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Los otros dioses35

En el tope de la montaña más alta del mundo moran los dioses de la tierra y no soportan que ningún hombre presuma de haberlos visto. Tiempo atrás poblaron los picos inferiores, pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las pendientes de roca y nieve, haciendo subir a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta el día de hoy en que solo les queda esta última. Al dejar sus picos anteriores se llevaron con ellos sus propios signos, salvo una vez que según se dice, dejaron una imagen tallada en la faz del monte llamado Ngranek.

Pero ahora se han ido a la desconocida Kadath, la del helado desierto donde los hombres no se adentran jamás, y se han vuelto rigurosos. Si en otra época toleraron que los hombres los desplazaran, ahora les han negado que se acerquen, pero si lo hacen les prohíben marcharse. Es conveniente que los hombres no sepan dónde está Kadath, de lo contrario, tratarían de subir hasta ella en su imprudencia.

A veces, en la tranquilidad de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten nostalgia, visitan las cumbres donde habitaron una vez y lloran silenciosamente al tratar de recrearse en silencio en las recordadas montañas. Los hombres han experimentado el llanto de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque pensaron que era lluvia, y han escuchado sus suspiros en los tristes vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen transitar en las naves de nubes y los sabios campesinos mantienen leyendas que les impiden acercarse a ciertas montañas altas durante la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses ya no son tan considerados como antes.

En Ulthar, más allá del río Skai, una vez habitaba un anciano que anhelaba observar a los dioses de la tierra. Este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo subió una montaña la noche del raro eclipse.

Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía narrar sus idas y venidas y predecía tantos secretos que se tenía a sí mismo por un semidiós. Fue él quien asesoró sensatamente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía asesinar gatos y quien señaló al joven sacerdote Atal, la medianoche de la víspera de san Juan, adónde se habían marchado los gatos negros. Barzai estaba profundamente instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y le habían invadido deseos de ver sus rostros. Creía que su profundo y recóndito conocimiento de los dioses lo resguardaría de la ira de estos y decidió subir hasta la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que estaba al corriente que los dioses estarían allí.

El Hatheg-Kla está en el desierto rocoso que se desarrolla más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se levanta como una estatua de piedra en un callado templo. Las nieblas juegan lúgubremente alrededor de su cima porque las nieblas son las evocaciones de los dioses y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando en otro tiempo habitaban en él. Continuamente los dioses de la tierra saludan el Hatheg-Kla en sus naves de nube y arrojan descoloridos vapores sobre las laderas cuando danzan melancólicos en la cima bajo la clara luna. Los aldeanos de Hatheg explican que no es conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento y que es mortal hacerlo de noche, cuando los claros vapores esconden la cima y la luna, sin embargo, Barzai no los escuchó cuando llegó de la vecina Ulthar con su discípulo, el joven sacerdote Atal. Atal solo era el hijo del posadero y a veces sentía miedo, pero el padre de Barzai había sido un noble que habitó en un viejo castillo, por lo que no había supersticiones ramplonas en sus venas y se burlaba de los asustados aldeanos.

A pesar de los ruegos de los campesinos, Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto y por las noches charlaron acerca de los dioses de la tierra junto a su fogata. Viajaron durante numerosos días hasta que vieron a lo lejos el elevadísimo Hatheg-Kla con su halo de sombría niebla. El décimo tercer día llegaron al pie de la montaña solitaria y Atal declaró sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que, osadamente, caminó delante por la pendiente que ningún mortal había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los enmohecidos Manuscritos Pnakóticos.

El camino era rocoso y muy peligroso debido a los precipicios, declives y aludes. Luego se volvió frío y nevado, y Barzai y Atal resbalaban con frecuencia y se caían, mientras se hacían camino con palos y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color y los escaladores descubrieron que era difícil respirar, pero continuaron subiendo más y más, sorprendidos ante lo insólito del paisaje y emocionados imaginando lo que ocurriría en la cima, cuando asomara la luna y se disiparan los pálidos vapores. Durante tres días permanecieron subiendo, más y más, hacia el techo del mundo, luego se asentaron esperando que la luna se nublara.

