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Celefais20

Kuranes vio en un sueño la costa y la ciudad del valle que se prolongaba más allá y el pico nevado que se alzaba sobre el mar y las naves que salían del puerto con alegres colores rumbo a aquellas lejanas regiones donde el mar se unía al cielo. También, fue en un sueño donde recibió el nombre de Kuranes, ya que cuando él estaba despierto tenía otro nombre. Él era el último miembro de su familia por lo que tal vez le resultó natural soñar un nuevo nombre. También estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos quienes hablaban con él y quienes recordaban quién había sido. Él había perdido sus tierras y sus riquezas, por lo que lo tenía sin cuidado la vida de las personas a su alrededor. Él prefería soñar y escribir lo que soñaba.

Sus escritos hacían reír a quienes los leían, por lo que después de un tiempo decidió guardarlos para sí hasta que finalmente dejó de escribir. Mientras más se aislaba del mundo que le rodeaba más maravillosos eran sus sueños, por lo que habría sido totalmente inútil tratar de transcribirlos al papel. Kuranes era un hombre viejo y no pensaba como los otros escritores. Mientras aquellos se esforzaban en mostrar con pasmosa fealdad lo repugnante que es la realidad y despojar la vida de sus bordados ropajes de mito, Kuranes tan solo buscaba la belleza. Cuando no lograba revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y en la ilusión, en cuyo mismo origen la encontraba entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

No todas las personas reconocen las maravillas que guardan para sí mismas los relatos y visiones de su propia juventud, pues en nuestra niñez escuchamos y soñamos y tenemos pensamientos a medias sugeridos, pero cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordarlos, el veneno de la vida nos ha vuelto torpes y ordinarios. Muchos de nosotros despertamos durante la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que le hablan al sol y dorados acantilados que se asoman a unos mares susurrantes, de llanuras que se extienden alrededor de ciudades soñolientas de bronce y de piedra, y sombrías compañías de héroes que galopan sobre sus ataviados caballos blancos por los linderos de densos bosques. Entonces sabemos que hemos vuelto a mirar, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo maravilloso que nos pertenecía antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

Kuranes regresó de pronto a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con el lugar donde había nacido, una construcción de piedra cubierta de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de sus antepasados y donde él había esperado morir. La luna brillaba y Kuranes había salido silenciosamente a la fragante noche de verano, atravesó los jardines, bajó por las terrazas, dejó atrás los inmensos robles del parque y caminó el largo camino que llevaba al pueblo. El pueblo se veía muy viejo y tenía su borde mordido como la luna cuando ha empezado a menguar. Y Kuranes se preguntó si los techos puntiagudos de las casas ocultaban el sueño o la muerte.

En las calles había tallos de hierba muy larga y los cristales de las ventanas miraban ciegamente de uno y otro lado o estaban rotos. Kuranes siguió caminando trabajosamente, sin detenerse, como llamado hacia algún lugar. No se atrevió a detener ese impulso por temor a que resultase igual que las ilusorias solicitudes y aspiraciones de la vida despierta que no conducen a ninguna parte. Luego se dirigió hacia un callejón que salía de la calle del pueblo hacia los acantilados del canal y llegó al final de todo... a un precipicio. A un abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un infinito vacío, y donde también el cielo estaba vacío y, allá delante, no lo iluminaban ni siquiera la luna mordida o las curiosas estrellas.

La fe le había exhortado a seguir caminando hacia el precipicio, se arrojó al abismo por el que cayó flotando, flotando, flotando. Pasó oscuros y deformes sueños no soñados, esferas cuyo apagado brillo podían ser sueños apenas soñados y seres alados y sonrientes que parecían burlarse de todos los soñadores del mundo. Luego pareció que una grieta de claridad se abría en las tinieblas que tenía delante de sí y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo y una montaña coronada de nieve muy cerca de la costa.

En el instante en que vio la ciudad, Kuranes despertó, sin embargo, supo con esa breve mirada que era Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, que estaba situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había habitado durante la eternidad de una hora una tarde de verano, hacía mucho tiempo cuando había escapado de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo serenara y lo durmiera mientras veía las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa. Entonces protestó, porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en un navío dorado rumbo a esas regiones seductoras donde el cielo y el mar se unen. Ahora, al despertar se sintió igualmente irritado, ya que después de cuarenta rutinarios años había encontrado su maravillosa ciudad.

