Amigos del alma

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El pequeño trata de arrastrar al Poderoso Arcángel, muy a pesar de su corpulencia, mientras éste intenta saludar al también Súper Poderoso Arcángel Jofiel que se acerca. Brillante como el oro e iluminando todo a su alrededor, los recibe. Podría decirse que, rendido ante su impotencia, Raudal se resigna a esperar; pero la verdad es que lo hace movido por la curiosidad que le causa el fulgor de Jofiel. Se lleva la mano que tiene libre a la frente y entrecierra los ojos, para poder ver mejor a quien será, por algunas eras, su cuidador. Zadquiel lo presenta:

—Mi refulgente amigo, este es Raudal y ha llegado para recargarnos de energía.

Raudal lo mira con sus brillantes ojos café y sonríe con desmedida ternura, hinchando de amor el corazón ya bastante amplio de Jofiel. Conmovido con el gesto, el Arcángel en toda su delicadeza, emite un prolongado suspiro como única respuesta. De inmediato, Raudal siente que ha cumplido con el protocolo y tira de nuevo de la mano de Zadquiel para llevarlo a jugar. El dorado ser reacciona y se apresura a darle la bienvenida:

—Raudal, ansiábamos tu llegada, ¡ahora sí vamos a divertirnos!

—¡Listo! —celebra el ángel y atreviéndose a soltar la mano de Zadquiel. Levanta los brazos al cielo y con alegría, da un giro sobre sí mismo, emanando destellos de su raudal de luz líquida. Pero, ¡pierde el equilibrio! Y su protector se apresura a tomar de nuevo su mano para evitar que caiga.

Raudal insiste y tira de él, quiere cumplir con el cometido que acaban de delegarle. Rebota al encontrar resistencia del gigantesco arcángel. Este aprieta un poco la manita de su pupilo dentro de su enorme puño y lo mira desde su altura con infinito afecto. Mejor se agacha para verlo de frente y a los ojos, mientras le habla intentando simular entusiasmo:

—Debo dejarte aquí, para que colmes tu espíritu —dice, aunque le tiembla un poco la voz y debe aclarar su garganta para poder continuar—, para que juegues y te diviertas tanto como desees…

No termina aún su discurso, cuando al pequeño ángel se le forman un par de lagrimones que se resisten a caer. Tiemblan, mientras hacen resplandecer más aún sus brillantes ojos. Amenazan con abrirse camino, pero solo uno consigue descender por una de las mejillas, tras un leve parpadeo. Y de allí, se precipita abajo, hasta unirse a su raudal de luz líquida.

Zadquiel toma en brazos al pequeño ángel de luz violeta y lo levanta hasta lo más alto, para arrojarlo al vacío y volverlo a recibir, mientras emite otro sonoro:

—¡Jo, jo, jo, jo…!

Lo hace con la firme intención de impedir cualquier dejo de tristeza, nostalgia o incómoda sensación del ángel, que se carcajea por el vacío que el rápido descenso le produce. La pirueta antecede a un estrujador abrazo. Raudal se recuesta en el hombro del Arcángel con ternura, por un instante que no quiere que termine nunca. Cierra los ojos impregnándose de su cariño y del recuerdo de esa estruendosa carcajada que ya no lo sobresalta más. Zadquiel lo entrega a Jofiel y se retira apresurado.

El arcángel de oro toma de la mano a Raudal y lo invita a ir a jugar con los demás ángeles bebé que esperan a prudente distancia. Él no puede creer lo que ve, nunca había imaginado siquiera que pudiera haber tantos ángeles como él y a la vez tan diferentes. Los hay de rayos de todos los colores: blancos, azules, naranjas, rosados, verdes, dorados como Jofiel y violetas como él. Expelen los más deliciosos y variados aromas, como hierba mojada, brisa marina o pan recién horneado. Además, los hay cristalinos y de éter, de algodón y de aluminio; pero lo cierto es que, quizá, ninguno es tan particular como Raudal, con su raudal de luz líquida.

