Ramos Mejía; definió un nuevo plan de tres años de duración con un perfil menos inclinado a lo estrictamente curativo, aunque con un tronco clínico y anátomo-fisiológico nutrido, varias especialidades (ginecología, puericultura, niños, etc.) y el desarrollo de aspectos sanitarios en varias asignaturas teóricas y prácticas. El programa de enseñanza planteado en la práctica sufrió modificaciones, aunque mantuvo el perfil que la comisión diseñó. A la hora de definir ese plan de estudios, la comisión giró a diferentes universidades del país (La Plata, UBA y Córdoba, entre otras) la propuesta basada en el plan de la UNL, con el objetivo de recibir comentarios y al mismo tiempo sugerir la implementación de un nuevo esquema en el futuro. En este punto se verificó temprano que la reforma que la comisión planteaba tenía pocas posibilidades a la hora de extenderla a toda la nación, pues la fragmentación era mayor a la esperada y la posibilidad de unificar situaciones tan diferentes era poco probable en el corto plazo.

En este sentido, la segunda cuestión tratada largamente por la CCS alrededor de la unificación, fue poco exitosa. Era el objetivo menos alcanzable y los hechos lo demostraron imposible. Las universidades, en ese momento intervenidas, fueron poco colaborativas con la comisión. La CCS inició una serie de gestiones para promover en las diferentes provincias la implementación de nuevos planes de estudio, pero tampoco logró efectividad en ese punto. Al mismo tiempo, propuso en varios casos que las escuelas mejor calificadas absorbieran a las que no lo estaban y no lograrían estarlo. En general, se solicitó a los hospitales universitarios que tenían cursos de enfermería que adoptaran el plan de estudios propuesto desde la CCS e integraran a las escuelas periféricas. Esto tuvo poco alcance. Tal es así que la comisión evaluó como infructuosa esa vía y optó por la unificación gradual, algo que no sucedería y que tampoco estuvo entre las ideas del ministro de Salud, como pudo verse luego (Argentina, Secretaría de Salud Pública de la Nación, 1947, p. 6).

La comisión planteaba un objetivo ambicioso para acompañar la planificación sanitaria del país y el próximo plan quinquenal (1946-1952), formar al menos 20.000 enfermeras. Para esto debió implementar una estrategia de corto plazo y realista que consistió en la creación de una nueva escuela que resultara “modelo”, o de “efecto demostración”, para todo el país, por un lado; y por otro, reconoció algunas de las escuelas ya existentes, como la del Hospital Británico, la municipal Cecilia Grierson y las numerosas escuelas de la Cruz Roja. Con el objetivo de elevar exponencialmente el número de enfermeras y, al mismo tiempo, calificar la profesión, la CCS descartó algunas de sus iniciativas principales luego de un año de estudio de la situación, entre ellas la propagación rápida de escuelas universitarias en varias provincias del país.

En ese contexto, una parte importante del éxito de las tareas de la comisión dependería del desarrollo de la Escuela Modelo a cargo de la Secretaría de Salud Pública. La legión de enfermeras que la organización sanitaria del país necesitaba dependía de ella. Una parte importante de las tareas de la comisión estuvo centrada en su desarrollo y diseño; para esto no solo contó con el plan de estudios que había formulado en base al existente en la UNL y a los desarrollados años antes por María Elena Ramos Mejía, también recurrió a la colaboración de profesionales extranjeras de origen chileno, país que experimentaba un sostenido proceso de profesionalización desde la década anterior (Zárate Campos, 2017). Sofía Erhenberg de Pincheira, de la Escuela de la Universidad de Chile y con experiencia en la organización de otras escuelas en la región, becada por la RF y luego consultora de organismos internacionales de salud, colaboró con la CCS y con el primer curso de instructoras en 1947. Las clases de Pincheira se realizaron en barrios periféricos de la capital y fueron consideradas como las “clases prácticas” de enfermería sanitaria (Argentina, Comisión de Cultura Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública, 1946, f. 35).

En febrero de 1947, la comisión logró poner en marcha la nueva escuela que en su primera etapa dictó un curso de tres meses al que se unieron mujeres que ya se desempeñaban en la enfermería y que en muchos casos eran conocidas por los miembros de la comisión. Se inscribieron al curso 172 mujeres, ingresaron 50 y se graduaron como instructoras 42 (Argentina, Secretaría de Salud Pública, 1947, f. 200).

