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La declaración de Randolph Carter11

Señores, les repito que su interrogatorio es inútil. Si quieren, enciérrenme para siempre. Si necesitan una víctima para fabricar la ilusión de eso que llaman justicia pueden ejecutarme; pero no puedo decir nada más de lo que ya he dicho. Todo lo que recuerdo lo he contado con absoluta verdad. No he ocultado nada y tampoco he cambiado nada. Si algo continúa siendo poco claro, se debe a esa nube oscura que ha invadido mi cabeza... A esa nube y a la confusa naturaleza de los sucesos que cayeron sobre mí.

Les repito que no sé qué ocurrió con Harley Warren, aunque creo y espero que haya encontrado la paz y el olvido, si es que existen en alguna parte. Es verdad que durante cinco años fui su amigo y que compartí buena parte de sus espantosas investigaciones sobre lo desconocido. Aunque mi memoria no es tan precisa como quisiera, no niego que ese testigo suyo pueda habernos visto juntos a las once y media de aquella terrible noche como él dice, dirigiéndonos hacia Big Cypress Swamp por el camino de Gainsville. Tampoco tengo problemas al añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre junto a diversos instrumentos, ya que esos objetos representaron un papel que ha quedado grabado de un modo imborrable en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y de las razones por las que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano al día siguiente, insisto en que solo recuerdo lo que ya les he contado una y otra vez. Ustedes dicen que no hay nada en ese lugar ni cerca de él que pudiera justificar tan increíble episodio. Les repito que no sé nada más aparte de lo que vi. Pudo haber sido una alucinación o una pesadilla, y ruego que así fuese, pero eso es todo lo que recuerdo de lo que ocurrió en aquellas terribles horas después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Las razones por las que Harley Warren no ha regresado solo puede explicarlas él o su espíritu... o algo desconocido que para mí es imposible describir.

Como ya he mencionado, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos yo leí todos los que están escritos en los idiomas que comprendo, los cuales son pocos comparados con aquellos que no entiendo. La mayoría están escritos en lengua arábiga y el libro inspirado por el espíritu del mal —el mismo que Warren se llevó consigo al otro mundo— estaba escrito en unos caracteres que yo nunca había visto. Él no quiso decirme nunca cual era el contenido de aquel libro. Y en cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones... ¿tengo que repetir que ya no estoy seguro de comprenderlas? Encuentro misericordioso que sea de ese modo, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me dominó al punto de temerle. Recuerdo cómo me estremecí cuando vi la expresión de su rostro mientras hablaba de su teoría la noche anterior al terrible acontecimiento, de que algunos cadáveres no se descomponen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años.

Pero ya no le temo. Sospecho que él ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora, en cambio, siento temor por él. Repito que no tenía la menor idea de cuál era nuestro objetivo aquella noche. Ciertamente, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba consigo, el libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes, pero juro que yo ignoraba lo que esperábamos descubrir. ¿Su testigo dice que nos vio en el camino de Gainsville en dirección al pantano de Big Cypress a las once y media de la noche? Probablemente es cierto. En mi cerebro solo está grabada una escena que debió producirse mucho después de medianoche, ya que una luna en cuarto menguante, nublada por gases semitransparentes, se veía muy alta en el cielo.

El lugar era un antiguo cementerio, tan antiguo, que temblé frente a las evidencias de años tan remotos. Este sitio se hallaba en una profunda hondonada cubierta de musgo y maleza y emanaba un vago hedor que en mi mente asocié, de modo absurdo, con piedras en descomposición. Se veían señales de descuido y la decrepitud reinaba por todas partes. La idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos me acosaba. En el cielo, la luna menguante asomaba entre los fétidos vapores que parecían emanar de aquellas inexploradas catacumbas, y entre su débil luz y oscilantes rayos logre distinguir una repugnante formación de muy antiguos mausoleos, panteones y tumbas en total estado de ruinas, cubiertos de musgo, con manchas de humedad y parcialmente ocultos por una obscena vegetación.

