Za darmo

Hombres, masculinidades, emociones

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Construcción social de la afectividad

en un grupo de hombres bogotanos

sin empleo

Giovane Mendieta Izquierdo y Juan María Cuevas Silva

Introducción

La filosofía del encuentro: una alternativa para la construcción de la afectividad en la masculinidad

El discurso sobre lo que significa ser varón o la forma de ser hombre en el marco de las masculinidades en los últimos años ha sido uno de los temas más prolíficos, por el surgimiento de fenómenos que tratan de ir en consonancia con la dinámica transformacional de la cultura y la sociedad, centrando su atención en los cambios que se deben implementar en la forma en que se lleva a cabo el proceso de construcción y deconstrucción de lo que significa ser hombre, así como de las relaciones entre la masculinidad y su contexto (Connell, 2015), y más en profundidad, las estrategias con las que se construye la afectividad en los hombres (Enríquez y López, 2018). Adentrarse en los afectos de los hombres en una cultura hegemónica patriarcal y machista permite establecer unas líneas prospectivas que sirven como punto de reflexión, en el marco de una labor que para los investigadores sociales cada vez es más exigente y ardua (Artaza, 2018).

Este escrito pretende abordar una problemática real, oculta y negada en la cultura: la afectividad en los hombres (Salguero, 2018), específicamente en un grupo de varones bogotanos. Pero antes de ingresar en este tema, es importante destacar que los fundamentos filosóficos desde los cuales se va a considerar la dimensión afectiva son el encuentro de Martin Buber (1998) y los desarrollos respecto a la alteridad de Emmanuel Levinás (2002) y Enrique Dussel (1973). Las posturas de estos filósofos, a partir del carácter dialógico de sus postulados, permitirán comprender la construcción social de la afectividad en los hombres. No se trata de hacer un resumen de las ideas o planteamientos filosóficos de los tres pensadores, pero sí de establecer un diálogo entre ellos, para comprender las dinámicas, sentidos y significados de la afectividad en la población ya descrita.

La afectividad desde la experiencia existencial: de la alteridad y la intersubjetividad

Desde la visión de Buber (1998) se relaciona el carácter relacional interpersonal, el cual está y va más allá de la funcionalidad de las relaciones, es decir que, para el campo de estudio de la afectividad en varones, es necesario tener en cuenta que desde el paradigma hegemónico del quehacer del hombre como proveedor del hogar se puede entender que es tratado desde su funcionalidad, sin tener en cuenta su carácter intersubjetivo. Las ideas de Levinás (2002) y Dussel (1973) están estrechamente relacionadas por el concepto de la alteridad, entendida como el eje fundamental para la construcción del yo, su autonomía y libertad. Para el caso de Levinás (2002), crítico de la metafísica tradicional, considera que la ética es la filosofía primera, donde el rostro del otro y su interpelación descentran al yo y le permiten tomar conciencia de su identidad. Para el campo de estudio referente al hombre, es necesario tener en cuenta que las relaciones se dan dentro del reconocimiento del otro, quien se manifiesta de maneras distintas y diversas. El otro se convierte en la «metafísica del reconocimiento como hombre», de donde surgen juegos y roles de intersubjetividad, es decir, del papel social que se debe asumir dentro de los constructos culturales.

Dussel (1973), discípulo de Levinás (2002), rescata el valor de la alteridad desde su reivindicación del reconocimiento del otro como un oprimido por la hegemonía promovida por los sistemas de poder, en el cual juega un papel imprescindible la intersubjetividad, entendida como el escenario humano donde por excelencia:

El pensamiento del hombre es dialogante —aunque no sea más que consigo mismo supone siempre el mundo cultural dentro del que se piensa—; necesita de un «yo» y un «tú», que siempre se establece dentro del horizonte de un «nosotros». (Dussel, 1973, p. 74)

El hombre construye sus paradigmas, códigos, símbolos y prácticas culturales a partir de las relaciones que entabla desde su yo con un tú, las cuales favorecen al mismo tiempo la construcción de un nosotros. Para el campo de estudio de la afectividad en los varones, es relevante tener en cuenta dicho fundamento filosófico y antropológico, así como lo desarrolla y plantea Estrada Díaz (1998) en lo que se refiere a las implicaciones socioculturales y de contexto en la configuración de la paternidad y maternidad.

Las figuras paterna y materna son determinantes en la construcción social de lo que significa ser varón, así como de las tendencias culturales de su identidad hegemónica, en la cual las emociones y su dimensión afectiva son puestas entre paréntesis. A partir de las anteriores consideraciones filosóficas, es necesario escribir, pero más que eso es imprescindible saber leer las formas en que se manifiesta y oculta la afectividad en el varón, acudiendo a estrategias, técnicas y herramientas que permitan desde una práctica hermenéutica (ejercicio de interpretación) poder comprender con sentido las transformaciones y avatares que afectan la vida del ser humano, como hombre y agente social, desde su dimensión afectiva, relacional, del rescate y del valor del rostro del otro (Levinás, 2002; Dussel, 1973), al igual que desde el reconocimiento de la alteridad y de la construcción de la identidad del yo. A pesar de los desarrollos y apuestas sobre lo que significan la afectividad, el encuentro y las emociones desde distintas áreas del conocimiento, queda la duda de si estas se hacen desde un modelo que no sea el patriarcal hegemónico cultural, el cual se encuentra en crisis.

Desde otra perspectiva, el problema de la afectividad se puede comprender en el marco de la experiencia existencial de cada individuo, en una cultura que cada vez se inventa una neurosis (Frankl, 2011) que, para el caso de este estudio, se enmarca en la vivencia del desempleo por parte de hombres jóvenes, que además son herederos de una cultura que se ha preocupado por dejar entre paréntesis lo que significa la afectividad (Buzzanell y Turner, 2003; Evers, 2009; Green y Addis, 2012; Cano Rodas, Motta Ariza, Valderrama Tibocha y Gil Vargas, 2016; Cruz Sierra, 2010).

Es así como la experiencia del desempleo es una forma de vivenciar el vacío existencial y la neurosis propia de sus efectos, que además son validados y configurados por una cultura donde ser hombre se limita a ser trabajador y proveedor, máxime si es padre de familia. Trabajador y proveedor son constructos culturales forjados desde la funcionalidad social de lo que significa ser hombre, de tal forma que se es reconocido por el otro si se tiene capacidad adquisitiva para proveer, de modo que lo afectivo y las emociones quedan relegadas y desconfiguradas para el hombre. Estas dimensiones deben vivir en soledad y sin la oportunidad de ser expresadas, desde una perspectiva sociocultural hegemónica, lo cual ha ocasionado vacíos existenciales.

Una de las realidades del ser humano tiene que ver con que su vida depende del constructo, visión y horizonte de sentido que le imprime a su existencia. El vacío existencial (Frankl, 2003) se da por la falta de claridad y perseverancia en lo que significa el sentido, o más claramente por el sistema de contrasentido (Frankl, 2003) en el que se ha sumergido culturalmente al hombre. Es decir, que más que un sentido de los significados sobre ser hombre es necesario analizar y estudiar los escenarios y contextos que van en consonancia con el llamado a negar su demostración de afecto, así como las dinámicas socioculturales hegemónicas que se forjan como normales y cotidianas en las que el afecto y las emociones son cosa de otros seres, mas no del varón. En este contexto es necesario tener en cuenta que:

La emoción y el género son construcciones socioculturales, forman parte de procesos complejos de aprendizaje, normas y creencias y discursos sociales que permiten o sancionan lo que se «debe» sentir y vivir en la trayectoria de vida de hombres y mujeres. (Salguero, p. 74)

El reto de la cultura contemporánea radica en la necesidad milenaria de forjar seres humanos en busca de sentido, conceptualización vital más que especulativa e intelectual:

Cuando se me pregunta cómo explico la génesis de este vacío existencial, suelo ofrecer la siguiente fórmula abreviada: Contrariamente al animal, el hombre carece de instintos que le digan lo que tiene que hacer y, a diferencia de los hombres del pasado, el hombre actual ya no tiene tradiciones que le digan lo que debe ser. Entonces, ignorando lo que tiene que hacer e ignorando también lo que debe ser, parece que muchas veces ya no sabe lo que quiere en el fondo. Y entonces sólo quiere lo que los demás hacen (¡conformismo!), o bien, sólo hacer lo que los otros quieren, lo que quieren de él (totalitarismo). (Frankl, 2003, p. 9)

En el contexto del emergente vacío existencial, donde la alteridad desfigura el sentido afectivo del varón, ya sea desde un conformismo o un totalitarismo, es necesario tener en cuenta que el sistema capitalista exige, desde su naturaleza y filosofía, que el varón piense en que su existencia no es posible si no está centrada y cifrada por el empleo con el fin de adquirir dinero y ser proveedor por la adquisición y mantenimiento de la riqueza, o, al menos, de un estilo de vida que le merezca ser reconocido por su núcleo familiar y por la sociedad como verdadero hombre (Wilson, y Greenhill, 2004; Ospina-Botero, 2007; Apesoa-Varano, Barker y Hinton, 2015; Oliffe, y Han, 2014), de tal manera que el sentido existencial y vital de lo afectivo es algo secundario o ignorado, así como otras dimensiones del ser humano (Fromm, 2007).

 

En todos los estamentos sociales, el capitalismo también está inmerso en los modelos culturales del rol de género (Einsenstein, 1980), pero no desde el discurso tradicional de género, se espera mirar más allá. Al estar la concepción cultural de género impregnada del capitalismo, se hace referencia a que el capitalismo forma un tipo de hombre —varón— (Einsenstein, 1980; Rubin, 1997), es decir, tiene su antropología moral y metafísica, al igual que paradigmas frente a los cuales las culturas emergentes no se pueden quedar como espectadoras, sino que deben entrar en el juego.

El problema radica en que saber, tener y poder se han convertido en accionamientos normales que han desfigurado y desvirtuado el sentido pleno de los hombres —varones— en sus dimensiones relacionales con él mismo, con el otro, con la naturaleza y hasta con su propio Dios o convicción religiosa (Fromm, 2007). Es así como se destaca la relación paterna desde el modelo patriarcal hegemónico, la cual es transmitida por las prácticas ejercidas dentro del hogar, especialmente en lo que se refiere a la construcción de virilidad y masculinidad. Tienen alto impacto la influencia del padre y los modelos masculinos (Evans, 2012; Lomas, Cartwright, Edginton y Ridge, 2012; Mann, Tarrant y Leeson, 2015; Brownhill, 2014; Brussoni, Creighton, Olsen y Oliffe, 2013).

El ejercicio de la paternidad ha tenido cambios y transformaciones en las últimas décadas, esto por distintas razones y dinámicas sociales referentes a la familia (Evans, 2012). La paternidad tradicional se enmarca en un modelo paternal dedicado a ser proveedor, estar ajeno y distante a las tareas domésticas dentro del hogar y alejarse del proceso escolar de los hijos, así como a un nulo acercamiento afectivo o emocional, estos últimos vistos como responsabilidad de la mujer como madre y esposa, y no responsabilidad del varón (Tjeder, 2008; Connell y Messerschmidt, 2005).

De la filosofía del sentido y contrasentido a la filosofía del encuentro

Además de la filosofía del sentido y el contrasentido (Frankl, 2003), está presente la filosofía del encuentro (Buber, 1998), que para el caso de los hombres —varones — desempleados se ha convertido en escenarios propuestos por hombres, pero que en el campo de las prácticas culturales y los procesos sociales no se han tenido en cuenta para la construcción de lo que significa ser hombre.

Cuando venimos de un camino encontramos a un ser humano que llega hacia nosotros y que también venía de un camino, nosotros conocemos solamente nuestra parte del camino, no la suya, pues la suya solamente la vivimos en el encuentro (Buber, 1998, p. 70).

El encuentro con lo que significa ser hombre —varón — se ha dado de manera mecánica y de costumbre cultural, es más bien un desencuentro, un sistema en el cual encontrarse con la masculinidad corresponde a un escenario caracterizado por la agresividad, la fuerza, el coraje y la violencia (Ospina-Botero, 2007; Villa, 2015; Green, Emslie, O’Neill, Hunt y Walker, 2010), entre otros aspectos que se convierten en el caparazón para cubrir y negar la dimensión afectiva de lo que significa ser un hombre en situación de desempleo, para el caso de este estudio. La parte del camino recorrido por la masculinidad la hemos limitado a dinámicas socioculturales que en este momento requieren de una resignificación profunda (Buber, 1998; Fromm, 2003; Dussell, 1973).

