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Más tarde, recuerdo que comencé a correr con la pala en la mano. Fue una carrera pavorosa por el campo lleno de montículos alumbrados por la luna y los inclinados precipicios cubiertos de monte de las colinas, saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la espantosa mansión Martense. Recuerdo que cavé descabelladamente por todo el sótano invadido de espinos, cavé intentando descubrir el núcleo y el centro del perverso universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al encontrar el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía un espeso matorral y reflejaba extrañas sombras a la luz de la única vela que, casualmente, llevaba conmigo. Aún no sabía qué se ocultaba en aquella infernal colmena, en espera de que un trueno lo despertara. Habían muerto ya dos entidades y tal vez no había más. Pero aún experimentaba en mí la fuerte determinación de llegar hasta el más profundo secreto del terror, que nuevamente me parecía definido, material y orgánico. Mi duda entre examinar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o intentar reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue obstaculizada un momento después por una repentina ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó totalmente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su brillo a través de las grietas y aberturas que había sobre mí y con una sensación de alarma o presentimiento escuché que se aproximaba el rumor siniestro y revelador de una tormenta. Una indeterminada asociación de ideas se apoderó de mi mente, haciéndome retroceder a tientas hacia el punto más alejado del sótano. Sin embargo, mi vista no se separó ni un solo instante de la terrible abertura en la base de la chimenea y empecé a distinguir ligeramente los ladrillos y la maleza, a medida que los distantes relámpagos lograban atravesar la espesura exterior y colarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me invadía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o tal vez no había nada ya que pudiese surgir? Orientado por el resplandor de un relámpago, me situé detrás de un espeso matorral desde donde podía ver la abertura sin revelar mi presencia.

Si el cielo es compasivo, algún día borrará de mi mente la escena que presencié y me permitirá vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir durante la noche y tengo que ingerir sedantes cuando truena. Inesperadamente, aquello emergió de pronto. Salió un demonio con un jadeo infernal y un gruñido sofocado, huyendo como una rata de los profundos e inimaginables abismos. Luego, del agujero de la chimenea surgió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo repugnante, engendro nocturno de putrefacción orgánica, devastadoramente más espantosa que los más negros conjuros de la locura y una enfermedad mortal. Bullía, hervía, subía, borboteaba como una baba de reptiles, se contorsionaba al brotar del boquete, esparciéndose como un contagio séptico manando del sótano hacia todas las salidas. Desbordándose por el maldito y tenebroso bosque para verter en él el pavor, la locura y la muerte. Solo Dios sabe cuántos eran... miles tal vez. Resultaba aterrador verlos emerger en esas cantidades bajo la luz intermitente de los relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos observar como seres separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos, monstruosas y diabólicas caricaturas de la raza de los monos. Eran terriblemente mudos, apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados giró con la destreza de una larga práctica y calmó su hambre en un compañero más débil. Los otros se abalanzaron sobre los restos y los engulleron con babeante satisfacción. Acto seguido, a pesar de mi perturbación, consecuencia de mi repugnancia y mi miedo, ganó mi curiosidad morbosa y cuando la última de las monstruosidades salió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando la detonación con los truenos.

Estrepitosas, resbaladizas sombras torrenciales de viscosa locura persiguiéndose por los infinitos y sangrientos corredores de cielo púrpura y brillante... fantasmas deformes y mutaciones caleidoscópicas de un terrorífico y recordado escenario, bosques de monstruosos e hinchados robles cuyas raíces se tuercen como serpientes y absorben el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales. Tentáculos que surgen a tientas de núcleos subterráneos, dotados de pulposa perversión. Trastornados relámpagos por encima de muros diabólicos cubiertos por una hiedra perversa y arcadas demoníacas ahogadas por una vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme otorgado el instinto que me llevó de modo inconsciente a lugares donde viven los hombres, el pueblo pacífico que dormía bajo las apacibles estrellas de despejados cielos. Al cabo de una semana me había recobrado bastante como para pedir de Albany un grupo de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la cima entera de la Montaña de las Tempestades, bloquearan todas las madrigueras, y derribaran determinados árboles hinchados cuya sola existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo ese trabajo, logré dormir un poco aunque jamás alcanzaré el verdadero descanso mientras recuerde el execrable secreto del horror oculto. Me seguirá obsesionando, porque ¿quién sabe si ha sido completa la exterminación y si no existirán fenómenos similares en el resto del mundo? ¿Quién, sabiendo lo que yo sé, puede pensar en las cuevas desconocidas de la tierra sin sufrir terribles pesadillas ante las futuras posibilidades? No puedo asomarme a un pozo ni a una entrada de metro sin temblar. ¿Por qué el doctor no me da algo que me permita dormir o me calme, de verdad, el cerebro cuando truena?

