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Aquel sonido profundo se convirtió, definitivamente, en algo compuesto según entrábamos en el pozo. Yo estuve mucho tiempo en la India como bien saben, por lo que pensaba que era terriblemente parecido a una especie de ceremonia oriental, con sonar de tambores y cánticos de incontables voces. Romero y yo, sin vacilar, cruzábamos túneles y bajábamos escaleras, dirigiéndonos todo el tiempo hacia aquello que nos atraía aunque con cierta resistencia y presos de un cierto temor. En algún momento creí haber perdido la razón... fue cuando me di cuenta de que el camino estaba iluminado sin hacer uso de lámparas ni velas, entonces descubrí con asombro, que en mi dedo el viejo anillo resplandecía con una gran radiación, iluminando todo con su pálido brillo a través del aire húmedo y pesado en el que estábamos inmersos.

Sin previo aviso, tras bajar por una de las abundantes y rústicas escaleras, Romero echó a correr dejándome solo. Una nueva y extraña nota en aquellos cánticos y redobles, la cual era muy sutilmente perceptible solo para mí, lo habían impulsado a hacerlo. Lanzando un grito salvaje, Juan entró en las tinieblas de la caverna totalmente a ciegas. Yo escuché que me gritaba repetidamente, delante de mí, mientras trastabillaba torpemente en los sitios nivelados y bajaba con cierta locura las desvencijadas escaleras. Me encontraba aterrado, sin embargo, aún poseía la suficiente cordura como para notar que su habla, cuando estaba articulada, no se parecía a nada que yo conociera. Duros e impresionantes polisílabos habían suplantado a la acostumbrada mezcla de mal español y peor inglés, y de ellos solo me resultaba algo familiar el “Huitzilopotchli”, frecuentemente repetido por Romero. Más tarde, pude ubicar la palabra entre los trabajos de un gran historiador y al establecer las asociaciones, me estremecí.

Al llegar a la última caverna de aquel periplo, comenzó el complejo y breve final de aquella espantosa noche. De la oscuridad, que estaba inmediatamente frente a mí, surgió un último grito del mejicano, acompañado por un coro de terribles sonidos que yo no podría escuchar nuevamente y seguir con vida. Era como si en ese instante todos los terrores y monstruosidades ocultas de la tierra hubieran cobrado vida en un esfuerzo por aplastar a la humanidad. Al mismo tiempo, la luz de mi anillo se apagó y pude ver el resplandor de una nueva luz que se originaba en algún espacio inferior, aunque solo se hallaba a unos metros delante de mí. Había alcanzado el abismo que ahora brillaba rojizo, y que, evidentemente, había atrapado al infeliz Romero.

Cautelosamente, me asomé al borde de aquel precipicio que ninguna sonda alcanzaba a medir y que ahora era un pandemónium de fuego y llamas que saltaban rugiendo espantosamente. Al principio, solo distinguí el turbulento hervidero de luminosidad, pero luego vi algunas sombras, todas muy, muy lejanas que comenzaron a dibujarse entre la confusión y pude ver... eso... ¿eso era Juan Romero?... ¡Pero, Dios mío! ¡no tengo valor para decir lo que vi! Un poder celestial vino en mi ayuda y ocultó las imágenes y los sonidos en una especie de explosión, como la que debe escucharse cuando dos planetas chocan en el espacio y la paz de la inconsciencia me fue otorgada cuando se desató el caos.

