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Herbert West: Reanimador39

Reanimador 1: De la oscuridad

De Herbert West, mi amigo durante el tiempo universitario, y también después, no puedo conversar sino con terror extremo. Terror que no se debe a la extraña manera en que desapareció recientemente, sino que se originó en la naturaleza general del trabajo de su vida, y que alcanzó importancia por primera vez hace más de diecisiete años, cuando estudiábamos el tercer año de nuestra carrera en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham.

Mientras estuvo conmigo, fui su más cercano compañero y lo maravilloso y perverso de sus experimentos me mantuvieron totalmente fascinado. Ahora que ha desaparecido y se ha roto el encanto, mi miedo es mayor. Los recuerdos y las posibilidades son siempre más aterradores que la realidad.

El primer pavoroso acontecimiento durante nuestra amistad fue la mayor impresión que yo había sufrido hasta entonces y me cuesta tener que repetirlo. Ocurrió, como ya mencioné, cuando estábamos en la Facultad de Medicina, donde West ya se había hecho célebre con sus descabelladas teorías sobre la propiedad de la muerte y la posibilidad de conquistarla artificialmente. Sus opiniones, seriamente ridiculizadas por el profesorado y los compañeros, se movían en torno a la naturaleza esencialmente mecanicista de la vida y se referían a la manera de poner a funcionar la maquinaria orgánica del ser humano por medio de una acción química calculada después de fallar los mecanismos naturales.

Con el fin de experimentar diversas sustancias reanimadoras, había matado y sometido a tratamiento a infinidad de conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta transformarse en la persona más irritante de la Facultad. En varias oportunidades había logrado obtener signos de vida en animales teóricamente muertos. En muchos casos, signos violentos de vida. Pero se dio cuenta pronto de que, de ser efectivamente posible, la perfección lo obligaría, necesariamente, a toda una vida dedicada a la investigación. Igualmente vio con claridad que, como la misma solución no obraba del mismo modo en diferentes especies orgánicas, precisaba disponer de seres humanos si quería obtener nuevos y más especializados progresos. Aquí es donde se enfrentó con las autoridades universitarias y le fue retirado el permiso para realizar experimentos, nada menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina, el culto y compasivo doctor Allan Hales, cuyo trabajo a favor de los enfermos es recordada por todos los viejos vecinos de Arkham.

Yo siempre había sido extraordinariamente tolerante con las investigaciones de West, y con frecuencia hablábamos de sus teorías, cuyas desviaciones y consecuencias eran casi infinitas. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico y que la supuesta “alma” es un mito, mi amigo pensaba que la reanimación artificial de los muertos podía depender solo de la condición de los tejidos y que, a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cuerpo totalmente dotado de órganos era apto para recibir mediante un tratamiento adecuado, esa particular condición que conocemos como vida. West comprendía perfectamente que el más leve deterioro de las células cerebrales causado por un instante letal, incluso fugaz, podía perjudicar la vida intelectual y psíquica.

Al comienzo, tenía esperanzas de encontrar un químico capaz de devolver la vitalidad antes de la definitiva aparición de la muerte y solo los infinitos fracasos en animales le habían mostrado que eran incompatibles los movimientos vitales naturales y los artificiales. Entonces adquirió ejemplares extremadamente frescos y les inyectó sus reactivos en la sangre —inmediatamente después de la extinción de la vida—. Este hecho volvió considerablemente más incrédulos a los profesores, ya que dedujeron que en ningún caso se había producido una muerte verdadera. No se detuvieron a considerar el asunto detenida y razonablemente.

Poco después de que el profesorado le impidiese continuar con sus trabajos, West me confió su intención de conseguir ejemplares frescos de una u otra manera y de retomar en secreto los experimentos que no podía efectuar abiertamente. Era terrible escucharle hablar sobre el medio y la forma de conseguirlos. En la Facultad, nosotros nunca habíamos tenido que ocuparnos de reunir ejemplares para las prácticas de anatomía. Cada vez que disminuía el depósito, dos negros de la zona se encargaban de corregir esta deficiencia sin que se les interrogase jamás su origen. West era por entonces joven, delgado y con gafas, de fisionomía delicada, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave, y era extraño escucharlo explicar cómo la fosa común era comparativamente más interesante que el cementerio perteneciente a la Iglesia de Cristo, ya que casi todos los cuerpos de la Iglesia de Cristo estaban momificados, lo cual evidentemente, hacía improbables las investigaciones de West.

