La otra mitad de Dios

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II

La destrucción creativa

Gomorra again

El hombre que odia la vida, que se avergüenza de ella, el hombre de la autodestrucción que multiplica los cultos de la muerte, que funda una unión sagrada entre el tirano y el esclavo, el sacerdote,el juez y el guerrero, empeñados siempre en perseguir la vida, mutilarla, hacerla morir a fuego rápido o lento, a enmascararla o a sofocarla con leyes, propiedades, deberes, imperios: esto es lo que Spinoza diagnostica en el mundo, esta traición al universo y al hombre.

Gilles Deleuze, Spinoza. Filosofía práctica

En un ensayo de 1942 (Capitalismo, socialismo y democracia), el economista Joseph Alois Schumpeter llamó “destrucción creativa” a un fenómeno de la economía de mercado que hace de la innovación el motor de un proceso capaz de elevar el nivel de vida de los países desarrollados en tal medida que las generaciones pasadas no podían siquiera imaginar. Pero este proceso no sólo es creativo, porque comporta un grado considerable de destrucción. Un costo que no es causa del azar, sino de una elección del Estado inspirada en las leyes de la economía de mercado.

Cuando el flujo normal circular de la economía atraviesa una fase de crisis y de expansión, el Estado debe promover la innovación, escogiendo las empresas más aptas y dejando perecer a las otras.

Este tipo de política debería distinguir, en la masa de las empresas amenazadas por el desastre en cada depresión, a las que se han vuelto técnica y comercialmente obsoletas por la expansión, de aquellas otras que están amenazadas por circunstancias secundarias, por reacciones casi accidentales, y debería abandonar a su suerte a las primeras y sostener, en cambio, a las segundas, otorgándoles créditos. Y podría tener éxito en el mismo sentido en que una política de higiene racial lo logra, sin el automatismo propio de estas cosas [...]. Pero ninguna terapia puede impedir el gran proceso económico y social por el que las empresas, existencias, formas de vida, valores culturales e ideales, descienden por la escala social y finalmente desaparecen. (10)

No nos sorprende que, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el nazismo aún vencía, la destrucción apareciera como una condición natural, de la que sólo unos pocos elegidos de antemano pueden salvarse. Es el retorno de la ley bíblica –Lot salvado de Sodoma, Noé del diluvio, Abraham del sacrificio– inserta en la teoría darwiniana de la evolución. Primo Levi dividía a la población de los lager entre “hundidos y salvados”, donde los salvados no son necesariamente los “justos”, sino quienes encontraron los medios y el ingenio para sobrevivir. (11)

La visión de Schumpeter (una especie de uso disimulado del Apocalipsis) se convertirá en el fundamento de una perspectiva política: la que invocó Bush (12) para invadir Iraq, inspirado por el grupo de neoliberales que lo rodeaban. (13)

La “destrucción creativa” inspira el ansia de destrucción que se extiende a toda la tierra, haciendo del libre mercado el mejor pretexto para los atropellos, las guerras, las conquistas y apropiaciones de todo tipo que el mundo occidental perpetró en los últimos siglos (con su feliz fórmula Schumpeter no hizo más que redimirlo). Hoy, gran parte de los eufemismos y de las mistificaciones que nombran las acciones de guerra (operaciones de policía, guerra humanitaria, entre otras) levantan, más o menos conscientemente, la bandera de esta fórmula. (14)

Esta legitimó la idea de que, como la destrucción es inevitable, debemos enderezarla hacia el progreso y la expansión. Y aunque muchos deban sucumbir, al menos podemos escoger a quiénes salvar. Ya que, según Freud, “no hay esperanza de suprimir las tendencias agresivas de los hombres”, no nos queda otra opción que volverlas a nuestro favor. La ley de la competencia y la del libre mercado permiten conciliar el mantra de la democracia con la guerra y la ruina, del mismo modo que la corrupción justificaba las masacres divinas. En estas triunfaba el “castigo”, en aquellas la “selección natural”. Dos visiones nacidas de una idea del origen del hombre distinta, pero convencida.

Sólo podremos afrontar esta visión si antes que nada la reconocemos como propia, precisamente del mismo modo que, al final de La tempestad, Próspero reconoce a Calibán como algo propio. (15) Debemos verla tal cual es, como una criatura tenebrosa que aparece en nuestros sueños.

En estos mismos años, “Gomorra” reaparece en una operación de guerra: la destrucción de las ciudades culpables que llevan a cabo los ángeles de la muerte. Entre 1942 y 1945 se arrojó sobre las ciudades alemanas más de un millón de toneladas de bombas.