El desencuentro ha permitido la emergencia preponderante de la indiferencia ante la afectividad en los hombres, su desconocimiento y su negación, esto manifestado en una serie de lenguajes que han permeado prácticas culturales de encuentro y desencuentro, desde un paradigma de comunicación caracterizado por perpetuar modelos mentales hegemónicos (Salguero, 2018; Artaza, 2018; Enríquez, R. y López S., 2018).

El lenguaje y los sistemas de comunicación deben tener como punto de partida el encuentro. Forjar cultura tiene como una de sus bases centrales el encuentro entre dos mundos y diversas maneras de ver el universo. La clave está en forjar una cultura en y para el sentido y horizonte de vida (Frankl, 2003), y desde la perspectiva de Dussel (1973), para que desde un yo y tú se construya un nosotros sin opresión. Los sistemas masivos de comunicación, las tecnologías comunicativas y los paradigmas de existencia que se le ofrecen a todos los hombres, exigen que se tengan en cuenta los fenómenos y dinámicas sociales que transforman la forma de ser, estar, vivir y existir a la hora de encontrarse, es decir, para el caso de este estudio, estar sin empleo se convierte para los hombres —varones — en una forma de experimentar transformaciones y cambios en las formas de encontrarse con los demás: familia, amigos, hijos, cónyuge.

El lenguaje y el afecto

Del vacío existencial (Frankl, 2003), pasando por el encuentro y el desencuentro (Buber, 1998), pasamos así nuestro discurso a un ámbito más profundo: ¿qué lenguaje se debe utilizar para dinamizar el develamiento de los afectos en los hombres -varones-?

El lenguaje es, pues, para el espíritu, a un mismo tiempo nube y rayo de luz, claridad y velo. Teniendo en cuenta ese doble e indispensable papel del lenguaje […] no basta con decir que la palabra es la imagen de nuestro pensamiento, porque el lenguaje es mucho más aún que la simple representación o un reflejo de la vida interior. El lenguaje es el primero de nuestros instrumentos, un instrumento que nos ayuda a tomar conciencia, posesión y dominio de nosotros mismos y de las cosas. (Morales, 1999, p. 23).

Al adentrarse en el mundo del lenguaje cultural, en lo que significa la afectividad en los hombres —varones—, se evidencia que se le oculta y niega a lo afectivo la posibilidad de expresarse, de tal manera que el lenguaje referente a lo masculino se centra en los constructos culturales que han permitido la cimentación de una cultura donde el lenguaje es el instrumento privilegiado para dejar claro que lo afectivo en el hombre tiene que ver con aspectos como la agresividad y la fuerza (Ospina-Botero, 2007; Villa, 2015; Green, Emslie, O’Neill, Hunt y Walker, 2010; Conejero, Etxebarria, y Montero, 2014).

La experiencia de desempleo hace aflorar emociones, sensibilidades y afectos que van en contravía del lenguaje hegemónico de la masculinidad, pero que al mismo tiempo no se pueden expresar de manera pública y abierta (Kaplan, 2007), esto gracias a la práctica cultural normalizada en la que el hombre —varón— al demostrar su afecto, es considerado débil y nada masculino (Cruz-Sierra, 2010; Celeste-Gaia, 2013), de tal manera que se cae en el error de desconocer e ignorar la emergencia de nuevas masculinidades, que al experimentar vacíos existenciales como resultado del desempleo viven un proceso socio-afectivo y de resignificación de su ser profundo. Al pensamiento humano se le plantea una tarea nueva con referencia a la vida.

Porque exige que el hombre que quiera conocerse a sí mismo se sobreponga a la tensión de la soledad y a la llaga viva de su problemática, para que entre a pesar de todo, en una vida renovada con su mundo y se ponga a pensar a partir de esta situación (Buber, 1994, p. 141).

Ahora bien, al hacer un acercamiento a los modelos antropológicos construidos en Occidente, vemos que están supeditados a planteamientos que se centran en lo individualista, o bien, en lo colectivista (Buber, 1992). Pero en ambos modelos se encuentra una característica connotativa e innegable: la soledad, propia además de la experiencia de los hombres desempleados (López y Ramos, 2018). El hombre, desde los develamientos del Renacimiento y los nuevos mitos elaborados por la modernidad,15 con lo único que se ha encontrado es con la soledad. Al ubicar esto en el varón desempleado nos encontramos con unos hitos de vida que alimentan la vida solus cum solus («vida en soledad»), pero no al estilo del monje cartujo eremita, sino que es una soledad hasta paradójica, porque el hombre se encuentra rodeado de mucha gente preocupada por responder a las leyes del mercado y del consumo (Lypovetsky, 2007), sin embargo, está solo, vivencia que se corrobora al develar la afectividad con la familia y especialmente con los amigos.

Los hombres –varones–, al experimentar el desempleo, presentan situaciones de aislamiento, de tal forma que los niveles relacionales llevados a cabo cuando se era empleado son despojados de su sentido e importancia, y se empieza a generar el miedo a relacionarse, específicamente a tener una vida social con amigos, por no tener dinero (Canham, 2009). Al analizar esta vivencia en los varones desempleados, se evidencian dos tipos de relaciones, planteadas por Buber (1994): las relaciones yo-ello y las relaciones yo-tú.

Las relaciones yo-ello son las que se caracterizan por el trato a las personas por lo que hacen, por su rol social. Estas relaciones son utilitaristas, interesadas, mediatizadas y hasta dogmatizadas. El mejor ejemplo es el que sucede en el modelo de masculinidad patriarcal en donde el varón es el trabajador, donde las relaciones entre hombre y mujer están supeditadas por el rol económico de provisión, así como del que manda en la familia, el jefe, quien tiene la última palabra (Buzzanell y Turner, 2003; Evers, 2009; Green y Addis, 2012; Cano Rodas, Motta Ariza, Valderrama Tibocha y Gil Vargas, 2016; Marsh y Musson, 2008). El varón debe limitarse a un rol relacional por su funcionalidad, dejando a la mujer lo referente a lo afectivo, a la formación de los hijos y a las labores domésticas (Buzzanell y Turner, 2003; Evers, 2009; Green y Addis, 2012; Marsh y Musson, 2008). Las relaciones yo-ello se dan por los roles, cuando se deja de ejercer el rol, se termina la relación (Buber, 1998).

Por otra parte, las relaciones yo-tú están centradas en lo interpersonal, es decir, en el acercamiento al mundo del tú, ya no del otro por su mero rol social, porque en ese contexto el otro es como lo claro y distinto para Descartes (Levinás, 2002; Dussel, 1973), algo frío y calculador. Las relaciones yo-tú se acercan al mundo interpersonal, desde la alteridad e intersubjetividad (Levinás, 2002; Dussel, 1973), no se conoce solo el rol del otro en la sociedad, sino que se comparten las existencias y se empieza a generar un tipo de relaciones que hacen ver al tú como una manifestación clara de la necesidad del yo. Pero para poder superar las relaciones yo-ello y pasar a las yo-tú es necesario romper con los modelos tradicionales del individualismo y del colectivismo (Buber, 1994).

Ambas concepciones de la vida, el individualismo y el colectivismo modernos, por muy diferentes que sus otras causas puedan ser, son, en lo esencial, el resultado a la manifestación de una situación humana pareja, sólo que en etapas diferentes. Esta situación se caracteriza, gracias a la confluencia a una falta de hogar, el cósmico y el social, y de una doble angustia, la cósmica y la vital, como una complexión solitaria de la existencia, en un grado que, posiblemente, jamás se dio antes. La persona humana se siente a la vez, como hombre que ha sido expuesto por la naturaleza, como un niño expósito, y como persona aislada en medio del alboroto del mundo humano. La primera reacción del espíritu al conocer la nueva situación inhóspita es el individualismo moderno, el colectivismo es la segunda (Buber, 1994, p. 142).

El individualismo y el colectivismo son dos respuestas a la necesidad del espíritu humano por encontrarle sentido a su existencia, pero es de riesgo ser radical y dogmático con cualquiera de las dos posiciones, especialmente en un estudio sobre las masculinidades, contexto donde el varón está pasando por una frustración existencial evidenciada en su dimensión afectiva (Buber, 1994). Para una comprensión de la masculinidad, al igual que de otros fenómenos y procesos sociales, es importante tener en cuenta que la vida es encuentro y relación (Buner, 1998), mediatizada por unas connotaciones relativas que se manifiestan abiertamente en estilos concretos de relaciones que exhortan a la verdadera contemplación del otro, ya sea como un tú o como un ello, como un ser personal o como un ser funcional.16

La conciencia del yo hace presente el tú como un ser dinámico, que me descentra y saca de mi nicho existencial, exigiendo por esencia relacional el riesgo y la decisión de tratar al otro como algo trascendente, un tú que supera su ello (Buber, 1998). Las relaciones humanas están plasmadas para ser eso mismo, humanas, humanizantes y humanizadoras, es decir, en palabras de Buber: «cuando estoy ante un ser humano como un Tú mío le digo la palabra básica yo-Tú, él no es una cosa entre cosas ni se compone de cosas» (Buber, 1998, p. 22). Desde la perspectiva de Dussel (1973), el tú es la alteridad que libera de la opresión de los modelos hegemónicos culturales que le permiten al yo manifestarse en toda su naturalidad para la construcción de un nosotros. Ser una cosa en las relaciones humanas es determinar y condicionar la relación por la funcionalidad o el papel que se desempeña dentro de un sistema social (Fromm, 2007), condiciones que deben ser repensadas desde un principio humanizador del encuentro y la dialogicidad.

 

Principio humanizador del encuentro y la dialogicidad

Para la comprensión de lo que significa la afectividad en el varón desempleado es imprescindible partir del principio humanizador del encuentro, así como de la dialogicidad que interpela a conocer al otro y a profundizar en el sentido propio del encuentro como una columna vertebral para poder resignificar la forma de ser hombre –varón– desde lo afectivo, en la existencialidad del yo y del tú como determinantes para poder reconocerse como sujetos activos y relacionales (Levinás, 2002; Buber, 1998; Dussel, 1973).

El encuentro con el ello o con el tú nos hace afianzar nuestros gustos, nos reta las sensibilidades y nos exige demostrar lo que dominamos, los dones que se poseen y las capacidades que nos hacen totalmente excepcionales. La filosofía del encuentro, más que una elucubración teórica de las relaciones humanas y su teleología, es una forma de rescatar la esencia del sentido profundo de la existencia como yo, tú y nosotros, con perspectiva de la excepcionalidad de la emergente concepción de ser hombre.

La concepción tradicional de hombre –varón– se enmarca en el funcionalismo relacional (Buber, 1998), el cual se caracteriza por forjar las relaciones humanas a partir de las funciones sociales de los individuos, y que, a la vez, pueden ser el punto de partida para una relación interpersonal. Sin embargo, al concebir al hombre –varón– como proveedor, por ejemplo, el trato hacia él se da a partir de la funcionalidad social, de tal manera que se desenvuelve en un contexto caracterizado por el desencuentro y no por el encuentro (Buber, 1998). El desencuentro no permite la comunicación dialógica (Buber, 1998; Romeu, 2018)

El encuentro, desde la perspectiva de Buber (1998), es lo más sagrado que nos queda en la dimensión intersubjetiva y núcleo de las prácticas sociales. Al enmarcarlo dentro de los escenarios donde se vive la experiencia de ser desempleado nos hallamos frente a transformaciones y cambios de la forma de ser hombre –varón–, especialmente. En el encuentro tenemos la posibilidad de comprender las existencias de los otros (Romeu, 2018) y la de uno, por ello es inconcebible que dentro de nuestra cultura se siga ignorando la dimensión afectiva de los hombres –varones–, y que no se tenga en cuenta el hálito existencial de lo que significa ser desempleado con familia. Es importante cambiar las prácticas sociales en las que no nos encontramos, sino que nos desencontramos. El desencuentro agudiza el vacío existencial y hasta la frustración vital, máxime en la experiencia de ser desempleado, donde se evidencia la fragilidad o fortaleza de la dimensión relacional con la familia y demás personas.

Investigar sobre el afecto en hombres desempleados requiere un análisis desde distintas perspectivas, no se puede limitar solamente a un aspecto emocional o psicológico, sino que involucra aspectos desde lo sociológico, antropológico y económico. En este capítulo se presentan dos dimensiones o formas de vivir el afecto como encuentro relacional desde el yo-ello y el yo-tú (Buber, 1998; Dussel, 1973; Romeu, 2018), así como desde el afecto positivo o afecto negativo, acorde con las propuestas de Watson, Clark y Tellegen (1998), dimensiones que son asumidas dentro de la cultura masculina y relacionadas con la capacidad proveedora, al igual que con la relación estable con la familia, los amigos y los hijos.

Un aspecto relevante tiene que ver con la concepción cultural en la que para los hombres «apoyar a una familia; trabajar hacia la independencia y la autonomía» (Buzzanell y Turner, 2003), ser fuerte y no mostrar señales de debilidad ni mucho menos sus afectos y emociones es un imperativo social constante e independiente que se puede cumplir o no (Connell, 2005, 2015).

Así, el afecto es una dimensión reprimida, oculta y negada para los hombres –varones– en una sociedad hegemónicamente patriarcal, especialmente cuando se les considera solamente como el proveedor responsable de cubrir las necesidades básicas del hogar, y sobre todo si una de sus responsabilidades es la paternidad, como lo expone Norma Fuller (1997) en su libro Identidades Masculinas, donde describe el mundo de los afectos de los varones. Es así como la sociedad reclama la sensibilidad de los seres humanos, pero de manera dilemática ha forjado un paradigma de la afectividad masculina que no responde a esos reclamos. Por ejemplo, desde el hogar:

Los padres tienden a demandar de sus hijos que sean fuertes, que tengan coraje, que no lloren (un hombre no debe llorar), y las madres tienden a esperar que los varones sean fuertes y protectores. Después que se les enseña a ser Rambos, se los critica por ser insensibles. (Franchi, 2001, p.142)

La fuerza y el coraje se convirtieron en las expresiones propias de quien se dice hombre –varón–, de tal forma que se fomenta y cultiva la represión de afectos (y emociones), los cuales se han delegado y otorgado a las mujeres. Estas relaciones se estructuran en las relaciones de género y en el ejercicio del poder (Cruz-Sierra, 2010; Celeste-Gaia, 2013). Un hombre que llora o expresa sus afectos sencillamente es encasillado como afeminado, débil o que no cumple con los esquemas heteronormativos esperados socialmente (Ceballos-Fernández, 2012; Green y Addis, 2012). Las prácticas sociales, además, consideran al varón como agente de fuerza y seguridad para la familia y proveedor para cubrir las necesidades económicas de su núcleo familiar, pero convirtiendo la dimensión afectiva en un aspecto negado, oculto y reprimido, a pesar de exigirle contradictoriamente que debe ser fuerte, pero al mismo tiempo sensible.

Por otra parte, se considera que los hombres –varones– desarrollan y ostentan en el ámbito público el poder racional y económico, en tanto que las mujeres desarrollan en el ámbito privado el poder de los afectos (Burin y Meler, 1998), terreno que pareciera ser ajeno a los varones. Sin embargo, la afectividad y las emociones en los varones son dimensiones que merecen ser estudiadas, especialmente como construcciones sociales que reconozcan y validen categorías culturales en donde la imagen de lo varonil y masculino se relaciona con la fuerza, ignorando y ocultando su sentir, sus emociones y afectos. Es así como se ha forjado una cultura de la masculinidad que carece de espacios para la manifestación de su afectividad y emocionalidad con sus pares, padres y familia (Artaza, 2018; López y Ramos, 2018). En el contexto de los cambios y transformaciones sociales propios del siglo XXI, se hace necesario describir los procesos de construcción de afectividad, la cual es entendida como la dimensión humana por medio de la cual se relaciona el yo con el ello y con el tú, la construcción de un nosotros (Buber, 1994), manifestación profunda de la alteridad (Levinás, 2002; Dussel, 1973). Para este caso se realiza un análisis desde un grupo de hombres bogotanos sin empleo.