El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX

Tekst
Z serii: Prismas #4
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

I

LA INSTALACIÓN EN LA EXPERIENCIA DEL PATHOS

Para Unamuno, la nación, constituida como hogar espiritual y cultural más que patriótico, es el espacio donde se realizan las insuficiencias y dolencias psíquicas del sujeto individual. El yo de Unamuno transfiere al ente nacional sus propias inquietudes y las proyecta en él. Al principio de su trayectoria intelectual, Unamuno, todavía bajo el influjo del determinismo imperante en el contexto europeo, percibe en la nación un ámbito hostil que impide la realización personal del yo de un modo satisfactorio. El Unamuno de En torno al casticismo responde fundamentalmente a la crítica convencional de la cultura española que ha realizado históricamente el pensamiento nacional liberal. Es la España como cultura obstaculizante y frustrante de Larra, de la Doña Perfecta de Galdós, o de Joaquín Costa. El medio nacional como un cementerio y desierto cultural y existencial, una Villahorrenda asfixiante y retrógrada en la que no es posible subsistir. Para ser y existir libremente, el yo no tiene más opción que liberarse de los vínculos que lo atan al medio nacional. La profunda disfuncionalidad de la nación afecta al yo de manera profunda y castrante y el yo no tiene otra opción que oponerse férreamente a esa sujeción. El modelo de este primer Unamuno concibe la enfermedad como un hecho externo a él mismo y con relación al cual debe precaverse para prevenir cualquier contaminación indebida.

El voluntarismo subjetivista del Unamuno posterior, propio de Vida de don Quijote y Sancho y Del sentimiento trágico de la vida, que transforma la cultura en una prolongación y extensión del yo personal, opera ya parcialmente sobre el ente nacional para obtener su transformación. Es el otro nacional el que se halla enfermo, no el yo personal, que posee la lucidez y la claridad mental suficientes para analizar agudamente la situación en la que se halla envuelto en contra de su decisión personal. La función del texto literario es proveer un diagnóstico crítico y analítico de la condición nacional para intentar su recuperación. Esa recuperación requiere necesariamente la eliminación de los presupuestos convencionales de la cultura tradicional del país. La terapia debe ser en este caso radical y absoluta y debe incluir la penetración o, mejor todavía, la invasión de los modos culturales extranjeros más vitales en la cultura nacional.

La condición de la nación que Unamuno critica alude al estado físico de los españoles y su precaria energía y vitalidad para la acción, pero sobre todo Unamuno hace referencia a la condición espiritual e intelectual de los miembros de una comunidad cultural que se halla paralizada por su incapacidad para la creatividad y la renovación. Para Unamuno, la comunidad nacional es una entidad enferma que contamina a todos los que la habitan y se nutren de ella. No hay ninguna posibilidad de superar ese medio en el que todas las opciones de desarrollo intelectual y espiritual son irrealizables: «Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta» (Unamuno, 1979: 132). Es el contexto el que previene la regeneración espiritual de los españoles y el que impide la emergencia de una vitalidad renovadora: «No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud» (ibíd.: 132).

Es claro que hay una interconexión estrecha entre la situación espiritual de la nación y la condición física de sus habitantes. Forma parte del Zeitgeist de la ciencia empiricista, todavía vinculada al positivismo, el condicionar la salud psíquica al medio ambiental en el que el sujeto humano vive y se desarrolla. En realidad no hay dicotomía bien delimitada entre ambos. Los dos son parte de un mismo impulso, pero para Unamuno el origen de la enfermedad de la nación se halla en la dimensión cultural y espiritual y es en ella donde se concentra su esfuerzo reformador. Si se cura y revitaliza el espíritu de la cultura de la nación, y por asociación de sus miembros, deberá producirse un avance en la terapia general de la salud nacional.

