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Hombres, masculinidades, emociones

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1 Agradezco a María del Pilar Gómez González, Norma Celina Gutiérrez de la Torre y Marcela Viridiana Sucilla Rodríguez el trabajo que desarrollamos de manera conjunta para elaborar el estudio bibliométrico sobre emociones y masculinidad, mismo que tomé como referencia para la discusión sobre los debates que he desarrollado y que aquí expongo. Este trabajo contó con el financiamiento del Fondo SEP-CONACYT CB-2014-01, proyecto núm. 236531.

2 Algunas consideraciones sobre el concepto se encuentran en: Ramírez Rodríguez (2005, p. 45-47).

3 Hochschild define el Emotion work como el manejo emocional que se realiza en la vida privada. Emotional labor al manejo emocional por el que se recibe un salario (Hochschild, 1990, p. 118).

4 G. Rubin (Rubin, 1997) lo planteaba como una sociedad andrógina y sin género, pero no sin sexo. (R. W. Connell, 2003) Connell como el desmantelamiento de la masculinidad.

5 Retomo las ideas desarrolladas por Ramírez Rodríguez (2005).

Masculinidad, emociones y delitos de alto impacto. Un estudio sociológico sobre hombres jóvenes privados de la libertad en Jalisco

Paulo Octavio Gutiérrez Pérez

Introducción

La investigación sobre masculinidad, emociones y delitos es de suma importancia en contextos como el de México, donde la violencia expresiva, la crueldad, la rabia y la ira, así como la vergüenza y el miedo, guardan una relación inextricable no solo con los delitos asociados con grupos del crimen organizado, sino también con delitos circunstanciales y contingentes en los que participan los hombres.

El objetivo del presente capítulo consiste en identificar cómo se configura la masculinidad en las trayectorias delictivas y cuál es la función que cumplen las emociones en dicha configuración. Los resultados forman parte de la tesis de doctorado Autorretrato hablado. Hombres jóvenes y delitos de alto impacto en Jalisco: un estudio sociológico sobre masculinidad y trayectorias delictivas (Gutiérrez Pérez, 2019). Es importante advertir que la investigación no es sobre la prisión, sino sobre la experiencia previa a la prisión. Aclaro lo anterior porque existe una diferencia sustantiva entre los estudios que abordan la experiencia de la privación de la libertad y los que abordan la experiencia de la masculinidad y su relación con la esfera delictiva de forma previa a la prisión, aun cuando las entrevistas, por cuestiones de factibilidad, se hayan llevado a cabo en un contexto carcelario.

Para el marco teórico de la investigación se empleó un enfoque integrado de la teoría general de la tensión (TGT), la teoría del control social (TCS) y la teoría de asociación-aprendizaje (TAA) para explorar la tensión emocional que experimentan los hombres cuando no reciben el trato esperado, cuando no existe o es tenue el control social familiar e institucional y cuando los grupos de pares ejercen una pedagogía intensa en relación con prácticas y modulación de las emociones.

El trabajo de campo de esta investigación se llevó a cabo en el Centro de Atención Integral para Jóvenes del Estado de Jalisco (CAIJEJ), conocido también como «La Granja», el cual funge como un centro de reinserción social para hombres jóvenes que cometieron delitos siendo menores de edad y que están cumpliendo sentencias de entre uno y siete años. El análisis también se nutre de la observación participante en el Reclusorio Metropolitano en Puente Grande, Jalisco y de dos entrevistas con jóvenes recluidos voluntariamente en el Anexo para Adicciones Barrios Unidos en Cristo, en Guadalajara, Jalisco.

Fueron entrevistados entre 2017 y 2019 veinte hombres jóvenes que cometieron delitos de alto impacto, catalogados así por la sociedad civil organizada Observatorio Nacional Ciudadano (2020), en función de la incidencia delictiva y del impacto en la percepción y en el temor de la ciudadanía.

Los delitos de alto impacto cometidos por los entrevistados son: homicidio doloso, diferentes modalidades de robo con arma blanca y de fuego, secuestro y violación. Las entrevistas fueron audiograbadas y procesadas posteriormente en el programa Atlas.ti, el análisis fue de carácter inductivo, siguiendo las premisas de la teoría fundamentada (Grounded Theory).

