Camino al ejercicio profesional

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Las salas de maternidad terminaron por imponerse en el criterio de atención. El desarrollo de ellas en los hospitales porteños fue de especial relevancia para que se incorporaran a la cotidianidad de la obstetricia técnicas de incumbencia médica y para expandir esas atribuciones. Las salas de hospital eran el lugar para desarrollar e incorporar métodos y modalidades como los dispositivos mecánicos para facilitar el parto, camas especiales, algunos cabestrillos que facilitaban el esfuerzo de las mujeres en la etapa expulsiva y técnicas ya conocidas, pero poco frecuentadas para acelerar el parto artificial. Los hospitales eran los lugares donde se ponían a prueba muchas de las nuevas técnicas y los espacios preferidos por los maestros de obstetricia para incorporarlas y difundirlas. La institución lograría instalarse como un lugar seguro y con capacidad de dar respuesta a diferentes situaciones que se podían producir alrededor del parto, como un espacio con recursos técnicos y humanos suficientes y calificados para resolver de manera eficiente cualquier situación del parto. Esta noción colaboró a fijar la idea que circulaba entre algunos obstetras acerca de que el parto exclusivamente fisiológico no era necesariamente el más frecuente, pues el parto normal o “rigurosamente fisiológico” se consideraba casi imposible, por lo que la mano del médico era inevitable y la institucionalización, forzosa (Berutti, 1933, p. 417).

A pesar de que en muchos sentidos el discurso médico acerca de la higiene y la medicalización del parto había sido exitoso dentro del gremio de las parteras, eso no resultó una razón suficiente para que mantuvieran un lugar más acomodado y gravitante en la atención de los nacimientos. Las parteras, en particular las enroladas en la Asociación Obstétrica Nacional que habían abrazado las indicaciones de la medicina moderna y que lograron establecer una suerte de sociedad con los médicos, principales voceros de las novedades científicas y cada vez más reconocidos por sus pacientes, solían demostrar su incómoda posición. Por un lado, afirmaban que seguían disputando el parto con falsas parteras o falsas diplomadas, un fenómeno que se extendió hasta muy avanzada la década del 40; por otro, compartían con sus colegas obstetras una parte importante de sus clientes. A esto se agregaban el crecimiento de las salas de maternidad y maternidades en la ciudad y la positiva recepción de las mujeres a parir en el hospital.

El gremio de las parteras visualizó la situación y no tardó en advertir que la competencia era cada vez más desigual y que sus posibilidades laborales se achicaban. Buscaron modos compensatorios que pudieran garantizar el trabajo de sus pares y demandaron que el Estado se retirara de ciertas áreas de atención. Entre las primeras estrategias, el gremio intentó definir una regla capaz de garantizarles o reservarles a sus colegas la exclusividad de una parte de la atención de los partos que les permitiera continuar su trabajo “por la libre”, es decir, a quienes ejercían el oficio de modo privado en el mercado del parto. Desde mediados de los años 20 y en varias oportunidades con posterioridad, solicitaron a las autoridades porteñas, a la Asistencia Pública y a las autoridades de la Facultad de Medicina, que impidieran a las colegas contratadas por las maternidades atender partos privados. De este modo, intentaban eliminar una parte de la competencia dentro del propio rubro, entre parteras. La requisitoria de la AON fue rechazada por el municipio porteño y durante toda la década del 20 el gremio de parteras insistió sobre este asunto sin éxito. Los argumentos en contra afirmaban que las contratadas por el municipio tenían exiguos salarios y no podía prohibírseles trabajar fuera del hospital (Asociación Obstétrica Nacional (AON), 1922, ff. 131 a 135).