Incluso en esta fase internacionalmente extrovertida de Unamuno, es ya posible detectar los principios de la precedencia de la idea y la subjetividad sobre los datos materiales y empíricos, independientes del yo. No obstante, este primer Unamuno comparte la visión general del pensamiento liberal español por la que la regeneración del país debe someterse a su apertura y exposición a la influencia externa. Las referencias textuales al respecto son manifiestas y demuestran que la subjetivización del repertorio cultural y su filtrado personal de los grandes iconos del archivo cultural canónico, que es característica de Unamuno, solo ocurre con posterioridad al momento en el que aparece su obra seminal En torno al casticismo. En esta obra se presenta la crítica del pensamiento tradicional, que Unamuno adscribe de manera emblemática a Menéndez Pelayo, y se hace una referencia explícita al imperativo de renovar el país precisamente a partir del rechazo de lo que Unamuno denomina el enquistamiento del discurso cultural nacional en los parámetros habituales del pensamiento tradicional.

Ménendez y Pelayo, en La ciencia española y otras obras paralelas suyas como la Historia de los heterodoxos españoles, trata de hallar los valores propios que contraponer a la ciencia, la filosofía y el pensamiento extranjeros que para él equivalen a categorías alienadas, sin advertir que la cultura se fertiliza mutuamente al margen y por encima de sus fronteras nacionales que, en el campo cultural en particular, son maleables y cambiantes. Frente a esa defensa cerrada de lo juzgado como propio, Unamuno propone una apertura hacia el repertorio supranacional, aunque no tanto como invasión sino como intercambio fecundo con otros medios lingüísticos y culturales:

«¡Mi yo, que me arrebatan mi yo», gritaba Michelet, y cosa análoga gritan los que con el agua al cuello se lamentan de la crecida del río. De cuando en cuando…lanza algún reacio conminaciones en esa lengua de largos y ampulosos ritmos oratorios que parece se hizo de encargo para celebrar las veneradas tradiciones de nuestros mayores, la alianza del altar y el trono y las glorias de Numancia, de las Navas, de Granada, de Lepanto, de Otumba y de Bailén (ibíd.: 16).

Este todavía joven Unamuno ataca, con unos conceptos y un lenguaje que reduplican los del pensamiento crítico español convencional, el aislamiento de la historia intelectual española moderna que no ha sido capaz de conectar con la cultura europea y que ha hecho de esa marginación un motivo de diferencialidad y orgullo propios. Los referentes de Unamuno (desde Menéndez Pelayo hasta Pereda y Calderón), para poner de manifiesto esta orientación endogámica del discurso político y cultural nacional, son indicativos de la posición cerrada de lo que Unamuno percibe como la incapacidad del pensamiento tradicional para asimilar la orientación de la modernidad. Incluso el lenguaje que esa orientación prefiere para la defensa de sus principios se corresponde con el vacío conceptual. La retórica oratoria es un mecanismo defensivo para ocultar bajo la brillantez lingüística las dificultades para emprender una reflexión comedida y consensuada en torno al bagaje cultural nacional. El lenguaje preciso y sobrio de los ensayos de En torno al casticismo es la contrapartida frente al lenguaje de la corriente tradicionalista y patriótica.

No obstante, la posición de Unamuno no se corresponde estrictamente con la de la crítica del pensamiento liberal. Unamuno opta por el pragmatismo y el equilibrio conceptual que luego se verán ausentes en su evolución posterior. Por esa razón, difiere de la versión del liberalismo que, desde Larra, no halla en la cultura nacional más que signos vacuos que deben estar destinados a la desaparición. El lenguaje de esa versión del liberalismo no comparte la ampulosidad y el vacío de la versión tradicionalista, sin embargo comparte con ella la incapacidad para la tolerancia y la inclusión de visiones diferenciales: «Más bajo, mucho más bajo, y no en tono oratorio, no deja de oírse a las veces el murmullo de los despreciadores sistemáticos de lo castizo y propio… y revelan hiperbólicamente sus deseos manifestando un voto análogo al que dicen expresó Renan cuando iban los alemanes sobre París, exclamando, “que nos conquisten”» (ibíd.: 16). Es claro que para Unamuno la orientación que propugna la apertura a la cultura externa puede pecar por el exceso de su posición, a pesar de la naturaleza más comedida y menos oratoria de su estilo que la distancia de las posiciones casticistas.

Frente a esa dicotomía antagonista e irreconciliable que equivale a la prolongación de una disfuncionalidad crónica de la sociedad y la vida intelectual españolas, Unamuno propone una alternativa equidistante entre las dos orientaciones, una opción que preserva los referentes icónicos y permanentes de la cultura junto con lo que Fernand Braudel denomina la poudre de l’ histoire, los pequeños hechos de la experiencia cotidiana de los seres humanos sin aparente relieve histórico (Wallerstein, 2004: 75). Paradójicamente, es este modo cultural anónimo y reservado el que constituye la esencia más profunda de la cultura, que Unamuno denomina la tradición eterna. Esa tradición emerge precisamente de las voces humildes, con frecuencia silenciadas, de los que no poseen presencia en la historia, y cuya característica más aparente es la invisibilidad, la no-existencia en la imagen pública de la colectividad nacional.

Unamuno lo afirma con su franqueza y claridad características: «La vida más oscura y humilde vale infinitamente más que la más grande obra de arte» (Unamuno, 1979: 30). Esta precedencia de la fuerza espontánea de la vida sobre la organización de ella a través de una metodología limitadamente racional está conectada con el pensamiento que se origina a partir de la decepción de las promesas de la razón científica y las grandes utopías sistemáticas que surgen en la segunda mitad del siglo XIX. Nietzsche concibe al Übermensch como una superación vitalista de las falsas promesas del optimismo de la historia totalizante y final de Hegel. Por ello, los procedimientos estilísticos y retóricos, como el sarcasmo, la elipsis o la invectiva, reemplazan metodológicamente la certeza absoluta del hegelianismo y de los movimientos filosóficos y políticos vinculados con él. La coerción y subordinación de la fuerza vital bajo la sistematización racional se presenta como una desvirtuación de la naturaleza original humana, que para Unamuno ha sufrido la deformación de los grandes sistemas de la historia decimonónica y posteriormente de la primera mitad del siglo XX.

 

Siguiendo la línea nietzscheana de pensamiento, las construcciones de la razón aparecen como una desviación de la trayectoria natural del ser humano y como un impedimento para el desarrollo saludable de la psique y la conciencia del sujeto. Para Unamuno, la salud individual y colectiva se logra precisamente en un desandar la trayectoria de las grandes revoluciones del tiempo histórico que precede al propio Unamuno y que se corresponde con las aserciones centrales de la historia intelectual del siglo XIX. Al final de ese proceso de reconstitución de la historia, debe hallarse la pureza original que se ha perdido en el trascurso del desarrollo y avance de la empresa de la modernidad. Hay que aclarar explícitamente que Unamuno no se opone abiertamente al proyecto de la modernidad que ha condicionado y definido la historia intelectual de los últimos tres siglos. Lo que propone más bien es un retorno subliminal e ideal a unos orígenes que supuestamente se han perdido con el proyecto moderno vinculado con un concepto universal y homogéneo de la condición humana.1

Hay que destacar que la propuesta filosófica de Unamuno, aunque focalizada y dirigida específicamente a la nación española, no tiene solamente a España como referente, sino que alude a toda la humanidad de acuerdo con un concepto universalizante de la condición humana que –más allá de las críticas de Unamuno en contra de Kant–está directamente vinculado con Kant. Es la humanidad entera, y en particular la que pertenece al paradigma de la cultura occidental, la que sufre las consecuencias de la deformación de los orígenes: «Lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original, lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros» (ibíd.: 30). Este Unamuno es transnacional y cosmopolita, no requiere todavía la identificación del yo personal con el modelo quijotesco de la existencia y la cultura, y se siente a sí mismo como un miembro de la humanidad a la que él pertenece de manera más definitoria y plena que a la nación propia.

El abandono o alejamiento de ese concepto universalista es una deformación de la mente que puede llevar a los más grandes fracasos tanto individuales como colectivos. En realidad, los ensayos publicados en los años postreros del siglo XIX y los primeros del siglo XX pueden concebirse como una advertencia premonitoria frente a la llegada del gran abismo axiológico de la Primera Guerra Mundial de 1914, que señala en la intelectualidad europea del momento la decepción frente a la razón kantiana y la llegada de la irracionalidad política del fascismo y luego de los movimientos nihilistas, como el existencialismo, que cuestionan el humanismo histórico de raigambre clásica: «¡Gran locura la de querer despojarnos del fondo común a todos, de la masa idéntica sobre que se moldean las formas diferenciales de lo que nos asemeja y une, de lo que hace que seamos prójimos, de la madre del amor, de la humanidad; en fin, del hombre, del verdadero hombre, del legado de la especie!» (Unamuno, 1979: 30).

En contraste con el Unamuno posterior que potencia la singularidad y la distintividad del sujeto individual por encima de los rasgos compartidos universalmente, esta propuesta es ortodoxa y convencional y se ajusta precisamente al programa de la modernidad, que está fundado en la homogeneidad de principios fundamentales del conocimiento humano y la afirmación de una naturaleza humana esencial. En esta fase de su pensamiento, en la frontera con la primera situación extrema y apocalíptica de un siglo que se caracteriza por las polaridades ideológicas y la violencia, Unamuno opta por un perfil personal que se corresponde con el del intelectual europeo académico, que comparte los principios del paradigma de la modernidad en los que se percibe integrado sin mayores reservas. Aunque ha rechazado ya inequívocamente los modos sistemáticamente comprensivos y, de la mano del pensamiento de filiación antihegeliana y antipositivista, muestra desconfianza hacia las propuestas reductivas y absolutas, Unamuno es todavía un pensador integrativo y solidario que halla su identidad intelectual y personal no a partir del distanciamiento del paradigma del pensamiento de su época, sino a través de su identificación con él.

De manera paralela a Kierkegaard, Bergson, Dilthey y posteriormente Ortega y Gasset y otros pensadores que se asocian con la llamada Lebensphilosophie, Unamuno, en los ensayos de este libro determinante y aleccionador, ha advertido agudamente ya las lagunas e insuficiencias fundamentales de la metodología racional analítica y lógica y de la negación antiespiritualizante que esa razón conlleva. Unamuno anticipa así la corriente crítica contra el consenso racional y moderno que Nietzsche percibe, con su penetración y dramatismo característicos, como el agente más corrosivo de la cultura moderna. Unamuno participa de ese vitalismo, pero no deja nunca de sentirse parte de la tradición cultural de raigambre clásica que, como en el caso de Nietzsche, es en todo momento la suya. Unamuno no ha dado todavía el salto hacia la contrarrazón del quijotismo ni ha identificado en Don Quijote a la figura que contraponer a las pretensiones absolutistas de la razón afín al hegelianismo (incluyendo a Marx) ni el reduccionismo materialista de filiación comtiana. Unamuno forma parte íntegra de la familia intelectual europea y occidental y está, además, satisfecho con ese perfil que lo define.

Unamuno se interesa en el estudio de la locura como uno de los motivos centrales de renovación del pensamiento y la estética. La locura constituye un elemento privilegiado del paradigma epistemológico posterior de Unamuno, como se revela en Vida de don Quijote y Sancho, por ejemplo. De modo diferencial, en en este momento, tal como es perceptible en En torno al casticismo, la locura es leída todavía literalmente y es enjuiciada como un hecho clínico que temer y curar en el plano individual y rectificar en la colectividad nacional. La locura española es en este momento la incapacidad para formar parte integral del proyecto moderno europeo. La locura consiste justamente en el extrañamiento de la normatividad, la diferencia, el no ser como los demás. Potencia, además, la idiosincrasia individual por encima del consenso colectivo y los principios constitutivos de la comunidad.

Frente a esta locura, Unamuno propone un nuevo equilibrio a partir de la compatibilización del pasado histórico con la renovación cultural del presente. Unamuno es el propulsor de una conciencia crítica nacional que, al mismo tiempo, no niegue el archivo cultural común en el que todos los miembros de la comunidad pueden integrarse. Para ello, no renuncia a la tradición clásica sino que la asimila y absorbe de nuevo a partir de los elementos que la conectan con la psique eterna y permanente de la nación que él propone. La naturaleza de esa psique va evolucionando y va transformándose a partir de los presupuestos personales de Unamuno. No obstante, en todo momento, el factor común más definitorio es la autenticidad y la legitimidad del carácter espiritual y no cuantificable de la cultura de la nación. Esa es la razón de su crítica acerba de los rasgos no genuinos de esa cultura que la distancian de la pureza de principios espirituales de su nuevo concepto de la cultura nacional.

En lugar de la retórica estéril propia del teatro que Unamuno denomina castizo, aludiendo al teatro clásico del Siglo de Oro y que produce una locuacidad gesticulante y antirreflexiva carente de significación real, Unamuno propone la reflexión y la introversión que conducen a la profundización en la psique colectiva. Unamuno condena la esterilidad del pensamiento y la creatividad que acompaña al discurso de la tradición nacional más rancia y castiza. El teatro declamatorio y ampuloso de esa tradición ejemplifica la incapacidad de la cultura nacional para la introspección y la profundidad conceptual y emotiva. La tradición eterna que conecta con el pensamiento y la cultura universales es reemplazada en este caso por el localismo y la mimetización caricaturesca de lo otro, lo externo.

De esa manera, la cultura clásica española se le aparece a Unamuno, en esta fase de su trayectoria intelectual, como un obstáculo para la verdadera reflexión cultural y humana. La enfermedad nacional consiste en la imposibilidad de conectar con la línea central del discurso intelectual europeo en el que España debiera estar inserta plenamente. La enfermedad equivale aquí a la asfixia e inutilidad de un lenguaje privado de toda efectividad a causa de su desconexión con un pensamiento vital. La locuacidad es una máscara para disfrazar el desierto conceptual que caracteriza la producción cultural nacional, asociada con el casticismo que se confunde aquí con el provincianismo y la incapacidad para la creatividad:

El desenfreno colorista y el gongorismo calidoscópico, epilepsia de imaginación que revela pobreza real de esta… las oratorias de acumular sinónimos y frases simétricas, desdibujando las ideas con rectificaciones, paráfrasis y corolarios. Y de todo ello resulta un estilo de enorme uniformidad y monotonía en su ampulosa amplitud de estepa, de gravedad sin gracia, de periodos macizos como bloques, o ya seco, duro y recortado (ibíd.: 74).

La dureza de esta aseveración responde a la necesidad de separarse inequívocamente de una trayectoria cultural nacional que es un impedimento para el desarrollo de un yo personal maduro y diferenciado. La virulencia de la evaluación de la tradición nacional responde a un meca-nismo de defensa de un yo personal que se siente oprimido por un medio simbólico –de acuerdo con el concepto de la otredad lacaniana mediada lingüísticamente–con el que no solo no puede identificarse, sino que requiere invalidar y deslegitimizar plenamente para afirmarse a sí mismo.2 La violencia del rechazo es paralela a la fuerza de la opresión del otro cultural. En realidad, la fijación de Unamuno en el otro –que se refleja en Don Juan, El otro, San Manuel bueno, mártir y alcanza dimensiones mayores en Vida de don Quijote y Sancho–se corresponde directamente con la opresión de un entorno nacional carente de estímulo para él.

La herencia del otro cultural es un lastre del que Unamuno intentará liberarse durante su trayectoria intelectual y literaria, hasta el punto incluso de crearse una segunda imagen, un perfil público en el que proyectar su diferencialidad y su distancia con relación a la psique cultural colectiva de la que Unamuno se reconoce como parte, pero que rechaza reconocer como constitutiva de su yo. El impulso para dominar al otro colectivo, o al menos regular y moderar su influencia, se convierte en todopoderoso y llega a excluir otra vía u opción. En este proceso de distanciamiento con relación al otro, la persona o el personaje público llegan a sustituir incluso al yo original que había iniciado el movimiento de distanciamiento con relación a la herencia colectiva.