Todos alegres y con muchas ganas de jugar, se acercan curiosos al nuevo para invitarlo. Aún tímido, Raudal se camufla tras la túnica del Arcángel. Jofiel lo saca de debajo de sus enaguas y lo anima, con una sonrisa, a ir con los demás. Con un suspiro de nervios y frotándose las manos, el pequeño ángel va a unírseles, no sin antes mirar hacia atrás, justo al rincón dónde sabe que se oculta Zadquiel. Raudal le agita la mano como despedida.

Al verse descubierto, el Poderoso Arcángel sale de su escondite y responde de vuelta, agitando su enorme mano. El pequeño guarda con cuidado un beso en su puño y lo arroja con fuerza a Zadquiel Arcángel, que lo atrapa en el aire para depositarlo en su corazón, completamente enamorado de su ángel violeta.

—Hay muchos más ángeles ahora, Jofiel, ¿o es solo mi impresión? —pregunta Zadquiel, cuando se acerca a su compañero.

—Sí, cada vez son más y más, es parte del Nuevo Plan Divino.

—¿Y esto sí te permite prestarles la atención debida?

Jofiel se ríe con ternura, sin poder evitarlo, ante el gesto grave de su compañero.

—No es que dude de tus capacidades —aclara Zadquiel—, solo quiero cerciorarme de que va a estar bien.

El Arcángel dorado sabe que, sin importar la infinidad de veces que cualquiera de los arcángeles tenga que despedirse de uno de sus pupilos, siempre va a ser así.

—Aquí hay amor de sobra para todos, Zadquiel. El amor no se agota por la cantidad de ángeles en que tenga que ser divido, sino todo lo contrario… ¡se multiplica!

—Yo sé, pero igual, cuídalo bien, por favor. ¡Raudal es único y especial!

—¡Todos dicen siempre lo mismo! —comenta Jofiel, con un suspiro de fingida resignación y en tono de broma.

—¡Y siempre es y será verdad! —afirma categórico el Arcángel del Rayo Violeta.

Los dos Súper Poderosos Arcángeles se ríen y retumba entero el firmamento de alegría.


2 Jardín del Edén

Los ángeles recién creados en todos los confines del universo, pasan sus primeras eras en el Jardín del Edén. Están bajo la sabiduría maternal y el cariñoso cuidado del arcángel Jofiel. Alto y delgado, con largo y ondulado pelo rubio y ojos color miel. Sus facciones son delicadas y suave su piel cobriza e imberbe. Siempre lleva sobre su túnica, una larga toga dorada, como el gran letrado que es. La tela semicircular le da toda la vuelta, reposa sobre el hombro y cae en el brazo izquierdo, en el que lleva, en su fina mano de largos dedos, un libro. ¿Qué está escrito en este libro? Sigue siendo un misterio.

Director de la Academia Magnánima de Ángeles, el Arcángel del Rayo Dorado dedica especial atención al parvulario. Sabe lo esencial que es esta primera etapa de existencia de los espíritus celestes, así como para todas las criaturas del universo, incluso las concebidas por fecundación. Claro, además Jofiel tiene la gran ventaja de ser uno de los Siete Súper Poderosos Arcángeles y eso le otorga el poder de atender multitud de tareas a la vez, estar presente en muchos lugares en simultáneo y no estar limitado por el tiempo.

A los seres bajo sus dominios, Jofiel quiere mostrarles que la vida es como una escuela. Rescata el sentido de aventura y exploración que esta debe tener, con sus aciertos y con sus fallas, porque siempre se consigue sacar de ellas una lección. Es decir, la vida no debe ser vista jamás como una prueba, sino como un experimento en el que, a ensayo y error, se hacen grandes descubrimientos. Se puede solicitar su ayuda para que el aprendizaje sea más fácil y divertido, también cuando se tenga un examen, pero no para que “sople” las respuestas, sino para que sean asignados tutores o guías que ayuden a calmar los nervios, a tener la mente abierta y a facilitar el aprendizaje.

Jofiel Arcángel, junto con su corte de seres de luz cálida, atienden y acompañan de manera permanente a los menores de la jerarquía divina. Los ángeles no tienen mucho más que hacer en el Jardín del Edén, que ser alimentados en amor y jugar con otros ángeles. El lugar ha sido concebido a la perfección para que los más pequeños inicien su preparación experimentando las manifestaciones de Dios en el contacto permanente con la naturaleza, así como las emociones más sublimes, esenciales para su crecimiento y desarrollo.

En medio de la exuberancia, entre manantiales cristalinos, tierra fértil, viento fresco y un poco de lluvia, los ángeles descubren el esplendor de todo lo creado. Con la hierba y los árboles, con los insectos, los peces, anfibios, reptiles, mamíferos y aves, comprenden el valor de la vida. Sí, este lugar es muy parecido a la idea de paraíso que se tiene en la Tierra y con esto se pretende que los más novatos empiecen a familiarizarse. Lo más seguro es que muchos de estos ángeles tengan como destino para cumplir su misión, el Planeta Azul del Sistema Solar, allá en la Vía Láctea.

A Raudal le gusta explorar, ya se ha tomado un poco más de confianza y surfea por todos lados. Ha descubierto que le gusta la velocidad y que, en eso de ir de un lado a otro, entre más rápido consiga hacerlo, mejor. Pocos de sus compañeros pueden igualarlo, porque su modo de andar no es tan efectivo como el suyo. Así que Raudal en verdad desea poder conseguir un amigo que pueda correr como él. Y como en el Jardín del Edén existe un estado de gracia permanente, es decir, un poder que hace que todo se conceda con facilidad, lo que se desea, se crea y lo que se piensa, se manifiesta.

Entonces, Raudal se aventura por el prado en los extramuros del Jardín, examinando los pequeños seres que lo habitan. Se maravilla con una libélula violeta que se detiene frente a él y parece conversarle en su lenguaje insecto, sin que él pueda entender nada. Por pura curiosidad, decide seguirla. Va surfeando tras ella y cuando esta se queda suspendida en el aire, Raudal se lanza para atraparla, pero el insecto en un santiamén, se escapa. Y en medio de la persecución no ve que un ángel se aproxima, es Brisa que viene alegre susurrando al viento una suave melodía, cuando de repente… ¡cataplum! El Jardín se le da vuelta arriba. Aturdida, sin entender lo sucedido, se encuentra con la mano extendida de Raudal que la mira desde lo alto.

 

—Disculpa —se excusa el ángel violeta, mientras la ayuda a levantarse—. Venía persiguiendo a una pequeña libélula y…

—¡No te vi venir! —interrumpe la pequeña— Discúlpame tú a mí, estaba tan distraída.

Brisa es un pequeño ángel muy luminoso del rayo blanco, al que le encanta cantar. Se desplaza esparciendo su olor a crispetas de maíz, con su ancha túnica extendida como una vela de barco e impulsada por el aire en movimiento, del que ella elige la dirección con el sutil movimiento de sus extremidades y consigue gran velocidad.

Los angelitos se dan un abrazo. Justo en ese momento, llega la libélula y se posa sobre la nariz de Raudal que se queda petrificado. La pequeña se tapa la boca, conteniendo la risa para no ahuyentar al insecto. Lo observa curiosa y lo mismo trata de hacer Raudal, pero queda bizco por completo, viendo dos insectos, en lugar de uno.

Un asistente de Jofiel llega a toda prisa, debe asegurarse que no les haya pasado nada. Con su agitación, espanta a la libélula que se aleja volando.

—¡¿Se sienten bien, chicos?!

Sin esperar respuesta, decide cerciorarse por él mismo y procede a examinarlos de arriba a abajo. A Brisa trata de ayudarle a organizar su pelo blanco, pero se da cuenta que es así, despelucada como por un ventarrón, desde siempre. Luego, le da una mirada a Raudal, que luce perfecto.