Pero Kuranes regresó a Celefais tres noches después. Como la vez anterior, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto y con el abismo al que debía bajar flotando silenciosamente, luego apareció nuevamente la grieta de luz, observó los brillantes minaretes de la ciudad, las graciosas naves fondeadas en el puerto azul y, mecidos por la brisa marina, los árboles ginkgo del Monte Arán. Pero esta vez no fue sacado de su sueño, así que descendió suavemente —como un ser alado— hacia la herbosa ladera hasta que sus pies descansaron suavemente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai y a la espléndida ciudad de Celefais.

Kuranes paseó en medio de fragantes hierbas y espléndidas flores, cruzó por el pequeño puente de madera —donde había tallado su nombre hacía muchísimos años— sobre el burbujeante Naraxa, cruzó a través de la rumorosa arboleda y fue hacia el gran puente de piedra ubicado en la entrada de la ciudad. Aunque los mármoles de los muros no habían perdido su belleza, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían, todo era muy antiguo. Y Kuranes se dio cuenta que no tenía que sentir temor de que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía, porque hasta los centinelas en las murallas eran los mismos y eran tan jóvenes como él los recordaba. Cuando cruzó las puertas de bronce y entró en la ciudad, pisó el pavimento de ónice y los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás hubiese estado ausente y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que en Ooth Nargai no existe el tiempo, sino solamente la juventud eterna.

Luego, Kuranes bajó hasta la muralla del mar por la Calle de los Pilares y se mezcló con los mercaderes y marineros y con hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se une con el mar. Allí estuvo mucho tiempo, observando por encima el reluciente puerto donde las ondas del agua brillaban bajo un sol desconocido y donde se mecían las naves fondeadas oriundas de lugares lejanos. También contempló el Monte Arán, que desde la orilla se levantaba majestuoso, con sus verdes laderas cubiertas de árboles ondulantes y con su blanca cima tocando el cielo.

Kuranes deseó, más que nunca, zarpar en un navío hacia lugares lejanos de los que tantas y raras historias había escuchado, así que nuevamente buscó al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias en que estuviera en el pasado y Athib no pareció tener conciencia del tiempo que había pasado. Luego, se fueron juntos en bote hasta una barca del puerto, le dio órdenes a los remeros y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días navegaron sobre las aguas ondulantes, hasta que finalmente llegaron al horizonte, allí donde el mar se junta con el cielo. Pero la nave no se detuvo aquí, sino que siguió navegando ágilmente a través del cielo azul, entre vellones de nube teñidos de color rosa. Y por debajo de la quilla, Kuranes logró ver tierras y ríos extraños y ciudades, de inimaginable belleza, tendidas con indiferencia ante un sol que no parecía desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que el viaje no terminaba nunca y que pronto entrarían en el puerto de Sarannian, la ciudad de las nubes de mármol rosa, construida sobre la impalpable costa donde el viento que viene del Oeste sopla hacia el cielo. Pero, cuando pudieron verse las torres esculpidas más altas de la ciudad, se produjo un fuerte ruido en alguna parte del espacio y Kuranes despertó en su buhardilla, en Londres.

Después de eso, Kuranes durante meses buscó en vano la maravillosa ciudad de Celefais y sus navíos que hacían la ruta del cielo, y aunque sus sueños lo llevaron a variados y maravillosos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar, nuevamente, el Valle de Ooth-Nargai, el cual estaba situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde se veían brillar débiles fogatas de campamento, solitarias y muy diseminadas, también había manadas de reses extrañas y peludas, cuyos cabestros tenían cencerros tintineantes y, en la parte más recóndita de esta zona montañosa, tan remota que pocas personas podían haberla visto, descubrió una especie de calzada —o camino empedrado— terriblemente antiguo, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y que era demasiado gigante para haber sido construido por seres humanos.

Más allá de la calzada, en la gris claridad del alba, llegó a un lugar de exóticos jardines y cerezos y cuando se elevó el sol, observó tanta belleza de flores blancas, verdes follajes, campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de techos rojos que, embargado de felicidad, por un momento olvidó a Celefais. Pero al transitar por un blanco camino hacia una pagoda de techo rojo, nuevamente la recordó. Si hubiese querido preguntarle a alguna persona de esta tierra, dónde estaba Celefais, habría descubierto que allí no había persona alguna, sino pájaros y abejas y mariposas.

 

Otra noche, Kuranes subió por una infinita y húmeda escalera de caracol hecha de piedra. Llegó a la ventana de una torre donde se dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena, y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido con anterioridad. Si no hubiesen surgido la temibles luces de un lejano lugar al otro lado del horizonte, mostrando las antigüedades de la ciudad y sus ruinas, el río estancado cubierto de cañas y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis volviera de sus conquistas para hallar la venganza de los dioses, Kuranes habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai.

Y Kuranes, inútilmente siguió buscando la maravillosa ciudad de Celefais y las naves que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan. Mientras, contemplaba numerosas maravillas y en una ocasión escapó milagrosamente del gran sacerdote que, indescriptible, se esconde tras una máscara de seda amarilla y vive solo en un monasterio prehistórico de piedra en la fría y desierta meseta de Leng. Transcurrido el tiempo, los desolados lapsos del día le resultaron tan insoportables, que empezó a consumir drogas para aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó muchísimo y en una ocasión lo trasladó a un lugar del espacio donde no existen las formas, pero donde los gases incandescentes penetran los secretos de la existencia. Un gas violeta le hizo saber que esta parte del espacio estaba fuera de lo que él llamaba el infinito. Ese gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una masa infinita de materia, energía y gravedad. De nuevo, Kuranes se sintió muy deseoso de regresar a la Celefais llena de minaretes y aumentó su dosis de droga.

Luego, lo echaron de su buhardilla y vagó sin rumbo por las calles. Un día de verano cruzó un puente y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más pobres. Allí fue donde terminó su realización y donde encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.

Los caballeros eran hermosos, ataviados con relucientes armaduras y montados sobre caballos tricolores. Sus chaquetones tenían bordados con hilo de oro extraños escudos de armas. Eran tantos, que Kuranes pensó que eran un ejército, aunque habían sido enviados en su honor porque él era quien había creado en sus sueños Ooth-Nargai. Por ese motivo ahora iba a ser nombrado su dios supremo. Entonces, le dieron un caballo a Kuranes y lo colocaron a la cabeza de la comitiva. Emprendieron la majestuosa marcha, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido, por las campiñas de Surrey. Era raro, pero parecía que retrocedían en el tiempo mientras cabalgaban, pues cada vez que cruzaban un pueblo en el atardecer, veían a sus vecinos y a sus casas como Chaucer, y sus predecesores les vieron, y algunas veces se cruzaban con algún caballero con un grupo pequeño de seguidores. Al llegar la noche galoparon más deprisa —y tan prodigiosamente— que no tardaron en hacerlo como si estuvieran volando en el aire.

Cuando comenzaba a amanecer, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto agitadamente en su niñez y también dormido o muerto. Ahora estaba vivo y los aldeanos madrugadores hicieron una reverencia —cuando pasaron los jinetes calle abajo mientras resonaban sus cascos— y luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños.

Kuranes se había precipitado en ese abismo solo de noche y se preguntaba cómo sería de día, así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a llegar al borde. Mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, surgió de occidente una luz dorada y radiante que cubrió el paisaje con resplandecientes ropajes. El abismo era un hirviente caos de rosáceo y pálido esplendor, invisibles voces cantaban gozosas mientras el cortejo de caballeros saltaba al vacío y caía flotando graciosamente a través de luminosas nubes y plateados resplandores. Los jinetes seguían flotando interminablemente y sus corceles pateaban el éter como si cabalgasen sobre brillantes arenas, luego, los inflamados vapores se abrieron para mostrar un brillo aún más grande: la deslumbrante ciudad de Celefais y, más allá, su costa y su montaña que dominaba el mar y las naves de vivos colores que zarpan del puerto con destino a regiones lejanas donde el cielo se une con el mar.

Entonces, Kuranes reinó en Ooth-Nargai y en todos los territorios vecinos de los sueños, y tuvo su corte tanto en Celefais como en la Serannian formada de nubes. Y allí reina y reinará feliz para siempre, aunque al pie de los taludes de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que al amanecer había cruzado el pueblo semidesierto. Jugaban burlonamente y lo arrojaban contra las rocas, junto a las torres cubiertas de hiedra de Trevor, donde un obeso y millonario cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza destruida.

Cephelaïs: escrito en 1920 y publicado en 1922.

Desde el más allá21

Exageradamente aterrador era el cambio que había experimentado mi mejor amigo, Crawford Tillinghast. No le había visto desde el día en que me relató, dos meses y medio atrás, hacia dónde se alineaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando dio respuesta a mis temerosas y casi aterradas reprimendas, echándome de su laboratorio y de su casa en una descarga de apasionada ira, supe que permanecería, en adelante, la mayor parte de su tiempo aislado en el laboratorio del desván con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada hasta de los criados. Pero nunca imaginé que un corto tiempo de diez semanas pudiera cambiar de ese modo a un ser humano. Ver a un hombre corpulento ponerse esquelético de repente no es nada agradable y menos aún cuando le tiemblan y se le crispan las manos, la frente se le llena arrugas y se le cubre de venas, las bolsas bajo sus ojos se le tornan grises o amarillentas y estos se le hunden y se ponen ojerosos y extrañamente resplandecientes. Y si a eso se le suma una asquerosa falta de aseo, un total desaliño en su ropa, una negra cabellera que comienza a encanecer desde la raíz y una barba blanca crecida en un rostro que siempre estuvo afeitado, el efecto general resulta espantoso. Pero así lucía Crawford Tillinghast la noche en que su casi indescifrable mensaje me llevó hasta su puerta después de mis semanas de exilio. Ese fue el espanto que me abrió —temblando— con una vela en mano y mirando sigilosamente por encima del hombro como temeroso de los entes invisibles de aquella vieja y solitaria casa, retirada de la línea de edificios que integraban Benevolent Street.

Que Crawford Tillinghast se dedicara a estudiar de la ciencia y la filosofía fue un error. Estas materias deben dejarse para un investigador frío e impersonal, ya que brindan dos alternativas, trágicas por igual, al hombre sensible y de acción: si fracasa en sus investigaciones, la consternación, y si triunfa, el inexpresable e incomprensible terror. Tillinghast había experimentado una vez el fracaso, retraído y melancólico, pero esta vez vislumbré con verdadero temor, que había experimentado el éxito. En efecto, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me contó la historia de lo que él sospechaba que estaba a punto de descubrir. Entonces, hablando con voz aguda y afectada se animó y se acaloró, aunque siempre presumido. Me dijo:

—¿Qué sabemos nosotros del mundo y del universo que nos rodea? Nuestras formas de percepción son terriblemente escasas y nuestro entendimiento de los objetos que nos rodean profundamente estrecho. Solo vemos las cosas de acuerdo a la estructura de los órganos con que las percibimos y no podemos hacernos una idea de su naturaleza absoluta. Ambicionamos alcanzar el complejo e ilimitado universo con cinco débiles sentidos, cuando existen otros seres dotados de un rango de sentidos más amplios y efectivos o simplemente diferente, ellos podrían, no solo ver las cosas que vemos nosotros de forma muy diferente, sino que podrían estudiar y percibir universos enteros de materia, energía y vida que se encuentran al alcance de la mano, pero que son imperceptibles a nuestros actuales sentidos.

»Siempre he tenido el convencimiento de que esos raros e inaccesibles mundos están muy cerca de nosotros y creo que ahora he descubierto la manera de traspasar esa barrera. No estoy bromeando. En veinticuatro horas, esa máquina que está junto a la mesa generará ondas que intervendrán determinados órganos sensoriales que nosotros poseemos en estado rudimentario o atrofiados. Esas ondas nos abrirán nutridas perspectivas desconocidas por el hombre, algunas de las cuales son excluidas de todo lo que consideramos vida orgánica. Advertiremos que hace aullar a los perros durante las noches y enderezar las orejas de los gatos después de las doce. Podremos ver esas cosas y otras que nunca ha visto ninguna criatura hasta ahora. Traspasaremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones y sin traslado alguno de nuestro cuerpo, llegaremos al fondo de la creación.»

Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le llamé la atención porque lo conocía lo suficiente como para sentirme más asustado que divertido, pero él era un fanático y me arrojó de su casa. Ahora, no se expresaba menos fanático, pero su deseo de hablar se había antepuesto a su molestia y me había escrito categóricamente, con una letra que yo apenas reconocía. Al entrar en la vivienda de mi amigo, tan repentinamente transformado en una gárgola temblorosa, me sentí envenenado del terror que parecía vigilar en todas las sombras. Las convicciones y palabras declaradas diez semanas antes parecían haberse cristalizado en la oscuridad que reinaba más allá del halo de luz de la vela y sentí un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi amigo. Quise tener cerca a alguno de los criados y me inquietó cuando me dijo que todos se habían marchado hacía tres días. Era muy raro que el viejo Gregory, hubiese dejado a su señor sin decírselo al menos a un amigo cercano como yo. Él era quien me tenía al tanto sobre Tillinghast desde que me echara con tanta furia.

Sin embargo, no tardé en someter todos mis temores a mi creciente fascinación y curiosidad. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast de mí, pero no ponía en duda que tenía algún secreto maravilloso o algún descubrimiento que comunicarme. Antes, lo había censurado por sus inauditas incursiones en lo inconcebible, pero ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía con él su estado de ánimo, aunque fuera terrible el precio del éxito. Lo seguí escaleras arriba en la oscuridad de la casa vacía, siguiendo la llama vacilante de una vela que soportaba la mano de esta temblorosa caricatura de hombre. Parecía que la electricidad estaba desconectada y al preguntarle a mi amigo me dijo que era por un motivo concreto.

—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió susurrando.

Noté particularmente su nueva costumbre de susurrar, ya que no era habitual en él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático y vi la infame máquina eléctrica irradiando una apagada y aciaga luminosidad violácea. Estaba conectada a una batería química muy potente, pero no recibía ninguna corriente. Yo recordaba que en su etapa experimental chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. Le pregunté a Tillinghast y en respuesta murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo pensaba. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que esta quedaba a mi derecha y conectó un artefacto que había debajo de una gran cantidad de lámparas. Comenzaron los conocidos chisporroteos, luego se convirtieron en un rumor y finalmente en un zumbido tan sutil que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Mientras tanto, había aumentado la luminosidad, disminuido otra vez y obtenido una pálida y rara coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome y distinguió mi expresión alterada.

 

—¿Reconoces qué es eso? —susurró— ¡son rayos ultravioleta! —ante mi sorpresa se rio de forma extraña—. Tú creías que eran invisibles y, en efecto lo son, pero ahora pueden verse igual que muchas otras cosas también invisibles. ¡Oye! Las ondas de este aparato están despertando los miles de sentidos adormecidos que hay en nosotros, sentidos que obtuvimos durante los cientos de años de evolución que median desde la etapa de los electrones autónomos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad y tengo el propósito de enseñártela. ¿Quisieras saber cómo es? Pues te la mostraré. Tillinghast se sentó frente a mí en ese momento, apagó la vela de un soplo y me miró atentamente a los ojos. Tus órganos sensoriales, creo que tus oídos en primer lugar, captarán numerosas impresiones ya que están directamente relacionados con los órganos adormecidos. Luego lo harán los demás. ¿Has oído mencionar la glándula pineal? Me dan risa los endocrinólogos superficiales, colegas de los advenedizos y tramposos freudianos. Esa glándula es el más importante de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la vista, que transmite representaciones visuales al cerebro. Si eres una persona normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Estoy hablando de casi todo el testimonio del más allá.

Miré la enorme habitación del ático, con su pared sur inclinada, ligeramente iluminada por los rayos que los ojos normales son incapaces de captar. Los rincones estaban bañados en sombras y todo el lugar había adquirido una irrealidad brumosa que alteraba su naturaleza y provocaba que la imaginación volara. Durante el instante que Tillinghast estuvo callado, me imaginé en medio de un fabuloso y extraordinario templo de dioses desaparecidos hace mucho tiempo y en un indefinido edificio con incontables columnas de piedra negra que se elevaban desde un suelo de húmedas lápidas hacia unas brumosas alturas que la vista no alcanzaba a fijar. Durante un rato, fue una representación muy vívida, pero, gradualmente, comenzó a dar paso a un pensamiento terrible, el de la soledad total y absoluta en el espacio infinito, donde no existen visiones ni sensaciones sonoras.

Era como el vacío. Solo eso, pero sentí un miedo infantil que me estimuló a sacarme del bolsillo el revólver que siempre llevo conmigo cada noche desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, el ruido de las regiones más remotas, fue cobrando gradualmente realidad. Era muy suave, sutilmente vibrante, definitivamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable ímpetu, que sentí su huella como una fina tortura por todo mi cuerpo. Experimenté esa sensación que nos produce el arañazo inesperado sobre un vidrio esmerilado. Al mismo tiempo, sentí algo así como una corriente de aire frío que pasó a mi lado, al parecer en dirección hacia el ruido distante. Permanecí con el aliento contenido y sentí que el ruido y el viento iban en aumento, dándome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos rieles por los que se acercaba una tremenda locomotora. Comencé a hablarle a Tillinghast y de inmediato se disiparon todas estas anormales impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió con desagrado al ver el revólver que yo había sacado de manera instintiva, pero por su expresión, percibí que había visto y escuchado lo mismo que yo, si no más. Le describí en voz baja lo que había experimentado y me pidió que me estuviese lo más sereno y receptivo posible.

—No te muevas —me indicó—, porque con estos rayos pueden vernos igual que nosotros podemos ver. Te he mencionado que los criados se han ido pero no te he contado cómo. Fue por culpa de esa necia ama de llaves, encendió las luces de abajo después de indicarle que no lo hiciera y los hilos captaron oscilaciones simpáticas. Debió de ser aterrador. A pesar de que estaba atento a lo que veía y oía en otra dirección, pude escuchar los gritos desde aquí. Después de eso, me quedé espantado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. La ropa de la señora Updike estaba en el recibidor al lado del interruptor de la luz... por eso sé que fue ella quien la encendió. Pero no correremos peligro mientras no nos movamos. Recuerda que afrontamos un mundo espantoso en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!

El impacto combinado de tal declaración y la áspera orden me produjo una especie de parálisis y, aterrorizado, mi mente se abrió una vez más a las alteraciones procedentes de lo que Tillinghast llamaba “el más allá”. Me encontraba ahora en una vorágine de ruido y movimientos acompañados de imprecisas representaciones visuales. Distinguía los contornos borrosos de la habitación, pero a mi derecha, desde algún lugar del espacio, parecía brotar una humeante columna de nubes o formas imposibles de identificar que atravesaban el sólido techo por encima de mí. Después volví a experimentar la impresión de que estaba en un templo, pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano volátil de luz, del que bajaba un rayo deslumbrador a lo largo de la brumosa columna que había visto antes. Luego, el escenario se volvió casi totalmente caleidoscópico y en la mezcolanza de imágenes, sonidos e impresiones sensoriales indescriptibles, sentí que estaba a punto de esfumarme o de, alguna manera, perder mi forma sólida. Siempre recordaré esa visión deslumbrante y efímera.

Por un instante, me pareció ver un raro fragmento de cielo nocturno poblado de esferas resplandecientes que giraban sobre sí y mientras desaparecía, pude ver que unos soles radiantes formaban una constelación o galaxia de trazado muy bien definido, dicho trazado correspondía al desfigurado rostro de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí deslizarse unos seres animados y formidables, a veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo teóricamente sólido, y me pareció que Tillinghast los percibía como si sus sentidos, más experimentados, pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que me había dicho de la glándula pineal y me pregunté qué estaría viendo con ese ojo sobrenatural.

De repente, me percaté de que yo también gozaba de una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se formó una escena que, aunque difusa, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era familiar en cierto modo, aunque lo extraordinario se superponía a la manera como una escena cinematográfica se proyecta en un escenario terrestre sobre el telón de fondo de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast frente a mí, pero la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares no estaba vacía. Una profusión de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entre ellas en terrible confusión y junto a cada objeto conocido, existían mundos enteros y extrañas y desconocidas entidades. Del mismo modo, parecía que las cosas cotidianas intervenían la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había monstruosidades muy negras y gelatinosas que temblaban fofamente en unidad con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en asquerosa profusión, y para horror mío, descubrí que se intercalaban, que eran semifluidas y capaces de penetrarse mutuamente y de traspasar lo que conocemos como materia sólida. Nunca estaban quietas, sino que parecían moverse con algún propósito perverso. A veces, se engullían unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola súbitamente de la vista. Entendí, con cierta turbación, que eso era lo que había hecho desaparecer a la desdichada servidumbre y después, no fui capaz de retirar dichas entidades de mi pensamiento mientras intentaba descubrir nuevos detalles de este mundo —recientemente visible— que existe a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado mirando y me decía: