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Al poco tiempo, vislumbré que debía confesarle a alguien mi historia, de lo contrario, me hundiría completamente. Ya había decidido no dejar la búsqueda del horror oculto, porque en mi alocada ignorancia, me parecía que esa duda era peor que poseer el conocimiento por terrible que este pudiera ser. Así que decidí, dentro de mí, qué camino seguir, a quién escoger para hacer cómplice de mis testimonios y cómo descubrir qué cosa había exterminado a los dos hombres y había proyectado su sombra aterradora. Principalmente, a quienes yo conocía en Lefferts Corners era a los periodistas, algunos de los cuales aún seguían investigando las últimas resonancias de la tragedia. Decidí elegir a uno de ellos como compañero y cuanto más lo analizaba, más inclinado me sentía por un tal Arthur Munroe, un personaje delgado y moreno de unos treinta y cinco años, cuya formación, gustos, inteligencia y conducta parecían diferenciarle como una persona que no se ataba a ideas y experimentos convencionales.

Una tarde de principios de septiembre, Arthur Munroe oyó mi historia. Desde el inicio se mostró interesado y receptivo, y cuando terminé, analizó y enfocó el asunto con gran agudeza y juicio. Su consejo fue, además, especialmente práctico, ya que sugirió que demorásemos nuestra visita a la mansión Martense hasta haber obtenido mayor cantidad de datos históricos y geográficos. A sugerencia suya, fuimos en busca de información sobre la temible familia Martense y descubrimos a un hombre que poseía un ancestral diario magníficamente ilustrado. También, hablamos largamente con aquellos mestizos de la montaña que, a pesar del terror y la confusión, no habían escapado a laderas más lejanas y convenimos realizar antes de nuestra empresa final, un registro completo y definitivo de los sitios relacionados con las distintas tragedias de las leyendas de los colonos.

Los resultados de esta investigación no fueron al principio muy alentadores, aunque una vez clasificados, parecieron mostrar un dato bastante significativo, a saber, que el número de tragedias registradas era mucho más elevado en las zonas relativamente cercanas a la casa o se conectaban con ella mediante líneas de matorrales anormalmente desarrollados. Ciertamente había excepciones, en efecto, el horror que había llegado a oídos del mundo había ocurrido en un lugar despejado, igualmente distante de la mansión y de cualquier bosque vecino a ella. En cuanto a la naturaleza y apariencia del horror oculto, nada pudimos lograr de los asustados y estúpidos habitantes de las chozas. Lo mismo decían que era una serpiente como que era un gigante, un demonio de los truenos, un murciélago, un buitre, o un árbol que caminaba. Nos pareció racional suponer, sin embargo, que se trataba de un ser vivo considerablemente sensible a las tormentas eléctricas y aunque muchas de las historias hablaban de alas, concluimos que su desprecio hacia los espacios abiertos hacía más factible que estuviese dotado de locomoción terrestre. Lo único realmente incompatible con esta hipótesis era la velocidad a la que tal criatura debía moverse para cometer todas las fechorías que se le imputaban.

Al tratarlos más, descubrimos que los colonos eran excepcionalmente amables en muchos aspectos. Eran simples animales que bajaban poco a poco en la escala de la evolución debido a su desdichada ascendencia y a su embrutecedor aislamiento. Temían a los forasteros, pero poco a poco se fueron habituando a nosotros y al final nos ayudaron muchísimo cuando, en nuestra búsqueda del horror oculto, cortamos todos los grupos de árboles y derrumbamos todos los tabiques de la mansión. Cuando les pedimos que nos ayudasen a buscar a Bennett y a Tobey, se mostraron francamente afligidos, porque si bien querían ayudarnos, estaban seguros de que ambas víctimas habían desaparecido de este mundo tan completamente como las personas que ellos habían perdido. Por supuesto, sabíamos perfectamente que habían muerto o desaparecido gran cantidad de estas personas, así como que los animales salvajes habían sido aniquilados hacía mucho tiempo y temíamos que sucedieran nuevas tragedias. A mediados de octubre nos encontrábamos turbados debido a nuestra falta de progreso. Como las noches eran tranquilas, no se producían agresiones demoníacas de ningún género y la total carencia de resultados en el registro de la casa y en el campo casi nos hacía atribuirle al horror oculto una naturaleza inmaterial. Temíamos que llegara el tiempo frío y obstaculizara nuestras investigaciones, ya que todos coincidían en que, generalmente, el demonio permanecía sereno durante el invierno. El asunto es que nos oprimía una especie de desesperada prisa en la última indagación diurna de una aldea visitada por el horror. Aldea que ahora estaba abandonada, a causa del miedo de los colonos.

La triste aldea ni siquiera tenía nombre y estaba situada en un barranco protegido, aunque sin árboles, entre dos colinas llamadas respectivamente Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y algunas de las torpes viviendas eran simples cuevas talladas en la falda de la primera de las elevaciones. Geográficamente, se encontraba a unos dos kilómetros al noroeste de la Montaña de las Tempestades, y a tres de la mansión rodeada de robles. El espacio entre la aldea y la mansión, unos dos kilómetros y cuarto desde el borde de la aldea, era enteramente campo abierto y consistía en una llanura casi horizontal, salvo algunos montículos de escasa elevación y aspecto sinuoso y cuya vegetación la constituía casi exclusivamente monte y unos cuantos matorrales muy dispersos. Tras estudiar la topografía de este lugar, concluimos finalmente que el demonio debió llegar por Cone Mountain, cuya prolongación hacia el sur, cubierta de bosque, llegaba a poca distancia de la ramificación más occidental de la Montaña de las Tempestades. Atribuimos de forma concluyente la elevación del terreno a un corrimiento de tierra desde Maple Hill, en cuya pendiente destacaba un árbol fuerte y solitario, rasgado por el rayo que había hecho surgir al demonio.

Después de repasar escrupulosamente por vigésima vez, o más, cada pulgada del desolado pueblo, experimentamos un desánimo unido a nuevos e indefinidos temores. Resultaba muy extraño, aun cuando lo extraño y lo espantoso eran cosas corrientes, encontrarnos con un escenario tan totalmente carente de huellas después de tan espeluznantes sucesos y caminábamos bajo un cielo cada vez más oscuro y grisáceo, con ese ardor trágico y sin rumbo que es consecuencia de un sentimiento de futilidad y, a la vez, la necesidad de hacer algo. Marchábamos atentos a los más pequeños detalles, entramos de nuevo en cada una de las casas, examinamos otra vez las cuevas, exploramos el pie de las laderas adyacentes, entre los arbustos, buscamos madrigueras y cuevas, pero sin resultado. Sin embargo, como digo, sentíamos alrededor nuestro un temor impreciso y absolutamente nuevo, como si unos grifos gigantescos y alados nos vieran desde los abismos transcósmicos. A medida que avanzaba la tarde, se hacía más difícil diferenciar los objetos y escuchamos el murmullo de una tormenta que se estaba formando sobre la Montaña de las Tempestades. Naturalmente ese murmullo, producido en ese lugar, nos animó, pero no tanto como si hubiese sido de noche, y con esta esperanza renunciamos a la búsqueda sin rumbo y nos orientamos hacia la aldea habitada más cercana, a fin de congregar un grupo de colonos para que nos ayudasen con nuestros registros. Aunque tímidamente, algunos de los más jóvenes se sintieron suficientemente motivados por nuestra protectora orientación como para ofrecernos su ayuda.

Pero no habíamos hecho más que dar media vuelta, cuando empezó a caer una lluvia tan fuerte y torrencial, que no tuvimos más remedio que buscar refugio. La extraña y casi nocturna oscuridad del cielo nos hacía caer continuamente, pero iluminados por los frecuentes relámpagos y nuestro preciso conocimiento de la aldea llegamos en seguida a la última choza del lugar: una híbrida combinación de troncos y tablas llena de goteras, cuya puerta y ventanilla abrían hacia Maple Hill. Aseguramos la puerta contra la furia del viento y de la lluvia y colocamos el tosco postigo de la ventana que nuestros frecuentes registros nos habían enseñado dónde encontrar. Resultaba sombrío estar sentados allí sobre unos cajones estropeados en la más imperiosa oscuridad, pero encendimos nuestras pipas y nos iluminamos a veces con las linternas de bolsillo que transportábamos. De vez en cuando, distinguíamos los relámpagos a través de las grietas de la pared. La tarde se estaba volviendo tan tenebrosa que cada relámpago resultaba tremendamente impresionante. Esta lluviosa vigilia me hizo recordar de forma estremecedora mi terrible noche en la Montaña de las Tempestades. Regresó a mi pensamiento aquella extraña incógnita que de manera intermitente me repetía desde entonces, y una vez más me pregunté por qué el demonio, al aproximarse a los tres hombres que observábamos desde la ventana o desde el exterior, se había llevado a los de los lados dejando al del medio para el final en que un imponente relámpago lo había hecho huir. ¿Por qué no había tomado a sus víctimas en un orden natural y habría sido yo el segundo, cualquiera que fuese la dirección por la que hubiera empezado? ¿Con qué clase de tentáculos los atrapó? ¿O sabía que era yo el guía y decidió guardarme un destino más terrible que a mis compañeros?