A los pocos meses del curso inaugural, en junio de 1947, se inició el primer curso regular de la carrera de Enfermería de la nueva escuela, que tendría tres años de duración; allí se pudo observar la continuidad de algunas dificultades detectadas por la comisión y por la Secretaría de Salud Pública. La primera etapa estuvo bajo la dirección de María Elena Ramos Mejía y contó con la colaboración de varias enfermeras que ejercieron como instructoras6. El objetivo inicial era reclutar 30 mujeres para el primer año y 75 durante los primeros tres años de funcionamiento de la nueva institución. Esas mujeres serían las “sanitaristas” y “replicadoras” de ese nuevo perfil. En el primer llamado se inscribieron 16 alumnas, pero en menos de un mes abandonaron siete alumnas, en el quinto mes se retiraron otras dos; promovieron a segundo año siete alumnas en total. En los años siguientes, la situación se mantuvo y el número de interesadas estuvo alejado de las metas de la comisión y de la Escuela; en 1948 llegaron a finalizar el primer año de la escuela 18 mujeres; ese número se repitió en 1949; en 1950 ese número fue de 22 alumnas, 14 en 1951, 21 en 19527. El nivel de respuesta de las convocadas a estudiar enfermería anticipó las dificultades que se mantenían a la hora de calificar el personal y de dotar al país de una legión de mujeres educadas y capaces de atender las necesidades sanitarias de la nación.

Posiblemente, las dificultades que algunas de las nuevas enfermeras e instructoras tuvieron para insertase rápido en el mercado laboral, jugaron en contra de las iniciativas de la CCS. Las integrantes del primer curso de instructoras iniciado en 1947, tuvieron la expectativa de un nombramiento y contratación posterior, es decir, un puesto de trabajo luego de terminada la etapa de instrucción que la Secretaría ofrecía. Este problema recurrente, la modalidad de contratación de las auxiliares y la estabilidad laboral, la Secretaría de Salud Pública no lo resolvió con claridad, al menos durante los primeros años de gestión. Al finalizar el curso, las graduadas estuvieron en una situación de incertidumbre y fueron liberadas a “obrar de acuerdo a su interés personal” (Argentina, Comisión de Cultura Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública, 1946, f. 26); esto significaba volver a sus lugares de trabajo original. Esta situación, finalmente y por insistencia de la comisión, se resolvió favorablemente para algunas instructoras, creándose el cargo de Instructora de Enfermería con varias atribuciones que permitieron que algunas de ellas formaran parte del cuerpo regular de la Escuela Modelo y otras se incorporaran a la planta de la Secretaría en funciones específicas y vinculadas a la enseñanza de la enfermería sanitaria (Argentina, Secretaría de Salud Pública, Dirección general del personal, 1947, f. 48).

La Escuela Modelo fue la principal estrategia de la CCS para asegurar una dotación de profesionales calificadas y acordes con los planes de salud del gobierno peronista, pero sus límites indicaron la necesidad de apelar a otras alternativas. Se estimuló a mujeres de profesiones consideradas “afines”, como las maestras normales, a inclinarse por la enfermería para mejorar su situación dentro del escalafón docente. Pero, sin duda, una situación urgente para la comisión fue resolver la coexistencia de personal “empírico” –sin diploma– con personal calificado. En ese orden, la Comisión de Cultura Sanitaria propuso alternativas. Desde la nueva instancia ejecutiva se fijó la necesidad de evitar la práctica de tolerar “empíricas” y se propuso suspender la normativa que posibilitaba “habilitar” a quienes ejercían la enfermería sin título previo. Se trató de algo de difícil cumplimiento pues, periódicamente, se reconocía mediante recursos administrativos el legítimo ejercicio de la enfermería a quienes ya la estaban ejerciendo, aunque no tuvieran estudios previos (Argentina, Secretaría de Salud Pública, 1946, ff. 2, 5 y 6). Finalmente, lo que se impuso fue la validación de las no tituladas mediante exámenes especiales, una práctica que se extendió durante los años siguientes y que resultó, en algunos casos, más flexible y benévola de lo que proponían sus objetivos iniciales.

Comentarios finales

Enfermeras y parteras compartieron un escenario muy similar, que sufrió transformaciones entre los años de la década del 30 y el 40; sin embargo, sus lugares y posiciones fueron muy diferentes. En el mismo sentido fueron sus alternativas y decisiones tanto colectivas como individuales.