Durante cuatro noches esperaron las nubes inútilmente, mientras la luna vertía su frío resplandor a través de las sutiles y sombrías nieblas que envolvían el silencioso pináculo. La quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio a lo lejos por el norte unos nubarrones espesos y ni él ni Atal se acostaron, mirando cómo se acercaban. Espesos y solemnes, navegaban lenta y premeditadamente, envolvieron el pico muy por encima de los espectadores y escondieron la cima y la luna. Durante una larga hora ambos estuvieron observando, mientras los vapores se arremolinaban y la cubierta de nubes se concentraba y se hacía más inquieta. Barzai era instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y escuchaba atento cada sonido, pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba horrorizado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más y, ansiosamente, le hacía señales para que lo siguiera, Atal tardó mucho en decidir alcanzarlo.

Tan espesos eran los vapores que la marcha resultaba muy ardua y aunque Atal al fin lo siguió, apenas podía notar la figura gris de Barzai en la borrosa pendiente, más arriba, bajo la nublada luz de la luna. Barzai avanzaba muy adelante y, a pesar de su edad, parecía trepar con más destreza y facilidad que Atal, sin temor a la pendiente que comenzaba a ser excesivamente pronunciada y peligrosa salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin demorarse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía brincar. De esta forma escalaron, enérgicamente, peñascos y precipicios, cayendo y tropezando, inquietos a veces ante el extraordinario silencio de los fríos y desolados picos y las mudas pendientes de granito.

Repentinamente, Barzai desapareció de la vista de Atal y vio una enorme cornisa que parecía sobresalir y dividir el camino a todo escalador que no estuviese iluminado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, especulando qué haría cuando llegara a ese punto cuando notó extrañamente que la luna había crecido, como si el despejado pico y terreno de reunión de los dioses estuviese muy cercano. Y mientras trepaba hacia la saliente cornisa y hacia el cielo iluminado, experimentó los más grandes pavores de su vida. Y entonces, a través de las brumas más arriba, escuchó la voz de Barzai que gritaba locamente de gozo:

—¡He escuchado a los dioses! ¡He escuchado a los dioses de la tierra cantar felices en el Hatheg-Kla! ¡Barzai el profeta ahora conoce las voces de los dioses de la tierra! Las nieblas son ligeras y la luna brillante. Hoy veré a los dioses bailar frenéticos en el Hatheg-Kla que tanto amaron en su juventud. El conocimiento hace a Barzai aún más grandioso que los dioses de la tierra, y los hechizos y barreras de todos ellos no pueden nada contra mi osadía. Barzai observará a los dioses de la tierra, aunque ellos condenen ser observados por los hombres.

Atal no podía oír las voces que Barzai escuchaba, pero ahora estaba cerca de la cornisa y buscaba cómo pasar. Y entonces oyó aumentar la voz de Barzai de forma más sonora y ensordecedora:

—La niebla es muy ligera y la luna arroja sombras sobre las pendientes. Las voces de los dioses de la tierra son violentas y enojadas, temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos… La luz de la luna oscila y los dioses de la tierra danzan frente a ella. Veré sus formas danzar, saltar y bramar a la luz de la luna… La luz se debilita, los dioses tienen miedo…

Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio sombrío en todo el aire, como si las leyes de la tierra le dieran paso a otras leyes superiores, porque aunque el sendero era más pronunciado que nunca, el ascenso se había vuelto sospechosamente fácil y la cornisa apenas fue un freno cuando llegó a ella y avanzó peligrosamente por su cara convexa. La luminosidad de la luna se había apagado extrañamente y mientras Atal se adelantaba en la niebla monte arriba, escuchó a Barzai el Sabio vociferar entre las sombras:

—La luna está negra y los dioses danzan en la noche, hay pavor en la noche y hay pavor en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los textos humanos ni los dioses de la tierra han sido capaces de anunciar… Hay una magia irreconocible en el Hatheg-Kla, pues los alaridos de los dioses espantados se han transformado en risas, y las pendientes de hielo suben infinitamente hacia los cielos sombríos en los que ahora me sumerjo… ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la frágil luz, he descubierto a los dioses de la tierra!