Mi primer recuerdo de mi presencia en esa terrible necrópolis es el acto de detenerme con Warren ante una tumba determinada y de desprendernos de toda la carga que habíamos llevado. Observé entonces que yo tenía una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había llevado una linterna similar y una instalación telefónica portátil. Ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos correspondía por lo que no pronunciamos ni una sola palabra. Sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la antigua sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, la cual consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el escenario fúnebre y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Después de ello, se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como palanca, trató de levantar la losa más cercana a unas piedras ruinosas que en su momento pudieron haber sido un monumento funerario. Como no lo consiguió me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestros combinados esfuerzos aflojaron la losa, la levantamos y la pusimos a un lado.

Quedó al descubierto un oscuro boquete del que brotó un efluvio de gases, tan nauseabundos, que Warren y yo tuvimos que retroceder precipitadamente. Sin embargo, al cabo de un instante nos acercamos de nuevo y encontramos las emanaciones menos insoportables. Con nuestras linternas iluminamos un tramo de peldaños de piedra que estaban empapados con algún desagradable néctar de las entrañas de la tierra y que estaban bordeados de paredes muy húmedas con grandes costras de salitre. En ese momento, por primera vez que yo recuerde durante esa noche, Warren me habló con su empalagosa voz de tenor. Una voz muy poco alterada por aquel pavoroso entorno.

—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —me dijo—. Sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara allí. Nunca podrás imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer allí. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una fortaleza de acero pueda llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte, y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo, pero es mi responsabilidad y no puedo arrastrar a una persona sensible como tú a la muerte o a la locura. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata. Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada movimiento que haga. Como puedes ver, he traído suficiente alambre para llegar al centro de la tierra y volver.

Todavía puedo oír sus palabras pronunciadas tan fríamente y también puedo recordar mis protestas. Yo estaba extremadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso que hubo un momento en que me amenazó con abandonar la expedición si yo no me daba por vencido. Fue una amenaza muy eficaz, puesto que él era quien tenía la clave de todo aquel asunto. Una vez que acepté, de muy mala gana, permanecer en la superficie, Warren cogió el rollo de alambre y los instrumentos, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.

Fui a sentarme sobre una vieja y desgastada lápida, muy cerca de la abertura que había engullido a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír cómo crujía el alambre mientras lo desenrollaba detrás de él, pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por un giro de la escalera, y el sonido del alambre se apagó del mismo modo. Yo estaba solo, pero unido a las misteriosas profundidades por aquel alambre verde cuyo revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna.

Continuamente observaba mi reloj bajo la luz de mi linterna y estaba pendiente del auricular con agitada ansiedad, pero esperé más de un cuarto de hora sin escuchar nada. Luego sentí un ligero chasquido y llamé a mi amigo con cierta preocupación. A pesar de mi disposición, yo no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, ellas tenían un acento de alarma que resultaba profundamente estremecedor, ya que procedían del imperturbable Harley Warren. Él, quien con tanta tranquilidad me había dejado solo un momento antes, hablaba ahora desde abajo con un susurro tembloroso más impresionante que el grito más desgarrador:

—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que yo veo!

No pude contestarle. Me había quedado sin habla y solo pude esperar. Warren habló de nuevo:

—¡Carter, es terrible... es monstruoso... increíble!

Esta vez la voz no me falló y le hice un montón de preguntas. Aterrado, le preguntaba sin cesar:

—Warren, ¿qué es? ¿Dime qué es?

Volví a escuchar la voz de mi amigo, claramente desesperada y ronca de temor:

 

—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado terrible! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había imaginado nada semejante!

Otra vez el silencio. El cual solo era interrumpido por mis ocasionales y también estremecidas preguntas. De nuevo escuché la voz de Warren con un susurro trémulo de desesperada consternación:

—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate! ¡Ahora! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡No me pidas explicaciones. Haz lo que te digo!

Le escuché, pero solo era capaz de repetir frenéticamente mis preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras, debajo de mí, una amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío y a través de mi propio miedo experimenté un ligero resentimiento al pensar que él me creía capaz de abandonarlo en aquellas circunstancias. Se oyeron más chasquidos y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:

—¡Carter, coloca de nuevo la losa! ¡Por el amor de Dios!

El ruego casi infantil de mi compañero era revelador de que se encontraba bajo la influencia de una terrible emoción, lo que me estimuló a actuar.

—¡Resiste, Warren! ¡Voy a bajar!

Pero, ante tal ofrecimiento, la voz de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:

—¡Noooo! ¡No puedes comprenderlo! Es demasiado tarde... la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer por mí.

Su voz cambió de nuevo, esta vez era como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tensa debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.

—¡Corre! ¡Deprisa! Antes de que sea demasiado tarde!

No quise contradecirle, intenté sobreponerme a la parálisis que se había apoderado de mí y quise cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió aún sumergido en un indescriptible terror.

—¡Carter, apresúrate! Ya todo es inútil... tienes que huir... la losa... es mejor uno que dos... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:

—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y sálvate... no pierdas más tiempo... Hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.

El susurro de Warren comenzó a crecer hasta convertirse en un grito. Un grito que también comenzó a crecer hasta convertirse en un alarido que contenía todo el horror de todos los siglos.

—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye, Carter! ¡Huye! ¡Huye!

Otra vez, el silencio. Ignoro durante cuánto tiempo permanecí sentado, estupefacto, susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez, durante aquel interminable lapso de tiempo, susurré, murmuré, llamé y grité:

—¡Warren! ¡Warren, contesta! ¿Estás ahí?

Y entonces llegó hasta mí el horror definitivo, el horror indecible, el impensable, el increíble. Ya he mencionado que parecieron transcurrir siglos después de que Warren me diera su última y desesperada advertencia, y que solo mis propios gritos rompían aquel pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y apreté el oído para escuchar. Grité nuevamente:

—Warren, ¿estás ahí? —y en respuesta escuché aquello que envió una nube oscura sobre mi cerebro.

No trataré de describir la voz que escuché, puesto que las primeras palabras me sacaron de mi estado de consciencia y generaron un vacío mental que se prolonga hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decirle? ¿Que era una voz hueca, profunda, sobrenatural, gelatinosa, incorpórea, remota e inhumana? La escuché y no supe nada más... Ese fue el final de mi experiencia y también el final de mi historia. La oí mientras estaba petrificado en aquel cementerio desconocido, en una hondonada, entre lápidas carcomidas y tumbas en ruinas, entre la exuberante vegetación y vapores miasmáticos... La escuché surgiendo de las infernales profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.

Y lo que dijo fue:

—¡Imbécil, Warren está MUERTO!

The Statement of Randolph Carter: escrito en 1919 y publicado en 1920.

El viejo Bugs12

Tragedia extemporánea

por Marcus Lollius, procónsul de la Galia.

El antro de Sheehan, que adorna uno de los callejones bajos del céntrico distrito ganadero de Chicago, no es justamente un lugar que pudiera llamarse agradable. Su atmósfera, plagada de miles de olores semejantes a los que el señor Coleridge podría haber encontrado en Colonia, apenas sabe lo que son los rayos purificadores del sol y tiene que luchar, para hacerse un lugar, contra las acres humaredas de miles de puros y cigarrillos baratos que cuelgan de los torpes labios de las bestias humanas que rondan en ese lugar de día y de noche. Pero la popularidad del Sheehan no se ve afectada por ello, y hay una razón para que sea de ese modo. Esta resulta obvia para cualquiera que se moleste en olfatear los aromas mezclados que allí se encuentran.

Sobre y entre los humos y el olor a encierro, se percibe un aroma que una vez fue familiar en todo el mundo, pero que ahora se encuentra limitado a las calles ocultas de la vida a causa del decreto de un gobierno benevolente: el olor del fuerte y terrible whisky... un fruto prohibido muy valioso este año de gracia de 1950.

El Sheehan es el lugar más reconocido del tráfico clandestino de licor y de drogas, situación que está revestida de una cierta dignidad que toca incluso a los desaliñados asiduos de ese lugar, pero incluso así, había una persona que quedaba fuera de los límites de esa dignidad, uno que compartía la miseria y suciedad del Sheehan pero no su importancia. Lo llamaban el Viejo Bugs y era el ser más despreciable de un submundo igualmente despreciable. Uno podía tratar de averiguar qué había sido de su vida alguna vez, ya que su lenguaje y ademanes cuando se embriagaba lo suficiente eran lo bastante curiosos como para despertar el interés, sin embargo, era más sencillo determinar qué era… ya que el Viejo Bugs encarnaba, en grado superlativo, esa patética clase de personas que algunos llaman perdedor o marginal. Era imposible determinar su procedencia. Una noche había entrado de forma estrafalaria en el Sheehan, echando espuma por la boca y pidiendo a gritos whisky y hachís, y cuando se lo dieron a cambio de la promesa de hacer trabajos serviles, ya se había quedado allí limpiando los suelos, lavando las escupideras y los baños, y haciendo un centenar de trabajos similares de muy baja condición, a cambio del alcohol y las drogas que necesitaba para mantenerse vivo y cuerdo.

El viejo Bugs hablaba poco y cuando lo hacía era, generalmente, en esa jerga habitual de los bajos fondos, pero de vez en cuando, si se entusiasmaba gracias a una generosa y desmedida dosis de whisky barato, estallaba en cadenas de polisílabos incomprensibles y en fragmentos de sonoras prosas y versos, lo que hacía creer a algunos clientes habituales que el hombre había conocido días mejores. Uno de ellos —un estafador fracasado— solía conversar con él con bastante regularidad, y a tenor de sus palabras, llegó a considerar que en sus días había sido profesor o escritor. Pero la única verdad tangible sobre el pasado del Viejo Bugs era una foto desvaída que llevaba siempre consigo… la fotografía de una joven de facciones nobles y hermosas. A veces la sacaba de su destartalada cartera, desenvolvía con mucho cuidado su envoltura de tela encerada y la contemplaba durante horas con expresión de inefable tristeza y ternura. No era el retrato de alguien a quien se pudiera llegar a conocer en el submundo, sino el de una mujer de buena educación y buena cuna, vestida con ropas livianas de hacía treinta años. Hasta el Viejo Bugs parecía sacado del pasado, ya que su indescriptible vestuario tenía todas las marcas de un tiempo pasado. Él era un hombre muy alto, que sobrepasaba el metro ochenta, aunque sus hombros caídos disimulaban tal altura. Su pelo, de un blanco sucio que caía en mechones, jamás lo peinaba, y en su rostro flaco crecía una espesa y enmarañada barba nunca afeitada, que siempre resultaba incipiente, pero que no llegaba a formar una barba respetable. Sus rasgos tal vez fueron nobles en el pasado, pero ahora mostraba los destructivos efectos de una terrible vida de vicios. En algún momento —quizá en su mediana edad— había sido un tipo gordo, pero ahora estaba terriblemente delgado, con bolsas amoratadas colgando bajo sus ojos lagañosos y también bajo sus mejillas. Visto en conjunto, el Viejo Bugs no ofrecía una estampa agradable.

Tan extraño como su aspecto era el carácter del Viejo Bugs. Solía ser, en verdad, del tipo despojo humano —dispuesto a hacer cualquier cosa a cambio de una dosis de whisky o hachís—, pero por momentos, mostraba el trato que le había ganado su apodo. En esos instantes trataba de erguirse y un cierto fuego encendía sus ojos hundidos. Su porte asumía una gracia y una dignidad inesperadas y las sórdidas criaturas que estaban a su alrededor podían reconocer en él cierta superioridad. Era algo que los volvía menos propensos a propinar los usuales golpes y puñetazos a ese pobre e indefenso criado. En esos breves momentos él podía hacer gala de un humor sarcástico y hablar sobre cosas que hacían pensar a los clientes del Sheehan que era un ser loco e irracional. Pero tales arrebatos pasaban pronto y, nuevamente, el Viejo Bugs volvía a su eterno lavar de suelos y escupideras. De no existir cierto detalle, el Viejo Bugs hubiera sido el esclavo ideal de aquel sistema, y ese detalle era su comportamiento cuando alguien iniciaba a un joven en la bebida.

El viejo se levantaba del suelo, furioso y alterado, lanzando amenazas, advertencias y extraños juramentos, como si fuese animado por una espantosa ansiedad que estremecía a más de una mente drogada en aquella habitación llena de personas. Pero al cabo de un rato, su mente debilitada por el alcohol comenzaba a divagar y con una perturbada risa retornaba nuevamente a la fregona o a los trapos. No creo que ninguno de los clientes del Sheehan olvide nunca el día en que llegó el joven Alfred Trever. Este joven era, sobre todo, un curioso —un joven rico y educado que quería rozar el límite en cualquiera de sus áreas—, al fin y al cabo ese era el estilo de Pete Schultz, el gancho del Sheehan, que sedujo al chico en Wisconsin, en el Lawrence College situado en la pequeña ciudad de Appleton. Trever era hijo de unas personas importantes de la ciudad. Su padre, Karl Trever, era abogado y un ciudadano de renombre, mientras que su madre con su nombre de soltera, Eleanor Wing, había ganado una envidiable reputación como poetisa. El propio Alfred era un poeta de talla y un erudito, aunque lucía desacreditado por su infantil irresponsabilidad. Esta conducta lo hacía una fácil victima para el gancho del Sheehan. El joven era rubio, agraciado y consentido; vivaz y ávido de probar todas las formas de libertinaje que había conocido de oídas y en sus lecturas. En el Lawrence College había sido un miembro destacado de la burlesca fraternidad de Tappa Tappa Keg, donde se destacó por ser el más salvaje y el más alegre de los salvajes y alegres jóvenes transgresores, pero no llegó a sentirse satisfecho con esa inmadura y colegial frivolidad.

Gracias a los libros se enteró de que existían vicios más profundos y quería conocerlos en carne propia. Es posible que su tendencia a ir en contra de las normas fuera estimulada de cierta forma por la represión a la que lo habían sometido en su núcleo familiar, ya que la señora Trever tenía razones personales para aplicar una estricta severidad en la educación de su único hijo. Ella misma se había visto profunda y permanentemente afectada en su juventud a causa del libertinaje de uno con quien estuvo comprometida un tiempo. El joven Galpin, el prometido en cuestión, había sido uno de los hijos más ilustres de Appleton. Habiendo ganado distinción desde niño, gracias a su brillante intelecto, obtuvo fama en la Universidad de Wisconsin. A la edad de veintitrés años volvió a la ciudad para convertirse en profesor del Lawrence College y poner un diamante en el dedo de la hija más bella y admirable de Appleton. Durante tres meses todo fue muy bien hasta que la tormenta estalló sin avisar. Algunos hábitos perniciosos, que tenían su origen en una primera ingesta de licor hecha años antes durante un retiro en los bosques, se manifestaron en el joven profesor y solo una rápida renuncia hizo que se librase de cumplir la condena por ofender los hábitos y la moral de los alumnos bajo su responsabilidad. El compromiso fue roto y Galpin se fue al Este en busca de una nueva vida, pero poco tiempo después, la gente de Appleton supo que había caído en desgracia en la Universidad de Nueva York donde había logrado un puesto como profesor de inglés. El joven Galpin dedicaba su tiempo a la biblioteca y a la lectura, preparaba volúmenes y conferencias sobre múltiples temas relacionados con las belles lettres, mostrando siempre un genio tan destacable que parecía que el público olvidaría sus errores pasados. Sus apasionadas lecturas en defensa de Villon, Poe, Verlaine y Oscar Wilde podían ser aplicadas para él mismo y, durante su corto tiempo de gloria, se llegó a mencionar un nuevo compromiso con una joven de una ilustre familia de Park Avenue. Sin embargo, la tormenta volvió a estallar.