En medio de estos pensamientos, como para acentuarlos dramáticamente, cayó un tremendo rayo cerca de nosotros al que siguió un sonido de deslizamiento de tierra. Al mismo tiempo, se levantó un furioso viento cuyo rugido fue creciendo de forma demoníaca. Tuvimos la seguridad de que otro árbol de Maple Hill había caído fulminado y Munroe se levantó del cajón donde estaba sentado y se acercó a la ventanilla para verificar el destrozo. Al quitar el postigo, el viento y la lluvia entraron aullando de forma atronadora y no pude escuchar lo que decía, pero esperé, mientras él se asomaba intentando abarcar el pandemónium. Gradualmente, la calma, el viento y la difusión de la insólita oscuridad nos hicieron percibir que se alejaba la tormenta. Yo había esperado que durase hasta el anochecer, cosa que nos ayudaría en nuestra búsqueda, pero un clandestino rayo de sol que, detrás de mí, penetró por un boquete de la madera, borró mis esperanzas. Le dije a Munroe que era mejor dejar entrar un poco de luz aunque cayesen más aguaceros, así que desatasqué la puerta y la abrí. Afuera, el terreno era una rara extensión de barrizales, charcos y pequeños montículos producidos por el reciente corrimiento de tierra, pero no observé nada que justificase el interés que mantenía a mi compañero asomado a la ventana sin decir nada. Me aproximé a él y lo toqué en el hombro, pero no se movió. Luego, al sacudirlo en broma y girarlo hacia mí, sentí los estranguladores aros de un horror canceroso cuyas raíces alcanzaban pasados perpetuos y abismos inescrutables de la noche que palpita más allá del tiempo.

 

Arthur Munroe estaba muerto. Y en lo que quedaba de su masticada y agujereada cabeza ya no había cara.

III. Qué significaba el resplandor rojo

Una tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, iluminado por una linterna que proyectaba lúgubres sombras, cavaba yo solo, como un idiota, en el mausoleo de Jan Martense. Había comenzado a excavar en la tarde porque se estaba formando una tormenta, y ahora que había oscurecido y la tormenta había estallado sobre la lujuriosa floresta, me sentía satisfecho. Creo que mi cabeza estaba un poco desquiciada a causa de los sucesos del 5 de agosto, la sombra diabólica de la casa, la tensión y el desencanto generales y lo acontecido en la aldea durante la tormenta del mes de octubre. Después de todo aquello, tuve que cavar una fosa para una persona cuya muerte no acababa de comprender. Sabía que los demás no la comprenderían tampoco, de manera que los dejé creer que Arthur Munroe se había perdido. Lo buscaron pero no encontraron nada. Los colonos sí podían haberlo entendido, pero no me atreví a atemorizarlos aun más. Me sentía inexplicablemente insensible. La alteración sufrida en la mansión me había afectado sin duda el cerebro y no podía pensar más que en la búsqueda del horror que ahora había sobrepasado gigantescas proporciones en mi imaginación. Búsqueda que el final de Arthur Munroe me hacía recomenzar ahora, a solas y en secreto.