En la visión de las parteras agremiadas, las colegas contratadas por las maternidades gozaban de beneficios extras: tenían un salario fijo y estable y contaban con casa y comida, pues eran internas del hospital y residían allí gran parte de la semana. Este sistema se superponía con otra práctica muy usual en los hospitales porteños, que consistía en contratar personal que se definía como “agregado” para completar las necesidades de la institución, pues no siempre alcanzaba con una o dos parteras internas, para cumplir con la regular demanda de una maternidad de la ciudad. Según el censo municipal de 1926, los hospitales porteños en su conjunto empleaban de manera asalariada a 23 parteras, pero mantenían contratadas a 16 parteras más, a las que se les pagaba por cada parto atendido. Estas eran “agregadas” a los hospitales o parteras que asistían a mujeres fuera de la institución, en el domicilio3 (Argentina, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1928, pp. 99-110). En los años posteriores, esta situación se agravó y la contratación de parteras agregadas se extendió de diversas maneras, para cumplir con la atención en domicilio, como complemento en las salas de maternidad y afectadas a otras funciones del servicio social de los hospitales. Por otro lado, las instituciones podían apelar a las alumnas de obstetricia de la Facultad de Medicina como practicantes y ayudantes en las salas; esto aliviaba el trabajo y las finanzas del hospital.

Nuevos perfiles y nuevas estrategias

El esquema de atención del parto que se impuso entre los años 20 y los 40 modificó la actuación de las parteras en términos materiales y simbólicos y con esto, las estrategias que disponía el gremio para sostener la actividad. A principios del período, el menú de opciones había tenido entre sus fórmulas exigir a las autoridades algún mecanismo regulatorio que alcanzara a las beneficiadas por contratos con las maternidades o que limitara la cobertura del Estado sobre los casos que los y las miembros del gremio pudieran cubrir “por la libre”. Subsistía una idea entre las parteras, inviable, acerca de la posibilidad de ser las únicas legítimas hacedoras de los partos normales y celebrados en “público”, es decir, la atención realizada a la clientela particular que las contrataba. Una vez institucionalizados los nacimientos, las parteras organizadas a través de la AON no buscaron en los hospitales y maternidades mejores posiciones y espacios dentro de la obstetricia, sino que, por el contrario, mantuvieron la expectativa acerca de mantenerse en su posición de parteras libres como de profesionales liberales de modo similar al de los colegas médicos.

Las parteras, que con frecuencia habían sido el nexo entre la madre y el médico, se encontraban ahora en la situación contraria: dependían en mucho de la recomendación de los profesionales para ingresar a la escena del parto. En la década del 40, tenían de un lado los hospitales y maternidades, y del otro, la recomendación de sus antiguos socios:

Es ya costumbre que se ha arraigado mucho, y muy observada en miles y miles de casos, que muchos profesionales aconsejen al público de la clase media y buena internarse en los hospitales, recomendando muchísimas personas que estarían dispuestas a tener en su hogar una competente partera; pero tras el consejo del facultativo de confianza, desisten de esa idea y se internan en un sanatorio o en una maternidad, privándose así de la asistencia domiciliaria y de la consiguiente intervención de ellos mismos en caso necesario, privándonos de muchos partos. Es necesario que el médico sea nuestro amigo, nuestro protector y nos ayude a conquistar la confianza del público y no a alejarnos, como lo están haciendo (de Cenícola, 1939, p. 15).

Insistir en replantear la relación con sus antiguos socios era una estrategia que permite más de una lectura. Por un lado, era producto residual de un vínculo tradicional que médicos y parteras habían sostenido por varias décadas y que tuvo momentos de beneficio mutuo. Por otro lado, resultaba de las posibilidades concretas y efectivas de las parteras, que tenían a los médicos como los interlocutores más cercanos. En la ciudad de Buenos Aires el escenario de la atención de la salud se había ampliado: existían instituciones de diferente tipo de nivel y gestión y algunas formas de prestación de la salud de tipo privado o empresarial. Los interlocutores para el gremio de parteras tendían a ampliarse y se ampliarían aún más en los años siguientes, y la capacidad de reacción de los organismos de representación no siempre era rápida. Además, en el diálogo con el Estado los resultados no habían sido favorables; a pesar de la continuidad de los reclamos, las parteras mantenían cierto nivel de inestabilidad laboral, no tenían puestos asegurados en los espacios estatales de atención y la relación contractual con las instituciones no era clara ni uniforme.