 

Una última caída, comparable a las anteriores, rompió las ilusiones de aquellos que habían creído en la redención de Galpin y el joven cambió de nombre para desaparecer de la vida pública. Algunos rumores lo asociaban con un tal Hasting, cuyo trabajo en el teatro y en el cine atraían cierta atención gracias a la amplitud y profundidad de su erudición, pero el tal Hasting también desapareció de escena y Galpin se convirtió en un nombre que los padres pronunciaban, únicamente, a modo de advertencia. La bella Eleanor Wing se casó pronto con Karl Trever, un joven y próspero abogado, y de su antiguo novio solo guardó el recuerdo suficiente como para poner su nombre a su único hijo, y para dedicarse a orientar a este agraciado y testarudo joven. Sin embargo, pese a toda esa orientación y cuidados, Alfred Trever estaba ahora en el Sheehan a punto de ingerir su primer trago.

—Jefe —gritó Schultz al entrar en aquel maloliente lugar junto a su joven víctima—. Traigo a mi amigo Al Trever, el mejor pupilo de Lawrence, el colegio que está en Appleton-Wisconsin como bien saben. Su padre es un gran abogado y su madre un genio de la literatura. Él quiere conocer la vida tal cuál es y quiere saber a qué sabe el verdadero matarratas… Algunos comienzan jóvenes, tan solo recuerde que es mi amigo y trátelo bien.

Cuando se pronunciaron los nombres Trever, Lawrence y Appleton, los ociosos presentes creyeron percibir algo diferente. Quizá no era más que algún sonido relacionado con el entrechocar de bolas en las mesas de billar o el choque de las botellas que se hallaban en los oscuros fondos del lugar. Tan solo eso o un raro movimiento de las cortinas sucias en alguna de las también sucias ventanas. Pero algunos creyeron que alguien en la habitación había hecho rechinar los dientes y había respirado muy hondo.

—Me alegra conocerlo, Sheehan —dijo Al Trever en un trono de voz tranquilo y cultivado—. Es la primera vez que vengo a un sitio como este, pero soy un estudioso de ciertos asuntos de la vida y no quiero perderme ninguna experiencia. Usted sabe, hay una cierta poesía en este tipo de experiencias … o quizá no lo sabe, pero es igual.

—Joven —contestó el propietario—. Ha venido usted al lugar ideal para conocer lo que es la vida. Aquí tenemos de todo… experiencias reales y placeres. El maldito gobierno puede domesticar a la gente si esta se lo permite, pero no puede detener a una persona si lo que quiere es esto. Amigo, ¿qué es lo que desea, alcohol, coca u otra cosa? Usted no podrá pedir nada que no tengamos aquí.

Los clientes habituales dicen que, en ese momento, se dieron cuenta de que los monótonos y regulares golpes de la fregona habían parado.

—Quiero whisky… ¡Whisky de centeno a la vieja usanza! —exclamó Trever lleno de entusiasmo—. Le digo que estoy muy cansado del agua después de leer sobre las alegres borracheras que se experimentaban en tiempos pasados. No puedo leer las Anacreónticas sin que mi boca se haga agua… ¡y ya me está pidiendo algo más fuerte que el agua!

—Anacreónticas… ¿y qué demonios es eso? —muchos de aquellos aduladores miraron al joven como si estuviera fuera de sí. Pero el estafador les explicó que Anacreonte era un poeta griego que había vivido muchos años atrás y que había escrito acerca de la alegría que podía sentirse cuando todo el mundo era como el Sheehan.

—Veamos, Trever —siguió el estafador—. ¿No dijo Schultz que su madre también es un genio de la literatura?

—Así es, maldita sea —replicó el joven Trever—. ¡Pero ella no es igual que el antiguo escritor de Tebas! Ella es una de esas personas conservadoras y moralistas que se empeña en quitarle a la vida todo su encanto. Una especie aburrida… ¿Nunca ha escuchado hablar de ella? Todo lo que escribe lo firma con su nombre de soltera: Eleanor Wing.

En ese momento el Viejo Bugs dejó caer la fregona.

—Bueno, aquí está lo que querías —anunció jovialmente Sheehan, entrando en la sala con una bandeja llena de botellas y vasos—. Viejo y buen centeno, tan fuerte como no lo encontrarás en todo Chicago.

Los ojos del joven Trever brillaron y sus narices se dilataron ante los vapores que el camarero estaba sirviendo frente a él. Pero a toda su heredada delicadeza aquello le resultaba horriblemente desagradable y repugnante, solo lo sostuvo su determinación de experimentar la vida hasta el fondo y logró mantener una postura decidida. Sin embargo, antes de que pudiera poner a prueba su carácter, ocurrió lo inesperado. El Viejo Bugs, saltando desde el rincón en que había estado hasta entonces, brincó sobre el joven y le arrancó de la mano el provocador vaso, casi al mismo tiempo que atacaba la bandeja de botellas y vasos con su fregona causando que se hicieran añicos sobre el suelo, en una confusión de fluidos aromáticos, botellas y vasos rotos. Hombres, o seres que habían sido hombres, se lanzaron al suelo para lamer los charcos de licor, pero la mayoría de los presentes permaneció inmóvil, observando la inesperada reacción de aquel esclavo y despojo de bar. El Viejo Bugs se alzó erguido ante el sorprendido Trever y le dijo, con voz suave y cultivada:

—No lo haga. Yo fui como usted en otro tiempo y di ese paso. Ahora, solo soy… esto.

—¿Pero qué quiere decirme usted, viejo loco? —dijo Trever—. ¿Qué quiere decir que se atreve a interferir en los placeres de un caballero?

Sheehan, recobrándose de su asombro, avanzó y puso su pesada mano sobre el hombro de aquel viejo infeliz.

—¡Es la última vez, maldito bicho! —exclamó fuera de sí—. Cuando un caballero desea tomar un trago en este lugar, lo hace sin que nadie lo moleste. ¡Por Dios! vete ahora mismo de aquí, antes de que te expulse a patadas.

Pero Sheehan actuó sin tener conocimiento sobre desórdenes psicológicos, ni sobre los efectos de una crisis nerviosa. El Viejo Bugs, sosteniendo firmemente su fregona, comenzó a usarla como la jabalina de un soldado griego y no tardó en abrir un buen espacio a su alrededor, pronunciando mientras lo hacía un palabrerío incoherente en medio del cual podía entenderse:

—…los hijos de Belial, encendidos de vino e insolencia.

La habitación se convirtió en un gran caos y los hombres gritaban, presas de espanto, ante aquel ser siniestro que había despertado. Trever parecía aturdido y, según aumentaba el tumulto, se iba arrimando hacia la pared.

—¡Él no debe beber! ¡ Él no debe beber! —gritaba el Viejo Bugs, mientras parecía que se sumergía y emergía de sus propias frases.

La policía, atraída por el escándalo, apareció en el lugar. Pero durante un largo rato ni se movieron ni hicieron nada. El joven Trever, completamente aterrorizado y curado para siempre de su intensión de ver la vida a través del camino del vicio, se pegó a los uniformados recién llegados. Pensó que si lograba escapar y tomar un tren que lo llevase a Appleton, podía dar por concluida su formación en materia de vicios. En ese momento, sorpresivamente, el Viejo Bugs dejó de agitar su jabalina y se quedó quieto. Se irguió muy recto, más de lo que nadie le había visto antes en aquel lugar.