Solo el ambiente de mis excavaciones habría bastado para destrozar los nervios de un hombre común. Unos primitivos y terroríficos árboles de horribles proporciones y formas desagradables acechaban sobre de mí como columnas de algún diabólico templo druida, al tiempo que aminoraban los truenos, aplacaban los aullidos del viento y detenían la lluvia. Detrás de los lacerados troncos del fondo, alumbrados por los frágiles resplandores de los filtrados relámpagos, se levantaban las piedras húmedas y cubiertas de hiedra de la abandonada mansión, mientras que un poco más cerca estaba el desatendido jardín holandés, con sus paseos y calzadas invadidos por una vegetación blancuzca, fungosa, pestilente y abultada que yo jamás había visto a la luz del día. Aun más cerca estaba el cementerio, donde unos árboles desfigurados agitaban sus ramas deformes, mientras sus raíces desplazaban las sacrílegas losas y aspiraban el veneno de lo que reposaba debajo. Aquí y allá, bajo una capa de hojas marrones que se podrían y manaban en las oscuridades del bosque inexplorado, podía distinguir el funesto perfil de esos pequeños montículos que caracterizaban aquella región taladrada por los rayos. La historia me había llevado a esta antigua sepultura. Porque, efectivamente, era la historia el único recurso que me quedaba tras haber concluido todo lo demás en cínico satanismo. Ahora estaba convencido de que el horror oculto no era un ser material, sino un espanto con voracidad de lobo que avanzaba sobre los relámpagos de la medianoche. Y por los cientos de tradiciones locales que Arthur Munroe y yo habíamos desenterrado en nuestras exploraciones, creía además, que era el espectro de Jan Martense, muerto en 1762. Por esa razón yo cavaba como un idiota en su sepultura, ahora.

La mansión Martense había sido edificada en 1670 por Gerrit Martense, rico mercader de Nueva Ámsterdam a quien molestaba el cambio del orden bajo el gobierno británico y había erigido esta magnífica mansión en la cima de una boscosa colina cuyo paisaje solitario y singular era de su agrado. La única decepción importante con que tropezó en este lugar fueron las recurrentes tormentas de verano. Cuando eligió este monte para edificar su mansión, Gerrit Martense atribuyó los numerosos disturbios naturales a las particularidades de aquel año, pero con el tiempo, se dio cuenta de que la región era esencialmente propensa a tales fenómenos. Finalmente, notando que estas tormentas le afectaban la cabeza, preparó un sótano donde poder resguardarse de los más violentos desórdenes. De los descendientes de Gerrit Martense se sabe aún menos que de él mismo, ya que todos fueron educados odiando la civilización inglesa y se les enseñó a no relacionarse con los colonialistas que la aceptaban. Sus vidas fueron extraordinariamente retiradas y la gente afirmaba que este aislamiento los hizo torpes de palabra y comprensión. Al parecer, todos estaban marcados por una rara y hereditaria condición en los ojos: tenían uno azul y el otro castaño. Sus relaciones sociales se fueron haciendo cada vez más escasas hasta que finalmente terminaron casándose con la extensa clase servil que habitaba en sus tierras. Muchas de las familias profusas degeneraron, cruzaron el valle, y fueron a mezclarse con la población mestiza que luego daría origen a los desdichados colonos. Los demás siguieron unidos tenazmente a la ancestral mansión, volviéndose cada vez más exclusivistas y consternados, aunque ganando una especial sensibilidad con relación a las frecuentes tormentas.

Casi toda esta información salió al mundo exterior a través del joven Jan Martense, que impulsado por una especie de inquietud, se alistó en el ejército colonial cuando llegó a la Montaña de las Tempestades la noticia de la Convención de Albany. Él fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio mundo, y al regresar en 1760, después de seis años de campaña, su padre, tíos y hermanos le rechazaron como a un intruso, a pesar de sus ojos desiguales de Martense. Ya no podía compartir los prejuicios y rarezas de los Martense, ni lo agitaron las tormentas de la montaña como antes. En cambio, el entornó lo deprimía y a menudo le escribía a su amigo de Albany sobre sus intenciones de abandonar el techo paterno. En la primavera de 1763, Jonathan Gifford, el amigo de Jan Martense que vivía en Albany, se sintió inquieto por su silencio, especialmente por la situación y las discusiones que sabía que sucedían en la mansión Martense. Dispuesto a visitar a Jan, personalmente, penetró las montañas a caballo. Su diario relata que llegó a la Montaña de las Tempestades el 20 de septiembre, hallando la mansión en avanzado estado de decadencia. Los sombríos Martense, de extraños ojos, cuyo aspecto impuro y primitivo lo impresionó sobremanera, le dijeron con acento torpe y gutural que Jan había fallecido. Insistieron en que lo había matado un rayo el otoño anterior, y que ahora estaba sepultado detrás de los hundidos y abandonados jardines. Le mostraron el lugar de la sepultura al visitante, unos palmos de tierra pelada y sin señales. Algo en la actitud de los Martense despertó en Gifford un sentimiento de repugnancia y desconfianza, y una semana más tarde volvió con una pala y un pico dispuesto a abrir la fosa de nuevo. Halló aquello que había temido, un cráneo ferozmente aplastado como por unos golpes salvajes, de modo que volvió a Albany y denunció formalmente a los Martense de haber asesinado a un miembro de la familia.