El mayor interés o preocupación por las condiciones del parto y nacimiento, o del binomio madre-niño, no jugó en un solo sentido para las parteras y obstétricas. El encumbramiento de la obstetricia ya había generado algunos cambios en la profesión: por un lado, las reconoció y calificó pero, por otro lado, recortó algunas de sus funciones y cambió los términos de la “sociedad” con los médicos que en adelante ya no sería tan beneficiosa. Pero la institucionalización de los partos señaló un sentido para la profesión que resultó muy complejo para las parteras tradicionales, pues el perfil profesional que alentaban y en el que se reconocían distaba mucho del propuesto. Las parteras aspiraban al parto privado, es decir, en el hogar o en las casas de partos propias, mantuvieron su interés por ese modo de ejercer la profesión y se ampararon en que una parte no despreciable de las mujeres las seguía requiriendo. Por otro lado, las condiciones de trabajo que el Estado proponía eran poco tentadoras. En definitiva, observaron a la institución como una competencia desleal y la mayoría de las demandas colectivas fueron en ese sentido. La tendencia a la cobertura universal en la década de 1940 terminaría por desestimar cualquier posibilidad de parto privado y los nuevos gremios de parteras los supieron visualizar a diferencia de sus predecesoras. En todo caso, en las nuevas condiciones, la partera u obstétrica tuvo un lugar dentro del sistema de atención de la salud, aunque no siempre fue el que sus tradicionales hacederas anhelaban.

La misma expansión del sistema de cobertura de la salud señaló un escenario en principio promisorio para la enfermería. Por un lado, definió y dio curso a una situación que descalificaba la tarea y la puso entre las preocupaciones de la gestión en salud. El objetivo de crear “legiones” de enfermeras permitía visualizar la magnitud de la ausencia de personal en el rubro. Lo que a fines de la década de 1930 y durante los primeros años de 1940 parecía no tener alternativas, tuvo mejores perspectivas a partir de 1946. Por otro lado, la nueva coyuntura permitió dar continuidad y tornear con una forma más tangible y definida una serie de ideas y concepciones sobre la profesión que estaban disponibles desde hacía varios años atrás. La persistencia de algunas profesionales locales y, sobre todo, sus vínculos con la comunidad internacional –evidentes, pero no del todo expresos–, tuvieron efectos concretos en los años de la década del 40. En esa clave se puede seguir el desarrollo de algunas profesionales que tuvieron inserción en el aparato del Estado y en el diseño de políticas públicas. Queda aún pendiente indagar más sobre las vinculaciones entre agentes locales y las agencias internacionales que se interesaron por el tema en la región, y en íntima relación con esto avanzar un poco más sobre las experiencias concretas fuera de las grandes capitales.

 

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1 En la ciudad de Buenos Aires, durante la década de 1930, se atendía a parturientas en los hospitales José María Ramos Mejía (ex San Roque), Guillermo Rawson, Carlos Durand, Teodoro Álvarez, Parmenio Piñero, Juan Fernández, Ignacio Pirovano, Torcuato de Alvear, Juan Salaberry, Cosme Argerich, José María Penna, Enrique Tornú y Francisco Muñiz. La ciudad destinaba 1.158 camas a las especialidades de ginecología y maternidad sobre las 5.961 que tenía (casi el 20 %) y 24 salas sobre las 178 totales.

2 La AON es la primera organización asociativa de parteras u obstétricas en Argentina. Se creó en el año 1901; en 1903 comenzó a publicar la Revista de la Asociación Obstétrica Nacional, que se editó hasta 1917. Se trata de una organización profesional que tuvo activa actuación en las primeras décadas del siglo XX y que promovió la calificación y legitimación de la partería.

3 En el Censo del Personal Administrativo y Obrero de la Ciudad de Buenos Aires de 1926, se declararon “parteras” 55 empleadas del municipio, pero solo 39 de ellas ejercían esa profesión para la ciudad.

4 Fue el caso de Hercilla Rodríguez Brizuela de la Escuela de la Orden de la Conservación de la Fe y luego instructora del primer curso de Instructoras de Enfermería Sanitaria en 1947 y miembro de la Comisión de Higiene Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública.

5 La primera directora de la Escuela fue la propia Ethel Parsons; luego de terminada la misión en 1931, la dirección quedó en manos de una enfermera brasileña, Rachel Haddock Lobo, y como tercera en la línea jerárquica figuraba Bertha Pullen, que ejerció ese lugar entre 1928 y 1931. Lobo falleció en 1933 y en 1934 Pullen volvió a Brasil para asumir la dirección de la escuela hasta 1938.

6 Primero Hercilla Rodríguez Brizuela, luego se sumaron para los cursos regulares María Teresa Molina, Amelia D’Aste, Juana Colmeiro, Lidia Rodríguez, María Celia Prieto, Eileen Lilian Boyle y la Srta. Lagos. Las últimas fueron alumnas del curso de instructoras que la Secretaría de Salud Pública dictó a través de la Comisión de Cultura Sanitaria entre febrero y abril de 1947.