Otras razones de orden específico alentaron a las parteras a insistir en recuperar los espacios que tradicionalmente habían ocupado. En primer lugar, las parteras seguían observando un nicho disponible en la ciudad que les permitía especular con recuperar su lugar como las parteras de las clases medias y acomodadas, que preferían parir en la privacidad del hogar. En ese sector resistente al hospital pretendieron instalarse con la mayor exclusividad posible, apelando a su tradicional rol de haber sido las primeras agentes de confianza de la mujer encinta, aunque ahora con la intermediación del médico obstetra. En segundo lugar, las parteras agremiadas continuaban considerándose, por sobre todo, profesionales liberales capaces de ofrecer su trabajo de manera libre.

Sin embargo, en la década del 40, el perfil de la partera independiente ya no podía ser el horizonte de la mayoría de ellas, y dentro del gremio se desarrolló una percepción crítica del cambio en varias dimensiones, que decantó en nuevas expresiones asociativas con un perfil gremial definido. Con más claridad que en los momentos previos a los reclamos por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, se sumaron las reivindicaciones del oficio y de su jerarquización. Esto era factible sobre todo en la ciudad de Buenos Aires pues, como las propias parteras reconocían, allí el desarrollo de las maternidades había sido sostenido y se convertía en la fuente de trabajo principal para muchas de ellas. Por otra parte, era donde se verificaban de manera palpable los cambios en la organización del trabajo para atender el parto, ya que en las instituciones el rol de las parteras tal como había sido previsto por la obstetricia, subordinado a las directivas médicas, era una realidad cotidiana.

 

Las demandas específicas por las condiciones de trabajo que las parteras de las maternidades municipales sufrían, se multiplicaron. Los reclamos puntuales se centraron en el problema de las ad honorem y del exceso de horas de trabajo, y en las guardias demasiado extensas (Svetliza, 1940, pp. 19-20). El intendente porteño, el Concejo Deliberante e incluso el Congreso de la Nación fueron los interlocutores elegidos por las parteras. Existían regulaciones muy laxas respecto de los horarios de trabajo y de las guardias, que podían ser de más de 24 horas. Esto comprometía el trabajo externo al hospital que las trabajadoras pudieran ofrecer y, por primera vez, las parteras se compararon con otras mujeres a la hora de exigir mejores condiciones para su labor; se afirmaron mediante la invocación de los derechos que las obreras tenían: jornadas de trabajo limitadas, sábado inglés, feriados y fines de semana (Ibíd., p. 20).

Por otro lado, el perfil de las parteras se había diversificado y despuntaba una nueva generación, integrada por mujeres jóvenes recientemente graduadas que ocupaban lugares en los hospitales y maternidades, y que no estaban igualmente interesadas o no habían tenido las mismas posibilidades que sus antecesoras en la atención privada. Las parteras más tradicionales mantenían una mirada suspicaz sobre estas jóvenes que ocupaban lugares en los hospitales como agregadas o ad honorem. Finalmente, se generó una situación de enfrentamiento y las parteras de los hospitales pusieron en cuestión la capacidad de sus colegas, adjudicaron a los partos provenientes de “la ciudad”, es decir, a los iniciados y/o atendidos fuera del hospital, los principales índices de distocias (Casas, 1942, p. 2). Se trató de una cuestión que no alcanzó mayores dimensiones y fue resuelta rápidamente por la dirigencia del gremio, pero fue un signo notable de la diversificación de intereses entre las obstétricas. Nuevas maneras de ejercer la profesión tendían a imponerse y cualquier organización que pretendiera unificar la representación de las parteras debía tener en cuenta una variedad de situaciones que no estaban instaladas entre las tradicionales reivindicaciones del colectivo.