No había pruebas legales, pero la noticia se regó rápidamente por toda la región, y a partir de entonces, el mundo castigó a los Martense con el aislamiento. Nadie quiso tratar con ellos y evadieron su apartada residencia como un lugar maldito. Ellos, por su parte, se las ingeniaron para vivir independientemente con el beneficio de sus tierras, ya que las luces que esporádicamente se veían en la casa desde los montes lejanos probaban que aún vivían. Dichas luces se estuvieron viendo hasta 1810, pero hacia el final, se hicieron muy poco frecuentes. Mientras, comenzó a correr un sinfín de leyendas infernales a propósito de la mansión de la montaña. Así, el lugar fue doblemente evitado y adornado de toda clase de historias que la tradición fue capaz de otorgar. Continuó sin ser visitada hasta 1816, en que la alargada falta de luz en ella llamó la atención de los colonos. Un grupo de hombres realizó entonces un reconocimiento, encontrando la casa desierta y parcialmente destruida. No hallaron ningún esqueleto, así que pensaron que se habían marchado. Al parecer, la familia se había ido hacía varios años y los improvisados pabellones mostraban lo numerosos que eran antes de su emigración. Su nivel intelectual había bajado muchísimo, como mostraba el deterioro del mobiliario y la vajilla de plata regada, sin duda desatendida mucho antes de que sus propietarios se marcharan. Pero aunque los temidos Martense se habían ido, la mansión encantada continuó generando temor. Temor que se incrementó cuando nuevos y extraños rumores vinieron a incomodar a los decadentes montañeses. Allí siguió, desierta, temida y vinculada al espectro vengativo de Jan Martense. Y aún seguía allí, la noche en que yo cavaba en la sepultura de Jan Martense.

He calificado de idiota mi extenso cavar, y así era efectivamente, por su objeto y por su método. No tardé en desenterrar el ataúd de Jan Martense —que ahora solo contenía polvo y salitre—, pero en mis furiosos deseos de exhumar su fantasma, seguí cavando terca y desatinadamente más abajo de donde había reposado. Sabe Dios qué era lo que yo esperaba descubrir... Yo solo tenía conocimiento de que cavaba en la sepultura de un hombre cuyo espanto acechaba por la noche. No me es posible decir qué bestial profundidad había alcanzado cuando mi pala y mis pies se hundieron en el suelo que tenía debajo. Dadas las circunstancias, mi alteración fue espantosa, porque la existencia de un espacio subterráneo aquí suponía la espantosa validación de mis perturbadas teorías. Mi ligera caída me apagó el farol, pero saqué una linterna de bolsillo y descubrí un pequeño túnel horizontal que se introducía profundamente en ambas direcciones. Era lo bastante amplio como para que un hombre se pudiera arrastrar por él y, aunque nadie en su sano juicio habría tratado de entrar por allí en ese momento, me olvidé del peligro, la prudencia y la limpieza en mi afán por desenterrar el horror oculto. Escogiendo la dirección hacia la casa, me introduje osadamente a rastras por la angosta madriguera, serpenteando a ciegas, con prisa y alumbrándome de rato en rato con la linterna que iluminaba delante de mí.

¿Qué palabras podrían narrar el espectáculo de un hombre perdido en el interior de la tierra abismalmente profundo, gesticulando y revolcándose sin aliento, avanzando descabelladamente por profundos laberintos de negrura inmemorial, sin una noción precisa de tiempo, seguridad, dirección ni objetivo? Hay algo aterrador en todo ello, pero eso fue lo que hice. Me arrastré de esa forma durante tanto tiempo que la vida llegó a parecerme un recuerdo muy lejano, y me identifiqué con los topos y larvas de las tétricas profundidades. En efecto, fue una eventualidad que tras interminables contorsiones, se prendiese mi olvidada linterna al sacudirla, iluminando vagamente la larga madriguera de barro endurecido que dibujaba una curva delante de mí. Había seguido avanzando de este modo durante un largo rato y la pila de la linterna estaba casi agotada cuando el túnel inició una súbita y pronunciada cuesta arriba que me obligó a cambiar mis movimientos para avanzar. Al levantar la vista, sin previo aviso, vi resplandecer a lo lejos dos reflejos diabólicos de mi agónica luz, dos reflejos candentes de aciago e inequívoco resplandor que excitaron en mi memoria recuerdos velados y enloquecedores. Me detuve automáticamente, pero sin voluntad para retroceder. Los ojos se acercaban, aunque solo pude distinguir una garra del ser al que pertenecían. ¡Pero qué garra! Luego, muy arriba, sonó vagamente un estruendo que reconocí. Era el violento trueno de la montaña que estallaba con agitada furia. Sin duda, llevaba un rato reptando hacia arriba, ya que ahora percibía la superficie bastante cerca. Y mientras estallaban los amortiguados truenos, aquellos ojos seguían mirándome fijamente con perversidad.

 

Gracias a Dios, no supe entonces lo que era, de lo contrario, no habría sobrevivido. Pero me salvó el mismo trueno que había invocado, porque tras una angustiosa espera, rompió en el cielo uno de esos frecuentes estruendos de la montaña cuyas señales yo había observado aquí y allá en forma de lesiones de tierra removida y fulguritas de diferentes dimensiones. Con furia titánica se enterró, revolcándose en la tierra por encima de aquel horrible pozo, cegándome y ensordeciéndome, aunque no logró hacerme perder el conocimiento. Seguí escarbando y avanzando desesperadamente en el caos de tierra que caía y se resbalaba, hasta que la lluvia que me mojaba la cabeza me serenó y vi que había llegado a la superficie de un lugar familiar, una zona inclinada y sin árboles, en la vertiente sur de la montaña. Los constantes relámpagos alumbraban y agitaban el terreno revuelto y los restos del curioso montículo que provenía de la parte superior y boscosa de la ladera, sin embargo, no había nada en todo aquel caos que mostrase por donde había salido yo de la fatal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como la tierra y cuando a lo lejos, un rojo resplandor alumbró el paisaje por el sur, apenas tuve conciencia del horror que acababa de experimentar. Pero, dos días después cuando los colonos me dijeron qué significaba aquel resplandor rojo, mi horror fue más grande que el que me había producido la pezuña y los ojos de la embarrada madriguera. En una aldea a veinte kilómetros de distancia, había tenido lugar una profusión de terror después del rayo que me había permitido a mí salir de la tierra, y un ser indescriptible había saltado desde un árbol a una choza de débil tejado. Había cometido una atrocidad, pero los colonos habían prendido fuego a la choza furiosamente antes de que aquel ser pudiese escapar. Había cometido el estrago en el mismo instante en que la tierra cayó sobre la entidad de la garra y los ojos.

IV. El horror en los ojos

Nada puede ser normal en la mente de quien, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va solo a buscar el terror que se escondía en dicho lugar. En este Aqueronte de satanismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas personificaciones del terror hubiesen fallecido era una garantía muy débil de seguridad física y mental, sin embargo, continué mi búsqueda cada vez con mayor entusiasmo a medida que los hechos y las explicaciones se hacían más monstruosos. Dos días después de mi aterradora exploración de la cripta de los ojos y la garra, cuando me enteré de que un ser maligno había cruzado la aldea a veinte kilómetros de distancia, en el mismo instante en que aquellos ojos se posaban en mí, advertí una auténtica agitación de terror. Pero este terror estaba tan combinado con una sensación grotesca y alucinada, que casi me resultó agradable. A veces, en las mortificaciones de esas pesadillas en las que fuerzas incorpóreas se lo llevan a uno por encima de los techos de raras ciudades muertas hacia el precipicio burlesco de Nis, es un consuelo, incluso un placer, gritar salvajemente y lanzarse voluntariamente, en medio de la terrible vorágine de onírico tormento, al primer abismo sin fondo que tropieza. Y eso es lo que sucedió, con la pesadilla errante de la Montaña de las Tempestades. El descubrimiento de que los engendros habían estado ocultos en aquel lugar me causaron finalmente unas locas ansias de sumergirme en la tierra de esa maldita región, excavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que amenazaba en cada centímetro del maléfico suelo.

En cuanto pude, regresé a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había excavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda señal del pasadizo subterráneo y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que me fue imposible averiguar hasta dónde había cavado el día anterior. Inicié también una ardua caminata hacia la aldea donde había ardido la espantosa criatura, pero encontré poca recompensa a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos, pero evidentemente ninguno correspondía al monstruo. Los colonos mencionaron que solo había habido una víctima, pero esto me pareció una imprecisión, ya que aparte de un cráneo humano completo, hallé un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún momento humano. Y aunque habían visto la rápida caída del monstruo, nadie fue capaz de mencionarme el aspecto de aquella criatura. Quienes presenciaron el hecho decían simplemente que era un demonio. Estudié el gran árbol donde se había posado, pero no vi huellas de ningún tipo. Traté de encontrar algún rastro en la espesura del bosque, pero en esta oportunidad no pude soportar la visión de aquellos troncos horriblemente grandes, ni de aquellas raíces que, como gigantescas serpientes, se retorcían diabólicamente antes de hundirse en la tierra.

Mi siguiente paso fue estudiar nuevamente con atención microscópica la aldea abandonada que con mayor frecuencia había visitado la muerte y donde Arthur Munroe había visto algo que no pudo narrar. Aunque mis inútiles inspecciones anteriores habían sido excepcionalmente meticulosas, ahora tenía nuevos datos que comprobar, pues la tenebrosa excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, la monstruosidad había sido una criatura del subsuelo.

Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill que dominaban la desdichada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación. Durante el registro de la tarde no encontré nada en claro y empezaba a oscurecer cuando me hallaba en lo alto de Maple Hill observando la aldea y la Montaña de las Tempestades al otro lado del valle. Había ocurrido una estupenda puesta de sol y ahora salía la luna, casi llena, vertiendo su resplandor plateado sobre el llano, la ladera lejana de la montaña y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y antiguo, pero consciente de lo que se escondía en él, lo detesté. Odié la luna farsante, el llano hipócrita, la montaña purulenta y aquellos infaustos montículos. Todo me parecía contaminado por un repugnante contagio, inspirado por una nociva sociedad con poderes ocultos y anormales.

Más tarde, mientras observaba absorto el paisaje bañado por la luz de la luna, me llamaron la atención la singular distribución de algunos elementos topográficos de la naturaleza. Aunque no poseía conocimientos sólidos de geología, me había sentido atraído desde el principio por las colinas y los extraños montículos de la zona. Había notado que estaban distribuidos por una zona bastante amplia alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos numerosos en la llanura que en la cumbre de dicho montículo, donde las antiquísimas glaciaciones hallaron sin duda menos resistencia a sus extraordinarios y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que creaba alargadas sombras espantosas, me di cuenta con gran asombro de que los distintos puntos y líneas del grupo de montículos guardaban una rara relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Aquella cima era invariablemente el centro del que surgían, de manera irregular e indefinida, las líneas o filas de puntos, como si la cruel mansión Martense hubiese alargado unos visibles tentáculos de terror. La idea de tales tentáculos me causó un inexplicable estremecimiento y dejé de examinar mis razones para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares. Mientras más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa y, ante mi cerebro recientemente despejado, comenzaron a surgir grotescas y espantosas analogías basadas en hechos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de darme cuenta, había empezado a murmurar palabras delirantes e incoherentes, dialogando conmigo mismo: “¡Dios mío!... Son madrigueras... ese horrible lugar debe de ser una colmena... cuántos... aquella noche en la mansión... atraparon a Bennett y a Tobey primero, desde cada lado de donde estábamos...”. Luego empecé a cavar furiosamente en el montículo más cercano, cavé con desesperación, temeroso pero casi satisfecho. Cavé y por último di un grito con insana emoción al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual a la que yo había explorado aquella diabólica noche.