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—Ave, Caesar, moriturus te saluto! —gritó, antes de caer al suelo empapado en whisky. Y ya no se levantó nunca más.

Lo que sucedió después es algo que el joven Trever no olvidará jamás. La imagen es algo borrosa pero indeleble. Los policías se abrieron paso entre la gente, preguntando a todos con insistencia qué había sucedido y qué sabían del cadáver en el suelo. Particularmente, interrogaron a Sheehan, sin conseguir ninguna información valiosa acerca del Viejo Bugs. Entonces, el estafador recordó la foto y sugirió que podían verla y buscar en los archivos de la comisaría. Uno de los agente se inclinó con resistencia sobre aquel espantoso ser de ojos vidriosos, encontró en un bolsillo la fotografía envuelta en tela encerada y se la pasó a los otros.

—¡Menuda joven! —exclamó un borracho lascivamente cuando observó el hermoso rostro de la foto, pero quienes estaban sobrios contemplaron con respeto las facciones delicadas y espirituales de aquella mujer. Nadie parecía capaz de explicarse aquello y todos se preguntaban cómo ese despojo humano consumido por las drogas podía tener esa foto en su poder. Todos menos el estafador, que siempre había buscado algo más bajo la triste degradación del viejo Bugs.

Le pasaron la foto a Trever e, inmediatamente, en el joven se produjo un cambio. Tras la primera impresión, volvió a envolver la foto como si quisiera protegerla de la sordidez y horror de aquel lugar. Observó larga e inquisitivamente al hombre caído dándose cuenta de su gran tamaño, así como de las facciones aristocráticas que parecían surgir ahora que la desdichada llama de su vida se había apagado.

Cuando le preguntaron cómo era que conocía a la persona del retrato, respondió que no era así.

—Es una foto muy vieja —añadió—, no pueden esperar que la reconozca.

Pero Alfred Trever no decía la verdad. Muchos lo pusieron en duda cuando él se ofreció a encargarse del cuerpo y de su entierro en Appleton. Y es que, sobre un estante de la biblioteca de su casa, había una reproducción exacta de aquella foto y él toda su vida había conocido y amado a la mujer de la imagen.

Aquel noble y delicado rostro era el de su propia madre.

Old Bugs: escrito en 1919 y publicado de manera póstuma en 1959.

Dagón13

Hago estas líneas en un momento terrible y de mucha tensión mental, al caer la noche sé que mi vida llegará a su ineludible final. Sin dinero, y ya acabada por completo la reserva de droga que lograba que mis días valieran un poco la pena, soy incapaz de soportar más este sufrimiento y volaré por la ventana de este ático hasta que mis huesos den contra el miserable suelo. No quiero que tengáis en mente que soy un cobarde o un salvaje por mi adicción a la morfina. Al terminar de leer estas líneas que hice tan súbitamente, quizá podáis entender, ojalá en toda su extensión, el motivo por el que debo morir y olvidar.

Fue en uno de los sitios más abiertos y desolados del océano Pacífico donde la embarcación de la que yo era tripulante fue alcanzada por el cazador de barcos alemán. Por ese entonces la gran guerra se hallaba en sus inicios y las fuerzas marítimas de los hunos aun no habían alcanzado su decadencia posterior; así que nuestro navío fue capturado según las convenciones, y su tripulación tratada con la consideración y el respeto debidos a cualquier prisionero de guerra. En efecto, la disciplina de nuestros captores era tan laxa que una semana más tarde logré escapar en una pequeña embarcación con provisiones y agua para varios días.

Cuando al fin estaba libre y con las ataduras cortadas, no sabía mucho dónde me encontraba. No siendo un navegante experimentado, tan solo podía suponer someramente, por el sol y las estrellas, que estaba debajo de la línea del ecuador. No sabía mi longitud, y no había tierra a la vista, ni costas ni islas. El tiempo permanecía sereno y durante una innumerable cantidad de días divagué bajo el sol ardiente y sin rumbo, deseando el paso de un barco o la llegada a las playas de una tierra habitada. Pero ni tierra ni barcos aparecían, y yo empecé a perder la compostura en mi soledad, en medio de aquella inmensidad pendular de azul eterno.