En la década del 40 surgieron cuestiones nuevas. Al trabajo en los hospitales municipales se agregó el que clínicas y sanatorios de gestión privada o filantrópica podían ofrecer. Esto representaba un escenario diferente donde “una moda” se imponía y habilitaba a que enfermeras y ayudantes no diplomadas ni habilitadas participaran de los nacimientos como colaboradoras de los médicos. En algunos casos, esto no era del todo nuevo: las instituciones altamente jerarquizadas tenían esta práctica, pero conforme la presión por la atención de los partos en instituciones aumentó y la diversidad de la gestión creció, esto resultaba más frecuente. Esa situación se agravaba en tanto las autoridades del área de salud no fijaban honorarios ni aranceles, algo frecuente hasta mediados de la década de 1940 para varios gremios de la salud. Por otro lado, resultaba cada vez más evidente que ya no era el Estado porteño el único interlocutor con el cual terciar para obtener mejores condiciones de trabajo, y eso exigía nuevas estrategias, entre ellas sumarse a otras organizaciones profesionales que disputaban medidas similares, como las asociaciones de médicos que lideraban esos reclamos y negociaciones (Ibíd., p. 2).

Una percepción diferente del trabajo de partear con raigambre en las condiciones laborales desmejoradas, en nuevos escenarios y frente a modos de parir y de asistir los diferentes partos, logró amalgamarse dentro de las organizaciones representativas de las obstétricas, que finalmente consiguieron establecer una serie de objetivos y reivindicaciones capaces de contener al universo ampliado de la profesión. Al promediar la década del 40, las parteras presentaron a la Secretaría de Trabajo y Previsión un petitorio extendido de sus reivindicaciones, donde lograron unificar las demandas laborales y las relativas al reconocimiento del oficio. Los diez puntos presentados pueden agruparse en tres dimensiones: la primera se refería al reconocimiento de la partería como una actividad más dentro de las artes del curar con incumbencias propias y exclusivas; la segunda tenía por asunto principal la regulación de la relación entre parteras y otros oficios, y la tercera, el mejoramiento de las condiciones laborales.

El primer aspecto era muy preciso y recuperaba una demanda más o menos explícita entre las parteras profesionales desde al menos principios del siglo XX. Las parteras solicitaban ser reconocidas en las mismas condiciones que otras tareas universitarias, es decir, mantener la autonomía de su actividad con independencia de otras profesiones y de este modo alcanzar las mismas prerrogativas que otras ocupaciones liberales. Esto significaba atender partos y a embarazadas sin la necesidad de derivación ni recomendación intermedia; poder ejercer medidas terapéuticas y de diagnóstico, y llevar adelante el ciclo completo del embarazo y el parto. En esas condiciones, las obstétricas se reservaban para sí la totalidad de los partos normales y de aquellos que pudieran producirse en el sector público y de manera privada. Para las maternidades debía reservarse la atención de las mujeres más pobres.

En la segunda dimensión o aspecto, más que en otros momentos, las obstétricas explicitaban el problema no formalizado, pero evidente de la subordinación de su intervención a las recomendaciones del médico. Tanto en el ámbito de la clientela privada como en la atención institucional, la intervención médica se había vuelto un problema latente, y de ello podían depender su trabajo y su autoridad sobre los asuntos del parto. Entre los médicos estaba asentada la noción de que la atención de las embarazadas por parteras solo era necesaria en el último trimestre del embarazo y en las etapas que consideraban más trabajosas del parto. Las parteras no ignoraban la importancia que los obstetras y médicos tenían sobre las nociones de lo seguro y conveniente en la arena de la salud en general, y en la década del 40 no encontraron otra alternativa que separar las esferas de incumbencias. Compartir o trabajar asociadamente con otros profesionales ya no era una alternativa que pudieran considerar viable ni conveniente. Un poco más allá fueron sobre la relación con los colegas obstetras, y solicitaron que el Estado reglamentara y controlara la atención de las mujeres embarazadas cuando era realizada por un médico. Apelaron a una fórmula que la AON había esbozado hacía varias décadas: la atención a las embarazadas siempre debía implicar la presencia de la obstétrica, incluso cuando estuviera a cargo un médico. En esta dirección, las parteras esperaban que el Estado colaborara para regular la relación de su actividad y todas aquellas que pudieran tener incumbencia entre las embarazadas, los partos y las puérperas.