Desde un enfoque sociológico, que abarca el análisis de creencias, imaginarios, identidades y prácticas, se exploraron en una línea de tiempo las pedagogías, las circunstancias y los contextos en que estos hombres iniciaron en la comisión de delitos, así como el uso de la fuerza física y las armas como dispositivos útiles para ejercer el poder, los procesos de aceptación en grupos de pares, el consumo de sustancias lícitas e ilícitas, la participación en el crimen organizado y sus formas disciplinarias, la autopreservación y la agresión como aspectos que los acompañan hasta la prisión.

El repertorio emocional de los entrevistados se articula con sus relatos sobre las relaciones tanto familiares, con pares y de pareja, como en su vida laboral, en la narración de los delitos cometidos y en la proyección a futuro de aquello que reconocen como motivaciones propias de su condición de género: la paternidad, las relaciones con las mujeres y los riesgos que conlleva la esfera delictiva, como el afrontar la muerte.

La masculinidad como concepto teórico y como categoría analítica

La masculinidad no es solo un concepto teórico, sino también una categoría analítica que sirve para analizar, en este caso, a hombres concretos como sujetos de género. La masculinidad como concepto teórico permite problematizar las relaciones de poder entre los hombres, en relación con las mujeres y en contraste con otros hombres que no cumplen cabalmente con los mandatos de lo considerado masculino.

La masculinidad como categoría analítica, por su parte, ayuda a operacionalizar elementos de la subjetividad (registros del ser, pensar, sentir y desear), de la identidad (laborales, religiosos, étnicos, políticos y regionales) y de las acciones y prácticas (ser responsable, «dar la cara», hacer trabajos y jugar juegos de hombre, hablar y sentarse «como los hombres»).

El término masculinidad cobró relevancia en el campo de los estudios de género a partir de los años ochenta. Su formulación está en deuda con los aportes del feminismo y los estudios sobre diversidad sexual. Existen diversas interpretaciones de la masculinidad: una biológica, otra centrada en sus acciones, otra deontológica y finalmente una semiótica-simbólica que integra diversas posibilidades de significación (Ramírez Rodríguez, 2005).

Aunque la masculinidad se asocia con los estudios sobre hombres, su objeto de estudio no son necesariamente los hombres, en cuanto cuerpo sexuado, ni la performatividad masculina en sí, sino las relaciones sociales y de poder que tienen lugar en los sujetos sexuados y reconocidos como hombres. Los estudios de género de los hombres analizan las implicaciones que tiene la exigencia social en los hombres, en cuanto sujetos biológicamente machos y socialmente hombres (Núñez Noriega, 2016).

En el universo de estudios sobre masculinidades, se plantearon masculinidades plurales, que pueden denominarse «adjetivadas», porque le añaden un significante adicional al concepto para clarificarlo, como es el caso de la masculinidad que «domina» en las relaciones entre hombres y mujeres (Godelier, 2011, 1982; Bourdieu, 2000); y la masculinidad hegemónica,6 que implica la existencia de una masculinidad cómplice, una masculinidad subordinada y una masculinidad que protesta.

Es necesario aclarar que las masculinidades hegemónica, subordinada y que protesta no son una tipología de individuos, sino una estrategia para abordar teóricamente a grupos sociales (Carrigan, Connell, y Lee, 1985; Connell y Messerschmidt, 2005). La denominada hipermasculinidad, que aparece en textos a partir de los años noventa, es una formulación que se refiere a una performatividad particular producida por la intersección de clase social y condiciones laborales de subordinación (Pyke, 1996; Ríos, 2009).

En su acepción más tradicional, la masculinidad está asociada con la dominación que se ejerce sobre la base de la diferencia sexual: el hombre es lo masculino, lo público, la razón, la ciencia y el trabajo, y domina lo femenino, lo privado, las emociones y la naturaleza.