Para entonces yo era su vehemente y hechizado auxiliar, y lo ayudé en todas sus disposiciones. No solo en las que concernían a la fuente de provisión de cadáveres, sino también en las referentes al lugar más idóneo para nuestro repugnante trabajo. Fui yo quien sugirió la granja deshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill. Allí, equipamos una habitación de la planta baja como sala de operaciones y otra como laboratorio, cubriéndolas con gruesas cortinas a fin de ocultar nuestras labores nocturnas. El lugar estaba alejado de la carretera y no había casas a la vista. De todas maneras, había que exagerar las precauciones, ya que el más pequeño chisme sobre luces extrañas, que cualquier caminante nocturno hiciera circular, podía resultar desastroso para nuestra labor. Si llegaban a sorprendernos, convenimos decir que se trataba de un laboratorio químico.

Poco a poco equipamos nuestra fatídica guarida científica con equipos comprados en Boston o extraídos a escondidas de la facultad —herramientas cuidadosamente camufladas, a fin de hacerlas irreconocibles, salvo para ojos expertos— y nos equipamos con picos y palas para los abundantes enterramientos que tendríamos que realizar en el sótano. En la facultad había un crematorio, pero un aparato de ese tipo era demasiado oneroso para un laboratorio secreto como el nuestro. Los cuerpos eran siempre un problema… hasta los pequeños cadáveres de cobaya de los ensayos secretos que West efectuaba en el cuarto de la pensión donde vivía.

Como vampiros seguíamos las noticias necrológicas locales, ya que nuestros ejemplares demandaban determinadas condiciones. Lo que necesitábamos eran cadáveres enterrados muy poco después de morir y sin preservación artificial de ningún tipo, preferiblemente, libres de insanas malformaciones y, desde luego, con todos sus órganos. Nuestras mayores esperanzas residían en las víctimas de accidentes. Durante algunas semanas no tuvimos noticias de ningún caso adecuado, aunque conversábamos con las autoridades del depósito y del hospital, aparentando representar los intereses de la facultad. Quizá necesitaríamos permanecer en Arkham durante las vacaciones, en que solo se impartían las limitadas clases de los cursos de verano. Pero finalmente nos sonrió la suerte, pues un día supimos que iban a enterrar en la fosa común un caso prácticamente idóneo: un joven y fornido obrero que se había ahogado el día antes en Summer’s Pond y que había sido enterrado sin dilaciones ni embalsamamientos por cuenta de la ciudad. Esa misma tarde encontramos la nueva sepultura y decidimos comenzar a trabajar poco después de la medianoche.

Fue una labor asquerosa la que emprendimos en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada, aunque en aquella época no teníamos ese miedo particular a los cementerios que nuestras prácticas posteriores nos despertó. Llevamos palas y lámparas de petróleo porque, aunque ya entonces había linternas eléctricas, no eran tan cómodas como esos aparatos de tungsteno de hoy día. El trabajo de exhumación fue lento y miserable —podía haber sido terriblemente poético si en vez de científicos hubiéramos sido artistas— y sentimos consuelo cuando nuestras palas chocaron con la madera. Una vez que la caja de pino quedó totalmente descubierta, West bajó, quitó la tapa, sacó el cuerpo y lo dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de la fosa. A continuación trabajamos esforzadamente para dejar el lugar igual que antes. La tarea nos había puesto algo nerviosos. Sobre todo, el cuerpo rígido y la cara imperturbable de nuestro primer botín, pero nos las ingeniamos para borrar todas las marcas de nuestra visita. Cuando quedó plana la última paletada de tierra, guardamos el cuerpo en un saco de tela y comenzamos el regreso hacia la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.

