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Tuvimos mucha suerte con los ejemplares de Bolton, mucha más suerte que con los de Arkham. Aún no hacía ni una semana que nos habíamos instalado cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro y logramos que abriese los ojos con una expresión extraordinariamente lúcida antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo… De haber tenido el cuerpo completo, tal vez habríamos tenido más suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero realizamos tres pruebas más: una fue un fracaso total. En otra, conseguimos un definido movimiento muscular y, en cuanto al tercero, el resultado fue impresionante, se levantó por sí mismo y pronunció un sonido gutural. Después vino un periodo de mala suerte. Bajó el número de entierros y los que ocurrían eran de ejemplares demasiado enfermos —o mutilados— para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las muertes y las circunstancias en las que estas acontecían con un sistemático cuidado.

Sin embargo, una noche de marzo logramos, inesperadamente, un ejemplar que no venía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton tenía denegada la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener sus lógicas consecuencias. Las peleas torpemente dirigidas entre los obreros eran cosa ordinaria, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de poca categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este género, evidentemente, con funestas consecuencias ya que vinieron a buscarnos dos polacos aterrados, rogándonos en un lenguaje casi incomprensible que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Los acompañamos hasta un establo abandonado, donde todavía permanecía un grupo de espectadores extranjeros mirando asustados un cuerpo negro que yacía desmayado en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O’Brien, un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa, y Buck Robinson, “El betún de Harlem”. El negro había sido noqueado y después de un corto examen, nos dimos cuenta de que no se recobraría. Era un ser asqueroso, con apariencia de gorila, unos brazos irregularmente largos que me parecían de forma inevitable patas anteriores y una cara que hacía pensar, irremediablemente, en los indescifrables secretos del Congo y en llamadas de tambor bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió tener peor aspecto en vida, pero el mundo aguanta muchas fealdades. Aquella despreciable gente estaba aterrorizada, ya que no sabían qué podía exigirles la ley si llegaba a conocerse el caso y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis inconscientes temblores —puesto que sabía muy bien sus intenciones— se ofreció a librarlos del cuerpo en secreto….

Había una radiante luna sobre el paisaje sin nieve. Vestimos el cadáver y lo llevamos a casa entre los dos por el campo y las desiertas calles, de la misma forma que transportamos un muerto parecido una terrible noche en Arkham. Nos fuimos a casa por el campo de atrás, metimos el cadáver por la puerta trasera, lo llevamos al sótano y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era irracionalmente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de manera que no nos encontramos con el guardia que hacía vigilancia por aquel distrito.

El resultado fue terriblemente decepcionante. Con su horrenda apariencia, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las sustancias que inyectamos en su negro brazo. De manera que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, repetimos lo mismo que con los otros: lo trasladamos a rastras por el campo hasta la franja de bosque cercana al cementerio de enterramientos anónimos y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la tierra helada nos permitió. La fosa no era demasiado profunda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había erguido y había lanzado un grito. A la luz de nuestras oscuras linternas, lo cubrimos diligentemente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía jamás lo descubriría en un bosque tan sombrío y cerrado. Al día siguiente me sentí inquieto, ya que un paciente me dio la noticia de que se presumía que habían celebrado una pelea y de que había muerto alguien. West, tenía otro motivo de preocupación, por la tarde lo habían convocado para que atendiese un caso que terminó de manera amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había perdido su hijo, un niño de apenas cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había regresado para comer y la mujer presentaba síntomas alarmantes ya que sufría del corazón. Era un histerismo necio, ya que el chico se había ausentado más de una vez, pero los campesinos italianos son asombrosamente crédulos y esta mujer parecía tan afligida por los presentimientos como por los hechos. Hacia las siete de la noche la mujer murió y su delirante marido armó un espantoso escándalo, obstinado en matar a West, a quien culpaba enérgicamente por no haberle salvado la vida. Los amigos lo sujetaron cuando lo vieron sacar un cuchillo, pero West se fue en medio de brutales gritos, maldiciones y amenazas de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado del niño, que ya entrada la noche, aún no había regresado. Se habló de buscarlo en el bosque, pero la mayor parte de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Al final, la tensión nerviosa a que se vio sujeto West fue espantosa sin duda. Lo agobiaba inmensamente pensar en la policía y en el loco italiano.