La masculinidad es un proyecto dinámico de género, que se actualiza a lo largo de la vida de los sujetos. En una trayectoria de vida, la masculinidad, en cuanto práctica y performativa,7 se va transformando. En la infancia es un proyecto aspiracional que demanda postura, estructura física, tono de voz y conexión con el sexo opuesto.

En la adolescencia y juventud se adicionan aspectos como la autonomía mediante la búsqueda de empleo, la libertad de movilidad, la ocupación plena del espacio público (por lo que se vuelve relevante poseer un vehículo para la movilidad), la amistad y asociación con otros hombres, la eficacia en el trato con las mujeres, el conocerlas y el asumir gastos para seducirlas, así como la satisfacción en el desempeño sexual.

En la madurez y en la edad adulta, se presenta una mayor reflexividad respecto a la vida vivida, al igual que una tendencia a la dependencia emocional y de la salud, que asumen principalmente las mujeres del hogar. La descripción anterior no es una regla, sin embargo, es un modelo plausible y susceptible de ser observado en un periodo de largo plazo en el proyecto dinámico de la masculinidad en los hombres.

 

Este proyecto de género está transversado por el ejercicio/resistencia del poder, la conformación de la identidad del yo mediante el empleo y la configuración del deseo, no únicamente del deseo y la tensión sexual que se proyecta hacia un objeto (cathexis), como afirmaba Connell (2003, 1995), sino también el deseo de ser deseados sexualmente o de ser aceptados por el grupo.

Para analizar con sistematicidad tales planteamientos, establecí como variables de análisis de la masculinidad otras dimensiones presentes en el sujeto, como el ser, el hacer, el desear y el razonar. Es decir, asumí como masculinidad en los entrevistados aquello que en sus relatos remitía a ser hombre, hacer tareas y acciones de hombre y tener deseos y razonamientos de hombre. Bajo este modelo es que planteé los resultados de este capítulo. Es necesario referir que tanto la clase como la etnia fueron temas de reflexión y discusión durante el trabajo de campo y la redacción del análisis, sin embargo, en el centro penitenciario donde se llevaron a cabo las entrevistas no había registro oficial de población indígena, ni tampoco hubo entre los entrevistados quien se considerara perteneciente a una etnia. En lo que se refiere a la clase social, en su gran mayoría, los entrevistados se identificaban con la clase popular, de barrio, donde prevalece la cultura de los grupos de esquina.

Los hombres jóvenes

Al igual que la masculinidad, la juventud es un concepto polisémico.8 En el ámbito institucional se clasificó mediante segmentos de edades a grupos poblacionales, con la finalidad de gestionar procesos legales, de políticas públicas y judiciales, como es el caso de los jóvenes en La Granja.

Hablar de los jóvenes como unidad social que posee intereses comunes asociados a una edad definida constituye una manipulación, pues la juventud es apenas una palabra (Bourdieu, 2002).

Al igual que la masculinidad, la juventud es una categoría sociocultural que adquirió relevancia social en los años sesenta y en la academia desde los años ochenta,9 mediante representaciones que mostraban a los jóvenes como rebeldes, pandilleros, violentos o inadaptados, categorías identitarias que no han sido reformuladas hasta la fecha. Los jóvenes pobres, en específico, fueron la encarnación perfecta para depositar los miedos sociales al riesgo y a la inseguridad (Reguillo, 2008, p. V).

La propuesta de emplear una categoría compuesta por dos significantes (hombres/jóvenes) para un estudio como este, implica observar con atención aspectos relativos a la identidad y la subjetividad. La categoría de hombre joven supone una fase previa al mundo de las responsabilidades adultas como el cuidado y la decisión razonada. Lo joven se asocia más bien con la falta de control emocional y la sexualidad exacerbada (García e Ito, 2009, p. 69).

La dimensión cultural que atañe a la categoría de hombres jóvenes es resultado de prácticas identitarias específicas, por ejemplo, el consumo cultural, la participación en grupos de pares, la asistencia escolar y las prácticas de ocio relativas a «lo joven», como la asistencia a plazas públicas, balnearios, fiestas callejeras y discotecas, al igual que asistencias reiteradas a eventos deportivos, especialmente como aficionados al futbol.