En una improvisada mesa de disección situada en la vieja granja y bajo la luz de una potente lámpara de acetileno, el cuerpo no ofrecía un semblante demasiado espectral. Había sido un joven fuerte y poco imaginativo, al parecer un tipo vigoroso y popular —complexión ancha, ojos grises y cabello castaño—, un animal saludable, sin complicaciones sicológicas y, probablemente, con unos procesos vitales de lo más sencillos y sanos. Claro está, con los ojos cerrados parecía más dormido que muerto, sin embargo, la versada comprobación de mi amigo borró de inmediato toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había deseado, un muerto verdaderamente ideal, idóneo para la solución que habíamos preparado con meticulosos cálculos y teorías a fin de utilizarla en el organismo humano. Nuestro nerviosismo era enorme. Sabíamos que las oportunidades de lograr un éxito definitivo eran muy lejanas y no podíamos contener un miedo espantoso a las terribles consecuencias de una viable animación parcial. Nos sentíamos especialmente recelosos con lo que estaba relacionado con la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podía haber sufrido un daño en las sutiles células cerebrales con posterioridad a la muerte. En lo personal, yo aún poseía una acostumbrada noción del concepto del “alma” humana y sentía cierto temor frente a los secretos que podía descubrir alguien que retornaba del reino de los muertos. Me preguntaba qué miradas podía haber experimentado este apacible joven, si regresaba plenamente a la vida. Pero mi expectativa no era muy grande, ya que compartía —casi en su totalidad— el materialismo de mi amigo. Él se mostró más sereno que yo al inyectar una buena dosis de su reactivo en una vena del brazo del cadáver y cubrir de inmediato el pinchazo.

 

La espera fue enloquecedora, pero West no perdió la serenidad en ningún momento. De cuando en cuando, colocaba su estetoscopio sobre el ejemplar y aguantaba filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora, notando que no se producía el menor signo de vida, expresó decepcionado que la sustancia era inapropiada, sin embargo, decidió aprovechar al máximo esta oportunidad y probó una modificación de la formula, antes de deshacerse de su lúgubre presa. Esa tarde habíamos hecho una sepultura en el sótano y tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerraduras en la casa, no queríamos correr el más pequeño riesgo de que se produjera un brusco descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni moderadamente fresco la noche siguiente. De modo que transportamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro silencioso huésped a oscuras sobre la losa— y nos pusimos a trabajar en la elaboración de una nueva solución, después de que West comprobara el peso y las mediciones con vehemente cuidado.

El aterrador suceso fue repentino y absolutamente inesperado. Yo estaba agregando algo de un tubo de ensayo a otro y West se hallaba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en esta construcción sin instalación de gas— cuando del espacio que habíamos dejado a oscuras surgió la más espantosa y demoníaca sucesión de gritos jamás escuchada por ninguno de los dos. No habría sido más espeluznante el caos de alaridos si el infierno se hubiese abierto para dejar escapar la angustia de los condenados, ya que en aquella pasmosa disonancia se concentraba el máximo terror y desesperación de la presa animada. No podían ser humanos —un hombre no puede emitir gritos como esos— y sin pensar en la labor que estábamos realizando, ni en el riesgo de que lo descubrieran, los dos saltamos por la ventana más cercana como animales horrorizados, derribando tubos, lámparas y matraces y escapando alocadamente en la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos arrebatadamente hacia la ciudad, aunque al alcanzar las afueras adoptamos una postura más contenida… la suficiente como para transitar como un par de juerguistas trasnochadores que vuelven a casa después de un festín.

No nos separamos, sino que nos protegimos en la habitación de West y allí estuvimos conversando, con la luz de gas encendida, hasta que se hizo de día. A esa hora nos habíamos tranquilizado un poco discutiendo teorías probables y proponiendo ideas prácticas para nuestra investigación, de modo tal que logramos dormir todo el día en lugar de asistir a clase. Pero esa tarde publicaron dos artículos en el periódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada de Chapman se había incendiado inexplicablemente, quedando reducida a un simple montón de cenizas —eso lo entendíamos ya que habíamos volcado la lámpara—. El otro informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común, como removiendo la tierra inútilmente y sin herramientas —esto nos resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda—.

Y durante diecisiete años, West estuvo mirando sobre su hombro quejándose de que le parecía escuchar pasos detrás de él. Ahora él ha desaparecido.

Reanimador 2: El demonio de la peste

Jamás olvidaré aquel horrible verano hace dieciséis años, en que, como un demonio perverso de las moradas de Eblis, se generalizó, disimuladamente, el tifus por toda Arkham. Muchos recapitulan ese año por dicho flagelo mortal, ya que un auténtico terror se derramó, con membranosas alas, sobre los ataúdes acumulados en el cementerio de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, hay un horror aún mayor que viene de esa época, un horror que solo yo conozco, ahora que Herbert West no habita en este mundo.