Y entonces Atal, desplazándose con acelerada rapidez monte arriba por sorprendentes pendientes, escuchó en la oscuridad una risa repulsiva, fusionada con gritos que ningún hombre puede haber escuchado salvo en el Fleguetonte de incontables pesadillas, un grito en el que tembló el horror y la angustia de una vida turbulenta resumida en un atroz instante.

 

—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos externos que protegen a los débiles dioses de la tierra!… ¡Aparta la mirada!… ¡Atrás!… ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los precipicios infinitos… Ese maldito, ese condenado abismo… ¡Compasivos dioses de la tierra, estoy cayendo al cielo!

Y mientras Atal cerraba los ojos, se tapaba los oídos y trataba de descender combatiendo contra la descomunal fuerza que lo atraía hacia desconocidas alturas, siguió sonando en el Hatheg-Kla la terrible descarga de los truenos que sacudieron a los pacíficos campesinos de las llanuras y a los honrados habitantes de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles pararse para observar, a través de las nubes, aquel raro eclipse que ningún libro había profetizado jamás. Y cuando al fin surgió la luna, Atal estaba a salvo en las nieves bajas de la montaña, alejado de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses también.

Ahora se dice en los antiguos Manuscritos Pnakóticos que la vez que Sansu escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo, no conoció otra cosa que rocas mudas y hielo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg contuvieron sus temores y escalaron ese día esa cúspide encantada en busca de Barzai el Sabio, hallaron inscrito en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido tallada por un colosal cincel. Y el símbolo era muy parecido al que los sabios encontraron en esas aterradoras partes de los Manuscritos Pnakóticos, tan antiguos que no se pueden leer. Eso fue lo que hallaron.

Nunca lograron encontrar a Barzai el Sabio, tampoco lograron convencer al santo sacerdote Atal para que orase por la paz de su alma. Y aún hoy los habitantes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses y oran por la noche cuando los leves vapores cubren la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de las nieblas de Hatheg-Kla los dioses de la tierra a veces danzan con nostalgia, porque saben que no corren peligro y les encanta visitar la desconocida Kadath en sus naves de nube para jugar como antes, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no trepaban las montañas inaccesibles.

The Other Gods: escrito en 1921 y publicado en 1933.

Azathoth36

Cuando el mundo envejeció y la maravilla evadió la muerte de los hombres, cuando oscuras ciudades, elevaron hacia el cielo cubierto por el humo, altas torres, espantosas y grotescas bajo cuya sombra nadie podía fantasear sobre el sol ni sobre praderas floridas en la primavera, cuando el saber despojó a la tierra de su túnica de belleza y los poetas no alabaron sino a deformes fantasmas que vieron a través de ojos cansados e introspectivos, cuando todo ello tuvo lugar y los sueños infantiles se habían esfumado para siempre hubo un individuo que ocupó su vida en la búsqueda de los lugares hacia los que habían escapado los sueños de todo el mundo.

Poco hay registrado sobre el nombre y origen de este hombre ya que eso incumbía exclusivamente al mundo despierto aunque mencionan que ambos eran oscuros. Basta con saber que habitaba en una ciudad de muros altos donde ocurría un estéril anochecer y que trabajaba todo el día entre sombras y griteríos, regresando a casa por la tarde, a un cuarto cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un triste patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en sombría desesperanza. Desde ese alféizar solo se distinguían paredes y ventanas, a menos que uno se inclinara mucho para curiosear hacia arriba, hacia las pequeñas estrellas que brillaban. Y dado que las paredes desnudas y las ventanas transportan pronto a la demencia al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de esta habitación solía asomarse noche tras noche, observando a lo alto para percibir alguna fracción de cosas que existían más allá del mundo despierto y de lo gris de la elevada ciudad. Con el pasar de los años, fue dominando por su nombre a las estrellas de tránsito lento y comenzó a seguirlas con la imaginación cuando, con pesar, se escurrían fuera de su vista, hasta que un día su mirada se abrió a la infinidad de paisajes secretos cuya existencia no llegó a imaginar el ojo mundano. Y una noche esquivó un tremendo abismo y los cielos colmados de sueños se arrojaron hacia la ventana del recluido observador para mezclarse con el aire viciado de su habitación y hacerle cómplice de sus fabulosas maravillas.

A ese cuarto llegaron raras corrientes de medianoches violetas brillando con polvos de oro. Torbellinos de oro y fuego apiñándose desde los más apartados espacios, cuajados de fragancias de más allá de los mundos. Océanos de opio se volcaron allí, iluminados por soles que los ojos jamás han observado, amparando entre sus remolinos insólitos delfines y ninfas marinas de profundidades olvidadas. El infinito silencioso se enroscaba alrededor del soñador, seduciéndolo sin siquiera rozar su cuerpo que se asomaba rígidamente a la solitaria ventana. Y durante días no marcados por los calendarios del hombre, las mareas de las remotas esferas lo llevaron gentilmente a reunirse con los sueños por los que tanto se había empecinado, aquellos que el hombre había perdido. Y en el transcurrir de infinidad de ciclos, lo dejaron durmiendo tiernamente sobre una verde playa al amanecer, un litoral de verdor, perfumado por los capullos de lotos y plantado de rojas calamitas…

Azathoth: escrito en 1922 y publicado de manera póstuma en 1938.

El horror oculto37

I. La sombra en la chimenea

La noche que fui a la mansión abandonada, a buscar el horror oculto, los truenos sacudían el aire en lo alto de la Montaña de las Tempestades. No estaba solo porque la osadía no formaba parte entonces de ese amor por lo grotesco y lo terrible que ha adoptado como oficio la búsqueda de horrores extraños en la vida y en la literatura. Me acompañaban dos hombres fieles y musculosos a quienes había pedido que me ayudaran cuando llegara el momento. Hombres que por sus características únicas, me acompañaban desde hacía mucho tiempo en mis espantosas exploraciones. Nos fuimos del pueblo en secreto a fin de evitar a los periodistas que aún quedaban después del tremendo terror del mes anterior: la muerte solapada y espantosa. Pensé que más tarde podrían ayudarme, pero en ese momento no los quería a mi alrededor. Ojalá, Dios me hubiese estimulado a dejarles participar conmigo en esa búsqueda, para no haber tenido que sobrellevar yo solo el secreto, durante tanto tiempo, por miedo a que el mundo me creyese loco, o todo él enloqueciese ante las diabólicas implicaciones del caso. Ahora que me he resuelto a contarlo —no sea que el rumiarlo en silencio me convierta en un demente— quisiera no haberlo guardado jamás. Porque yo, únicamente yo, sé qué tipo de espanto se escondía en esa montaña sombría y espantosa.

En un pequeño vehículo circulamos por kilómetros de montes y bosques inexplorados hasta que la boscosa pendiente nos detuvo. De noche y sin la acostumbrada cantidad de investigadores, el campo tenía un aspecto más tenebroso de lo habitual, así que con frecuencia nos sentíamos tentados a utilizar las luces de acetileno pese a que estas podían llamar la atención. A oscuras no resultaba un paisaje agradable. Creo que habría notado su anormalidad aun cuando hubiese obviado el terror que allí amenazaba. No había animales salvajes, ellos son precavidos cuando la muerte está cerca. Los viejos arboles grabados por los rayos parecían irregularmente grandes y encorvados y el resto de la vegetación lucía prodigiosamente espesa e inquieta, mientras que unos raros montículos y pequeñas prominencias de tierra cubierta de maleza y fulgurita me hacían imaginar serpientes y abultados cráneos humanos de proporciones abrumadoras.

El horror había estado escondido en la Montaña de las Tempestades durante más de un siglo. Esto lo supe de inmediato por las noticias de los periódicos acerca de la catástrofe que había hecho que el mundo se fijara en esta región. Se trata de una lejana y solitaria colina de esa parte de Catskills donde la civilización holandesa penetró débil y temporalmente en otro tiempo, dejando al retirarse unas cuantas mansiones en ruinas y una población miserable de colonos advenedizos que crearon infortunadas aldeas en las aisladas laderas. Esta zona era raramente visitada por la gente normal, hasta que se formó la policía estatal y, aún actualmente, la policía montada se limita a pasar solo de vez en cuando. Sin embargo, el horror goza de una vieja importancia en todos los poblados vecinos y es el principal tema de conversación en las reuniones de los pobres mestizos que a veces dejan sus valles para ir a cambiar sus cestas artesanales por objetos de primera necesidad, ya que no pueden cazar, criar ganado ni cultivar la tierra.

El horror oculto habitaba en la solitaria y retirada mansión Martense, la cual coronaba la elevada pero gradual colina cuya tendencia a las frecuentes tormentas le valió el nombre de Montaña de las Tempestades. Durante un centenar de años, la vieja casa de piedra rodeada de árboles, había sido tema de historias extraordinariamente descabelladas y monstruosamente espantosas. Historias acerca de una muerte sigilosa, solapada y colosal que en verano salía al exterior. Con aterrada insistencia, los colonos advenedizos narraban historias sobre un demonio que atrapaba a los caminantes solitarios después del anochecer y se los llevaba y los dejaba en un terrible estado de semidevorado desmembramiento. Otras veces hablaban de huellas de sangre que llevaban a la distante mansión. Algunos decían que los truenos hacían salir al horror oculto de su refugio y otros que el trueno era su voz fuera de esta apartada zona. Nadie creía en estas contradictorias y dispares fábulas, con sus confusas y singulares descripciones de un demonio entrevisto, sin embargo, ningún campesino ni aldeano dudaba que la mansión Martense era refugio de una macabra entidad. La historia local imposibilitaba semejante duda, pero cuando circulaba entre los aldeanos algún chisme particularmente dramático, los que iban a explorar la residencia no hallaban nunca nada. Las abuelas contaban extrañas fábulas sobre el espectro Martense, leyendas relativas a la propia familia Martense, y a la rara diferencia hereditaria de sus ojos, a sus monstruosos y viejos relatos, y al asesinato que había provocado su maldición.

El sobresalto que me había llevado a mí a ese lugar era la repentina y extraordinaria confirmación de la leyenda más trastornada de los montañeses. Una noche de verano, después de una tormenta de una violencia nunca vista, la aldea se despertó con una desbandada de colonos advenedizos que ninguna ilusión podría haber causado. La horda de miserables habitantes gritaba y narraba sollozando que un horror inconfesable había caído sobre ellos, cosa que nadie puso en duda. No lo habían visto, pero habían escuchado tales lamentos en una de las aldeas, que supieron de inmediato que la tenebrosa muerte la había visitado. Por la mañana, la policía estatal y los ciudadanos acompañaron a los estremecidos montañeses al lugar que, según decían, había visitado la muerte. Y en efecto, la muerte estaba allí. El terreno en el que se encontraba uno de los poblados de colonos se había hundido a causa de un rayo, demoliendo muchas de las malolientes chozas, pero este daño evidente era sobrepasado por una devastación orgánica que lo hacía insignificante. De unos setenta y cinco colonos que habitaban el lugar, no encontraron ni a uno solo con vida. La tierra revuelta estaba bañada de sangre y de restos humanos que mostraban con demasiada claridad los estragos de unas garras y unos dientes infernales, sin embargo, ninguna huella visible se alejaba del sitio de la carnicería. En seguida, todo el mundo coincidió en que esta había sido ocasionada por alguna sanguinaria bestia. A nadie se le ocurrió avivar la denuncia de que tales muertes misteriosas no eran sino espantosos asesinatos, usuales en colectividades decadentes. Solo cuando notaron la ausencia entre los muertos de unas veintiocho personas resurgió tal acusación, pero aun así, resultaba arduo justificar la mortandad de cincuenta por la mitad de ese cifra. El hecho era que una noche de verano había caído un rayo del firmamento y había sembrado la muerte en la aldea, dejando los cadáveres terriblemente amputados, roídos y rasgados.

 

De inmediato, aunque las aldeas se hallaban a más de tres kilómetros de distancia, los aterrorizados campesinos relacionaron esta monstruosidad con la embrujada mansión Martense. La patrulla de la policía se mostró incrédula, incluyó la mansión en sus investigaciones solo por rutina y la descartó totalmente al encontrarla deshabitada. Sin embargo, los habitantes del campo y de los pueblos registraron el lugar con minuciosidad. Voltearon todo cuanto encontraron en la casa, exploraron los estanques y las fuentes, inspeccionaron los matorrales e hicieron una búsqueda por el bosque de los alrededores, pero todo fue inútil. La muerte no había dejado otra huella que la propia destrucción. Al segundo día de investigación, después de invadir la Montaña de las Tempestades de reporteros, los periódicos narraron el caso extensamente. Lo describieron con mucho detalle e incluyeron variadas entrevistas que confirmaban la historia de terror que describían las abuelas de la comarca. Al principio leí las crónicas sin mucho entusiasmo, ya que soy versado en esta clase de turbaciones, pero una semana después, distinguí ciertos detalles que extrañamente despertaron mi atención, de modo que el 5 de agosto de 1921 me anoté entre los reporteros que llenaban el hotel de Lefferts Corners, el pueblo más cercano a la Montaña de las Tempestades y reconocido cuartel general de los investigadores. Tres semanas más tarde, la deserción de los reporteros me dejaba en libertad para comenzar una exhaustiva indagación de acuerdo con las pesquisas y detalladas averiguaciones que había ido recogiendo mientras tanto.

Así, que esa noche de verano, mientras la tormenta tronaba distante, dejé el silencioso vehículo y emprendí la marcha con mis dos acompañantes armados. Recorrí el último tramo llenó de montículos hasta la Montaña de las Tempestades, apuntando la luz de la linterna eléctrica hacia las paredes grises y espectrales que empezaban a verse entre los gigantescos robles. En esta desagradable soledad nocturna, bajo la oscilante iluminación, el gran edificio cuadrado mostraba oscuras señales de terror que el día no llegaba a mostrar, sin embargo, no sentí la menor vacilación, ya que me empujaba una indetenible decisión de demostrar cierta teoría. Estaba convencido de que los truenos hacían emerger de algún lugar secreto al demonio de la muerte y yo iba dispuesto a verificar si dicho demonio era una entidad corpórea o una emanación etérea. Previamente, había examinado a fondo las ruinas, de modo que tenía bien diseñado mi plan: escogería como lugar de observación la antigua habitación de Jan Martense, cuyo crimen juega un papel importante en las fábulas rurales de la región. Percibía vagamente que el cuarto de esta antigua víctima era el lugar más adecuado para mis intenciones. La habitación, que mediría unos veinte metros de lado, tenía al igual que las otras habitaciones, despojos de lo que en otro momento había sido mobiliario. Estaba en el segundo piso, en el sector sudeste del edificio, tenía un grandísimo ventanal orientado hacia el este y una estrecha ventana que daba al mediodía, ambos vanos desprovistos de cristales y de contraventanas. En el lado contrario al ventanal había una formidable chimenea holandesa —con azulejos que mostraban alegorías al hijo pródigo— y frente a la ventana estrecha, pegada a la pared, una gran cama.

Mientras los atenuados truenos iban en aumento, dispuse los pormenores de mi plan. Primero amarré en el antepecho del ventanal, una junto a otra, tres escaleras de cuerda que había traído conmigo. Sabía que alcanzaban una distancia conveniente respecto al jardín ya que las había probado. Luego, entre los tres trajimos, arrastrando, el armazón de una cama de otra habitación y lo pusimos de lado contra la ventana. Pusimos arriba ramas de abeto y nos acomodamos para descansar con nuestras automáticas preparadas, dormitando dos mientras el tercero vigilaba. Así teníamos la huida asegurada, fuera cual fuese el lugar por donde apareciera el demonio. Si nos embestía desde el interior de la casa, estaban las escaleras del ventanal y si venía desde fuera, podíamos salir por la puerta y la escalera. De acuerdo con lo que sabíamos, no nos acosaría mucho tiempo en el peor de los casos.

Yo estaba vigilando de las doce a la una de la noche cuando, a pesar del ambiente fatídico de la casa, la ventana sin seguridad y los truenos y relámpagos cada vez más cercanos, me sentí dominado por una somnolencia invencible. Estaba entre mis dos compañeros, George Bennett se hallaba al lado de la ventana y William Tobey al lado de la chimenea. Bennett se había dormido, derrotado por la misma extraña somnolencia que sentía yo, de forma que destiné a Tobey para la siguiente guardia a pesar de que dormitaba. Era sorprendente la fijeza con la que yo observaba la chimenea. La progresiva tormenta debió influir en mis alucinaciones, pues en el corto instante que me dormí sufrí visiones apocalípticas. Una de las veces casi me desperté, seguramente porque el hombre que dormía al lado de la ventana había alargado su brazo sobre mi pecho. No me hallaba lo bastante despierto como para verificar si Tobey efectuaba su trabajo como centinela, aunque sentía un manifiesto malestar a este respecto. Nunca había experimentado una sensación tan claramente opresiva de la presencia del mal. Después, debí quedarme dormido de nuevo, porque mi mente salió de un caos fantasmal cuando la noche se volvió aterradora, inundada de alaridos que sobrepasaban todos mis delirios y experiencias anteriores.

En aquellos alaridos, el pánico y el sufrimiento humanos más profundos rasgaban loca y desesperadamente las puertas de ébano del olvido. Desperté para descubrirme ante la roja locura y la burla diabólica, mientras aquella angustia fóbica y cristalina vibraba y se alejaba cada vez más hacia lugares inconcebibles. No había luz, pero por el vacío que observé a mi derecha, comprendí que Tobey se había marchado, solo Dios sabía adónde. Sobre mi pecho, aún sentía el brazo del durmiente a mi izquierda. Luego se produjo otro relámpago y el rayo agitó la montaña entera, iluminó las criptas más tenebrosas de la antigua arboleda y desgarró al más anciano de los retorcidos árboles. Ante el destello demoníaco del rayo, el durmiente se levantó de repente y en ese momento la luz que entró por la ventana proyectó su sombra vívidamente contra la chimenea de la que yo no lograba apartar la vista ni un momento. No entiendo cómo me encuentro aún vivo y en mi sano juicio. No me lo puedo explicar, porque la sombra que vi en la chimenea no era la de George Bennett, tampoco de ninguna criatura humana, sino una maldiciente anormalidad de los más recónditos agujeros del infierno, una abominación innombrable y deforme que mi mente no llegó a registrar por completo y que no hay pluma que la pueda describir. Un instante después, me encontraba totalmente solo en la mansión maldita, temblando y balbuceando. George Bennett y William Tobey habían desaparecido sin dejar rastro ni siquiera de lucha. No volvió a saberse de ellos nunca más.

II. Un muerto en la tormenta

Después de aquella espantosa experiencia, en la mansión escondida en la espesura, tuve que guardar reposo en el hotel de Lefferts Corners, agotado de los nervios. No sé exactamente cómo me las ingenié para llegar hasta el coche, ponerlo en marcha y volver al pueblo en secreto. No tengo clara conciencia de nada, solo de unos árboles de ramas gigantescas, el sonido diabólico de los truenos y las pavorosas sombras entre los bajos montículos que señalaban y demarcaban la región. Mientras tiritaba y recapacitaba sobre lo que proyectaba aquella terrorífica sombra, entendí que finalmente había apreciado uno de los máximos horrores de la tierra, uno de esos males sin nombre de los vacíos exteriores cuyos endebles y satánicos zarpazos escuchamos a veces en el límite más lejano del espacio, contra los que la compasiva limitación de nuestra vista finita nos tiene piadosamente inmunizados. No me atrevía a considerar o identificar la sombra que había visto. Aquella noche, un hombre había permanecido dormido entre la ventana y yo, y me estremecía cada vez que de manera inevitable mi conciencia trataba de clasificarlo. Ojalá hubiese chillado, ladrado o sonreído entre dientes... al menos eso habría disminuido mi abismal terror. Pero se mantuvo en silencio. Había dejado reposar un brazo —un miembro en todo caso— fatigosamente sobre mi pecho... Por supuesto, un ser vivo o lo había sido... Jan Martense, cuya habitación yo había invadido, estaba sepultado cerca de la mansión... Debía hallar a Bennett y a Tobey, si aún vivían... ¿Por qué se los llevó a ellos y me dejó a mí?... El adormecimiento es invencible y los sueños son aterradores...