Lo que vi bajo el brillo de los relámpagos, tras dispararle al ser indescriptible, fue tan simple que casi transcurrió un minuto antes de tener conciencia y caer en un estado de delirio. Era un ser repugnante, un gorila blancuzco y mugriento, de colmillos afilados y amarillentos, y pelo enmarañado, el último resultado de una degeneración mamífera. El espantoso resultado del aislamiento, la multiplicación y la alimentación caníbal en la superficie y en el subsuelo. La encarnación de todo lo que gruñe, de todo lo caótico que, pavoroso, vigila detrás de la vida. Me había visto al morir, y vi en sus ojos la misma extraña expresión de aquellos otros ojos que me habían visto en el subsuelo, agitando en mi interior nublados recuerdos. Uno de los ojos era azul y el otro castaño. Eran los ojos disimiles que la vieja leyenda atribuía a los Martense. Y en una asfixiante tragedia de indecible horror, alcancé a comprender qué había ocurrido con la terrible casa de los Martense y la desaparecida familia... enloquecida por las tormentas.

The Lurking Fear: escrito en 1922 y publicado en 1923.

El sabueso38

En mis atormentados oídos resuenan continuamente un chirrido y un aleteo de pesadilla, también un corto y lejano ladrido como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño… y estoy seguro que tampoco es locura, ya que son muchas las cosas que me han ocurrido para que pueda permitirme esas compasivas dudas.

St. John es un cadáver despedazado, solo yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la tapa de los sesos por temor a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e infinitos pasillos de la terrible fantasía vaga Némesis, la diosa de la negra y amorfa venganza que me lleva a aniquilarme a mí mismo.

¡Que perdone el cielo la demencia y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan terrible suerte! Cansados ya de los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los encantos del romance y de la aventura pierden apresuradamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todas las tendencias estéticas e intelectuales que ofrecían terminar con nuestro insufrible aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas, en su época, también fueron nuestros, pero cada moda nueva perdía demasiado pronto su seductora novedad.

Nos apoyamos en la oscura filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando gradualmente la profundidad y el fatalismo de nuestras investigaciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse insoportables, hasta que al final no hubo más camino ante nosotros que el de los estímulos directos inducidos por experiencias anormales y aventuras “personales”. Aquella terrible necesidad de emociones nos llevó eventualmente por el infame sendero que, incluso en mi actual estado de desesperación, señalo con vergüenza y timidez: el infame camino de los saqueadores de tumbas.

No puedo dar los detalles de nuestras sorprendentes expediciones, ni tampoco catalogar —en parte— el valor de los botines que engalanaban el anónimo museo que dispusimos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin servidumbre. Nuestro museo era un lugar profano, increíble, donde con el depravado gusto de neuróticos dilettanti habíamos agrupado un universo de horror y putrefacción para estimular nuestras depravadas sensibilidades. Era un lugar secreto, subterráneo, donde unos grandes demonios alados, esculpidos en basalto y ónice, vomitaban por sus abiertas bocas una peculiar luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías escondidas hacían llegar hasta nosotros los aromas que nuestro estado de ánimo apetecía. A veces, el aroma de empalidecidos lirios fúnebres, a veces el hipnótico incienso de unos funerales en un supuesto templo oriental, y a veces —¡cómo me altero al recordarlo!— la asquerosa fetidez de un féretro descubierto.

Alrededor de los muros de aquella repelente estancia había tumbas de viejas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían apariencia de vida —magníficamente embalsamados por el arte del nuevo taxidermista— y con lápidas mortuorias extraídas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas celdillas guardaban cráneos de todas las formas y conservadas cabezas en diferentes fases de descomposición. Allí, podían encontrarse las descompuestas y calvas coronillas de famosos nobles y las delicadas cabecitas doradas de niños recién enterrados.

 

Allí, había estatuas y cuadros, todos de temas perversos y muchos realizados por St. John y por mí mismo. Una carpeta cerrada, encuadernada con piel humana curtida, guardaba algunos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no había osado publicar. También había asquerosos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los que St. John y yo a veces producíamos disonancias de exquisita anormalidad y perversa lividez, y en una gran cantidad de armarios de caoba reposaba la más extraordinaria compilación de objetos sepulcrales nunca antes reunidos por la locura y perversión humanas. Sobre esa colección debo guardar un particular silencio. Afortunadamente, tuve el coraje de destruirla mucho antes de pensar en eliminarme a mí mismo.

Las expediciones, durante las cuales acumulábamos nuestros indignos tesoros, eran siempre gloriosos acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares monstruos, sino que trabajábamos exclusivamente bajo determinadas condiciones de ánimo, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos entretenimientos eran para nosotros la forma más elevada de expresión estética y dábamos a sus detalles un escrupuloso cuidado técnico. Una hora inoportuna, un efecto pobre de luz o un manejo torpe del húmedo pasto, dañaban para nosotros la sensación de éxtasis que acompañaba a la exhumación de algún siniestro secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de escenarios desconocidos y condiciones excitantes era ardiente e insaciable. St. John comenzaba siempre la marcha, y fue él quien encontró el lugar maldito que arrojó sobre nosotros un pavoroso e inevitable destino.

¿Qué terrible destino nos llevó hasta aquel espantoso cementerio holandés? Creo que fue el tenebroso rumor, la leyenda sobre alguien que llevaba cinco siglos enterrado allí, alguien que en su momento fue un saqueador de tumbas y había hurtado un inestimable objeto de la sepultura de un poderoso. Recuerdo la circunstancia en aquellos momentos finales, la leve luna otoñal sobre las tumbas, proyectando largas y horribles sombras, los grotescos árboles, cuyas ramas caían tristemente hasta unirse con el abandonado césped y las arruinadas losas, las oleadas de murciélagos volando contra la luna, la vieja capilla cubierta de hiedra y apuntando con un sombrío dedo al pálido cielo, los centelleantes insectos que bailaban como fuegos fatuos bajo el techo de un retirado rincón, el olor a moho, a vegetación y a cosas menos reconocibles que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna nativa de lejanos mares y pantanos, y lo peor de todo, el triste ladrido de algún inmenso sabueso al que no lográbamos ver ni ubicar de un modo preciso. Al escucharlo nos estremecimos, evocando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de encontrar hacía siglos que había sido hallado en aquel mismo sitio, despedazado por las garras y los colmillos de un abominable animal.

Recuerdo cómo excavamos la tumba del monstruo con nuestras palas y cómo nos impresionamos ante la imagen de nosotros mismos, el sepulcro, la pálida luna vigilante, las espantosas sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la vieja capilla, los curiosos fuegos fatuos, los repugnantes olores, la acongojada brisa nocturna y el curioso aullido de cuya verdadera existencia apenas podíamos estar seguros.

Después de un rato, nuestras palas chocaron contra un objeto duro y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma alargada. Era increíblemente fuerte, pero tan vieja que finalmente logramos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.

Mucho —sorprendentemente— era lo que permanecía de aquel cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. La osamenta, aunque aplastada en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había causado la muerte, se mantenía unida con asombrosa firmeza y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus grandes dientes y sus cuencas vacías, en las cuales habían resplandecido unos ojos con una fiebre similar a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de extraño diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del difunto. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino y estaba delicadamente tallado al antiguo estilo oriental en un pequeño fragmento de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente desagradable, sugerente de muerte, bestialidad y odio. Alrededor de su base tenía una inscripción en unos signos que ni St. John ni yo logramos identificar y en el fondo, como un sello de fábrica, había grabado un grotesco y extraordinario cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo, que ese tesoro era claramente nuestro botín. Inclusive, en el caso que nos hubiera resultado totalmente desconocido lo hubiéramos querido, pero al observarlo más de cerca nos percatamos de que nos resultaba algo familiar. En realidad, era algo ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores sanos y equilibrados, pero nosotros logramos reconocer en el amuleto aquello que mencionaba el prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred: el terrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inalcanzable Leng en el Asia Central. No nos costó ningún esfuerzo encontrar los siniestros rasgos referidos por el antiguo demonólogo árabe, unos rasgos obtenidos de alguna tenebrosa manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron humillados y devorados después de muertos.

Apropiándonos del objeto de jade verde, dimos una última mirada al siniestro cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos hallado. Mientras nos largábamos rápidamente del terrible lugar con el amuleto robado en el bolsillo de St. John. Nos pareció observar que los murciélagos bajaban en tropel hacia la tumba que acabábamos de profanar, como si quisieran encontrar en ella algún asqueroso alimento, pero la luna de otoño brillaba muy lánguidamente y no logramos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para volver a nuestra morada, nos pareció escuchar el leve y remoto aullido de algún gran sabueso. Pero el viento de otoño aullaba tristemente y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después, de nuestro regreso a Inglaterra, comenzaron a ocurrir cosas muy inusuales. St. John y yo vivíamos como cautivos, sin amigos, solos y en algunas habitaciones de una vieja mansión. Era una zona pantanosa y poco visitada, de modo que en nuestra puerta muy raramente sonaba la llamada de algún visitante.

Sin embargo, ahora estábamos preocupados por lo que parecía ser una constante fricción en medio de la noche, no solo alrededor de las puertas sino también alrededor de las ventanas, igual en las de la planta baja que en las de los pisos altos. En una oportunidad imaginamos que un cuerpo abultado y opaco ensombrecía la ventana de la biblioteca cuando la luna resplandecía contra ella, y en otra ocasión creímos escuchar un aleteo no muy lejos de la casa. Una meticulosa investigación no nos dejó descubrir nada y comenzamos a imputarle esos hechos a nuestra imaginación, aún turbada por el suave y lejano aullido que nos pareció haber escuchado en el cementerio holandés. El amuleto de jade ahora reposaba en una celdilla de nuestro museo y a veces prendíamos una vela inexplicablemente aromatizada frente a él. En el Necronomicón de Alhazred leímos mucho sobre sus propiedades y sobre las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos perturbados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19… escuché una llamada en la puerta de mi habitación. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a pasar, pero solo me contestó una pavorosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le narré lo ocurrido, expresó una absoluta ignorancia del hecho y se tornó tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre los pantanos solitarios se convirtió en una aterradora realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en nuestro museo, oímos un cuidadoso arañar en la única puerta que llevaba a la escalera oculta de la biblioteca. Nuestro sobresalto aumentó, ya que, además de nuestro miedo a lo desconocido, siempre nos había inquietado la posibilidad de que nuestra rara colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos aproximamos a la puerta y la abrimos repentinamente de par en par. Se produjo una inusual corriente de aire y escuchamos, como si se alejara atropelladamente, una rara mezcla de murmullos, risitas entre dientes y silabeos articulados. En ese momento no intentamos descubrir si estábamos locos, si soñábamos o si estábamos frente a una realidad. De lo único que sí nos percatamos, con la más oscura de las aprensiones, fue que los balbuceos figuradamente incorpóreos habían sido pronunciados en idioma holandés.

Después de aquello experimentamos un progresivo horror mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos aferrábamos a la teoría de que estábamos desvariando a causa de nuestra vida de exaltaciones anormales, pero a veces nos satisfacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y sentirnos víctimas de alguna oculta y abrumadora fatalidad. Las extrañas manifestaciones eran ahora demasiado frecuentes para ser narradas. Nuestra solitaria casa lucía pasmosamente viva con la presencia de algún ser siniestro cuya naturaleza no podíamos distinguir y cada noche aquel perverso aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más nítido y audible. El 29 de octubre hallamos debajo de la ventana de la biblioteca, en la tierra blanda, una serie de huellas de pisadas absolutamente imposibles de describir. Eran tan desconcertantes como las bandadas de grandes murciélagos que, en número creciente, volaban por las cercanías de la casa.

El horror alcanzó su cúspide el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al anochecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún horrendo animal y murió despedazado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado para alcanzar el terrible lugar. Solo llegué a tiempo de escuchar un raro aleteo y de observar una indefinida figura negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me aproximé a él y no pudo contestar mis preguntas de forma coherente. Lo único que hizo fue murmurar:

—El amuleto… el maldito amuleto…

Y exhaló su último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lastimada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros abandonados jardines y murmuré sobre su cuerpo uno de los insólitos ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, escuché a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta y no me atreví a mirarla. Pero cuando observé sobre el terreno una gran y confusa sombra que volaba de cerro en cerro, cerré los ojos y me dejé caer al suelo boca abajo. No sé cuánto tiempo pasé en aquella posición, solo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me arrodillé delante del amuleto de jade verde.

Aterrado de vivir solo en la vieja mansión, me marché a Londres al día siguiente llevándome el amuleto y después de quemar y sepultar el resto de la sacrílega colección del museo. Pero pasados tres noches escuché de nuevo el aullido y antes de una semana comencé a observar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra ocultaba uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y en ese instante supe que lo que había agredido a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente envolví cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Desconocía lo que podía ganar restituyendo el objeto a su mudo y durmiente propietario, pero me sentía obligado a probarlo todo con tal de disipar la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser aquel sabueso y los motivos para que me hubiera acosado, eran preguntas todavía difusas, pero yo había escuchado el aullido por primera vez en aquel viejo cementerio y todos los acontecimientos sucesivos, incluido el agonizante susurro de St. John, habían servido para vincular la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los pozos de la desesperación cuando, en un hospedaje de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

 

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana, leí en el periódico un terrible suceso ocurrido en el barrio más pobre de la ciudad. En una arruinada vivienda ocupada por unos ladrones, toda una familia había sido descuartizada por un desconocido animal que no dejó rastro alguno. Los vecinos habían escuchado durante toda la noche un leve, profundo y pertinaz sonido, parecido al aullido de un gran sabueso.

Al anochecer, me dirigí una vez más al cementerio, donde una leve luna invernal dibujaba espantosas sombras y los árboles sin hojas inclinaban desconsoladamente sus ramas hacia la marchita hierba y las arruinadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo con su dedo sombrío y la brisa nocturna gemía de un modo monótono oriunda de helados pantanos y frígidos mares. El aullido ahora era muy débil y se extinguió por completo mientras más me acercaba a la tumba —que unos meses atrás había profanado— ahuyentando a los murciélagos que habían estado revoloteando extrañamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había ido hasta allí, a menos que fuera para orar o para murmurar enajenadas explicaciones y disculpas al sereno y blanco esqueleto que descansaba en su interior, pero cualesquiera que fueran mis motivos, embestí el suelo medio helado con una agitación en parte mía y en parte de una voluntad imperiosa extraña a mí mismo. La excavación fue mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un instante determinado me encontré con una extraña interrupción: un escuálido buitre bajó del frío cielo y picoteó furiosamente en la tierra de la tumba hasta que lo decapité con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja alargada y quité la enmohecida tapa.

Aquel fue el último acto lógico que ejecuté.

Ya que en dentro del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se hallaba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba nítido y sereno como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de harapos de carne y de pelo, observándome fijamente con sus cuencas resplandecientes. Sus colmillos ensangrentados resplandecían en su boca entreabierta en un rictus sarcástico, como si se burlara de mi ineludible ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un mordaz aullido, parecido al de un gigantesco sabueso, y noté que en sus asquerosas garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr, gritando ridículamente hasta que mis gritos se convirtieron en ataques de histérica risa.

La locura viaja a lomos del viento…, las garras y los colmillos afilados en siglos de cadáveres…, la muerte en una bacanal de murciélagos originarios de las ruinas de los templos sepultados de Belial…

Ahora, a medida que escucho mejor el aullido de la infame monstruosidad y el maldito aleteo zumba cada vez más cercano, yo me pierdo con mi revólver en el olvido, mi único resguardo contra lo desconocido.

The Hound: escrito en 1922 y publicado en 1924.