—Estamos bien, no nos pasó nada —asegura el angelito del rayo blanco para tranquilizar al auxiliar.

Los ángeles pronto superan lo sucedido y ya piensan en volver a jugar.

—¿Quieres apostar una carrera? —la reta Raudal.

Brisa asiente con una sonrisa, pero tarda en reaccionar, cuando ya el otro ha salido lanzado a toda velocidad, surfeando en su raudal de luz líquida.

—¡Presten atención… —les advierte su vigía —…y diviértanse mucho!

El guardián sabe que no les va a pasar nada, porque en el Jardín del Edén rige la mayor fuerza del universo al cien por ciento, es decir, el amor. Esto no solo es la mejor armadura que cualquiera puede tener, también hace que el lugar sea completamente confiable. La tarea de los seres dorados bajo la guía de Jofiel es más hacer sentir a los pequeños amados, acompañados y protegidos siempre.

Brisa sigue a Raudal y no es que sea más lenta que él, sino que se distrae con facilidad por el camino, le gusta curiosear, mientras tararea. Raudal, en cambio, cuando se pone una meta, va tras ella y un poco más allá. Lo cierto es que a ninguno le importa quién llega primero, porque ambos lo que disfrutan es jugar a correr y descubrir esa empatía que los hace pasar muy bien estando juntos. En el Edén no hay competencia, sino que el sentido de todo es divertirse. Y así es como Raudal consigue un amigo que corre tan a prisa como él, tal como lo había deseado.

¡Pero no es el único! En otra ocasión, los dos ángeles deciden jugar a las escondidas. Raudal, se oculta y Brisa lo busca. Al borde del arroyo, tras una enorme roca, a Raudal le parece el lugar perfecto para no ser visto. Allí descubre un curioso montículo de piedras, unas tan bellas que llaman su atención y cuando quiere tomar un canto de colores, toda la estructura se viene abajo. El sonido alerta a Rocco, un ángel del rayo dorado, fuerte, serio y con su pelo liso y rubio, perfectamente peinado a un costado. Anda con los pies bien puestos en el suelo, lento y reflexivo, como su temperamento y huele muy tenuemente a cal. A él le gustan las rocas y en el arroyo encuentra las mejores y las más bonitas, pulidas por el paso del agua. No pocas veces ha dado también con alguna chispa de oro, que destaca por su brillo, pero no porque en Arcadia tenga especial valor. Allí lo que más se aprecia es del orden espiritual y las cosas materiales son intrascendentes.

El ruido de la aparatosa caída de las piedras también delata la ubicación de Raudal a Brisa, que se desplaza en esa dirección.

—He sido yo, lo siento, pero te ayudo a armar el montículo de nuevo —dice Raudal al ángel constructor.

—¿Yo también puedo? —pregunta Brisa cuando los encuentra—. ¡Parece divertido!

No quiere perderse la entretención. Ante la propuesta, Rocco se queda pensativo y observa a los angelitos atento. Brisa y Raudal aguardan con expectativa su respuesta.

—Hmm… bueno, hagámoslo juntos —contesta firme Rocco, pero con medido entusiasmo.

Los acelerados ángeles traen del arroyo y de todos los alrededores tantas piedras como pueden conseguir y cargar, pero Rocco los detiene. Toma lento un par de estas y les da la vuelta, las analiza y repite la acción sucesivamente, hasta que aprueba algunas piedras grandes y niveladas, que separa con meticuloso cuidado.

—Estas funcionan bien para la base.

Raudal y Brisa atienden con algo de impaciencia, pero con respeto y logran entender que no hay tardanza, sino concentración. Cada pirámide tiene una manera adecuada para ser armada, de acuerdo con la forma que se le da y con la altura. Esto se consigue paso a paso y con equilibrio. Juntos logran terminar un alto y hermoso montículo, que no pocas veces se vino abajo en el proceso. Brisa lo celebra con un vuelco de alegría que forma una ventisca y hace temblar la estructura. Raudal la previene:

—¡Atenta, Brisa!

—Ehh, es estable, un poco de viento no afectará —afirma Rocco con seguridad.

Lo más importante es que han hecho un nuevo amigo capaz de mostrarles la belleza y el valor de lo que parece inerte. Y se dice que parece, porque quizá ello solo se mueve a una velocidad mucho más lenta de lo que son capaces de percibir o por otros mecanismos del universo, que no se consiguen comprender a simple vista.

Rocco invita a sus nuevos amigos a ir al estanque, quiere mostrarles lo que es capaz de hacer lanzado guijarros. Estos saltan dos, tres, cuatro y hasta cinco veces sobre la superficie del agua, formando ondas que se expanden lentamente hasta desaparecer. Raudal mira el juego con cierta feliz nostalgia, le hace recordar los extramuros de este universo, donde todo comenzó para él, de manera muy similar a este bello espectáculo. Levanta la vista al firmamento violeta y da gracias desde el corazón.

¡Se siente feliz de existir!

Brisa lo intenta de primera. Imita a Rocco, pero apenas si consigue repetir el salto, cuando el guijarro sigue hasta el fondo del estanque. Igual, lo celebra con entusiasmo. Pero Raudal quiere ir más allá. Toma una piedra amorfa del tamaño de su puño, respira profundo, toma impulso y con fuerza la lanza hacia arriba. Tras alcanzar el punto máximo en su ascenso, desciende apresurada, golpea la superficie y se hunde de inmediato, levantando una columna de agua a su alrededor. El angelito queda desconcertado, pero el nuevo amigo los anima a intentarlo otra vez. Rocco les facilita a Raudal y a Brisa unos cuantos guijarros más, que ha escogido. Raudal con humildad se dispone a aprender.

—Ehh, es que, es que les falta técnica y algo de práctica —explica Rocco y les muestra—. La piedra ideal debe ser pequeña, lisa y más bien plana. Se sujeta entre el dedo índice y el pulgar. Se gira el cuerpo para tomar impulso y pueden apoyarse en un pie —pero aclara—, los que tienen pies —Raudal se da por aludido y Rocco continúa—. Y en un ángulo aproximado de 20 grados, a una buena velocidad… ¡se lanza!

La demostración deja boquiabierto a Raudal, la piedrecilla salta más de cinco veces antes de perderse bajo el agua. Brisa celebra con aplausos que sonrojan a Rocco. ¡Este juego les encanta! Así que se hacen a nuevas piedras, bien seleccionadas tal y como les explicaron. Empiezan lanzarlas una tras otra, mejorando poco a poco y sin tardar mucho en conseguir que reboten dos, tres y hasta más veces, tal y como lo han deseado.

A la orilla del estanque, Brisa se agacha a recoger un canto que se le ha caído y, en lugar de levantarlo, se anima a lanzarles a sus compañeros agua con la mano. Estos sorprendidos, le devuelven el gesto y terminan por salpicarse los unos a otros, entre risas. Pero otra carcajada se suma a la algarabía. No saben de dónde proviene por más que miran a su alrededor.

Finalmente, descubren que alguien los observa divertido, desde lo alto de la rama de un árbol cerca de allí. Es un ángel del rayo rosado, tiene el pelo corto color palo de rosa, liso y adornado con una corona de pequeñísimas flores de muchos colores. Su piel es clara, las mejillas sonrosadas y al bajarse del árbol, caen pétalos de malva. Los había recolectado en el Jardín y los tenía guardados en los bolsillos de su túnica magenta. Parece un poco más menudo que los demás ángeles, aunque se acerca caminando en puntitas de pie, casi como danzando. En su trayecto deja una estela de aroma a rosas y de pétalos. Se llama Flor, le gustan muchísimo las plantas, los árboles y, por supuesto, las flores y es puro, purísimo amor.

—Hola, ¿puedo jugar con ustedes?

—¡Por supuesto que sí! —contesta Brisa animada.

Los demás asienten encantados. Flor, en lugar de unirse al desorden, propone un nuevo juego. Toma palitos, hojas y flores, mientras los otros la observan empapados. Comienza a armar un barquito con cuerpo de corteza de árbol, mástil de rama, vela de hoja y flores como tripulación. Lo pone sobre el estanque y sopla.

—Un barco de vela —celebra Brisa—. ¡Como yo!

—¡Ah…! Ehh, creo que nosotros podríamos hacer uno también —propone Rocco.

—¡Adelante, mi Capitán! —se apresura a decir Raudal.

Y Flor sonríe con dulzura cuando ve a Raudal y a Brisa ponerse en marcha para construir sus propias naves, mientras Rocco pensativo concibe su próxima creación. Disponen sus barcos a navegar, algunos con éxito y otros, se hunden tan rápido como la primera piedra que lanzó Raudal al estanque. No dejan de ensayar de nuevo, algunos tienen forma de balsa, otros son más elaborados y llegan lejos, porque ya se han ocupado de conseguir hojas de palma para impulsar los navíos agitando el viento y hasta palos de bambú, para soplar con fuerza.

Brisa es la más contenta, pues puede compartir con generosidad sus conocimientos para mejorar las velas. Todos celebran los barcos que avanzan más, sin importar quién los haya construido y se ríen con los intentos fallidos, sin importar quién los haya diseñado. Así consiguen mejorar cada vez más y hasta logran hacer uno con una especie de motor. Rocco construye su modelo y Flor le sugiere usar una liana un tanto elástica, que enrolla sobre un tronquito y con una palanca a un lado que la tensa. Al soltarla, hace que la tira se desenrolle y gire impulsando el barco. ¡Es el que llega más lejos de todos!

Tras jugar hasta el cansancio, los amigos satisfechos y felices, se recuestan en la hierba boca arriba. Reposan sus cabezas sobre las manos y miran absortos al cielo, disfrutando de una bella luz rosa y nubes lila y violeta, que constantemente cambian de forma. En silencio, respiran tranquilos la paz que los circunda y sienten con intensidad la alegría y el gozo, que es lo que los nutre y los hace crecer. En tanto, se fortalece la conexión que, como una señal de onda, los une a Dios. ¿Y cómo se evidencia que esto sucede? Pues, porque sus aureolas son como las antenas que los conectan al Creador y se hacen un poquito más nítidas y un poquito más brillantes, mientras ellos ganan en autonomía y luz.

Raudal anda paseando solitario, cuando alcanza a ver a los lejos a sus amigos reunidos y sin él. Brisa, Rocco y Flor están agachados en círculo, al parecer, en torno a algo. Curioso, se dirige apresurado hacia ellos.

—¡Hola, amigos! ¡¿Qué hacen?! —pregunta Raudal al acercarse a toda velocidad.

Ante el llamado todos voltean y sorprendidos, ven aproximarse al ángel violeta surfeando fuera de control. Para evitar atropellarlos, frena abruptamente derrapando…. ¡y una ola de luz líquida de su raudal los baña a todos!

—¡Lo siento! —dice, mientras se encoge de hombros.

Pero ninguno reacciona por el incidente, sino que voltean de nuevo hacia lo que centra su atención. Por encima de los hombros de sus amigos, Raudal se asoma a ver lo que hay allí. Un pequeño colibrí verde esmeralda con visos de arcoíris en su pecho, yace en el suelo. Todos lo observan, pero nadie se atreve a hacer nada.

—¿Qué le pasa? ¿Por qué no se mueve? —pregunta inquieto el recién llegado.

—Brisa lo vio llegar volando torpemente… —dice Flor.

—…y de repente se desplomó —termina Brisa.

 

—¡Tenemos que hacer algo, amigos! —exclama Raudal.

Y en plena confusión se acerca Jade, un ángel del rayo verde, con tez morena, orejas puntiagudas y pelo verde ensortijado. Su túnica tiene visos verdes y lleva una corona de tréboles de cuatro hojas. Y todo él huele intensamente a hierbabuena. Al ver a la criatura, observa alrededor sin que los otros puedan entender el porqué.

—¿Han visto otro colibrí volando cerca de aquí? —les pregunta Jade.

Brisa, Flor y Rocco niegan con la cabeza y Raudal se encoge de hombros de nuevo. Así que el ángel decide tomar con delicadeza el ave entre sus manos y la levanta.

—Está muy débil, creo que necesita néctar —dice manteniendo la calma.

Flor reacciona y se apresura a sacar flores de sus bolsillos. Con delicadeza y mucho amor, se las acerca a su largo pico con deseos de que tenga alientos para libar. En un primer instante no hay reacción, pero Brisa le sopla suave en la cara. El pequeñito mueve levemente la cabeza y todos suspiran con alivio. El suave perfume lo devuelve a la vida e intentar beber el dulce jugo de las flores.

—Gracias —le dice Raudal al ángel que se ha hecho cargo.

El ángel del rayo verde le sonríe, pero está más complacido por el ave y procede a revisar al colibrí, con destreza y suavidad, extiende sus alas y palpa su pequeñísimo cuerpo, como todo un especialista. Anuncia con tranquilidad:

—Parece que no está herido.

Todos se alegran y observan cómo el colibrí sigue bebiendo el néctar que Flor le proporciona, hasta saciarse. La pequeña ave recupera gradualmente las más de mil pulsaciones por minuto de su corazón y aunque libre, no escapa volando, al parecer aún no sabe hacerlo muy bien.

— Hmn… debió haberse caído de su nido —comenta Rocco.

—Eso parece —confirma Jade.

El ángel del rayo verde lo cuida, mientras los demás ángeles se ponen en la tarea de ubicar el nido donde debe encontrarse la familia picaflor. Exploran los alrededores sin hallar rastro.

—Ehh, lo más seguro es que el nido pueda estar allá —dice Rocco, mientras señala un enorme árbol cercano.

—Pero, ¿cómo llegó hasta aquí? —se pregunta Raudal.

—Pudo ser el viento —contesta Brisa.

Y como un impulso que los rige desde el corazón, la emoción y el deseo de servir, los lleva a idear un plan para ayudar al ave indefensa. Quieren devolver el colibrí a su hogar, pero el desafío que tienen es poder llegar hasta lo alto del árbol.

Contrario a lo que se cree, los ángeles son como aves de corto vuelo, sus alas no les sirven para elevarse. Solo para flotar a poca distancia del suelo, mientras agitan animados sus alas, que es por lo general como se trasladan cuando no caminan. A modo de que surfeen como Raudal, naveguen como lo hace Brisa o tengan otra particular motricidad que los distinga. Los únicos que vuelan, vuelan, son los Siete Súper Poderosos Arcángeles.

Raudal, que se ha ido tomando el papel de líder entre sus amigos, los conduce hasta el árbol y pide a Jade que siga a cargo del pichón. Este lo mantiene caliente y lo alimenta cada tanto, para conservar su energía. Junto con Rocco, diseña un método para llevar al ave hasta lo alto. Empiezan por impulsar a Brisa, como lo hicieron con los barcos a vela, con viento para que llegue lo más alto posible. Así, ella consigue ubicar el nido: está al final de una larga y frágil rama como a tres metros del suelo.

Como Flor sabe de lianas y bejucos, Raudal le pide que seleccione una fuerte y larga tira a la que amarran una roca no muy grande en un extremo. Rocco lanza la roca con su experticia y consigue pasar el bejuco por encima de una rama más arriba del nido, hasta caer al otro lado. Con el mismo principio que construyeron el motor del barco, forman una polea y con la palanca se ayudan, para subir a Jade. Va bien amarrado y con el ave entre las manos. Flor, que tiene experiencia trepando árboles, sube hasta donde le es posible, para guiar a Jade hacia la delicada rama que alberga el nido.

Uno de los asistentes de Jofiel descubre la arriesgada tarea que ocupa a los ángeles y enciende las alarmas. No metafóricamente hablando, sino literal. Hace sonar una campana que resuenan más allá, mucho más allá del Banco del Conocimiento de Arcadia, hasta el lugar donde se reúnen los Siete Súper Poderosos Arcángeles. Jofiel mismo atiende al llamado de emergencia, llega sobrevolando en toda su inmensidad, con sus enormes alas desplegadas e irradiando luz, casi como un sol. Los pequeños ángeles están tan ocupados en su tarea que ni lo notan. En cambio, los demás ángeles que juguetean por ahí, voltean a ver con admiración su llegada, que es como un amanecer.

Aterriza junto a los vigías que han solicitado su presencia y lo ponen al tanto de lo que sucede. Los asistentes pretenden iniciar una carrera hasta donde se encuentran los arriesgados ángeles para detenerlos, pero Jofiel se los impide.

—Esperen, nada imprevisto va a pasar, por el contrario —exhorta el Arcángel—, observen con atención.

Tranquilo, el Arcángel repliega sus alas y adopta de nuevo ese aspecto materno y cordial que lo caracteriza. Confiados en su guía, los centinelas obedecen y son testigos de cómo los pequeños ángeles, con esfuerzo y compañerismo, consiguen ascender a Jade por encima de la rama donde está el nido. Logra ver que allí, al pichón de colibrí, lo esperan un par de hermanitos. No hay rastro de la madre. Esto complace a Jade, porque va a poder acercarse sin dificultad.

Flor hace señas a los de abajo para indicar que el objetivo está cerca y deben bajar un poco más a Jade. Rocco, Brisa y Raudal desenrollan la liana un poco. Jade se sostiene sobre la rama con el picaflor entre las manos y haciendo equilibrio, avanza. Flor más abajo lo alerta, cuando oye la rama hacer… ¡crac!

—¡Rápido, Jade, la rama se puede quebrar! —advierte la pequeña.

No solo estaría en riesgo él, sino el nido y los que lo habitan. Los vigías desde lo lejos miran a su regente esperando alguna reacción. Jofiel, con un gesto de su mano, los tranquiliza. Jade se apresura y consigue depositar al pequeño picaflor en su casa. Los otros pichones festejan su llegada con alegres cantos.

La algarabía de las aves parece alertar a la madre colibrí que llega volando apresurada, pero reversa al ver al intruso tan cerca de sus hijos. Le da la vuelta y lo enfrenta, para proteger el nido del supuesto invasor, cuando descubre que su otro pichón está de vuelta. Entonces, lo comprende todo y revolotea alrededor del pequeño héroe en señal de agradecimiento. Jade sonríe satisfecho y tras advertir a sus amigos, se deja caer de la rama para evitar que se rompa. Los de abajo lo sostienen con fuerza. Mamá picaflor regresa y abriga amorosa a sus hijitos bajos sus alas mientras, al parecer, llama a papá picaflor que pronto se les une. ¡El nido está completo!

Jofiel y sus asistentes observan cómo bajan a Jade con cuidado y Flor desciende también. Sanos y salvos, además de satisfechos y felices, van al encuentro de sus amigos a festejar con un gran abrazo. Hicieron lo que sentían que debían hacer y lo consiguieron. Las aureolas les brillan un poquitín más y se hacen un poquitín más nítidas.

—Más bella que la belleza misma, es la bondad —sentencia Jofiel orgulloso, ante sus conmovidos subalternos. Hay lágrimas de alegría entre los testigos, aunque algunos tratan de disimular.

Y es que se siente bien cuando se puede entender la aflicción de otro y, sin perder la propia alegría, ayudarlo a que también sea feliz. Es una vibración muy alta la de la bondad, como lo es la emoción que se siente, cuando se hace otro nuevo amigo.

—Si siguen así, ¡van a crecer muy rápido! —repara uno de los vigías con cierta melancolía, desde la distancia.

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