La categoría de hombre joven surge en el marco del enfoque de las masculinidades, que es profeminista y que las define como el conjunto de prácticas sociales mediante las que los hombres se configuran genéricamente. Es en este ámbito donde el término masculinidades sustituye al singular porque reconoce diversos contextos culturales, sociales, étnicos, sexuales, entre otros, es decir: diferentes configuraciones de modelos de hombres (García e Ito, 2009, p. 73).

La categoría de hombres jóvenes que empleo en esta investigación tiene una dimensión legal y una dimensión cultural. La dimensión legal responde a que los entrevistados son adultos jóvenes ante la Ley de Justicia Integral para Adolescentes del Estado de Jalisco (LJIAEJ). En Jalisco, la ley determina que siempre y cuando sean menores de 24 años, quienes cometieron un delito siendo menores de edad deberán cumplir su sentencia en un centro para jóvenes.

Los jóvenes entrevistados en esta investigación comparten diversas características, entre ellas, que eran todos mayores de edad cuando fueron entrevistados, todos provenían de contextos urbanos del occidente de México (con excepción de uno de ellos, que provenía del norte del país), la mayoría eran católicos, aunque asistían en el encierro a actividades celebradas por cristianos, todos se reconocían a sí mismos como heterosexuales y en su gran mayoría (con excepción de dos o tres de ellos) se identificaban con la cultura popular de barrio.

Antecedentes sobre masculinidad, emociones y delito

En las ciencias sociales existe un interés renovado por la relación entre el crimen y las emociones, aunque hay que reconocer que este interés tiene sus orígenes en la primera mitad del siglo XIX, con las premisas acerca de cómo la conducta que llevaba al suicidio era resultado del egoísmo, el altruismo, la anomia o el fatalismo (Durkheim, 2003, 1897) y cómo la vanidad, el orgullo y la envidia eran emociones asociadas con los homicidas (Tarde, 1912).

En la actualidad, la criminología consolidó una aproximación más explícita que incorpora la masculinidad y la prisión al binomio de crimen/emociones: los textos sobre la regulación emocional entre los presos (Laws y Crewe, 2016); la autoetnografía y las emociones en los estudios de hombres en prisión (Jewkes, 2012; Crewe, 2014); la diferencia emocional experimentada previamente a la comisión de delitos entre los sexos (Moore y Shepherd, 2007) y la tensión acumulada por emociones negativas asociadas a la comisión de delitos en los hombres (Botchkovar y Broidy, 2010) son ejemplo de la diversidad de abordajes sobre el tema.

Hay que destacar que los textos clásicos sobre prisiones documentaron sin profundizar la frustración por el deseo sexual incumplido y el temor de los brutales abusos físicos propios de la cárcel (Sykes, 1958, 2007), así como la forma en que el encierro y las emociones establecían un orden social particular.

En la sociología desarrollada después de Gabriel Tarde y Émile Durkheim, la tensión y el control de las emociones fueron un componente importante para explicar el delito, como es el caso de la teoría de la tensión (Merton, 2002, 1949); la teoría general de la tensión (Agnew, 2001, 1992, 1997) y el abordaje ritual de la violencia desde la microsociología (Collins, 2008).

En términos generales, los estudios sobre emociones se desarrollaron como respuesta a la insatisfacción explicativa de la racionalidad que concebía a los seres humanos como procesadores mecánicos de información (Lutz y White, 1986). El sistema binario de género, acorde con la división cartesiana, atribuía lo emocional a las mujeres, pues se pensaba que ellas estaban dominadas por el útero, en tanto que los hombres eran vistos como los dueños de la razón.

Con el tiempo, la división entre razón y emociones se fue sustituyendo por una comprensión más compleja sobre el hecho de que las emociones subyacen a la racionalidad (Harré, 1986; Damasio, 1999, 1996).

Las emociones, además, tienen variaciones graduales de una cultura a otra y responden a una lógica situada. Es decir, se controlan, modulan, reprimen o expresan de acuerdo con los contextos y los espacios de interacción social. En el caso de la comisión de delitos y la prisión, tanto la tensión experimentada como los espacios de encierro propician una reflexión más nítida sobre la experiencia emocional.

La teoría general de la tensión desde un enfoque integrado

La teoría general de la tensión (TGT) comprende las «relaciones en las que otros no tratan al individuo de la forma en que espera ser tratado» (Agnew, 1992, 1997, 2001), también, plantea a la tensión como una condición o situación emocional que es negativa para el individuo, por ejemplo, sacar bajas calificaciones o sufrir abuso físico y la forma en que un individuo evalúa un episodio o condición, por ejemplo, el trato que recibe en la familia o en la escuela.

La tensión es una respuesta emocional frente a un evento o condición que no cumple con las expectativas esperadas y que se manifiesta mediante una expresión emocional como el enojo o la ira (Agnew, 2001).

La TGT se divide en tensión objetiva y tensión subjetiva. La primera se refiere a situaciones o condiciones que disgustan a la mayoría de los miembros de un grupo social determinado (abuso familiar, asaltos o falta de techo y comida). La tensión subjetiva, en cambio, depende de situaciones o condiciones que disgustan únicamente a las personas que las experimentan (un divorcio, bajas calificaciones, etcétera).

Los tres principales tipos de tensión caracterizados en la teoría general son: 1) Tensión por el fracaso anticipado o real en la consecución de metas valoradas positivamente; 2) Tensión por la pérdida, real o anticipada, de estímulos valorados positivamente; y 3) Tensión por la aparición, real o anticipada, de estímulos valorados negativamente.

La teoría general de la tensión, la teoría del control social y la teoría de Asociación-Aprendizaje, son teorías de rango medio provenientes del campo sociológico, que se encuentran en diálogo en el presente capítulo porque completan los huecos explicativos que deja una u otra teoría.

Mientras que la teoría general de la tensión se divide en tensión objetiva y subjetiva, por fracaso, pérdida o aparición de estímulos positivos o negativos, la teoría de control social permite conocer los vínculos y las relaciones que causan tal tensión en los individuos. Por su parte, la teoría diferencial de asociación-aprendizaje, complementa a las dos anteriores en lo que respecta al énfasis que pone en la observación de los grupos de pares, ya que serían estos quienes validan o censuran las acciones y prácticas mediante recursos intersubjetivos y modelos de referencia para los más jóvenes.

Las tres teorías tienen distinciones y aportes que son complementarios en cuanto a las relaciones sociales, los valores, los estímulos, las emociones y vínculos de los sujetos (véase la Tabla 1).

No obstante que la teoría general de la tensión se basa explícitamente en la tensión emocional a partir de estímulos, carece de una aproximación teórica a las emociones, y permanece al margen de la discusión al abordar de forma esquemática los tres principales tipos de tensión, sin modelar ni ejemplificar cuáles serían las principales emociones en el plano empírico y cómo estarían ordenadas en el esquema del fracaso anticipado la pérdida de estímulos valorados positivamente y la aparición de estímulos negativos.