No tengo idea de cómo continuar, ya que se sucedieron unas situaciones muy particulares, pero debo intentar llegar hasta el final sin tratar de diferenciar lo que fue real y lo que fue ilusión. Cuando desperté, estaba sano y salvo en mi barraca y el rojo resplandor del amanecer se divisaba desde la ventana. Más allá se encontraba sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Juan Romero, rodeado por un grupo de hombres entre los que estaba el médico del campamento. Hablaban de la muerte que le había sobrevenido al mejicano durante el sueño y que al parecer estaba conectada, de alguna manera, con el poderoso rayo que había alcanzado y estremecido a la montaña. No había causa visible de su muerte y la autopsia no arrojó ni una razón por la que Romero no estuviera vivo. Por algunas conversaciones me enteré que, sin duda alguna, ni Romero ni yo habíamos dejado el barracón en toda la noche y que nadie se había despertado cuando pasó la espantosa tormenta sobre la sierra Cactus. Esa tormenta había causado grandes derrumbes, dijeron los hombres que se habían aventurado hasta el pozo de la mina, que cegaron completamente el inmenso y profundo abismo que tanto malestar despertara el día anterior. Cuando pregunté al vigilante sobre qué sonidos habían precedido al poderoso trueno, mencionó a un coyote, un perro y el furioso viento de la montaña... nada más. Y yo, no tengo motivos para dudar de su palabra.

Cuando se reanudó el trabajo, el supervisor Arthur llamó a algunos hombres de toda su confianza para investigar algunas cosas en el lugar donde surgiera el abismo. Estos obedecieron y se hizo un profundo sondeo, aunque sin gran entusiasmo. Los resultados fueron bastante curiosos. El techo del abismo no era grueso de ningún modo, tal como se comprobó cuando este se abrió, sin embargo, ahora los taladros de los investigadores se toparon con lo que parecía ser una inmensa extensión de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el supervisor abandonó esos tanteos, aunque a veces una mirada de perplejidad asomaba en su expresión cuando se encontraba meditando sentado en su mesa.

Hay otro hecho curioso. Al poco tiempo de haber despertado la mañana siguiente a la tormenta, descubrí la inexplicable falta del anillo hindú en mi dedo. Lo tenía en gran estima, sin embargo, experimenté una cierta sensación de alivio cuando desapareció. Si alguno de mis compañeros lo robó, fue bastante listo al librarse de él, ya que a pesar de los reclamos y de la búsqueda policial, el anillo no volvió a ser visto nunca más. Me enseñaron muchas cosas extrañas en la India, por lo que dudo que me fuera robado por manos mortales.

De cuando en cuando, mi opinión sobre toda esta historia cambia. A plena luz del día y en casi todas las estaciones me siento inclinado a pensar que todo fue un intenso sueño, pero a veces cuando es otoño y son las dos de la madrugada y cuando los vientos y los animales aúllan quejumbrosamente, siento desde una inconcebible profundidad el indicio de un rítmico batir... entonces pienso que la transición de Juan Romero fue algo terrible.

The Transition of Juan Romero: escrito en 1919 y publicado de manera póstuma 1944.

Más allá del muro del sueño17

Entonces, el sueño se desplegó ante mí.

Shakespeare.

Con frecuencia me pregunto si el común de los mortales se habrá detenido alguna vez a considerar la enorme importancia de algunos sueños, así como a reflexionar acerca del oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayoría de nuestras visiones nocturnas suelen resultar quizá poco más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias durante la vigilia —a pesar de Freud y su infantil simbolismo—, existen también algunos sueños cuyo carácter etéreo y poco mundano no permiten una interpretación ordinaria y cuyos efectos ligeramente excitantes, además de inquietantes, sugieren posibles miradas fugaces a una esfera de la existencia mental que no es menos importante que la vida física, aunque esté separada de esta por una barrera inaccesible. Mi experiencia no me permite dudar de que el ser humano, al perder su conciencia terrenal, se ve de hecho albergado en otra vida incorpórea, cuya naturaleza es diferente y está muy lejos de la existencia que conocemos y que, tras despertar, solo se conservan de ella los recuerdos más leves y difusos. De estas turbias y segmentadas memorias es mucho lo que podemos concluir, pero muy poco lo que se puede probar. Podemos suponer que en la vida que hay en nuestros sueños, la materia y la vida, tal como se conocen aquí en la tierra, no resultan necesariamente constantes, y que el tiempo y el espacio no existen, tal como lo entienden nuestros organismos al estar despiertos. A veces creo que nuestra verdadera existencia es esa vida menos material y que nuestra breve estadía sobre el planeta resulta en sí un hecho secundario o meramente virtual.