Los términos con los que se caracteriza la psique nacional son altamente críticos y son análogos a los que definen el teatro clásico. La virulencia de las relaciones humanas en el país es un modo de ocultar la incapacidad para el rigor y la responsabilidad social e intelectual: «El alma castiza, belicosa e indolente, pasando del arranque a la impasibilidad, sin diluir una en otro para entrar en el heroísmo sostenido y oscuro, difuso y lento, del verdadero trabajo» (ibíd.: 82). La locuacidad y la vacuidad conceptuales son las cualidades que predominan en el carácter nacional e impiden la realización de un trabajo individual y colectivo realmente productivo. La gesticulación hiperbólica es un obstáculo para los trabajos realmente eficaces que producen satisfacción al yo personal y permiten el progreso y el avance de la colectividad cultural nacional. La presión de la colectividad predomina por encima de otras opciones que posteriormente el Unamuno subjetivizante prima de manera exclusiva.

 

Hay que notar que, en este momento y de manera insólita en él, Unamuno llega a valorar y potenciar no solo la sensualidad sino también el erotismo y los presenta como cualidades humanas que, al escasear o estar ausentes en la literatura y el discurso intelectual españoles, privan a la conciencia cultural del país de unos registros emotivos y unos procedimientos que son esenciales para la cultura en otras lenguas: «Nuestra castiza lírica amorosa será sutil, mas poco efusiva, y raros son en nuestra literatura los acentos de pasión de amor absorbente y puro de otro sentimiento» (ibíd.: 83). La incapacidad para la sensualidad y el erotismo es percibida como una divergencia desfavorable de la cultura española con relación a la europea, la francesa en particular, porque significa una diferenciación autoexcluyente y limitadora que priva al arte y la literatura nacionales de unos registros que son consustanciales con la modernidad y su proclamación de la libertad y la aserción del cuerpo, sobre todo, a partir de Rousseau. La manifestación abierta de la corporalidad y la sexualidad que se halla ya en La Celestina y El libro del buen amor, entre otras manifestaciones de la literatura medieval, queda luego descontinuada e interrumpida con la fijación artística en la espiritualidad religiosa y la negación de lo físico y lo corporal. Para el Unamuno de esta época, el divorcio entre el placer sensual y el arte es una característica negativa de la cultura española clásica que se ha de eludir y superar.

Los elogios hacia el lenguaje y la estética de la mística y la santidad, tal como se revelan en la literatura de San Juan de la Cruz o en las obras escultóricas y pictóricas del siglo XVII, desde Berruguete hasta Zurbarán, no forman parte todavía del repertorio conceptual explícito de Unamuno en este momento. La divergencia con relación al Unamuno negador de lo físico, propio de La tía Tula o San Manuel bueno, mártir, es manifiesta. En ambas obras de ficción, así como en algunos tratados teóricos, como El sentimiento trágico de la vida o La agonía del cristianismo, Unamuno transforma la negación de lo corporal y los sentidos en un punto capital de su filosofía en torno a la diferencia nacional y la supuesta superioridad del discurso nacional sobre el europeo. Negar el cuerpo y la sensualidad es un ejercicio de disciplina que permite la superación del lastre de la corporalidad y el inicio de la jornada hacia el territorio de la espiritualidad absoluta. El carácter castellano –que no equivale necesariamente al español in toto–adquiere su especificidad a partir precisamente de la negación de la imagen aparencial y la concreción y el prosaísmo de la materialidad. Para Unamuno el erotismo es, pascaliana y heideggerianamente, una distracción y evasión que hay que combatir sometiéndolo a una motivación espiritual.3

La crítica del concepto del honor y la patria queda incluida dentro de estos parámetros. Según Unamuno, el español es incapaz de dulzura amorosa porque está absorto en empresas fútiles vinculadas con la defensa de su reputación y su imagen, y la práctica del placer le parece indigna de la búsqueda de objetivos ideales trascendentales que priman el sacrificio y el dolor por encima de la dicha y la satisfacción personales. La virilidad castellana no es compatible con el refinamiento y la suavidad de las relaciones amorosas gobernadas por un código elaborado que conduce a la estilización de las relaciones amorosas: «Son nuestros caballeros más brutales y menos amadamados, menos tiernos en derretimientos, más fastuosos y guapos que elegantes y finos, menos dados también a la sensiblería ginecolátrica» (ibíd.: 93).

El castellano típico está desconectado de sus sentidos y no hace del reconocimiento de la sensualidad propia y la de su partenaire sexual y emotivo un eje de la relación amorosa. Para el castellano de la versión de Unamuno, el amor tiene una cualidad militar de conquista que devalúa los componentes sensuales y destaca el acto de la posesión de la mujer amada como el máximo motivo del proceso amoroso. En esas condiciones, amar no es un arte tanto como una batalla y un enfrentamiento en los que la virilidad logra sus objetivos no por la persuasión de la seducción sino por el hecho fáctico de la fuerza y la imposición de los principios propios. En esa confrontación no queda espacio para el juego del amor. Este concepto del amor es tan exigente y exhaustivo como un combate militar y la exploración sexual y erótica queda fuera del margen de opciones posibles. El caso de don Juan se percibe como una aberración que se achaca a la imposibilidad de este para el goce genuino y la transferencia de sus insatisfacciones personales al territorio del amor. Don Juan actúa no por deseo sino como compensación para sus frustraciones personales.

El amor homosexual queda fuera de las opciones que Unamuno considera como posibles. Para él, la única vía posible es la del amor heterosexual convencional y más en particular el monogámico, ya que la aventura y la exploración erótica se juzgan un juego frívolo e inconsecuente. Los modelos posteriores que Unamuno considera, como ocurre por ejemplo en La tía Tula, se ajustan al concepto monogámico de las relaciones sexuales desprovistas de sensualidad y erotismo. Por ello, Tula prefiere su orgullosa independencia a la práctica de una sexualidad que pondría en peligro el orden interno familiar. Tula vive y muere en la negación de su cuerpo y esa negación la eleva a un estado singular que puede ser incluso equiparable con la santidad laica, análoga a San Manuel, en San Manuel bueno, mártir, que la obtiene a partir del cuestionamiento de los procedimientos convencionales de conocimiento. La represión de la sensualidad no es un trauma que debe ser analizado y tratado por vía clínica, sino un vehículo para promover una conducta excepcional que sobresale por encima de lo común. La neurosis de la represión es un camino para obtener la singularidad de la santidad. Nietzscheanamente, la enfermedad es una dolencia que no debe tratarse y curarse, sino que debe reorientarse y reencaminarse hasta producir el heroísmo. En Nietzsche la enfermedad y la anormalidad en la conducta originan la grandeza del Übermensch. En Unamuno, producen la figura del santo y del Cristo redentor y sangriento. En ambos casos, lo que es blutig, lo vital primordial y primario, es la motivación más profunda de la empresa humana. El humanismo revierte así a sus orígenes clásicos y se centra en el pathos de la tragedia más que en la serenidad de la reflexión de la razón.

En En torno al casticismo, sin embargo, la vía de la negación física se percibe desde una perspectiva distinta. El misticismo castellano del pasado llevó a los místicos «al anhelo del martirio, a la voluptuosidad tremenda del sufrimiento, a la embriaguez del combate espiritual, al frenesí de pedir deliquio de pena sabrosa, a que el alma hecha ascua se derritiera en amor» (ibíd.: 106). Las ambivalencias y antinomias caracterizan ya la visión del místico. El dolor es temible pero al mismo tiempo puede crear una voluptuosidad placentera y el deliquio puede producir, a su vez, pena y sufrimiento. Esas oposiciones se inclinan posteriormente del lado de la exaltación espiritual y de la aserción de la nada a la que lleva la corriente extrema del misticismo, y a la que el Unamuno más antirracional y anticanónico se adhiere en Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo.