El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX

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Z serii: Prismas #4
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La negación de la realidad material propia del misticismo extremo será adoptada por Unamuno como un método de cuestionamiento y superación de las realidades culturales aparentemente más permanentes y firmes. En este momento, sin embargo, Unamuno permanece vinculado todavía al proyecto moderno y participa de la exaltación de la razón consensuada y el goce físico como principios fundamentales de una humanidad orientada hacia el progreso y el bienestar colectivos. Este es probablemente el Unamuno más asequible ya que comparte los principios del consenso en torno a una humanidad moderna. No es, sin embargo, el perfil del autor que le ha conferido más distintividad y carácter propios. Posteriormente, hay un desplazamiento desde el equilibrio y la serenidad, tanto personal como colectiva, hacia el antagonismo y el enfrentamiento de nociones y fuerzas contrapuestas. La guerra se convierte en la metáfora más comprensiva del discurso del autor. La fusión del alma eterna con el cosmos se fragmenta y parcela en una miríada de ideas contrapuestas. Este es el Unamuno más polémico y conflictivo y al mismo tiempo el más singular y perdurable.

En En torno al casticismo, la disección del corpus cultural nacional es implacable y la propuesta de transformación es igualmente lúcida y taxativa. La sociedad española es deficitaria en salud física e intelectual, es un organismo débil y sin vitalidad que debe ser transformado de manera radical e inmediata, en especial con relación a la juventud del país. En este caso, la ambivalencia desaparece y emergen nítidamente las causas del retraso nacional con relación a Europa: «Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta…No hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen comprimida» (ibíd.: 132). El medio cultural español responde a la asfixia propia de los cafés provincianos a los que aludía ya Larra, y luego se convirtieron en la metáfora de la inercia y la precaria salud del cuerpo nacional. No hay aquí compromisos ni ambigüedad al respecto: esa atmósfera nacional es un obstáculo para la creatividad y la emergencia de ideas nuevas para la sociedad.

La denuncia de una realidad nacional deletérea es inequívoca. Los jóvenes que poseen la capacidad para la renovación acaban siendo las víctimas de un medio sin dinamismo y sin fuerza: ellos «caen heridos de anemia ante el brutal y férreo cuadriculado de nuestro ordenancismo y nuestra estúpida gravedad; nadie les tiende a tiempo una mirada benévola y de inteligencia» (ibíd.: 133). La rigidez intelectual y social y los impedimentos sistémicos crean una situación que previene el desarrollo de los cuerpos y las mentes de los jóvenes, y de ese modo la sociedad perpetúa la esterilidad endémica de la historia de la cultura nacional. La referencia a Europa responde todavía de manera clara a los parámetros del discurso liberal que históricamente había visto en Europa una realidad para ser emulada e imitada. En este momento, Unamuno no reconoce abiertamente todavía que la escena cultural del continente está aquejada también de una profunda enfermedad espiritual que Nietzsche, Kierkegaard, Bergson y luego Spengler examinan con preocupación y angustia.4 El Unamuno subjetivo y espiritualizante de épocas posteriores conectará plenamente con ellos y se hará eco de sus comentarios desarrollándolos de una manera singularizada y única.

Frente a lo que Unamuno denomina la miseria espiritual del país, solo hay una alternativa productiva y eficaz: la inserción plena en el modelo europeo. Inserción en Europa, lo que equivale a la aceptación del paradigma de la modernidad y ceder la dirección del país a los pocos españoles que comparten la visión consensuada de la modernidad según la versión predominante en la Europa liberal y progresiva: «España está por descubrir y solo la descubrirán españoles europeizados» (ibíd.: 141). La inmersión en la cultura no nacional es la fórmula para redimir un contexto cultural carente de los mínimos signos de creatividad y vitalidad. Hay que destacar que, junto con la exteriorización del movimiento cultural, la salida al medio europeo, mucho más amplio y asimilativo, Unamuno propugna una exploración de la cultura española que está todavía latente en el espacio impenetrable e inerte de la cultura canónica. Esa cultura académica y convencional está ocupada solamente por los referentes clásicos, los grandes hitos monumentales del Siglo de Oro, que Unamuno respeta pero que considera asimismo como un obstáculo para la renovación del discurso cultural.

Ese respeto hacia el archivo cultural tradicional le permitirá más adelante hacer la relectura y reconsideración de algunas figuras emblemáticas, como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Don Quijote, en los que Unamuno hallará el origen de su subjetivización y espiritualización de la cultura nacional. En este momento, Unamuno, como otros representantes de su grupo generacional –Azorín, Antonio Machado y Baroja–, trata de hallar en la cultura popular anónima, y no necesariamente escrita, la fuerza de renovación de un cuerpo enfermo que ha perdido la capacidad para una vitalidad renovada. No es él el único en manifestar esta preferencia por la pureza de la voz popular por encima de la elaboración y reflexión refinada del lenguaje escrito y académico.5

Sin dejar de mantener su adhesión a la conceptualización académica en la que se siente integrado con pleno derecho a partir de su labor universitaria, Unamuno se abre hacia un territorio que no es en principio el suyo. Sus logros, en este sentido, no son tan completos y concretos como los de otros contemporáneos suyos. No hay en él, por ejemplo, la sensibilidad hacia el medio natural que es manifiesta de manera extensa y exquisita en la prosa melancólicamente natural de Azorín y la contemplación refinadamente espiritual de Antonio Machado. Lo que sí existe en él es el impulso de disolución de la separación entre la alta cultura y la cultura popular y, en particular, el deseo de fusionar ambas, aproximando lo canónico y académico al pueblo e insertando en la alta cultura los arquetipos y motivos de unas manifestaciones culturales que eran minusvaloradas por el medio académico: «Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya, y nadie para su atención en las coplas de ciego…que sirven de pasto aun a los que no saben leer y las oyen» (ibíd.: 141). Unamuno halla en la recuperación de esa corriente popular la motivación para una renovación de la vida paralizada de una sociedad abrumada por los estereotipos culturales que los grupos intelectuales imponen sobre el resto.6

Este Unamuno no advierte todavía –como ocurre posteriormente–una incompatibilidad entre la corriente nacional, focalizada en la defensa de los principios de la cultura propia, y la vertiente orientada hacia el exterior y, en particular, la del medio europeo: «Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pueblo. El pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la historia, es la masa común a todas las castas, es una materia protoplasmática, lo diferenciante y excluyente son las clases e instituciones históricas. Y estas solo se remozan zambulléndose en aquel» (ibíd.: 143). El pasaje revela ya la aversión de Unamuno hacia la institucionalización de la cultura que impide su dinamismo. La terapia de la cultura del país requiere una profundización en la conciencia colectiva y la expansión de esa conciencia a partir de su inserción en los fundamentos del medio cultural europeo más abierto y progresivo. La interiorización es imperativa para el impulso de revitalización, pero está supeditada a la orientación externa, que es la que finalmente determina la renovación progresiva de la realidad cultural nacional. La exposición al exterior está vinculada a la profundización en lo propio, pero está destinada a superar y reconfigurar a la nación española que aparece limitada y restringida frente al espacio externo.

Unamuno no comparte la visión devastadora del medio cultural nacional, como ocurre en Valle-Inclán o Joaquín Costa. En él existe un intento de equilibrio entre el carácter nacional y las manifestaciones externas. La enfermedad nacional es susceptible de un tratamiento apropiado que fundamentalmente requiere la importación de parámetros externos. España no es ni la réplica caricaturesca de Europa (según la versión crítica del país) ni la contrapartida compensatoria y positiva de los principios europeos (en la acepción tradicional). Es más, en el Unamuno equilibrado y armónico de este momento, la dramática separación de España y Europa carece de sentido ya que es posible lograr la armonización de ambas de manera satisfactoria y productiva.

El énfasis obsesivo y monopolizador en el tema de la nación, que ha tendido a caracterizar el discurso cultural español en detrimento de otras opciones, pierde así su razón de ser. La tradicional inseguridad y frustración de la sociedad española frente a sí misma, que conduce al menosprecio de lo nacional y la devoción hacia lo externo, se resuelve a partir de la confianza en el proceso de profundización de lo propio. De ese modo, se desvanece la ansiedad frente a la percibida superioridad europea que ha determinado el discurso liberal español. Desde la perspectiva actual de la integración del país en la Europa política, económica y cultural, es más fácil comprender la ambición de Unamuno y, posteriormente, la de otras figuras como Ortega y Gasset y Eugeni d’Ors, de acomodar el país dentro de unos parámetros culturales más amplios de manera natural y espontánea, no en un proceso traumático sino progresivo y eficaz: «¡Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos nosotros, y venga la inundación de fuera, la ducha!» (ibíd.: 143).

 

Para Unamuno la terapia nacional se concibe como una rectificación de una trayectoria histórica que siguió un camino erróneo y se vio paralizada, en primer lugar, por los impedimentos de un programa colectivo fundado en la negación de la diferencia y la inflexibilidad frente a ella. Posteriormente, esa conducta histórica introvertida se transformó en una incapacidad de integración en el contexto de la modernidad, lo que ocasionó a su vez la partición del país en tendencias contrapuestas que se enfrentaron entre sí de manera regular a lo largo de toda la historia. La regeneración en Unamuno equivale de manera vitalista y nietzscheana a una renovación que proporciona una transfusión de sangre nueva en el cuerpo nacional decrépito y corrompido. A diferencia de la versión tradicionalista de la historia, Unamuno no teme esa infusión de sangre nueva como un hecho desnaturalizador del carácter propio, porque previamente ha propuesto la afirmación en la psique popular como el fundamento de un concepto diferente de lo nacional. Frente a las instituciones inválidas y no representativas impuestas sobre el corpus nacional, Unamuno afirma la vitalidad de un Volk anónimo y potenciado como el repositorio de la pureza colectiva más genuina: «Con el aire de fuera regenero mi sangre, no respirando el que exhalo» (ibíd.: 145). La exhortación es explícita. La recuperación del cuerpo nacional enfermo pasa necesariamente por una reescritura de la historia nacional utilizando un lenguaje y unos conceptos importados de fuera. La defensa del cosmopolitismo de los jóvenes se justifica especialmente porque la juventud del país significa vitalidad y renovación cuando esa orientación se ve reforzada por el impulso hacia el exterior. En este caso, la vitalidad requiere proyección al exterior y la superación del estrecho espacio nacional. La salud del país está directamente conectada con la negación de una perspectiva únicamente nacional.

Desde el contexto actual, la dicotomía (interioridad/ exterioridad cultural) planteada por Unamuno es una realidad del pasado. Durante el periodo franquista, la dicotomía todavía tenía vigencia porque el franquismo fue la prolongación de la divisoria por otros medios. En la actualidad, el país está integrado plenamente en la dimensión europea. El planteamiento de Unamuno se ha realizado parcialmente precisamente a partir de la exposición a lo diferencial europeo. La propuesta de En torno al casticismo se ha realizado en la situación práctica. Tras un interregno de siglos, la reconexión con el mainstream europeo es un hecho incontestable. No obstante, En torno al casticismo no significa la última propuesta de Unamuno en torno al tema. El cuerpo enfermo puede ser también generador de creatividad y, por tanto, no debe ser rechazado in toto. La enfermedad –los traumas individuales y colectivos–genera un nuevo modo de perceptividad y de conciencia que Unamuno explora con profundidad, y llega a convertir en la motivación fundamental de su pensamiento posterior y más definitorio.

El imperativo de la enfermedad

He considerado hasta ahora la fase de equidistancia conceptual de Unamuno en la que intenta no solo la compatibilización de orientaciones ideológicas y culturales divergentes, sino sobre todo la inclusión de la naturaleza más primordial y caracterizante del país dentro de las premisas convencionales del paradigma de la cultura moderna. Unamuno concentra su mirada crítica en Europa y lo que juzga como las áreas de influencia del continente en América y otras zonas del mundo. Para él, la integración de la nación en ese paradigma es un objetivo deseable siempre que se produzca dentro del proceso de inserción en el núcleo original del país que Unamuno asocia de manera imprecisa pero inspiradora con el pueblo eterno, según una versión idealista de la historia nacional que tiene su origen en el pensamiento alemán de la nación, desde Fichte hasta Hegel.

Unamuno no se identifica con el nacionalismo político pero sí con un concepto de nación cultural que para él es más poderoso y permanente que el político, e irá incrementando progresivamente esa identificación hasta llegar a su magnificación en Vida de don Quijote y Sancho. En este momento, sin embargo, el autor es sabedor de que la recuperación del país debe fundarse no en un sentimiento de defensa a ultranza de la nación, sino en su reconfiguración a partir de su inserción en un corpus cultural más amplio y extenso que el limitadamente propio. Al mismo tiempo, Unamuno advierte, como lo harán posteriormente otras figuras intelectuales y políticas, como José Ortega y Gasset, Eugeni d’Ors y Manuel Azaña, que la redención del país pasa por el medio de la cultura más que por el de la política, la economía y el poder militar. El adentramiento en el pueblo eterno por parte de Unamuno se hace manifiesto a partir de la singularidad cultural española, que es irrepetible en el resto del continente y que permite afirmarse en lo propio por encima de otras opciones culturales.

Unamuno reconoce que en la mayoría de aspectos y categorías de evaluación –desde la economía hasta la política internacional–España ha perdido estatus, pero permanece todavía la cultura como una opción incontestable. Esta vía se revela, no obstante, como insuficiente y excesivamente convencional para Unamuno, quien necesita encontrar una posición más personal desde la que repotenciar tanto la visión de la nación como de su perfil intelectual. La halla en el concepto del pensamiento como una aberración contra natura, como un atributo exclusivamente humano que nos separa de la naturaleza animal y nos impone el conocimiento y la conciencia de la vulnerabilidad consustancial con la condición humana. Estar y ser en la enfermedad y la conciencia de este hecho como el componente determinante de la condición humana es lo que define al ser humano de manera más profunda: «Nadie ha probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más, el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad» (Unamuno, 1976: 19). No es esta una idea propia exclusivamente de Unamuno, ya que se apoya en una corriente intelectual de la segunda mitad del siglo XIX que cuestiona el proyecto moderno fundado en la orientación hacia la racionalidad del progreso, la libertad individual y la felicidad como derechos inalienables de todo ser humano.

Lo que hacen las llamadas filosofías de la vida (Lebensphilosophien), de las que Nietzsche es el precursor más destacado y que luego se metamorfosean en las propuestas de Bergson y Dilthey, es cuestionar la linealidad progresiva del tiempo y la creencia de que el futuro centrado en la racionalidad y la ciencia deparará necesariamente un tiempo más dichoso. La aportación de Unamuno a ese proceso es su versión de la necesidad de una evolución trágica y sangrienta de la historia en la que no es posible la clausura y en la que la ruptura y el desorden son los principios determinantes. Los nombres que Unamuno invoca como contexto intelectual y emotivo de su propuesta son reveladores: Marco Aurelio, Pascal, Leopardi, Amiel, Kierkegaard. Estos pensadores son significativos porque valoran la sabiduría más que la ciencia, y la fuerza vital de la condición humana más que los procesos racionales y técnicos en torno a ella. Este privilegio de la vitalidad por encima de otros componentes de la naturaleza humana se vincula con el impulso y el deseo de mantenimiento y preservación de lo que, en la visión de Unamuno, define al ser humano.7

Puesto que la vida constituye el núcleo de la existencia humana, su continuidad indefinida es esencial. Nietzsche afirma el impulso dionisíaco como un valor por sí mismo, como el principio originario y definitivo de toda la trayectoria humana. Unamuno se apoya en la vitalidad en cuanto que le permite y facilita la preservación de su yo personal, ya que la razón, que él denomina kantiana, no solo no garantiza esa inmortalidad, sino que introduce grietas en el impulso vital por medio de la duda y el relativismo que destruyen la certeza en la supervivencia no solo del alma sino también del cuerpo. Para Unamuno, el mantenimiento del yo ha de ser total y debe incluir la integridad del sujeto sin que tenga sentido para él la separación convencional entre cuerpo y alma. La inmortalidad ha de extenderse a toda la persona y, puesto que la razón no justifica y promueve la inmortalidad, Unamuno se ve obligado a recentrar su epistemología y fundarla en la voluntad y la afectividad más que en el conocimiento y los procesos mentales.

Esta reversión epistemológica es única en el discurso cultural nacional y le va a permitir a Unamuno hacer de los estados psíquicos extremos, como la inseguridad y la angustia, que son minusvaloradas en el proyecto moderno, el origen y la causa de su pensamiento: «El ansia de no morir, el hambre de inmortalidad…eso es la base afectiva de todo conocer y…veremos cómo la solución a ese íntimo problema afectivo, solución que puede ser la renuncia desesperada de solucionarlo, es la que tiñe todo el resto de la filosofía» (ibíd.: 33). Unamuno da aquí el salto cualitativo desde el equilibrio cognitivo entre las fuerzas diferentes que definen su discurso, hasta el predominio de la emotividad sobre otros modos de caracterización de la condición humana. Renuncia así a la búsqueda de la resolución de las situaciones humanas antagónicas y conflictivas para destacar el dramatismo de esa situación en la que hay una incompatibilidad fundamental entre el impulso de preservación del yo y los medios intelectuales para realizarlo.

Son la inseguridad emotiva y la ansiedad las que producen un incremento de conocimiento de la única cuestión que para Unamuno tiene una dimensión universal y decisiva: la permanencia del yo de manera absoluta. No obstante, esa ambición queda determinada por la certeza de que finalmente la búsqueda está destinada a la no confirmación de sus fines. Por más que la obra de Unamuno es una persecución frenética de la permanencia del yo, en ningún momento se halla la realización de ella. La falta de seguridad en el conocimiento es la única forma de certeza en la que puede instalarse el investigador de la inmortalidad. El voluntarismo de Unamuno es menos incondicional y absoluto que el de Nietzsche, ya que no llega a borrar y extinguir la inseguridad sobre lo que propone. La inmortalidad es un desiderátum que no se cumple nunca.

Las múltiples construcciones utópicas colectivas y personales que abundan en el universo intelectual de la segunda mitad del siglo XIX y se extienden a la primera mitad del siglo XX no motivan en Unamuno entusiasmo o mayor interés. Su socialismo primerizo se convierte posteriormente en objeto de parodia: jugar al sindicato es la expresión que resume esta transformación y posterior menosprecio hacia lo que él visualiza como los espejismos sociales que produce la revolución industrial y tecnológica de la segunda mitad del siglo XIX. El activismo político es una distracción pascaliana con la que alejarse de la ansiedad producida por la reflexión en torno a la no continuidad física y ontológica del yo. La conciencia es una forma de enfermedad, pero es una enfermedad que Unamuno acepta como el atributo más constitutivo de la condición humana: el sapere aude kantiano se reconfigura en él como un deseo de conocer por encima del dolor y la insatisfacción que ese conocimiento está destinado a producir:

Si eso de la salud no fuera una categoría abstracta, algo que en rigor no se da, podríamos decir que un hombre perfectamente sano no sería ya un hombre, sino un animal irracional. Irracional por falta de enfermedad alguna que encendiera su razón. Y es una verdadera enfermedad, y trágica, la que nos da el apetito de conocer por gusto de conocimiento mismo, por el deleite de probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal (ibíd.: 22).

Un aspecto especialmente sugeridor de la posición epistemológica de Unamuno es que su profunda valoración de la espiritualidad se combina con un concepto pragmático y utilitario de los procesos intelectuales y de la verdad, que es uno de los temas fundamentales de la investigación filosófica. Para Unamuno, la verdad se demuestra a partir de los efectos que produce y, en particular, por su capacidad para movilizar y agitar la conciencia del ser humano. Verdadero es no tanto lo que explica un hecho o un fenómeno, sino lo que lo sitúa dentro de un contexto que potencia e intensifica la capacidad del sujeto individual para captar el dramatismo de su existencia. Esa es la razón por la que en Unamuno prima el para qué más que el por qué, la finalidad de la empresa cognitiva y no la explicación por las causas de los fenómenos de la naturaleza. Puesto que al yo individual de Unamuno le interesa, sobre todo, su preservación eterna, toda su actividad intelectual se orienta hacia aquellos temas que favorecen y promueven ese impulso.

 

Al mismo tiempo, la orientación filosófica que se desvía de este fin absoluto de Unamuno es objeto de la descalificación y la crítica. El caso de Descartes es característico. Aunque reconociendo el espacio central que ocupa en la filosofía moderna, a Unamuno no le interesa la orientación analítica de Descartes porque, según él, no atiende la dimensión espiritual e inmaterial de la condición humana. Según la visión de Unamuno, para Descartes solo aquello que es verificable racionalmente merece ser explorado y, como la preocupación fundamental de Unamuno –la inmortalidad absoluta del sujeto individual–queda excluida del marco de comprensión de investigación de la razón cartesiana y moderna en general, los procedimientos de la razón científica y, en particular, empírica carecen de justificación real para él. Para Unamuno, la razón moderna no disuelve el horizonte de la nada, entendida como la extinción del yo personal, sino que lo magnifica y solidifica de manera definitiva ya que niega la opción de la esperanza y elimina toda legitimidad y justificación para la resolución del enfrentamiento con la nada personal.

Los procedimientos racionales son, aun en la aparente grandeza de sus mecanismos y resultados, inferiores a las propuestas de la fe y la esperanza ya que magnifican la angustia del yo en lugar de suavizarla. La explicación y la interpretación no son la terapia apropiada para una conciencia que aspira no tanto a comprender como a sentirse regenerada a partir de la esperanza de su salvación. El impulso de Unamuno es no solo religioso sino, sobre todo, emotivo, e incluye todas las capacidades del individuo y no solamente su intelecto. Ese es el motivo de que, en última instancia, para Unamuno sea preferible la enfermedad y el dolor a la satisfacción transitoria de la explicación racional del mundo: «El que sufre vive, y el que vive sufriendo ama y espera, aunque a la puerta de su mansión le pongan el “Dejad toda esperanza”, y es mejor vivir en dolor que dejar de ser en paz» (ibíd.: 39). El dolor eterniza mientras que, en la versión de Unamuno, la razón proporciona tan solo sucedáneos provisionales y efímeros de resolución que están condenados a la desaparición.

Es manifiesto que la opción maximalista de Unamuno está provocada por la necesidad de obtener una garantía que es especialmente difícil cuando, además de negar la vía científica, se duda de la fiabilidad y la legitimidad de la vía religiosa convencional. La angustia de Unamuno es absoluta porque no hay ningún fundamento reconocible para un yo que está dividido entre fuerzas contrapuestas y contrarias. Esa indecidibilidad epistemológica irrevocable constituye uno de los componentes definitorios de la especificidad epistemológica del pensamiento de Unamuno. No obstante, la posición de Unamuno no es neutral e indiferente hacia las diferentes opciones religiosas. Para él, no existe más camino que el del cristianismo en sus diferentes denominaciones que, por encima de sus diferencias, respetan las mismas fuentes y textos sagrados en torno a la figura de Jesucristo y su pasión. Otras visiones religiosas quedan más allá de su campo directo de atención no porque carezcan de valor, sino porque ninguna de las figuras primordiales de esos otros caminos religiosos ofrece la capacidad para la efusión de dolor y pasión que es propia del cristianismo en torno a la trayectoria trágica de su figura más definitoria, Jesucristo. El islam o las religiones orientales no le ofrecen la opción sangrante y agónica que es propia del cristianismo lacerante de Unamuno. La omisión responde, por tanto, no a desconocimiento o desinterés, sino a la ausencia de sintonización entre su pensamiento y su situación existencial y el carácter de esas otras religiones.

Dentro del cristianismo, Unamuno establece también diferenciaciones significativas. El catolicismo queda vinculado con la grandeza espiritual y el sacrificio personal en nombre de una causa, mientras que el protestantismo se asocia con la supuesta apacibilidad y quietismo de las sociedades anglo sajonas en las que las instituciones y las normativas cívicas predominan por encima de los dogmas y los principios religiosos. Aludiendo a Oliveira Martins, Unamuno afirma taxativamente que:

El catolicismo dio héroes y el protestantismo sociedades sensatas, felices, ricas, libres, en lo que respecta a las instituciones y a la economía externa, pero incapaces de ninguna acción grandiosa, porque la religión comenzaba por despedazar en el corazón del hombre aquello que le hace susceptible de las audacias y los nobles sacrificios (ibíd.: 56).

Sin duda esta aseveración general no tiene en consideración las tendencias fundamentalistas que el protestantismo generó en ambos lados del Atlántico, tanto en la versión calvinista como en la versión puritana de los fundadores de las colonias americanas en la costa este del país, en donde diversas formas de la versión más ortodoxa y extrema del cristianismo constituyeron el núcleo de las normas de la sociedad. No asignar al protestantismo la capacidad de convicción y dedicación que es propia del catolicismo es una aseveración conceptual e históricamente inexacta. No obstante, el origen de la observación de Unamuno se centra en el deseo de dar relieve al componente más visiblemente dramático del catolicismo que destaca el martirio y el sacrificio corporal, ejemplificados en la pasión de Jesucristo, como pruebas fehacientes de la grandeza moral de un sistema religioso e ideológico juzgado como inspirado divinamente y como auténticamente verdadero. La supuesta dicha y paz cívica que Unamuno adscribe al protestantismo –y que vehicularían la creación de un modelo de bienestar y salud sociales–no facilitaría la exaltación del dolor personal en la que Unamuno fundamenta tanto su visión religiosa como existencial.

Las imágenes y el repertorio metafórico que Unamuno emplea para su caracterización del catolicismo son ilustrativas. De nuevo son la concreción material y el pragmatismo los que motivan su visión. Para Unamuno, la posición más efectiva frente a Jesucristo es convertirlo en una posesión personal: «Trátase…de comerse y beberse a Dios, el Eternizador, de alimentarse de Él» (ibíd.: 55). La contemplación y la reflexión son inservibles para la propuesta de Unamuno, que requiere la tangibilidad física del cuerpo de Jesucristo para conseguir la preservación y la continuidad personal que está persiguiendo como el único objetivo significativo de su vida. No basta insertar simbólicamente a Dios dentro de la conciencia. Hay que poseer su cuerpo y su sangre de manera literal porque, de ese modo, puede solidificarse y asegurarse la permanencia indefinida del yo. Dios, por tanto, aparece no como una abstracción conceptual (el Dios filosófico o la idea originaria de Kant) ni como una figura simbólica que define y caracteriza una creencia religiosa, sino como un garante real e indisputable de la permanencia del sujeto que, sin él, sería vulnerable a los efectos de la temporalidad. Son, por ello, preferibles el dolor y la angustia de la vivencia de la experiencia sangrante de Jesucristo a la recreación ideal y abstracta de su figura. El Dios de Unamuno no produce serenidad y sosiego, sino turbación y conmoción, pero es también a través de esos sentimientos ineludibles y dramáticos como se constituye en un fundamento fiable de la continuidad personal eterna.

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