Fue una tarde del invierno de 1900 o 1901, tras despertar de un juvenil ensueño plagado de especulaciones de este tipo, cuando ingresó en la clínica psiquiátrica en la que yo trabajaba como interno un hombre cuyo caso me ha vuelto a la memoria una y otra vez. Según consta en el registro, su nombre era Joe Slater o Slaader y su apariencia era como la del típico habitante de la zona montañosa de Catskill. Era uno de esos personajes extraños y desagradables de los antiguos pobladores campesinos, cuyo asentamiento, durante tres siglos en ese lugar poco transitado de la montaña, los ha hundido en una especie de salvaje decadencia, en vez de avanzar a la par de sus iguales más afortunados asentados en distritos más poblados. Entre esa peculiar gente, que de manera precisa pertenecen a los decadentes miembros de la “basura blanca” del Sur, no existe ni moral ni ley y, seguramente, su nivel intelectual se encuentra por debajo del nivel de cualquier otro grupo de la población nativa americana.

Joe Slater, llegó a la institución bajo la cuidadosa vigilancia de cuatro policías del estado y fue descrito como de un carácter altamente peligroso, sin embargo, la primera vez que lo vi no dio muestras de tal peligrosidad. Mostraba una absurda apariencia de inofensiva estupidez debido a sus ojillos acuosos y somnolientos de color azul pálido; a su rala, desatendida y jamás afeitada barba amarillenta y a la apatía con que colgaba su grueso labio inferior, aunque estaba muy por encima de la talla media y era de constitución fornida. Su edad se desconocía, ya que entre su gente no existen ni registros familiares ni lazos estables, pero el cirujano lo inscribió como hombre de unos cuarenta años por su calvicie frontal y por el mal estado de su dentadura.

 

Supimos cuanto se había recopilado acerca de su caso por los documentos médicos y jurídicos. Este hombre, vagabundo, trampero y cazador, siempre había sido considerado un ser extraño a los ojos de sus básicos paisanos. Durante las noches, solía dormir más de lo normal, y al despertar acostumbraba a mencionar palabras desconocidas en una forma tan extraña que inspiraba miedo en los corazones de aquella gente carente de imaginación. No era solo que su forma de hablar era completamente diferente, ya que aquellas personas solo hablaban en la decadente jerga de su entorno, sino que el tono y el tenor de sus expresiones tenían un carácter de exótico y misterioso que nadie era capaz de escucharlas sin sentir rechazo. El mismo Slater se sentía tan aterrado y confuso como quienes lo escuchaban, pero una hora después de despertar ya había olvidado todo lo dicho, o aquello que lo había llevado a decirlo, regresando a la campestre, y más o menos amigable, normalidad del resto de los montañeses.

Al parecer, las aberraciones matutinas de Slater fueron aumentando en frecuencia e intensidad según envejecía, hasta que cerca de un mes antes de su ingreso en la clínica, un día cerca del mediodía ocurrió la terrible tragedia que hizo que fuera arrestado por parte de las autoridades. Tras un profundo sueño en el que se hallaba sumergido después de una borrachera de güisqui, la tarde del día anterior cerca de las cinco de la tarde, Slater se había levantado con gran brusquedad, lanzando aullidos tan terribles y ultraterrenos que atrajeron a varios vecinos hasta su cabaña... una inmunda pocilga donde habitaba con una familia tan poco presentable como él mismo. Lanzándose hacia la nieve, en el exterior de la cabaña, alzó los brazos y comenzó a dar una serie de saltos hacia el aire, al mismo tiempo que gritaba su decisión de alcanzar una “gran cabaña con resplandores en el techo, los muros y el suelo, y la sonora y extraña música de allá a lo lejos”. Cuando dos hombres de gran tamaño intentaron detenerlo, luchó con furia y con fuerza maníaca, gritando su deseo y necesidad de encontrar y matar al “ser que brilla, se estremece y ríe”. Finalmente, tras derribar con un súbito golpe a uno de quienes le sujetaban en ese momento, se lanzó sobre el otro con una demoníaca necesidad de sangre gritando de manera infernal que “saltaría alto en el aire y se abriría paso a sangre y fuego entre quienes trataran de detenerlo”. Entonces, familia y vecinos huyeron presas del pánico y, cuando regresaron algunos más valientes, Slater se había ido, dejando detrás de él una masa irreconocible del que fuera un hombre vivo una hora antes. Ningún montañés había tenido el valor de perseguirlo y seguramente hubieran recibido con agrado su muerte en el frío, pero cuando varios días más tarde escucharon sus gritos en un barranco lejano, comprendieron que se las había ingeniado para sobrevivir de alguna forma, y que era necesario detenerlo de una u otra manera. Entonces, formaron una patrulla armada de búsqueda que acabó convirtiéndose en pelotón del sheriff cuando uno de los, pocas veces bien recibidos, policías del estado descubrió por casualidad a los buscadores que fueron interrogados y que finalmente se unió a ellos.

El tercer día hallaron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol y fue llevado a la cárcel más cercana, donde médicos de Albany lo examinaron apenas recobró el sentido. Él les contó una historia muy simple. Dijo que había ido a dormir una tarde hacia el anochecer, después de ingerir grandes cantidades de alcohol, y que se había despertado para descubrirse de pie frente a su cabaña con las manos ensangrentadas y, en la nieve a sus pies, el cadáver mutilado de su vecino Peter Sladen. Horrorizado, huyó a los bosques haciendo un vano esfuerzo para escapar de la imagen de lo que debía tratarse de su propio crimen. Además de eso no parecía saber nada más y el experto examen de sus examinadores tampoco pudo aportar hechos adicionales. Esa noche Slater durmió tranquilo y despertó al día siguiente sin otros rasgos particulares que una pequeña alteración en el gesto. El doctor Barnard, que mantenía en observación a este paciente, creyó descubrir cierto brillo, con una cualidad peculiar, en sus ojos azul pálido y una real tirantez, aunque casi imperceptible, en los fláccidos labios, como de inteligente determinación. Pero cuando fue interrogado, Slater se refugió en el habitual vacío de los montañeses e insistía en lo que había dicho el día anterior.

Tres días después tuvo lugar el primero de los ataques mentales de Slater. Tras algunas señales de intranquilidad durante el sueño, el hombre estalló en un ataque tan espantoso que fue necesaria la fuerza combinada de cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los médicos escucharon con gran atención sus palabras, ya que su curiosidad era estimulada en alto grado por las sugestivas, aunque en su mayor parte contradictorias e incoherentes, historias de sus vecinos y familia. Slater deliró alrededor de unos quince minutos, hablando en su dialecto campesino acerca de grandes edificios de luz, océanos de espacio, músicas extrañas, sombrías montañas y valles. Pero sobre todo fue muy explícito acerca de una entidad misteriosa y brillante que se estremecía, reía y se burlaba de él. Esta extraña y vaga entidad, parecía haberle hecho un daño terrible, y su supremo y máximo deseo era matarla a manera de venganza triunfal. Decía que para lograrlo debía atravesar abismos de vacío, venciendo cuantos obstáculos se interpusieran a su paso. Su discurso era ese hasta que abruptamente guardó silencio. El fuego de la locura desapareció de sus ojos y con un turbio asombro vio a sus interrogadores y les preguntó por qué estaba inmovilizado. El doctor Barnard le retiró la camisa de fuerza y no se la colocó hasta la noche, cuando consiguió convencerlo de que la aceptara voluntariamente por su propio bien. Slater ya había admitido que, aunque no sabía por qué, a veces hablaba de forma muy extraña.

Otros dos ataques se desencadenaron en el transcurso de una semana, pero los doctores no pudieron aprender mucho de ellos. Ampliamente especularon sobre el origen de las visiones de Slater, ya que al no saber ni leer ni escribir y, aparentemente, no habiendo escuchado nunca leyendas o cuentos de hadas, su prodigiosa imaginación resultaba inexplicable. Quedaba especialmente de manifiesto que esta no procedía de ningún mito o leyenda, ya que aquel desdichado hombre se expresaba acerca de sí mismo tan solo en su simple lenguaje. Alucinaba sobre temas que no entendía y no podía interpretar, y sobre situaciones que pretendía haber experimentado, pero que no podía haber aprendido por medio de alguna narración coherente o normal. Pronto, los médicos decidieron que la clave del problema estaba en esos sueños anormales. Sueños tan vívidos que durante algunos lapsos de tiempo podían dominar por completo la mente despierta de este ser humano, que era básicamente inferior. Siguiendo las debidas formalidades, Slater fue enjuiciado por homicidio, fue absuelto debido a su locura y recluido en la institución donde yo prestaba mis modestos servicios.

Anteriormente, admití ser un incansable especulador acerca de la vida onírica, y eso puede dar una idea del nivel de impaciencia con que me arrojé al estudio del nuevo paciente apenas supe los hechos que rodeaban el caso. Slater parecía sentir algún tipo de simpatía hacia mí, sin duda estimulada por el interés que yo no podía ocultar, así como por la manera amable en que yo lo interrogaba. Nunca llegó a reconocerme en el transcurso de sus ataques, en los que yo lograba verme suspendido sin aliento sobre sus caóticas y cósmicas descripciones de su mundo. Él solo me reconocía en sus horas tranquilas, cuando solía sentarse junto a su ventana enrejada, mientras tejía cestos de paja y sauce, extrañando tal vez, la libertad en las montañas que nunca recobraría. Su familia jamás vino a verlo. Seguramente, según sus degeneradas costumbres, aquellos montañeses ya habían encontrado otro cabeza de familia.

Poco a poco, las locas y fantásticas creaciones de Joe Slater, comenzaron a subyugarme y a despertar mi admiración. En sí mismo, él era un personaje patéticamente inferior, tanto en su forma de expresarse como su intelecto, pero tan magníficas y titánicas visiones, a pesar de ser explicadas en una jerga tan primitiva y bárbara, solo podían ser concebidas por una mente superior e inclusive excepcional. Yo me preguntaba a menudo ¿cómo podía la torpe imaginación de un degenerado de Catskill invocar tales visiones, cuya sola existencia indicaba que existía una chispa de genialidad oculta? ¿Cómo podía aquel ser primitivo de las lejanías tener siquiera una mísera idea de lugares como esos, resplandecientes de brillos y espacios sobrehumanos, sobre los que Slater hablaba durante sus arrebatados delirios? Cada día, iba haciéndome más a la idea de que en el interior de ese miserable individuo que se acurrucaba frente a mis ojos, estaba escondido el núcleo trastornado de algo que trascendía mi capacidad de comprensión. Era algo que estaba, definitivamente, más allá de la comprensión de mis colegas médicos y científicos, que eran más experimentados que yo pero menos imaginativos.

Tampoco yo lograba obtener algo definitivo de aquel personaje. Toda mi investigación residía en que en un estado de vida onírica semiincorpórea, Slater viajaba o flotaba a través de resplandecientes y prodigiosos valles, jardines, praderas, ciudades y palacios de luz en una región desconocida y prohibida para el ser humano. En ese lugar, Slater, ya no era un labriego y un degenerado, sino un hombre de vida importante y activa que se movía de manera orgullosa y fuerte, y que tan solo se preocupaba por un enemigo mortal que daba la impresión de tratarse de un ser visible pero de estructura etérea, y que además, no parecía tener forma humana, ya que Slater jamás se refería a ese enemigo como un hombre, sino como un “ser”. Este ser le había causado a Slater algún daño terrible del que el maníaco, si es que podía llamarse maníaco, había jurado vengarse.

Por la forma en que Slater se refería a su relación con ese ser, podría apostar a que el ser luminoso y el mismo Slater se habían encontrado en igualdad de condiciones y que en esa vida onírica el hombre era un ser luminoso de la misma especie que su enemigo. Las frecuentes referencias a viajes por el espacio y a calcinar todo aquello que se opusiera a su avance sustentaban esta impresión. Más estos conceptos eran expresados por medio de palabras torpes, totalmente inadecuadas para explicarlos, algo que me hizo deducir que, si realmente existía un mundo onírico, el lenguaje oral no era el mejor medio para transmitir esas ideas. ¿Podría pasar que el alma de algún ser durmiente que habitaba en ese primitivo cuerpo estuviera luchando desesperadamente, tratando de decir cosas que la simple y torpe lengua de los hombres no podía expresar? ¿Estaríamos, tal vez, frente a una cierta manifestación intelectual capaz de explicar tal misterio, a condición de ser capaces de aprender a descubrirlas e interpretarlas? No mencioné estas cosas con mis viejos colegas médicos, ya que la madurez puede resultar escéptica, cínica y poco predispuesta a las nuevas ideas. Por otro lado, el director de la institución, con sus maneras paternales, me había llamado la atención últimamente, diciéndome que yo estaba trabajando demasiado y que mi mente necesitaba reposo.

Durante largo tiempo, yo había sostenido la creencia de que el pensamiento humano consistía fundamentalmente en movimientos atómicos y moleculares que se transformaban en ondas de energía etérea radiante, tales como el calor, la luz y la electricidad. Dicho postulado me había llevado a considerar muy pronto la posibilidad de una comunicación mental o telepática a través de los aparatos adecuados. Ya en mis días de Universidad, yo había preparado un grupo de instrumentos de transmisión y recepción, parecidos en cierta forma a los complejos mecanismos que utilizaba la telegrafía sin hilos durante aquel rústico periodo antes del nacimiento de la radio. En aquel entonces, los había probado con un compañero de estudios, pero al no lograr ningún resultado, los arrinconé en compañía de otras extravagancias científicas con el propósito de un posible uso futuro. Ahora, motivado por mi fuerte deseo de penetrar en la vida onírica de Joe Slater, retomé de nuevo dichos instrumentos y trabajé varios días poniéndolos a punto. Cuando estuvieron operativos de nuevo, no perdí la oportunidad de probarlos. En cada violento ataque de Slater, yo acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, realizando pequeños ajustes para las varias —e hipotéticas— longitudes de onda de la energía intelectual. Yo no tenía ninguna idea de en qué forma las impresiones mentales, si ocurría la comunicación, despertarían alguna respuesta inteligente en mi cerebro, pero sí tenía la certeza de que lograría detectarlas e interpretarlas. Por lo que proseguí con mis experimentos, pero sin informar a nadie de la naturaleza de los mismos.

 

Finalmente, todo ocurrió el 21 de febrero de 1901. Aquella terrible noche yo me encontraba sumamente perturbado y agitado, ya que a pesar de los excelentes cuidados dispensados, Joe Slater agonizaba sin remedio. Años más tarde, cuando miro hacia atrás, entiendo cuán irreal puede parecer todo aquello y me pregunto a veces, si el anciano doctor Fenton no estaría en lo cierto cuando achacó todo el relato a mi imaginación sobreexcitada. Recuerdo que escuchó muy amablemente y con gran paciencia todo lo que le conté, pero inmediatamente me hizo tomar unos sedantes y dispuso para mí unas vacaciones de seis meses que comencé a disfrutar la siguiente semana. Tal vez, era la pérdida de libertad del montañés, o tal vez que el desorden de su cerebro se había vuelto excesivamente grave para su organismo ya demasiado perezoso, en todo caso, el fuego de la vida se extinguía de aquel cuerpo degradado. Hacia el final, Slater se encontraba como dormido y al caer la oscuridad se sumió en un sueño muy inquieto. Esta vez no le puse camisa de fuerza, tal como solía hacer cuando iba a dormir, ya que se encontraba demasiado débil como para resultar peligroso, aun si recaía otra vez en su caos mental antes de morir. Sin embargo, coloqué en nuestras cabezas los dos terminales de mi radio cósmica tratando, contra toda esperanza, de lograr un primero y último mensaje de su mundo onírico en el corto tiempo que restaba. En aquella habitación con nosotros se encontraba un enfermero, un tipo muy mediocre que no lograba entender el propósito del aparato y que tampoco pensó en cuestionar mis movimientos. Al pasar las horas, vi cómo la cabeza de Slater caía desmayadamente en el sueño, pero no lo molesté. Yo mismo debí comenzar a cabecear, poco después, acunado por la rítmica respiración del sano y del agonizante.

Lo que me despabiló fue el sonido de una melodía lírica y extraña. Acordes, vibraciones y éxtasis armónicos resonaban emocionadamente por todas partes mientras ante mis ojos fascinados comenzaba un formidable espectáculo de suprema belleza. Muros, columnas y frisos de fuego viviente chispeaban resplandecientes alrededor del sitio en el que me parecía flotar por los aires, remontándose hasta una bóveda muy alta de indescriptible riqueza. Entremezclados en ese despliegue de generosa magnificencia, o más bien sustituyéndolos a veces en una calidoscópica rotación, había destellos de llanuras amplias y encantadores valles, altas montañas y sugestivas grutas, los cuales estaban dotados con cualquier fascinante atributo que mis ojos deslumbrados pudieran imaginar, y estaban completamente modelados en alguna materia reluciente y etérea, cuya consistencia parecía tan espiritual como material. Mientras observaba aquello, descubrí que la clave de esta sublime metamorfosis se hallaba en mi propio cerebro, ya que cada paisaje que aparecía ante mis ojos era el que mi antojadiza mente deseaba vislumbrar. En estos bellos jardines elíseos yo no era un extraño, ya que cada imagen y sonido me eran familiares, tal como había sido durante una incontable eternidad en el pasado y tal como sería durante una incontable eternidad en el futuro.

Luego, el aura radiante de mi hermano en la luz se me acercó y mantuvo un diálogo conmigo, alma con alma, en silencio y en perfecta comunión de pensamientos. Aquella era la hora del próximo triunfo, ya que ¿no iba mi compañero a liberarse finalmente de una despreciable esclavitud transitoria, escaparía por siempre y se prepararía para perseguir al miserable opresor incluso hasta los supremos campos del éter, sobre los que lanzaría una incendiaria venganza cósmica que haría estremecer a todas las esferas? Flotamos juntos hasta que noté cierta turbiedad y desvanecimiento en los objetos que nos rodeaban, como si alguna fuerza me llamase hacia la tierra... el lugar al que menos deseaba volver. Mi hermano en la luz pareció sentir igualmente algún cambio, ya que llevó su discurso a una conclusión y él mismo se preparó para abandonar el lugar, desdibujándose ante mis ojos un poco menos rápido que los demás objetos. Intercambiamos algunos pensamientos más y supe que el ser luminoso y yo éramos reclamados por nuestras ataduras. Para mi hermano en la luz aquella sería la última vez. El abatido cascarón terrenal hallaría su fin en menos de una hora y mi compañero sería libre para perseguir al opresor a través de la Vía Láctea, más allá de las últimas estrellas y hasta los mismos confines del universo.

Un hecho definido separa la última impresión sobre la particular escena de luz de mi despertar repentino y avergonzado, así como de mi levantamiento de la silla cuando noté que la figura agonizante en el camastro se movía muy inquieta. Joe Slater, de hecho, se despertaba, aunque seguramente lo hacía por última vez. Cuando lo observé detenidamente, vi que en la superficie de sus mejillas habían unas manchas de color que antes no tenía y sus labios, también se veían distintos, como cerrados firmemente por la fuerza de un carácter más resuelto que el que poseyera Slater. Finalmente, todo su rostro se fue tensando, y giró su intranquila cabeza con los ojos cerrados. No desperté al enfermero, sino que ajusté los ligeramente desajustados dispositivos de cabeza de mi “radio” telepática, intentando captar cualquier mensaje de partida que pudiera emitir el soñador. Al momento, la cabeza giró bruscamente hacia mí y sus ojos se abrieron de repente, causándome al contemplarlo una gran ansiedad. El hombre que fuera Joe Slater, aquel degenerado de Catskill, ahora me miraba con sus ojos luminosos abiertos de par en par, unos ojos cuyo azul parecía haberse tornado aún más profundo. En su mirada no resultaban visibles ni manía ni degeneración alguna y pude reconocer, sin duda alguna, que estaba frente a un hombre que poseía una mente activa y de primer orden.

Con esa disposición, comencé a abrir mi cerebro a una pausada influencia externa que actuaba sobre mí. Cerré los ojos para concentrar más mis pensamientos y me vi recompensado por el conocimiento cierto de que el mensaje telepático por tanto tiempo esperado, llegaba finalmente. Cada idea transmitida cobraba forma en mi mente con rapidez y aunque no estaba utilizando ningún idioma actual, mi asociación de expresiones y conceptos resultaba tan amplia que me parecía recibir el mensaje en vulgar inglés.

—Joe Slater está muerto —fue el primer mensaje de la impactante voz o del ser de más allá del muro de los sueños. Lleno de un miedo inexplicable busqué con mis ojos abiertos en el lecho de Slater, pero sus ojos azules aún me contemplaban calmadamente y sus facciones todavía mostraban una animada inteligencia—. Él está mejor muerto, ya que no era la persona adecuada para albergar la inteligencia activa de una entidad cósmica. Su burdo cuerpo no podía sobrellevar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida terrestre. Slater era mucho más que un animal y mucho menos que un hombre, aunque gracias a sus defectos has llegado a descubrirme. En verdad, las almas cósmicas y las terrenales no debieran encontrarse nunca. Él fue mi tormento y mi prisión durante cuarenta y dos de tus años terrestres. Yo soy un ente igual al que tú mismo asumes en la libertad que te da el sueño sin sueños. Soy tu hermano de luz y he viajado contigo por los valles resplandecientes. No me está permitido hablarle a tu ser terrestre despierto acerca de tu ser real, pero somos nómadas de los amplios espacios y viajeros por multitud de eras. El próximo año quizá esté viviendo en el lejano Egipto que tú llamas antiguo, o en el sangriento imperio de Tsan-Chan que se alzará dentro de tres mil años. Tú y yo hemos viajado a la deriva entre los mundos que giran en torno al Rey Arturo y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos insectoides que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡Cuán pequeño es el conocimiento del hombre sobre la vida y su amplitud! ¡Cuán pequeño debe ser, asimismo, para garantizar su propia tranquilidad! Del opresor no puedo hablar. Ustedes en la Tierra, han notado su lejana presencia de manera inconsciente... ustedes, que despreocupadamente y sin conocimiento, llamaron a su parpadeante faro con el nombre de Algoz, la estrella del demonio. Es para hallar y vencer al opresor que, retenido por ataduras corpóreas, me he esforzado en vano durante eternidades. Esta noche me iré como una Némesis, consumando una justa y ardiente venganza cataclísmica. Contémplame en el cielo, próximo a la estrella del demonio. Ya no puedo hablar mucho más, ya que el cuerpo de Joe Slater se está volviendo rígido y frío, y su grosero cerebro está dejando de vibrar como yo deseo. Tú has sido mi hermano en el cosmos y mi único amigo en este planeta, la única alma en sentirme y buscarme dentro del horrible cuerpo que yace en este camastro. Volveremos a encontrarnos... tal vez en las radiantes brumas de la Espada de Orión o quizá en una desierta meseta del Asia prehistórica. Quizá en un sueño imposible de recordar esta misma noche o quizá en otra forma, en los eones por venir, cuando el sistema solar ya no exista.