Todo cambió mientras aún estaba dormido. Jamás supe los detalles, ya que mi sueño, aunque intranquilo y lleno de ilusiones, fue constante. Cuando desperté, lo hice para hallarme medio hundido en una pantanosa extensión de infernal barro negro que me rodeaba en olas repetitivas hasta tan lejos como llegaba el ojo, y en el que mi embarcación se hallaba encallado a lo lejos.

Si bien podría esperarse que mi primera reacción ante esa transformación asombrosa e inesperada del paisaje fuese la sorpresa, en realidad me hallaba más horrorizado que extrañado; ya que había en el aire y en el suelo podrido una atmósfera siniestra que me helaba hasta lo más profundo. La zona era un vertedero de cadáveres de peces corrompidos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver asomándome entre el fango asqueroso de aquella llanura interminable. Tal vez no debiera tratar de describir con simples palabras la terrible abominación que parecía adueñarse del silencio absoluto y la estéril inmensidad. No había absolutamente nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una eternidad de limo negro; y, a pesar de todo, la total quietud y la monotonía del paisaje me llenaban de un pánico indescriptible. El sol ardía en un firmamento que se me hizo casi negro en su maligna ausencia de nubes, como reflejando los pantanos de tinta que había bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote encallado, entendí que solo había una teoría que podía explicar mi situación. Debido a alguna catástrofe volcánica sin igual, parte del lecho marino debía haber emergido, revelando áreas que habían permanecido ocultas durante millones de años en las imposibles profundidades del océano. Tan enorme era la amplitud de esa tierra nueva alzada bajo mis pies que, por más que forzara el oído, no se oía el menor murmullo de oleaje. Tampoco se encontraba allí ninguna ave marina para alimentarse de los animales muertos.

Durante varias horas permanecí pensando y reflexionando en el bote, que yacía de lado y prestaba una sombra ligera según el sol recorría el cielo. Al transcurrir el día, el suelo fue perdiendo poco a poco algo de fluidez, tornándose rápidamente lo bastante seco como para permitir viajar a través de él. Esa noche dormí, aunque muy poco, y al día siguiente preparé un paquete con provisiones, necesario para un viaje en busca del mar escondido, así como de un rescate factible.

Al tercer día descubrí que el suelo estaba lo suficientemente seco como para transitar con tranquilidad. El hedor a pescado era penetrante, pero me hallaba demasiado distraído en asuntos mucho más importantes como para preocuparme por aquello, y, decidido, me puse a andar hacia una meta invisible. Durante toda la jornada avancé siempre hacia el oeste, guiado por un montículo lejano que sobresalía sobre los demás salientes de aquel desierto ondulado. Aquella noche hice campamento, y a la mañana siguiente todavía estaba enfilado hacia el montículo, aunque parecía solo un poco más cercano que cuando le había visto por vez primera. El cuarto día alcancé el pie del saliente al caer la tarde, que resultó ser mucho más elevado de lo que parecía a lo lejos; tenía un valle delante que hacía aun más hondo su relieve sobre la superficie. Infinitamente cansado para subir, me dormí a la sombra del promontorio.

No tengo idea de por qué mis sueños fueron tan extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante, maravillosamente deforme, se hubiese elevado demasiado sobre la llanura de oriente, me encontraba desvelado, empapado en frío sudor, decidido a no dormir más. Las ilusiones vividas resultaban demasiado fuertes como para intentar resistirlas nuevamente. Y al brillo de la luna entendí cuán idiota había sido al viajar durante el día. Sin el resplandor del sol ardiente, mi viaje hubiera sido menos agotador; de hecho, me sentí de nuevo lo suficientemente fuerte como para retomar la escalada que había descartado al atardecer. Recogiendo mis cosas, empecé a subir hacia la cima del promontorio.

Ya he dicho que la monotonía eterna de la llanura ondulante producía un leve miedo en mí, pero creo que mi horror se vio acentuado cuando alcancé la cumbre del montículo y vi al otro lado un inmenso cañón o despeñadero cuyas oscuras profundidades aun no iluminaba la luna. Me sentí como en el fin del mundo, mirando al borde de un caos impenetrable de eterna oscuridad. En mi pánico me venían curiosos recuerdos del Paraíso perdido y del terrible ascenso de Satán a través de lejanos territorios de tinieblas.

Al elevarse más la luna, empecé a discernir que las cuestas del valle no resultaban tan rectas como había previsto. Protuberancias y afloramientos de roca formaban apoyos seguros y fáciles para el descenso, además de que a partir de unos cuantos cientos de metros la cuesta se hacía más benigna. Motivado por un impulso que me resulta difícil de explicar completamente, descendí con dificultad sobre las piedras y alcancé la más blanda ladera de abajo, ojeando aquel abismo sombrío que la luz aun no había colonizado.

Sobre todo, captó mi atención un objeto gigante y particular de la opuesta ladera, que se erguía en vertical un centenar de metros más adelante; un objeto que brillaba blancuzco gracias a los recién llegados rayos de la luna en alza. Era solamente una enorme pieza rocosa, como pronto pude comprobar; pero yo había tenido una clara noción de que su forma y ubicación no eran totalmente obra de la naturaleza. Un análisis más detallado me llenó de sensaciones indescriptibles; ya que a pesar de su gigantesco tamaño y de que se encontraba ubicado en un cañón abierto en el fondo de los océanos desde la infancia del planeta tierra, vi más allá de cualquier duda posible que el misterioso objeto era un monolito tallado a la perfección, cuya titánica mole había conocido la mano de obra y quizás la adoración de criaturas racionales y vivas.

 

Confuso y lleno de miedo, aunque no sin cierto estremecimiento de placer propio de un aventurero o científico, estudié los alrededores con mayor detalle. La luna, ahora cercana al cenit, resplandecía de manera misteriosa y vívida sobre los peldaños colosales que rodeaban el abismo, revelando un pequeño riachuelo de agua que fluía al fondo, desvaneciéndose en ambos sentidos y casi llegando a tocar mis pies cuando me detuve al pie de la ladera. Al otro lado del despeñadero, las minúsculas olas golpeteaban la base del gigantesco monolito, en cuya superficie pude ver entonces inscripciones talladas y relieves toscos. La escritura estaba basada en un sistema de jeroglíficos nunca antes visto por mí, diferente a cuanto hubiera visto en los libros; consistía en su mayoría de símbolos acuáticos convencionales, tales como moluscos, peces, anguilas, ballenas, pulpos, crustáceos y otros seres así. Algunos caracteres, claramente, representaban seres marinos desconocidos todavía para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición yo había contemplado en la llanura surgida del fondo del mar.

De todo lo visto fueron los relieves pictóricos los que más me impresionaron. Visibles claramente al otro lado del agua de por medio, gracias a su colosal envergadura, formaban un grupo de bajorrelieves cuyos temas hubieran podido despertar la envidia de Doré. Creo que podría creerse que aquellos seres representaban hombres... o al menos, cierto tipo de hombres; aunque se mostraba a los seres jugueteando como peces en las aguas de alguna cueva acuática, o rindiendo culto en algún santuario eterno, al parecer también bajo el agua. No me atreveré a entrar en detalles acerca de sus rostros y formas, ya que el simple recuerdo me provoca pavor. Deformes más allá de la imaginación de un Bulwer o Poe, resultaban a grandes rasgos terriblemente humanos a pesar de sus pies y manos palmeadas, labios penosamente gruesos y flácidos, ojos saltones y nublados, así como otras características aun menos felices de rememorar. Cosa bastante extraña, parecían tallados sin guardar proporción con su escena oceánica, ya que una de las criaturas era retratada en actitud de cazar a una ballena representada apenas un poco más grande. Me di cuenta de su deformidad e inusual estatura, pero inmediatamente decidí que se trataba simplemente de los dioses imaginarios de alguna tribu primitiva de marineros o pescadores; una tribu cuyo último antepasado había desaparecido antes de que surgiera el primer descendiente del hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Horrorizado por este repentino vistazo a un pasado mucho más alejado de la imaginación del más curtido de los antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía misteriosos reflejos en el silencioso riachuelo que había frente a mí.

Entonces, de pronto, lo vi. Con tan solo un suave salpicar indicando su llegada a la superficie, el ente se hizo sobre las aguas oscuras. Enorme, semejante a un cíclope, horripilante, se lanzó como un temible monstruo de tormento hacia el monolito, al que cogió con sus titánicos brazos escamosos al tiempo que movía su cabeza monstruosa para emitir algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí en ese momento.

De mi desquiciada subida de la ladera y el risco, así como de mi alucinante regreso al pequeño bote encallado, poco es lo que queda en mi memoria. Creo que canté durante largo rato, y que carcajeaba de forma extravagante cuando ya no fue posible seguir cantando. Conservo confusos recuerdos de una gran tormenta desencadenada poco después de llegar al bote; y de alguna manera sé que escuché el retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza emite solamente en sus momentos más desbocados.

Cuando volví de entre las tinieblas me encontraba en un hospital de San Francisco, llevado allí por el capitán del navío norteamericano que había hallado mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi desvarío, pero supe después que habían prestado poca atención a mis palabras. Mis rescatadores no conocían nada de tierras surgidas del Pacífico, y no vi prudente insistir sobre cosas que estaba seguro no creerían. En cierta ocasión visité a un famoso etnólogo y lo distraje con preguntas curiosas acerca de la antigua leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero entendiendo enseguida que era incorregiblemente convencional, desistí de mi examen.

Es al caer la noche, sobre todo, cuando la luna es menguante y deforme, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado ser solamente una solución fugaz y me ha apresado entre sus talones como esclavo sin perspectiva de escape. Así que voy a dar fin a todo, habiendo transcrito una narración completa para el conocimiento o la soberbia diversión de mis colegas. Constantemente me pregunto si no habrá sido todo una fantasía... simplemente un monstruo de la calentura sufrida mientras yacía preso de la insolación y enajenado en el bote sin techo, tras mi escape del buque de guerra alemán. Eso me digo a mí mismo, pero siempre llega una horripilante y corpórea imagen a manera de respuesta. No puedo recordar el profundo mar sin sufrir escalofríos por los seres indescriptibles que puede que en este mismo momento estén arrastrándose y removiéndose en sus fondos pantanosos, adorando antiquísimos ídolos de piedra y cincelando sus propias y odiosas imágenes en obeliscos acuáticos de granito húmedo. Espero la hora en que surjan de entre las olas y hundir entre sus garras a los restos de una raza humana sin fuerza y menoscabada por las guerras... el momento en que la tierra se hunda y el tenebroso lecho marino se alce entre el caos general.

Se acerca el fin. Escucho algunos ruidos un poco más allá de la puerta, parece que un cuerpo gigante se enfrentara a ella, pero no podrá llegar hasta mí. ¡No! ¡la mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

Dagon: escrito entre 1917 y 1919. Publicado en 1919.

La maldición que cayó sobre Sarnath14

Hace diez mil años la poderosa ciudad de Sarnath se alzaba en las orillas un inmenso lago de serenas aguas que no es alimentado por ningún río y que tampoco alimenta río alguno. El lago existe en el territorio de Mnar, pero hoy no hay nada en ese lugar.

Antiguamente, cuando el mundo era joven y ni siquiera los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, se dice que a la orilla de aquel lago existía otra ciudad: la ciudad de Ib, tan antigua como el propio lago, construida en piedra gris y habitada por seres que no eran muy agradables de apariencia.

Eran seres extraños y deformes, como pueden ser los seres que pertenecen a un mundo apenas esbozado o que apenas se empieza a modelar torpemente. En Kadatheron, está escrito en los cilindros de arcilla que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se forman, que poseían ojos abultados, labios gruesos y blandos, orejas muy extrañas y que no tenían voz. También está escrito que venían de la luna, de la que bajaron una noche a bordo de una gran nube junto a la ciudad de Ib construida en piedra gris y junto al inmenso lago de serenas aguas. Se sabe, que adoraban a un ídolo tallado en piedra color verdemar que era la representación de Bokrug, el gran reptil acuático, ante el cual celebraban unas espantosas danzas cuando la luna creciente mostraba su doble cuerno. Y en el papiro de Ilarnek está escrito que un día descubrieron el fuego y que desde entonces prendían hogueras para darle mayor esplendor a sus ceremonias. Pero no es mucho lo que hay escrito sobre estos extraños seres pues vivieron en épocas muy antiguas y el hombre es un ser joven y sabe muy poco de quienes vivieron en los tiempos originarios.

Transcurridos muchos miles y miles de años, de miles de eras incontables, el hombre llegó a la tierra de Mnar. Tenía la tez oscura y formaron pueblos de pastores que llegaron con sus ganados y fundaron en las riberas del tortuoso río Ai: Thraa, Ilarnek y Kadatheron. Algunas tribus más osadas que otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba abarrotada de metales preciosos. Estas tribus nómadas colocaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de Ib, la ciudad gris, maravillándose al ver a los extraños habitantes de ese lugar. Pero junto al asombro también surgió el rechazo, pues pensaron que no era deseable que seres con un aspecto tan extraño convivieran en el mundo de los hombres, sobre todo al anochecer. Tampoco les agradaron las raras figuras talladas en los grises monolitos de Ib, ya que no había quien pudiera decir cómo habían sobrevivido esas esculturas hasta la aparición del hombre. La única explicación era que la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se encontraba muy alejada de las otras tierras, tanto de las tierras reales como de aquellas que pertenecían al País de los Sueños.

A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib iba creciendo su rechazo, y a ello contribuyó el descubrimiento de que estos seres eran débiles y de que sus cuerpos eran blandos al contacto de flechas y piedras. Así pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos, los lanceros y los arqueros de Sarnath marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes. Luego arrojaron sus extraños cuerpos al lago con ayuda de unas lanzas largas ya que prefirieron no tocarlos. Como también odiaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, a pesar de sentirse maravillados ante el gran trabajo que habría costado mover las grandes piedras con las que estaban construidos. Sin duda estas procedían de regiones muy lejanas, pues en la tierra de Mnar y en los países cercanos no existía ningún tipo de piedra parecida.

Después de eso no quedó nada de la muy antigua ciudad de Ib salvo el ídolo tallado en piedra verdemar que representaba a Bokrug, el gran reptil acuático. Este fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros como símbolo de su victoria sobre los pobladores de Ib y sus antiguos dioses, también como señal de hegemonía sobre toda la tierra de Mnar. Sin embargo, algo terrible debió suceder durante la noche del día en que Bokrug había sido instalado en el templo, ya que sobre el lago brillaron unas luces fantásticas y en la mañana todos notaron que el ídolo ya no estaba en el templo. El sumo sacerdote Taran-Ish estaba muerto, como fulminado por un terror infinito y antes de morir, el sacerdote trazó con mano insegura el signo de MALDICIÓN sobre el altar de crisolita. Después de Taran-Ish hubo en Sarnath muchos sumos sacerdotes y el ídolo de piedra no apareció nunca más. Así pasaron muchos siglos, durante los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad fabulosamente próspera, al punto de que solo los sacerdotes y los muy ancianos recordaban la inscripción que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek surgió una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra comenzaron a canjearse por otros metales, por exquisitas vestiduras, por joyas, por libros, por herramientas para los orfebres y por todos tipo de lujosos artificios que podían hallarse en los pueblos que poblaban las riberas del tortuoso río Ai y también más lejos. Y así creció Sarnath, poderosa, sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sometieron a las ciudades vecinas y, por fin, en el trono de la ciudad se sentaron reyes que regían toda la tierra de Mnar y, también, muchos países adyacentes.

La magnífica Sarnath era una de las maravillas del mundo y un orgullo de la humanidad. Sus murallas estaban construidas con mármol pulido de las canteras del desierto, tenían una altura de trescientos codos y un ancho de setenta y cinco, por lo que por el camino de ronda podían transitar dos carretas al mismo tiempo.

La longitud de la ciudad era el equivalente a quinientos estadios y rodeaba la ciudad excepto en el área del lago, donde se encontraba un dique de piedra gris contra el que chocaban unas extrañas olas que se alzaban durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de la ciudad de Ib una vez al año. Sarnath tenía cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y cincuenta más que iban en dirección perpendicular a las primeras. Todas estaban pavimentadas de ónice, con excepción de aquellas que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes. Estas últimas estaban empedradas con losas de granito y la ciudad tenía tantas puertas como calles que llegaban hasta las murallas. Todas eran de bronce y estaban protegidas por leones y elefantes tallados en una piedra que los hombres de hoy desconocen. Las casas eran de calcedonia y de ladrillo vidriado, todas tenían un hermoso jardín amurallado, además de un cristalino estanque. Estaban construidas muy artísticamente y ninguna otra ciudad tenía casas como esas. Los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las resplandecientes cúpulas que las cubrían. Pero los palacios, templos y jardines construidos por el antiguo rey Zokkar eran aún más maravillosos. Había muchos palacios, el último era más grande que cualquiera de los que se habían construido en Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Sus techos eran tan altos que, a veces, los visitantes se imaginaban que estaban bajo la bóveda del mismo cielo, sin embargo, cuando las lámparas alimentadas con aceites de Dother se encendían, las paredes mostraban inmensas pinturas que representaban grandes ejércitos y reyes con tanto esplendor que quien las observaba sentía un gran asombro y un gran pavor al mismo tiempo. Los palacios poseían muchos pilares, todos eran de mármol veteado y estaban cubiertos de bajorrelieves de una belleza insuperable. En la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos realizados con berilio, lapislázuli, sardónice, carbunclo e infinidad de piedras preciosas, dispuestas con tanta belleza que el visitante podía creer que caminaba sobre macizos de flores exóticas. También había fuentes que arrojaban agua perfumada con surtidores instalados con sorprendente habilidad.

 

Pero aún más sorprendente que los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y los países adyacentes. Su trono reposaba sobre dos leones de oro macizo y estaba colocado a tal altura que, para llegar a él, era necesario subir una escalera con muchos peldaños. El trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y no existe ningún hombre que sea capaz de explicar de dónde surgió una pieza de tal tamaño. En ese palacio existían también muchos espacios y anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para divertimento de los reyes. A veces, mediante poderosos acueductos, los anfiteatros eran inundados con aguas del lago y allí se celebraban competencias acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar.

Los diecisiete templos de Sarnath eran altivos y asombrosos. Estaban construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromías desconocidas en otras regiones. El mayor de todos, donde vivía el sumo sacerdote, media mil codos de altura y estaba rodeado por tanta riqueza que apenas era superado por el palacio del propio rey. En la planta baja había salas tan amplias y espléndidas como las de los palacios. En esas salas se agolpaban las muchedumbres que venían a adorar a los dioses principales de Sarnath: Zo-Kalar, Tamash y Lobon, cuyos altares envueltos en nubes de incienso eran iguales a los tronos de los reyes. Sus imágenes tampoco eran como las de otros dioses. La apariencia de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon era tan real que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, que con sus largas barbas en el rostro estaban sentados en los tronos de marfil. A la cámara más alta, de la torre más alta, se llegaba por unas infinitas escaleras de circonio y desde allí, durante el día, los sacerdotes contemplaban la ciudad, las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, durante noche, observaban la enigmática luna, los planetas y las estrellas, todos llenos de significado, así como sus reflejos en el lago. En ese lugar se celebraba un rito arcaico y misterioso, en execración de Bokrug, el gran reptil acuático, y también se guardaba el altar de crisolita que llevaba escrito el signo de Maldición que había trazado Taran-Ish.

Igualmente maravillosos eran los jardines sembrados por el antiquísimo rey Zokkar. Estos se encontraban situados en el centro de Sarnath y ocupaban una gran extensión de terreno. Rodeados por una gran muralla, los jardines se hallaban cubiertos por una inmensa cúpula de cristal a través de la cual, cuando el tiempo era claro, brillaban el sol, la luna y los planetas y de la cual pendían brillantes imágenes del sol, la luna, las estrellas y los planetas cuando no hacia buen tiempo. Durante el verano, los jardines se mantenían frescos mediante una brisa perfumada que era producida por inmensas aspas concebidas muy ingeniosamente, y en invierno, eran temperados por medio de fuegos ocultos, de esa manera en esos jardines era siempre primavera. Los abundantes riachuelos de lecho pedregoso y brillante eran cruzados por infinidad de puentes y corrían entre prados verdes y macizos multicolores. También había muchas cascadas que allí interrumpían su plácido curso y muchos estanques rodeados de lirios en que sus aguas reposaban. Sobre la superficie de aquellos arroyos y remansos se deslizaban hermosos cisnes blancos, mientras exóticas aves cantaban en armonía con la música del agua. Adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados cubiertos de flores, las orillas se elevaban formando terrazas geométricas con bancos y sillas de pórfido y mármol. También había gran cantidad de templetes y santuarios para descansar y donde rezar a los dioses menores.

Cada año se celebraba en Sarnath una fiesta durante la cual abundaban el vino, las canciones, las danzas y los juegos de todas clases para conmemorar la destrucción de Ib. Se rendían también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres fundamentales. Por otra parte, el recuerdo de aquellos seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de burla por parte de danzantes y músicos que se coronaban con rosas de los jardines de Zokkar. Así, los reyes se paraban frente a las aguas del lago y maldecían la osamenta de aquellos que muertos se encontraban bajo su superficie.

Más allá de todo lo que pueda imaginarse fue la magnífica fiesta con que se celebraron los mil años de la destrucción de Ib. En la tierra de Mnar se habló de ella por más de diez años, y cuando se aproximó la fecha llegaron a la ciudad de Sarnath, en el lomo de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron, de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Frente a las grandes murallas de mármol, la noche señalada se alzaron ricos pabellones de príncipes y también tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, el rey Nargis-Hei se embriagaba con antiguos vinos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth. A su alrededor los nobles comían y bebían y los esclavos trabajaban sin parar. En aquel banquete se consumieron manjares exóticos y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. Hubo un número incontable de salsas y manjares, preparados por los más sutiles cocineros de todo Mnar para satisfacer el paladar de los invitados más exigentes. Sin embargo, de todos los manjares, los más preciados eran los inmensos peces del lago que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.

Mientras el rey y los nobles celebraban el banquete dentro del palacio, y contemplaban con impaciencia el manjar principal que aún les aguardaba servido ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban fuera de él. En la torre más alta del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con alborozo y los príncipes de las tierras vecinas reían y cantaban en los pabellones que se encontraban fuera del recinto amurallado de la ciudad.