Alrededor de las once nos retiramos a descansar, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías pasmosamente eficaz pese a ser un pequeño pueblo, y yo no dejaba de pensar en el escándalo que provocaría si se alcanzaba a descubrir lo sucedido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestra labor en la zona… y tal vez, la cárcel para ambos. Me angustiaban los rumores que circulaban acerca del combate de boxeo. Ya pasadas las tres, el brillo de la luna me dio en los ojos, pero me giré sin levantarme para cerrar la persiana. Luego se escucharon unos enérgicos golpes en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, un poco distraído y poco después escuché a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas y tenía en sus manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver advertí que pensaba más en el trastornado italiano que en la policía.

—Será mejor que bajemos los dos —susurró—. No estaría bien no contestar, tal vez sea un paciente… sería muy típico de uno de esos tontos llamar por la puerta de atrás.

Así que bajamos los dos silenciosamente, con un temor por una parte justificado y por otra debido solo al misterio de las primeras horas de la madrugada. Volvieron a llamar un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, cautelosamente corrí el cerrojo y abrí de par en par. Al mostrarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante, West hizo algo muy raro. A pesar del indiscutible peligro de atraer sobre nuestras cabezas una temida investigación policial (cosa que afortunadamente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, repentina, agitada e innecesariamente, disparó las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante, porque no se trataba del italiano ni del policía. Dibujándose horriblemente contra la luna espectral había un ser gigantesco y deforme, inimaginable salvo en las pesadillas. Era una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro, y sucia de sangre coagulada, la cual exhibía entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una pequeña mano.

Reanimador 4: El grito del muerto

Lo que me hizo concebir aquel intenso terror hacia el doctor Herbert West fue el alarido de un muerto, terror que empañó los últimos años de nuestra vida en común. Es normal que algo como el grito de un muerto produzca pánico, ya que evidentemente, no se trata de un hecho agradable ni normal. Pero yo estaba habituado a este tipo de experiencias, por lo que, en esta ocasión, me afectó una cierta situación en particular. Es decir, lo que me asustó no fue el muerto.

Yo era el compañero y ayudante de Herbert West, quien tenía intereses científicos muy alejados de la rutina tradicional de un médico de pueblo. Esa era la causa por la que, al establecer su consulta en Bolton, habíamos escogido una casa cercana al cementerio. Dicho brevemente y sin atenuantes, el único estudio fascinante para West residía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, y estaban orientados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución vivificante. Para realizar estos macabros experimentos era preciso estar permanentemente provistos de cadáveres humanos muy frescos, porque la más minúscula descomposición inutiliza la estructura del cerebro humano. Y descubrimos que la sustancia necesitaba una composición específica, de acuerdo a los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para experimentar, pero estas pruebas no nos llevaron a ninguna parte. West nunca había conseguido su objetivo completamente porque nunca había podido obtener un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vida hubiera cesado muy poco tiempo antes, cuerpos con todas sus células intactas, capaces de recibir de nuevo el impulso hacia esa forma de agitación llamada vida. Mediante repetidas inyecciones, surgían esperanzas de hacer eterna esta segunda vida artificial, pero habíamos investigado que la vida natural ordinaria no respondía a esta acción. Para infundir la vida artificial, la vida nocturna debía quedar extinguida. Los cuerpos debían ser muy frescos, pero estar verdaderamente muertos.

West y yo, habíamos comenzado la terrible investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, intensamente convencidos desde el principio del carácter totalmente mecanicista de la vida. Eso fue hace siete años, sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces, efecto de sus espantosas investigaciones, mostraba algún resplandor en sus fríos ojos azules que descubría el rígido y creciente fanatismo de su carácter. Frecuentemente, nuestras experiencias habían sido espantosas en extremo, a causa de alguna reanimación defectuosa al revestir aquellos trozos de barro de cementerio en un movimiento nocivo, insano y anormal, consecuencia de las diversas variaciones de la solución vital.

 

Uno de los ejemplares había articulado un alarido escalofriante, otro, se había levantado bruscamente, nos había empujado dejándonos sin consciencia y había huido enloquecido antes de que lograran atraparlo y encerrarlo tras las barras del manicomio, y un tercero, una aberración nauseabunda y africana, había emergido de su poco profunda sepultura y había cometido una barbaridad… West había tenido que asesinarlo a tiros. No lográbamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que mostrasen algún rasgo de inteligencia al ser reanimados, de manera que inevitablemente creábamos monstruos innombrables. Era terrible pensar que uno de esos monstruos, o tal vez dos, aun vivían… tal pensamiento nos estuvo inquietando vagamente, hasta que finalmente West desapareció en pavorosas circunstancias.

Pero en el momento del alarido en el laboratorio del sótano de la solitaria casa de Bolton, nuestros temores estaban sometidos al ansia de conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ansioso que yo, de manera que casi me parecía que miraba con avidez el cuerpo de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando comenzó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo había viajado a Illinois para hacer una visita larga a mis padres y a mi regreso encontré a West en un estado de particular euforia. Me dijo emocionado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres planteándolo desde un ángulo enteramente distinto, el de la conservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un nuevo compuesto sumamente original, así que no me asombró que hubiera obtenido resultados, pero me tuvo un poco desorientado sobre cómo podía ayudarnos la nueva mezcla en nuestro trabajo hasta que me relató los detalles, ya que el terrible deterioro de los ejemplares era consecuencia, ante todo, del tiempo transcurrido hasta que llegaban a nuestras manos. Según me daba cuenta ahora, West había visto esto claramente cuando creó un reactivo embalsamador para uso futuro —más que inmediato—, por si la suerte le suministraba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido con el negro aquel de Bolton tras el combate de boxeo, unos años antes. Al final, el destino se nos mostró favorable, de forma que en esta oportunidad alcanzamos a tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya descomposición no había tenido posibilidad de comenzar aún. West no se atrevía a pronosticar qué ocurriría en el momento de la reanimación, tampoco si podíamos esperar una revivificación del cerebro y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestras carreras, por lo que él había conservado este cuerpo nuevo hasta mi regreso con la finalidad de que ambos compartiésemos el resultado de la manera acostumbrada.

West me relató cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre fuerte, un extranjero bien vestido que se acababa de bajar del tren y que se dirigía a las Fábricas Textiles de Bolton a solucionar unos asuntos. Había dado un extenso paseo por el pueblo y al pararse en nuestra casa para preguntar el camino hacia las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un trago y repentinamente cayó muerto un instante más tarde. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como caído del cielo. En su breve conversación el forastero le había dicho que no conocía a nadie en Bolton y después de registrarle los bolsillos, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familiares que pudiera hacer indagaciones sobre su desaparición. Si no lograba devolverlo a la vida, nadie sabría de nuestro experimento. Solíamos sepultar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de sepulturas anónimas. En cambio, si teníamos éxito nuestra gloria quedaría radiante y perpetuamente establecida. De forma que West había inyectado sin retraso, en la muñeca del cadáver, la sustancia que lo mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi parecer haría peligrar el triunfo de nuestro experimento, no parecía inquietar demasiado a West. Esperaba conseguir finalmente lo que no había logrado hasta ahora, reanimar la chispa de la razón y, quizá, devolverle la vida a un ser normal. De manera que Herbert West y yo, nos encontrábamos la noche del 18 de julio de 1910 en el laboratorio del sótano, observando la figura blanca e inmóvil bajo la perturbadora luz de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado asombrosamente positivo, pues al verificar —fascinado— el robusto cuerpo que tenía dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, le pedí a West que me diese pruebas de que estaba realmente muerto. Me las dio de inmediato, recordándome que nunca administrábamos la solución reanimadora sin una serie de escrupulosas pruebas para verificar que no había vida, ya que en caso de subsistir el menor rasgo de vitalidad original, esta no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé sorprendido ante la gran complejidad del nuevo experimento, era tanta, que no quiso dejar el trabajo en otras manos que no fueran las suyas. Tras impedirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una sustancia en la muñeca, cerca del lugar donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Esta, dijo, contrarrestaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación natural, de manera que la solución reanimadora pudiese intervenir libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se notó un cambio y un ligero temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre el rostro espasmódico una especie de almohada, la apretó fuertemente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó definitivamente inmóvil y listo para nuestro experimento de reanimación. Él se dedicó ahora a realizar unas cuantas pruebas finales y definitivas para comprobar la absoluta carencia de vida, pálido y entusiasta se apartó satisfecho y finalmente, inyectó en el brazo izquierdo una dosis concienzudamente medida del elixir vital, preparado en horas de la tarde con más exactitud que nunca desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras aventuras eran nuevas e inseguras. No me es posible relatar la tremenda y aguda incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar verdaderamente fresco, el primero del que, razonablemente, podíamos esperar que abriese los labios y nos hablara quizá, con voz inteligente, lo que había observado al otro lado del insondable abismo.

West era materialista, no creía en el alma y atribuía toda función de la razón a funciones corporales, por consiguiente, no esperaba ninguna declaración sobre aterradores secretos de abismos y cavernas más allá del umbral de la muerte. Yo no discrepaba completamente de su teoría, aunque mantenía vagos e instintivos rastros de la primitiva fe de mis familiares, de manera que no podía dejar de observar el cadáver con cierto recelo y terrible expectación. Además, no lograba borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que escuchamos la noche en que probamos nuestro primer experimento en la solitaria granja de Arkham.

Había pasado muy poco tiempo cuando me di cuenta de que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían tomado un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, llamativamente amplia y arenosa. West, que tenía su mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, de pronto asintió elocuentemente y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo colocado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares temblorosos y a continuación una respiración perceptible y un movimiento evidente del pecho. Observé los ojos cerrados y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque aún sin inteligencia y ni siquiera curiosidad. Impulsado por una fantástica ocurrencia, murmuré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada, unas preguntas sobre otros planos cuyo recuerdo aún podía estar presente. Era el pánico lo que las extraía de mi cabeza, y creo que la última que repetí fue: “¿Dónde has estado?”. Aún no sé si me contestó o no, ya que no salió ningún sonido de su bien formada boca. Lo que sí recuerdo es que en aquel momento creí sólidamente que los delgados labios se movieron levemente, formando sílabas que yo habría interpretado como “solo ahora” si la frase hubiese tenido sentido o alguna correspondencia con lo que le interrogaba. En aquel instante me sentí colmado de alegría, persuadido de que habíamos logrado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había mencionado palabras impulsado claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el triunfo, ninguna duda de que la sustancia había cumplido totalmente su función, al menos de forma transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada… Pero, con ese triunfo me atacó el más grande de los terrores… no a causa del ser que había hablado, sino por el acto que había presenciado, y por el hombre a quien me unían los acontecimientos profesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conocimiento finalmente de forma espantosa, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última circunstancia en la tierra, manoteó delirante en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se derrumbó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo regresar, emitiendo un grito que retumbará eternamente en mi mente atormentada:

—¡Auxilio! ¡Aléjate, pelirrojo maldito... demonio… aparta esa maldita aguja!

Reanimador 5: El horror de las sombras

Muchos hombres han narrado cosas espantosas, no referidas en letra impresa, que ocurrieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Muchas de estas cosas me han hecho palidecer, otras me han producido unas incontenibles angustias, mientras que otras me han hecho temblar y regresar la mirada hacia atrás en la oscuridad. Sin embargo, creo que puedo contar la peor de todas: el aterrador, pavoroso e increíble horror de las sombras.

En 1915 yo estaba de médico con el grado de teniente en un destacamento canadiense en Flandes, siendo uno de los tantos norteamericanos que se adelantaron al gobierno mismo en la gran contienda. No había entrado en el ejército por decisión propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse alistado el hombre de quien yo era un ayudante indispensable: el célebre cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doctor West siempre se había mostrado deseoso de poder prestar servicio como médico en una gran guerra y cuando se presentó la posibilidad, me arrastró con él en contra de mi voluntad. Había razones por los que yo me hubiera complacido de que la guerra nos separase, razones por las que encontraba la compañía de West y la práctica de la medicina cada vez más irritante, pero cuando se fue a Ottawa y logró por medio de la autoridad de un colega una plaza de comandante médico, no pude resistirme a la imperiosa insistencia de aquel hombre resuelto a que lo acompañase en mi aptitud habitual.

Cuando digo que el doctor West siempre estuvo deseoso de poder servir en el campo de batalla, no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni a que desease salvar la civilización. Siempre había sido una calculadora máquina intelectual. Flaco, rubio, de ojos azules y con lentes. Imagino que se reía en secreto de mis ocasionales entusiasmos castrenses y de mis críticas a la apática neutralidad. Sin embargo, había algo en la arruinada Flandes que él quería, y a fin de conseguirlo, tuvo que adoptar semblante militar. Lo que él pretendía no era lo que procuran muchas personas, sino algo concerniente con la rama particular de la ciencia médica que él había logrado ejercer de forma completamente secreta y en la cual había logrado resultados asombrosos y, eventualmente, espantosos. En realidad lo que él quería no era otra cosa que una copiosa provisión de muertos frescos, en cualquier estado de desmembramiento.

Herbert West requería cadáveres frescos porque la investigación de su vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era sabido por la distinguida clientela que había hecho crecer su fama rápidamente, cuando llegó a Boston. En cambio, yo lo conocía muy bien ya que era su amigo más íntimo y su ayudante desde nuestra época en la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la Universidad cuando comenzó sus horribles experimentos, primero con animales pequeños y luego, con cadáveres humanos obtenidos de forma horrenda. Había logrado una solución que inyectaba en las venas de los muertos y si eran bastante frescos, estos reaccionaban de maneras extrañas. Había tenido infinidad de problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo requería un estímulo particularmente apto para él. El pánico lo dominaba cada vez que repasaba los fracasos parciales: seres feroces, resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Un número de estos fracasos habían seguido con vida (uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientras que los otros habían desaparecido) y como él pensaba en las casualidades imaginables aunque prácticamente imposibles, se alteraba a menudo, debajo de su aparente y habitual inmutabilidad. West se había dado cuenta muy rápido de que el requisito esencial para que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que había acudido a la espantosa y abominable táctica de hurtar cadáveres. En la Universidad y cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud en relación a él había sido de hechizada admiración, pero a medida que sus técnicas se hacían más osadas, un cauteloso pavor se fue apoderando de mí. No me agradaba la manera en que miraba a las personas vivas de semblante saludable, luego, aconteció aquella escena de pesadilla en el laboratorio del sótano cuando supe que cierto ejemplar aún estaba con vida cuando West se había apoderado de él. Fue la primera vez que había logrado reavivar la función del pensamiento racional en un cadáver y este éxito, logrado a costa de tal abominación, lo había endurecido totalmente.

 

No me atrevo a mencionar sus métodos durante los siguientes cinco años. Me mantuve a su lado por puro miedo y observé escenas que el habla humana no podría repetir. Gradualmente, alcancé a darme cuenta de que el propio Herbert West era más espantoso que todo lo que hacía… fue entonces cuando entendí rotundamente que su interés científico, en otro tiempo normal, por prolongar la vida había degenerado agudamente en una curiosidad totalmente morbosa y sombría, y en una secreta satisfacción en la visión de los cadáveres. Su interés se transformó en siniestra afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal. Se recreaba con serenidad en aberraciones artificiales ante las que cualquier persona en su sano juicio caería palidecida de asco y de horror. Detrás de su frío intelectualismo, se transformó en un exigente Baudelaire de los experimentos físicos, en un fatigado Heliogábalo de las tumbas. Desafiaba inalterable los peligros y ejecutaba crímenes con impasibilidad. Creo que el momento crítico llegó cuando demostró que podía restituir la vida racional y buscó nuevos espacios que conquistar experimentando en la reanimación de partes amputadas de los cuerpos. Tenía pensamientos extravagantes y originales sobre las características vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos apartados de sus sistemas psíquicos naturales, y obtuvo algunos resultados preliminares aterradores, en forma de tejidos perpetuos, nutridos artificialmente a partir de huevos semiincubados de un lagarto tropical indescriptible. Había dos planteamientos biológicos que deseaba terriblemente establecer: primero, si podía existir algún tipo de conciencia o acción racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos, y segundo, si había alguna clase de relación impalpable, inmaterial, distinta de las células físicas, que articulase las partes quirúrgicamente separadas que anteriormente habían formado un solo organismo vivo. Toda esta labor científica demandaba una pasmosa provisión de carne humana recién muerta… y esa fue el motivo por el que Herbert West participó en la Gran Guerra.

El espantoso y abominable hecho ocurrió una medianoche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún hoy me pregunto si no fue solamente la diabólica ficción de una alucinación. West había levantado un laboratorio particular en el lado este de la residencia que se le había asignado provisionalmente, justificando que deseaba poner en práctica nuevos y substanciales métodos para tratar los casos de mutilación hasta ahora sin solución. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sangrienta mercadería. Jamás pude acostumbrarme a la indiferencia con que él manejaba y clasificaba cierto material. A veces lograba asombrosas maravillas de cirugía en los soldados, pero sus principales complacencias eran de carácter menos público y humanitario y se vio obligado a dar muchas justificaciones sobre los extraños ruidos, aún en medio de aquel revoltijo de condenados, entre los que se escuchaban frecuentes disparos de revólver… cosa común en un campo de batalla, pero completamente anormal en un hospital. Los seres reanimados por el doctor West no tenían las condiciones para gozar de una larga existencia ni ser vistos por un amplio número de espectadores. Además del humano, West usaba mucha cantidad de tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados únicos. Era superior que el material humano para mantener con vida los fragmentos privados de órganos, y ahora, esa era la principal labor de mi amigo. En un rincón oscuro del laboratorio, sobre un extraño mechero de incubación, tenía un gran recipiente tapado, lleno de esa masa celular de reptiles que se multiplicaba y aumentaba de forma espumante y repulsiva.

La noche que estoy narrando teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre robusto físicamente y al mismo tiempo de inteligencia tan elevada, que nos garantizaba un sistema nervioso sensible. Resultaba irónico, porque era el oficial que había contribuido a que se le otorgase a West su destino y que en este momento tenía que haber sido nuestro aliado. Es más, en el pasado había estudiado secretamente la teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y había sido asignado apresuradamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias de la intensificación de la lucha. Hizo el viaje en un avión dirigido por el intrépido teniente Ronald Hill, solo para ser derribado justamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y catastrófica y Hill quedó irreconocible. En cuanto al gran cirujano, el accidente le fragmentó el cerebro casi por completo, aunque el resto de su cuerpo estaba intacto. West se adueño ansiosamente de aquel cadáver inerte que había sido su amigo y compañero de estudios. Me estremecí al observarlo terminar de separar la cabeza, ponerla en el diabólico recipiente de pulposo tejido de reptiles con el fin de conservarla para futuros experimentos, y seguir manejando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió ciertas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza y cerró la espantosa abertura colocando piel de un ejemplar no identificado que había usado uniforme de oficial. Yo sabía lo que intentaba, comprobar si este cuerpo seriamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna muestra de la vida mental que había caracterizado a Eric Moreland Clapman-Lee, en otro tiempo estudioso de la reanimación. Su tronco mudo ahora era espantosamente utilizado para servir como ejemplo.

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