Tabla 1: Distinciones y aportes del enfoque teórico integrado


DimensiónTeoría general de la tensiónTeoría del control socialTeoría diferencial de asociación/aprendizaje
Relaciones socialesSe enfoca en las relaciones negativas cuando el individuo no es tratado como desea, o cuando se interponen en el logro de metas evaluadas positivamente.Se enfoca en la ausencia de relaciones significativas y sólidas con la comunidad y con las instituciones. Atribuye la delincuencia a la carencia de estos lazos.Se enfoca en las relaciones positivas del individuo. Atribuye el comportamiento delictivo a la asociación con pares y al aprendizaje voluntario.
Valores y estímulosAmbivalencia en valores y estímulos. Contempla la presencia de estímulos positivos y negativos: motivación y vergüenza; adhesión y rechazo.Ausencia de valores, estímulos y creencias como resultado del nulo control parental e institucional.Valores y estímulos que presentan el delito como deseable o justificable por el grado de identificación con el grupo delictivo o de pares.
Emociones y vínculosEl papel de interiorización, modulación y tensión de las emociones es central. La teoría general de la tensión se ocupó principalmente de la interiorización, modulación y tensión de las emociones negativas, como la violencia o la compulsión por el consumo de sustancias ilícitas. Con la reformulación de Agnew, que derivó en la teoría general de la tensión, se contemplaron también las emociones valoradas positivamente.Y aunque se nombra a las emociones como relevantes, no se profundiza en ellas.Considera que es la ausencia de relaciones significativas con otros individuos y grupos lo que habilita la participación en el delito.En ciertas versiones de la teoría de control social, la participación delictiva es producto de fuerzas internas (emociones) o de situaciones que inducen al delito, sin embargo, al igual que en la teoría general de la tensión, se le da un tratamiento superficial al papel de las emociones.No están contempladas explícitamente las emociones, aun cuando hay evidencia de que el aprendizaje depende de las emociones para la interiorización del conocimiento y para la asociación, especialmente porque los procesos voluntarios de identificación con los pares demandan compromiso emocional con el modelo imitado.
Tabla de elaboración propia a partir de Agnew (2001) y Zembrovski (2011).

Es importante tener en cuenta que la gran mayoría de la literatura sobre delito y/o prisiones abordan la masculinidad y las emociones de forma implícita, es decir, los textos sobre encarcelamiento masivo (Alexander, 2010; Mauer y Huling, 1995; Wacquant, 2004, 2012) o sobre control policial diferenciado (Goffman, 2014) y sobre subculturas delictivas (Bourgois, 2003, 2010) presentan evidencias y premisas que permiten reconocer claramente el papel de la identidad de género en los hombres, así como emociones de fracaso anticipado o de estímulos negativos, aunque no les asignen los conceptos de masculinidad o emociones.

 

Un estudio empírico pionero que es útil para comprender la importancia de las emociones y los delitos en la vida de los hombres es la investigación de Agnew y Brezina (1997), quienes emplearon el modelo de la TGT para llevar a cabo un análisis que incluyera el enfoque diferenciado de las emociones por sexo.

Su hipótesis era que las mujeres delinquían como resultado de su compromiso emocional en relaciones afectivas, a diferencia de los hombres, quienes supuestamente lo hacían como resultado de aspiraciones monetarias o de estatus. Contrario de lo pensado, no encontraron evidencia empírica sólida que probara su hipótesis.

Sus hallazgos revelaron que para los hombres las relaciones interpersonales y emocionales eran todavía más importantes que lo material, al grado de aceptar involucrarse en actividades delictivas incluso sin gratificaciones materiales de por medio. La contundencia de este hallazgo obliga a repensar la reflexión que se había hecho en torno a los hombres y su vida emocional.

En el caso de los hombres sobre los que se basa este capítulo, quienes cometieron homicidio o parricidio no lo hicieron por gratificación material o empujados por la pobreza. Tampoco quienes cometieron secuestro. En todo caso, la motivación surgió, en gran medida, de la ambición, el deseo, el miedo y la adrenalina, emociones que exaltan la necesidad de protegerse, «ser cabrones» o romper las reglas, pero no la necesidad de salir de la pobreza o de alcanzar condiciones de igualdad social y económica.

Hombres, emociones y delito

Un crimen, en cuanto acto delictivo que viola las normas legales de una sociedad determinada, es resultado de un cálculo racional y emocional. Los hombres, que son quienes cometen la abrumadora mayoría de delitos (ENVIPE, 2015; ONP, 2016), modulan la reacción emocional de forma diferenciada a como lo hacen las mujeres, lo cual no implica que las mujeres tengan impulsos emocionales y los hombres no, sino más bien:

hombres y mujeres difieren a menudo en sus reacciones emocionales frente a la tensión subjetiva. Si bien tanto hombres como mujeres pueden experimentar la ira, la ira de las mujeres se acompaña más bien por sentimientos de culpa, depresión y ansiedad. Se ha probado que estas emociones añadidas reducen la probabilidad de cometer delitos de otra índole, lo que ayuda a explicar las diferencias de género ante el crimen (Agnew, 1992, p. 322).