Finalmente, el tercer aspecto, vinculado a las condiciones laborales, era muy claro. Los planteos de las obstétricas se referían a conseguir estabilidad en los cargos rentados, un escalafón dentro de los hospitales que fijara los salarios y límites a las jornadas laborales. A esto agregaban el pedido de regulaciones específicas para la jubilación de las colegas y medidas que aseguraran que las instituciones abonaran una cápita por los partos transferidos. Solía suceder que las intervenciones de las parteras iniciadas fuera del hospital y luego transferidas por motivos urgentes luego no fueran reconocidas ni abonadas.

A la luz del resultado definitivo, los reclamos de las parteras parecen no haber tenido repercusión en las autoridades; sin embargo, en una primera etapa obtuvieron gravitación y una parte de ellos llegaron a figurar en el primer decreto integral de reglamentación de las profesiones y oficios médicos, de 1944, que derogaba la antigua ley de 1877 (La Obstétrica Argentina, 1944). Ese decreto reconocía el trabajo independiente de las parteras en sus propios locales y para “atender mujeres en estado de embarazo, parto y puerperio normales”; además, sostenía que las embarazadas podían ser atendidas solo por parteras si se encontraban en el último trimestre. Esto cumplía parcialmente con una parte de los reclamos del gremio respecto de las condiciones para ejercer el oficio. Pero era fundamental que en el texto de la norma se consignara que las parteras, como los médicos, dentistas y otras ocupaciones de la medicina y de las “ramas auxiliares”, se matricularan con los mismos requisitos, es decir, con la acreditación de la carrera universitaria pertinente.

Esto último fue, sin duda, algo que las parteras celebraron, pues las colocaba en una escala menos asimétrica que la que en ese momento tenían. Si bien la regulación que hasta entonces las asistía las consideraba habilitadas para trabajar en las mismas condiciones, ser graduadas universitarias, la práctica en los últimos años les había demostrado que la diplomación no les garantizaba iguales condiciones que a los obstetras frente a las responsabilidades del parto. Su legitimidad se había erosionado junto con sus perspectivas de trabajar en la mayoría de los partos.

El posicionamiento de las obstétricas se reforzó con otras medidas estipuladas en el decreto, que les permitían realizar algunas técnicas terapéuticas muy específicas que hasta entonces estaban en una suerte de limbo legal, como corregir la posición del feto en situaciones muy particulares; practicar cateterismos y punción de membranas (rasgar la bolsa cuando era pertinente para facilitar el parto); colaborar con la expulsión cuando la posición del feto era normal, y seccionar y ligar el cordón umbilical, entre otras prácticas usuales. De manera mucho más limitada a urgencias o a situaciones críticas, se accedió a que las parteras practicaran episiotomías, ya difundidas desde fines de la década del 30 y consideradas propias del parto normal; suturas, y versiones externas. Quedó absolutamente prohibido que las parteras procedieran a “desalojar el huevo del útero”, es decir, terminar abortos en curso, o procedieran a realizar “raspajes”, reducir miembros, realizar versiones internas con feto vivo e inducir el alumbramiento artificial de la placenta o de los anexos. Todas estas operaciones eran frecuentes en partos que no podían considerarse siempre distócicos, pero tampoco obedecían al desarrollo fisiológico estrictamente normal.

Todo esto fue muy bien recibido dentro del gremio de las parteras, pues consideraban que la legitimación de sus actos llevaba a la posibilidad de mantener o recuperar su rol dentro del arte de partear y, en definitiva, venía a concretar algunas de las demandas históricas por el reconocimiento de su tarea. Pero, lamentablemente para las parteras, el decreto tuvo muy corto alcance y fue reemplazado al año siguiente por la ley Nº 22.212, que regulaba el ejercicio de la medicina, la odontología y las actividades auxiliares, pero excluía a las obstétricas, con lo que las colocaba en un limbo legal y frente a la desprotección laboral. La ley arbitraba fundamentalmente la relación entre los profesionales de la medicina y las instituciones de salud, pero las parteras no habían sido incluidas en esa legislación. El revés fue vivido como un “retroceso moral y material para todos los profesionales universitarios” (Asociación Argentina de Protección Recíproca, 1946, ff. 17-18) y fue casi definitivo para el gremio, que en adelante se concentró en conquistar mejoras en el orden del trabajo de sus socias a partir de su capacidad de negociación directa con las autoridades sanitarias y titubeó entre mantener la representación de las obstétricas de manera independiente y sumarse a otras organizaciones gremiales de mayor envergadura que fueran capaces de incorporar sus demandas.

La enfermería y las enfermeras en una coyuntura crítica

La situación de la enfermería en la década de 1930 expresó problemas de un orden diferente al de las parteras y obstétricas. Se trataba de una tarea poco reconocida, su calificación estaba permanentemente puesta en duda y el interés del Estado no la puso el tema entre sus prioridades. En estas condiciones, la profesión no lograba reclutar candidatas suficientes para mantener un mínimo de diplomadas calificadas y se reproducía un “círculo poco virtuoso”, que consistía en un déficit permanente de enfermeras diplomadas que alentaba a flexibilizar las exigencias de las instituciones y del Estado a la hora de contratar personal. En los hospitales porteños era frecuente que frente a la exigüidad de recursos para rentar de manera permanente “personal auxiliar” se facilitaran las prácticas ad honorem o con cargos “suplentes” o como “agregadas”, de personas que aspiraban a una contratación en algún momento. Todo esto alentaba la convivencia de diplomadas y no diplomadas dentro de las salas de hospital y reforzaba la tendencia a la desprofesionalización de la tarea y a su descalificación. Esto iba a contrapelo de las preocupaciones que el Estado porteño expresaba en relación a la salud de la población y señalaba un problema al interior de las profesiones médicas en relación a la educación adecuada del personal para las tareas “auxiliares de la medicina” (Belmartino, 1988, p. 43). La formación, la necesidad de aumentar la dotación de personal y las condiciones del ejercicio de la profesión, caracterizaron la situación de la enfermería.

 

La capacitación de recursos humanos, como la enfermería, había experimentado momentos muy particulares que podrían definirse como impulsos calificadores, muchas veces ligados a la iniciativa individual de algunas figuras y vinculadas a las necesidades institucionales de asilos y hospitales (Martin, 2010). Los primeros años del siglo XX fue uno de esos momentos, pero en la década del 30 las escuelas y los modelos de capacitación en enfermería estaban agotados y obsoletos; y el perfil profesional era cada vez menos calificado para las necesidades del sistema de atención. Las pruebas tomadas en 1935 por la Asistencia Pública fueron testimonio claro de esa situación y de las preocupaciones de los funcionarios públicos del área por el asunto.

En ese escenario se pueden ubicar diferentes voces que describieron el estado de situación. Entre las más calificadas se situaron enfermeras que habían alcanzado una posición destacada en la profesión, dirigiendo escuelas o capacitando a sus futuras pares y que, en algunas oportunidades, lograron ser interlocutoras de los funcionarios estatales y de los médicos. Por otro lado, sobresalió la singular observación de algunas enfermeras extranjeras que tuvieron oportunidad de conocer acerca del asunto en Argentina y en Buenos Aires, en particular.

Entre las últimas, se ubican las enfermeras norteamericanas que tuvieron posibilidad de tomar contacto con las escuelas de la región. La presencia de profesionales de origen norteamericano en la región, muchas veces se encuentra vinculada a la presencia de la Rockefeller Fundation (RF) y su impulso a la formación de enfermeras a través de las misiones de Cooperación Técnica de su departamento internacional. Uno de los primeros casos es el uruguayo, pero el más desarrollado ha sido el caso de Brasil a partir de 1923 y luego de la reforma sanitaria de Carlos Chagas que dirigió entre 1919 y 1926 las políticas sanitarias de ese país (Cueto y Palmer, 2015). La Misión Parsons –como se la conoció en Brasil por el nombre de Ethel Parsons, la enfermera que lideró la cooperación–, desarrolló bajo la dirección del Departamento Nacional de Salud Pública, la Escuela Anne Nery para la enseñanza de la enfermería en Río de Janeiro (de Castro y Faria, 2009, pp. 86-87).

La RF tuvo estrategias concretas en educación y formación de médicos y enfermeras, sobre todo a través de becas a EE.UU. y Canadá, con el fin de promover una suerte de “efecto demostración” y formulación de “modelos de enseñanza” capaces de difundirse en las regiones donde operaban por lo menos hasta mediados de la década de 1940. Varios autores han señalado que este tipo de campañas y tareas desarrolladas por la RF han tendido a ser de “ida y vuelta”, es decir, de cooperación, con los profesionales locales (Cueto y Palmer, 2015, p. 109) y que es necesario estudiarlas de manera específica y desde América Latina para no concluir que se trató de formas de “colonización de cuerpos y mentes”, como se ha interpretado para otras regiones y para avanzar en concepciones no esquemáticas que permitan observar su funcionamiento y su relación con el aparato estatal (de Castro y Faria, 2009, p. 77) (Lina Rodrigues de Faria, 2002, p. 566).

Algunos de los aspectos salientes de la Misión Parsons destacaban la necesidad de una enfermería integrada y conocedora de las necesidades reales de la comunidad, la formación de enfermeras capaces de atender a esas necesidades dentro y fuera del hospital, una educación sólida en términos técnicos bajo la modalidad de hospital-escuela; y un compromiso financiero del Estado con la creación de cuerpos profesionales de este tipo. A todo esto se sumó la fuerte presencia de las enfermeras profesionales como conductoras de este proceso a través de la independencia financiera y funcional dentro de las escuelas-hospitales (Pullen, 1935, p. 147). Varios de estos asuntos son parte de las ideas vigentes en el Consejo Internacional de Nurses desde la década de 1920, espacio de circulación de varias de las regentes y directoras de la Escuela de Río de Janeiro.

En Argentina no se han registrado campañas de la envergadura que tuvieron las desarrolladas en Río de Janeiro, aunque la RF apoyó investigaciones en el campo de la fisiología en varios momentos, realizó donaciones a proyectos concretos en el área de la enfermería y becó enfermeras para que se capacitaran en EE.UU.4. Sin embargo, pueden identificarse algunas líneas de coincidencia en lo que respecta a los modelos de formación profesional que advierten sobre el riesgo de descartar de plano la influencia de las misiones mencionadas y permiten pensar una circulación de ideas en torno a la formación de las enfermeras que se hace más evidente durante fines de la década de 1930 y principios de la siguiente.

En este sentido, las visitantes extranjeras adquieren relevancia. Una de ellas fue Bertha L. Pullen, una enfermera norteamericana que dirigió durante dos períodos la mencionada Escuela de Río de Janeiro. Pullen sucedió a la primera directora brasileña de la Escuela Anne Nery, por circunstancias muy particulares, y ejerció ese cargo hasta el año 19385. Luego de esa estancia tuvo la posibilidad de conocer Buenos Aires en el mismo año que culminó su gestión en la escuela brasileña y visitó las escuelas porteñas.

Otra de las visitantes y observadoras calificadas fue Jean Martin White, matrona regente de la Escuela de Nurses de la Universidad del Litoral en Rosario (UNL). White llegó a Rosario para instalarse en el Hospital del Bicentenario y organizar la escuela universitaria de enfermeras. La experiencia se inició en 1939; la escuela se inauguró en febrero del año siguiente, bajo el impulso de las reformas del Ministerio de Salud Pública y Trabajo durante la gestión de Abelardo Yrigoyen Freire; se interrumpió en 1943, aunque poco tiempo después fue retomada ya sin la presencia de White. A diferencia de lo sucedido en Río de Janeiro, no se trató de una misión técnica de cooperación, pero contó con el apoyo de la RF a través de donaciones especiales destinadas a la escuela de nurses y a otros proyectos de investigación desarrollados en el Hospital del Bicentenario, dependiente de la UNL.