West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y mi amigo había adquirido gran reputación debido a sus experimentos orientados a la revivificación de los muertos. Tras la científica carnicería de incontable bestezuelas, la bestial labor quedó aparentemente prohibida por orden de nuestro desconfiado decano, el doctor Allan Halsey, pero West había continuado haciendo ciertas pruebas secretas en la lúgubre pensión donde vivía, y en una espantosa y terrible ocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la fosa común, llevándolo a una granja situada al lado opuesto de Meadow Hill. En aquella ocasión, yo estuve con él y lo vi inyectar en las venas exangües la sustancia que según él, devolvería en cierta manera los procesos químicos y físicos. El experimento había finalizado terriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a imputar a nuestros sobreexcitados nervios. Después de eso, West no fue capaz de liberarse de la angustiosa sensación de que lo seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco. Estaba claro que para restablecer las condiciones mentales normales, el cadáver debía ser verdaderamente fresco. Por otra parte, el incendio de la vieja casona nos había imposibilitado enterrar el ejemplar. Habría sido deseable tener la seguridad de que estaba sepultado bajo tierra.

Después de esa experiencia, West dejó sus investigaciones durante cierto tiempo, pero lentamente recobró su inquietud de científico nato y volvió a molestar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de taxidermia y ejemplares humanos frescos para un trabajo que él consideraba tan enormemente importante. Pero sus ruegos fueron totalmente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue rigurosa y los demás profesores reafirmaron el veredicto de su superior. En la teoría base de la reanimación solo veían incongruencias inmaduras de un joven fanático cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían imaginar el poder supranomal “casi diabólico” del cerebro que hospedaba en su interior. Aún lo veo como era en ese momento y me estremezco. Su rostro se volvió más severo, aunque no más viejo. Y ahora Sefton es responsable de la desgracia y West ha desaparecido.

West se enfrentó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro último año de carrera, en una discusión que le trajo menos prestigio a él que al compasivo decano en lo que a caballerosidad se refiere. West afirmaba que este hombre se mostraba infundada y desatinadamente grande y que deseaba comenzar su obra mientras tenía la oportunidad de usar las excepcionales instalaciones de la facultad. Era terriblemente indignante e incomprensible para un joven con el temperamento lógico de West, que los profesores apegados a la tradición, desconociesen los singulares resultados obtenidos en animales e insistieran en negar la posibilidad de la reanimación. Solo una mayor madurez podía ayudarlo a comprender las restricciones mentales crónicas del tipo “doctor-profesor”, resultado de generaciones de puritanos mediocres, a veces bondadosos, conscientes, afables y corteses, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más misericordioso con estas personas rudimentarias aunque de alma grande, cuyo defecto esencial es en realidad la timidez, y las cuales reciben, definitivamente, el castigo del escarnio general por sus pecados intelectuales, su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzahísmo, y por toda clase de sabbatarianismo y leyes aparatosas que practican. El joven West, a pesar de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía muy poca paciencia con el buen doctor Halsey y sus colegas eruditos y alimentaba una aversión cada vez más grande, acompañada de su deseo de demostrar la autenticidad de sus teorías a estas lerdas dignidades de alguna manera impresionante y dramática. Y, como la mayoría de los jóvenes, se entregaba a enredados sueños de venganza, triunfo y espléndida indulgencia final. Y entonces surgió el azote, cáustico y mortal de las grutas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando comenzó, aunque continuamos en la Facultad haciendo un trabajo adicional del curso de verano, de manera que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia diabólica en toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos facultados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos furiosamente requeridos a incorporarnos al servicio público, cuando aumentó el número de los afectados.

La situación se hizo casi incontrolable y las muertes se producían con demasiada frecuencia para que los comercios funerarios de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de todas ellas. Los entierros se realizaban en rápida sucesión, sin ninguna preparación y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba repleto de ataúdes de muertos sin embalsamar. Este hecho no dejó de tener su efecto en West, que con frecuencia pensaba en la ironía de la situación, tantísimos ejemplares frescos y sin embargo ¡ninguno servía para sus investigaciones! Estábamos desesperadamente abrumados de trabajo y la terrible tensión mental y nerviosa hundía a mi amigo en nocivas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban sumergidos en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada y todos los doctores adscritos a ella auxiliaban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, se distinguía sobre todo por su abnegación, dedicando todo su gran conocimiento, con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el peligro que representaban o por juzgarlos perdidos. Antes de finalizar el mes, el valiente decano se había convertido en héroe popular, aunque él no parecía tener conocimiento de su fama y luchaba para evitar su derrumbe por agotamiento físico y nervioso. West no podía menos que admirar la fortaleza de su enemigo, pero precisamente por esto estaba más resuelto aún a demostrarle la autenticidad de sus extrañas teorías. Una noche, aprovechando el desorden que reinaba en el trabajo de la Facultad y en las normas sanitarias del municipio, se las ingenió para introducir disimuladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y en mi presencia le inyectó una nueva variante de su solución. El cadáver efectivamente abrió los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techo con expresión de concentrado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz de arrancarlo. West mencionó que no era suficientemente fresco, el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esta vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de quemar los despojos y West no consideró recomendable repetir esta utilización ilícita del laboratorio de la facultad.

El auge de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de perecer, en cuanto al doctor Halsey, murió el día catorce. Todos los estudiantes concurrieron a su precipitado funeral el día quince y compraron una impresionante corona, aunque casi la ahogaban las demostraciones enviadas por los ciudadanos nobles de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acto público, puesto que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del entierro, nos quedamos bastantes deprimidos y pasamos la tarde en el bar de la Casa Comercial, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal contrincante, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus trascendentes teorías. Al oscurecer, la mayoría de los estudiantes volvieron a sus casas o se incorporaron a sus diversas ocupaciones, pero West me persuadió para que lo ayudase a “sacar provecho de la noche”. La casera de West nos vio entrar en la habitación cerca de las dos de la madrugada, acompañados por un tercer hombre y le dijo a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido bastante bien. Aparentemente, la amargada patrona tenía razón, pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos oriundos de la habitación de West, cuya puerta tuvieron que derribar para hallarnos a los dos inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de frascos e instrumentos regados a nuestro alrededor. Solo la ventana abierta indicaba qué había sido de nuestro agresor y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido después del gran salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron algunas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras acumuladas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus indagaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen de inmediato en la amplia chimenea. En la policía, declaramos desconocer por completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con cierto nerviosismo que se trataba de un simpático extranjero al que habíamos conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y, West y yo, no deseábamos que detuviesen a nuestro conflictivo compañero.

 

Esa misma noche fuimos testigos del comienzo del segundo horror de Arkham. Horror que para mí, iba a empequeñecer a la misma epidemia. El cementerio de la Iglesia de Cristo fue lugar de un horrible asesinato, un vigilante había muerto por desgarraduras, no solo de forma indescriptiblemente espantosa, sino que se dudaba de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se investigó al director de un circo apostado en el vecino pueblo de Bolton, pero este aseguró que ninguno de sus animales se había escapado de su jaula. Quienes hallaron el cadáver notaron un rastro de sangre que llevaba a una tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se desviaba en dirección al bosque, pero se perdía de inmediato.

La noche siguiente, los demonios bailaron sobre los tejados de Arkham, y una locura desenfrenada aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad transitaba suelta una maldición, de la que algunos decían que era más grande que la peste y otros susurraban que era el espíritu encarnado del mismo demonio. Un ser abominable entró en ocho casas esparciendo la roja muerte a su paso… El silencioso y sádico monstruo dejó atrás un total de diecisiete cadáveres y huyó después. Algunas personas que lograron verlo en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono deforme o como un monstruo antropomorfo. No había dejado a nadie entero de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El número de víctimas llegaba a catorce, las otras tres las había encontrado muertas al entrar en sus casas, víctimas de la enfermedad.

La tercera noche, los delirantes grupos dirigidos por la policía lograron atraparlo en una casa de la Calle Crane, cerca del campus universitario. Habían organizado la búsqueda con toda minuciosidad, manteniendo el contacto a través de puestos voluntarios telefónicos y cuando alguien del área de la Universidad avisó que había escuchado arañazos en una ventana cerrada, enviaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la prevención general no hubo más que otras dos víctimas y la captura se realizó sin más incidentes. La criatura fue contenida finalmente por una bala aunque no terminó con su vida y fue llevada al hospital local, en medio de la furia y la aversión generales, porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro a pesar de sus ojos mugrientos, su silencio simiesco, y su demoníaco salvajismo. Le cerraron la herida y lo llevaron al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra los muros de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente a causa del cual huyó en condiciones de las cuales a nadie le gusta mencionar. Lo que más desagradó a quienes lo apresaron en Arkham fue que, al asearle la cara a la sanguinaria criatura, observaron en ella un parecido increíble y ridículo con el mártir sabio y abnegado al que habían sepultado hacía tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.

Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repulsión y el horror fueron indecibles. Aun esta noche me estremezco, mientras pienso en todo ello, y tiemblo aún más de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendas:

—¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

Reanimador 3: Seis disparos a la luz de la luna

No es común descargar los seis disparos de un revólver a toda prisa cuando solo uno habría sido suficiente, pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran comunes. No es frecuente, por ejemplo, que un médico recién graduado de la Universidad se vea obligado a esconder las razones que lo llevan a elegir determinada casa y consulta, sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando ambos obtuvimos el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y tratamos de disminuir nuestra pobreza estableciéndonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en disimular que habíamos seleccionado nuestra casa por su aislamiento y su cercanía al cementerio.

Un deseo de soledad de este tipo rara vez adolece de motivos y como es natural, nosotros también los teníamos. Nuestras necesidades se debían a un trabajo rotundamente impopular. Exteriormente éramos tan solo médicos, pero por debajo de nuestra túnica había razones de mayor y terrible importancia, ya que lo básico en la vida de Herbert West era la investigación en las negras y prohibidas áreas de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida y devolver la animación eterna al frío barro del cementerio. Una búsqueda de esta especie requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos muy recientes, y para mantenerse provisto de tales elementos indispensables, uno debe existir discretamente y no muy alejado de un lugar de enterramientos anónimos.

West y yo nos habíamos conocido en la Universidad y fui el único que congenió con sus pavorosos experimentos. Gradualmente me había transformado en su inesperado ayudante y ahora que dejábamos la Universidad teníamos que continuar juntos. No era factible que dos doctores encontraran salida juntos, pero finalmente, por referencias de la Universidad, se nos facilitó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, sede de la Universidad. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic y sus políglotas operarios no han sido nunca pacientes agradables para los médicos de la zona. Buscamos nuestra casa con mucho cuidado y acogimos finalmente un edificio ruinoso, cercano al final de la Calle Pond, a cinco bloques de nuestro vecino más cercano y separado del cementerio tan solo por una prolongación de terreno cortado por una delgada franja de espeso bosque que hay al norte. Esa distancia era mayor de lo que hubiéramos querido, pero no encontramos una casa más cercana, a menos que nos hubiésemos situado al otro lado del prado, lo que quedaba muy distante de la zona industrial. Pero no estábamos demasiado molestos ya que no teníamos vecinos entre nosotros y nuestra macabra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos acarrear nuestros silenciosos ejemplares sin que nadie nos incomodase. Nuestro trabajo fue sorpresivamente cuantioso desde el principio mismo. Lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los doctores jóvenes y lo bastante abundante para resultar un fastidio y una molestia para aquellos estudiosos cuyo interés verdadero estaba en otra cosa. Los obreros de las fábricas eran de inclinación algo revoltosas, así que además de sus profusas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y disputas nos daban mucho trabajo. Pero lo que efectivamente retenía nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos ubicado en el sótano. Un laboratorio con su larga mesa bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo los diversos elixires de West en las venas de los cadáveres que conseguíamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de tropezar con algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haber sido interrumpidos por ese fenómeno que llamamos muerte, pero tropezaba con los más horrendos obstáculos. La solución debía tener una composición especial de acuerdo con los distintos tipos: la que se usaba para los conejillos de Indias no servía para los seres humanos y cada tipo demandaba sensibles alteraciones. Los cuerpos tenían que ser extraordinariamente frescos, dado que una leve descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el problema más grande estaba en obtener cadáveres suficientemente frescos… West había tenido horribles experiencias con cadáveres de dudosa calidad, durante sus investigaciones secretas en la Universidad. Los resultados de una animación parcial o imperfecta eran mucho más aterradores que los fracasos totales y los dos teníamos pavorosos recuerdos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión diabólica en la deshabitada granja de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de experimentar una oculta amenaza y West, que en casi todos los aspectos era un frío autómata, científico, rubio y de ojos azules, declaraba a menudo, con cierto estremecimiento, que le parecía ser víctima de una disimulada persecución. Tenía el sentimiento de que lo seguían, una ilusión mental originada por sus trastornados nervios y aumentada por el innegablemente perturbador hecho de que al menos uno de nuestros tres cadáveres reanimados aún seguía vivo. Se trataba de un ser aterrador y carnívoro, que permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro además, el primero, cuyo destino preciso nunca lo llegamos a saber.