La tensión emocional que experimentan los hombres que cometen delitos es susceptible de ser explicada en función de situaciones concretas de tensión objetiva (agresión, privación, injusticia, etcétera) y subjetiva (percepción de agresión, percepción de privación, sentimiento de injusticia, entre otras).

La tensión emocional que conduce al crimen se presenta en mayor medida cuando los hombres tienen disminuidas las capacidades y los recursos para lidiar, gestionar y controlar la ambición, la impotencia, la humillación, los sentimientos de venganza o injusticia, los desacuerdos, las violencias y los conflictos.

Cuando los hombres experimentan tensión emocional objetiva (acciones concretas que les perjudican directa o indirectamente) o tensión emocional subjetiva (percepción de adversidad no siempre basada en evidencia) en una situación concreta y están presentes uno o más factores de riesgo para la violencia y la delincuencia, aumenta exponencialmente la posibilidad de comisión de delito.

En lo que respecta específicamente a la cuestión de las emociones, es necesario apuntar que en Occidente fue Aristóteles quien las abordó por primera vez desde un enfoque cognitivo. Él creía que las emociones llevaban a los individuos a la acción. La primera emoción sobre la que reflexionó Aristóteles fue el miedo, al que definía como una imagen mental de algo doloroso o perversamente destructivo proyectado al futuro.

Culturalmente, las emociones eran concebidas como involuntarias y básicamente afectivas (Harré, 1986). Hacia el siglo XIX las emociones eran consideradas no cognitivas, involuntarias, pero capaces de influir negativamente en la inteligencia, el lenguaje y la cultura.

El comienzo de un abordaje cientificista se dio cuando Charles Darwin las consideró como un rasgo común a los humanos, las vinculó con una excitación instintiva de autopreservación y evasión del miedo, junto con su conducente respuesta del comportamiento. A diferencia de Darwin, otros autores como Charles Bell las consideraban principalmente reacciones a estímulos.

Actualmente, algunos autores contemporáneos incorporan a la formulación de emociones: creencias y juicios. Para otros son una reserva genética que determina patrones comportamentales, desplegados por emociones básicas o fundamentales (Harré, 1986).

Las emociones son, de una materia inasible, una ilusión ontológica que tiene efectos físicos y químicos. La crítica al abordaje filosófico y psicológico se centra en la obsesión por apresar la emoción a una entidad conceptual: ira, amor, dolor o ansiedad. Las emociones tienen variaciones graduales de una cultura a otra, por tanto, es impreciso definirlas con la certeza de un taxonomista.

Las emociones responden siempre a un carácter situado. En espacios de encierro como en La Granja, el Centro de reinserción para jóvenes de Jalisco, por ejemplo, «andar peido» supone una emoción que colinda entre el enojo, la desazón y la ira. En cambio, para estudiar la envidia, hay que conocer el orden moral, el sistema de derechos y obligaciones, los criterios de valor y así en lo sucesivo. De acuerdo con Harré (1986), existen tres componentes que aparecen invariablemente en las premisas sobre emociones:

1. Muchas emociones son llamadas así solo si hay efecto corporal (comportamiento y expresividad).

2. Todas las emociones son relacionales: «tenemos miedo de», «estamos enojados por», «celosos de».

3. El involucramiento con el orden local moral (lo que está autorizado o lo que se sanciona).

Existen pues, diferencias culturales —relatividad cultural— entre los sistemas de emociones: estándares de valor, emociones fomentadas y suprimidas en ciertas culturas, modulación fuerte o débil en una u otra cultura, cambios históricos en el sentir de la emoción y emociones que no llegan a serlo, sino que quedan registradas como un atisbo de emoción.

Para investigar desde lo social a las emociones es necesario tener una comprensión adecuada de los registros culturales de cada lugar, de su orden moral y ético, del uso de los relatos y de la función social que estos tienen (Harré, 1986). En consencuencia, el ámbito delictivo las emociones también genera sus propios registros, la venganza/el hambre de justicia o la modulación del miedo, por ejemplo, son algunas de las que aparecen de forma recurrente en los discursos de los hombres en reclusión.