Uno de esos ejemplos es la ciudad de Hamburgo, atacada y destruida en la noche del 28 de julio de 1943, durante un bombardeo cuyo fin era “aniquilar toda la ciudad y reducirla a cenizas”. (16)

Intentemos superponer las dos destrucciones, como nos invita a hacer el nombre “Gomorra” que la aviación inglesa da a esta operación: el rol del arcángel lo podemos asignar a la Royal Air Force, pero si queremos personalizarlo, su inspirador fue Sir Arthur Harris, comandante en jefe del Bomber Command, un hombre que “creía en la destrucción por la destrucción misma, y en el aniquilamiento total del enemigo, incluso el lugar donde habitaba, su historia y su ambiente natural”. (17) Y detrás de él, Winston Churchill.

El placer que sienten los aviadores en el bombardeo, podría verse también como un rasgo del alado arcángel Gabriel.

By God, that looks like a bloody good show [Por Dios, eso se ve como un maldito buen espectáculo], exclama uno de los bombarderos, observando el espectáculo desde el cielo. Y el otro responde: Best I’ve ever seen [Lo mejor que he visto jamás]. Y un tercero agrega con fervor: Look at the fire! Oh boy! [¡Mira el fuego! ¡Oh cielos!]

En aquella noche fueron arrojadas diez mil toneladas de bombas.

Pero las similitudes no acaban aquí: una vez destruida la ciudad, la nueva Gomorra pasa a ser objeto, como la antigua, de una execración universal. Nosotros mismos, leyendo la Génesis, (18) no podemos dejar de sentir aversión por los habitantes que golpean a la puerta de Lot, con terribles intenciones. Del mismo modo, no podemos no experimentar un sentimiento de venganza instintivo por el ataque a las ciudades alemanas. Y sin embargo, en un caso como en el otro, el acto destructivo fue arbitrariamente cruel y en esencia inútil: en un caso no liberó a la tierra del mal y, en el otro, no redujo la duración de la guerra ni un solo día. (19)

El rol más importante, el de Lot y sus hijas, debemos asignarlo a todo un pueblo, el pueblo alemán, (20) que estaba convencido de que el ataque era ineludible y estaba dispuesto a no dar un paso hacia atrás para preparar la reconstrucción. Según Enzensberger, “la misteriosa energía” que aplicaron los alemanes en la reconstrucción de sus ciudades se explica por su rechazo a tomar conciencia de la catástrofe colectiva. (21)

Lo creativo entonces no sería la destrucción sino el rechazo a mirar hacia atrás, que permite reapropiarse de la vida con una ciega tenacidad. Tan ciega como Lot que permanece obstinadamente dormido mientras sus dos hijas, una después de la otra, yacen con él motivadas por la única intención de reproducirse.

La mujer de Lot, en cambio, se detiene, mira y no transforma la visión: para ella la destrucción es el punto de no-retorno.

Pero ¿quién haría entonces las veces de la mujer de Lot en la nueva Gomorra? ¿Cuántos se volverían para contemplar las ruinas? ¿Cuántos del millón doscientos cincuenta mil refugiados que huyeron de la ciudad? Sólo un puñado de escritores contaron la destrucción de Alemania. (22) Ellos tenían aquello que le faltaba a la mujer de Lot: la capacidad de llorar sobre los escombros y encontrar allí inspiración. La mujer de Lot no tuvo una voz. En su silencio, en su boca vacía, en el aliento contenido, la ruina encontró su morada. (23)

Y sin embargo dos poetas prestaron su voz, una veinte años antes y la otra treinta años después de aquella fatídica década de 1940.

Una de ellas es rusa,

Y siguió el hombre justo al enviado de Dios,

grande y resplandeciente, por la montaña negra.

En tanto una voz penetrante habló a la mujer:

“No es demasiado tarde, aún puedes mirar

las torres rojas de tu Sodoma natal, la plaza

en que cantabas, el patio donde hilabas,

las ventanas vacías de la casa en lo alto

donde diste a luz los hijos a tu amado esposo”.

Miró tan solo. Y presas de un dolor mortal

sus ojos ya no pudieron volver a mirar;

todo el cuerpo se volvió de sal

y los ágiles pies se arraigaron a la tierra.

¿Quién querrá llorar a esta mujer?

¿Acaso no parece la menor de las pérdidas?

Mi corazón jamás podrá olvidar

a quien entregó su vida por una sola mirada. (24)

La otra es polaca,

Miré hacia atrás, dicen, por curiosidad.

pero, además de curiosidad, pude haber tenido otras razones.

Miré hacia atrás porque me dio tristeza la escudilla de plata.

Por distracción: amarrándome la sandalia.

Para no mirar más la nuca justa de mi marido, Lot.

Por la súbita certeza de que si yo muriera,

él ni siquiera se habría detenido.

Por la desobediencia de los sumisos.

Escuchando cómo nos perseguían.

Conmovida por el silencio, pensando que Dios cambiaría de idea.

Nuestras dos hijas se perdían ya tras la colina.

Sentí la vejez en mí. La lejanía.

Lo inútil de vagar. El torpor.

Miré hacia atrás mientras ponía mi hatillo en el suelo.

 

Miré hacia atrás preocupada por el siguiente paso.

En mi camino aparecieron serpientes,

arañas, ratones de campo y pichones de buitre.

Ni buenos, ni malos; todos los seres vivos

simplemente brincaban y se arrastraban en un pánico colectivo.

Miré hacia atrás por mi soledad.

Por la vergüenza de huir a escondidas.

Por las ganas de gritar, de regresar.

O porque justo entonces se desató el viento,

soltó mi cabello y me levantó el vestido.

Sentí que me observaban desde los muros de Sodoma

y se morían de risa, una y otra vez.

Miré hacia atrás por rabia.

Para gozar plenamente su ruina.

Miré hacia atrás por todas las razones mencionadas.

Miré hacia atrás sin querer.

Fue sólo una roca la que giró crujiendo bajo mis pies.

Fue sólo una grieta la que de pronto me cortó el paso.

En la orilla un ratón agitaba las patas delanteras.

Y entonces ambos miramos hacia atrás.

No, no. Yo seguí corriendo, arrastrándome y trepando

hasta que la oscuridad cayó del cielo,

y con ella gravilla ardiendo y aves muertas.

Por falta de aliento varias veces perdí el equilibrio.

Si alguien me hubiera visto, habría pensado que bailaba.

No descarto haber tenido los ojos abiertos.

Es posible que me desplomara mirando hacia la ciudad. (25)

El canto de las dos poetas es desconsolado. No está inspirado, como quizás todo canto, en la pérdida, que casi canta por sí misma, sino en la mirada que se fija en ella, sin lágrimas, absorta. (26)

Primavera entre las ruinas

La lengua agradece las ruinas.

Paul Celan

En 1948, un film de Billy Wilder, A Foreing Affair, (27) se desarrolla en la Berlín destruida. En la escena inicial, en el avión que sobrevuela la ciudad, viaja una delegación estadounidense que va a “controlar la moralidad del ejército” (ya que la corrupción no se extingue con la destrucción, sino que se multiplica). Desde las ventanillas del avión se ven los restos de la ciudad, que los delegados definen burdamente como “un tejido a crochet” o “un queso agujereado por ratones”: las calles y las casas están reducidas a una telaraña de muros vacíos y descascarados.

“Se lanzaron 75 000 toneladas de explosivos”, se complace en decir la delegación.

La única mujer, la diputada estadounidense Phoebe Frost, susurra por lo bajo: “Oh my...”.

“Estamos bajo mucha presión”, admiten los delegados, cuando discuten la posibilidad de mandar ayuda, que tanto cuesta a los contribuyentes estadounidenses.

“Reactivar la industria, volver a poner en marcha las máquinas... sobre todo dar de comer al pueblo”, dice uno de ellos. “No es posible que todo un país hurgue en la basura”.

Otro precisa: “Si das a un hambriento un trozo de pan es democracia, si se lo das envuelto es imperialismo”.

Entre estos muros derrumbados se encontraba Marlene Dietrich, quien alguna vez había sido la condesa Erika von Schluetow, amante de un jerarca de la Gestapo prófugo y ahora cantante en un local nocturno. Hablando con la diputada estadounidense, cuyo destino se había cruzado inesperadamente con el suyo, Marlene le cuenta que, para vivir, tenían que keep going and going [seguir adelante] entre todo tipo de ruinas.

Ella también tiene “la desobediencia de los humildes” de la que habla Szymborska, se las rebusca entre un par de medias de seda y un colchón que le regala su nuevo protector estadounidense, el capitán Johnny Pringle. Ella también es una mujer de Lot. Querría escapar, pero no puede. Y no puede no mirar, porque forma parte de las “ruinas de Berlín”. Es alguien que, como dice Jesús de la mujer de Lot, “intenta salvar su vida” y como tal está condenada a perderla. Y de hecho la pierde, en el sentido espiritual que Jesús entendía. A diferencia de la diputada, que si bien se extravía entre las mismas ruinas se mantiene limpia e intacta, porque, como le dice Marlene, “en los Estados Unidos tienen tanto jabón”.

En realidad, en ella hay un poco de Lot y un poco de la mujer de Lot, porque lo que quiere desesperadamente no es vivir o salvarse: “Entre estas ruinas reina una única voluntad, una voluntad que nos empuja más allá de todo respeto humano: sobrevivir”.

Para nosotros, dice ella, todo es objeto de cambio. En primer y último lugar, el cuerpo, el eterno objeto de cambio de una mujer. ¿Cuál es la ley de mercado del cuerpo de la mujer? ¿Qué cuentas debe hacer el cuerpo de Marlene, quien, una vez perdida la protección del Capitán, deberá comerciar con cinco soldados?

En el filme, Marlene canta tres canciones: la primera se llama Black Market [Mercado negro]. La segunda: Who wants to buy my illusions? [¿Quién quiere comprar mis ilusiones?]. La tercera, Among the ruins of Berlin (“Entre las ruinas de Berlín”: “Entonces adviertes que los fantasmas del pasado no volverán. Una nueva primavera está por comenzar, entre las ruinas de Berlín” [A new spring is to begin, / among the ruins of Berlin]).

Esta sería la vida de la mujer de Lot; si hubiese sobrevivido entre las ruinas de su ciudad y si un ejército de ángeles se hubiese encargado de la reconstrucción.

Es la “destrucción creativa”, desde el punto de vista de la mercancía y de la ruina.

El carácter destructivo

La destruction fut ma Béatrice. (28)

Stéphane Mallarmé, Correspondance 1862-1871

(A Eugène Lefébure, Besançon, lunes 27 de mayo de 1867)

Con todo, Hamburgo sin duda no fue la primera ciudad en ser completamente arrasada por la modernidad. Apenas un siglo antes, un proyecto de pacificación y no una guerra, no las bombas sino los picos, demolieron y refundaron una ciudad floreciente y apestosa, para transformarla en una ciudad amplia, luminosa e higiénica, y acabar con las sombras y secretos de las tortuosas callejuelas: “hacer espacio” entre sus escombros, dotarla de plazas inmensas, atravesarla de calles, más bien de avenues y de boulevards. Hasta tal extremo que alguien pensó que se quería abrir la visión del horizonte a cañonazos, y aplanar la calle con carros armados: el Segundo Imperio reconstruía París, y de una sinuosa y oscura Babilonia hacía una Jerusalén celeste que se ofrecía a la contemplación. (29)

Entre 1852 y 1870 se destruyeron más de veinte mil casas para reconstruir cuarenta mil: el pueblo que atestaba el centro fue expropiado y expulsado a los suburbios, mientras que los nuevos propietarios debían estar a la altura de los gastos y figurar en medio de los monumentos y los palacios de piedra, dócilmente alineados en largos desfiladeros.

“Un Apocalipsis”, dice alguien, “pero no necesariamente con consecuencias apocalípticas”. (30)

El Barón Haussman, encargado de la transformación, se definía como un artiste démolisseur. (31)

Un artista poeta contempla y llora, con un llanto similar al de los antiguos mercaderes: Paris change! mais rien dans ma mélancolie / N’a bougé! palais neufs, échafaudades, blocs, / Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie, / Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs. (32)

Baudelaire es uno de esos poetas que se inspiran en la pérdida. (33)

En 1928, un filósofo enamorado de París, que la recorre en sus recovecos y pasajes, traducirá esta poesía al alemán, y donde estaba escrito Paris change pondrá Paris wird anders [París deviene otra]. De esto se desprende que lo producido por la destrucción creativa, aquí en medio de su fulgor, no es un simple cambio. Se trata de un devenir, un “hacerse otro”. En lugar de lo que ya no es, aparece algo que no es todavía. Pero por un momento no hay ninguna ciudad, sino una ruina que la oprime en los sueños: el momento, en su devenir, abre un hiato en toda destrucción-reconstrucción, así como el tiempo entre el pasado y el futuro se atasca en un presente de escombros (los escombros siempre están presentes, aunque la reconstrucción los enmascare). Quizás Napoleón III también lo advirtió cuando, mientras admiraba el París del futuro del Barón Haussman entre los escombros de la ciudad medieval, hizo designar al ilustrador y grabador Charles-François Bossu, de nombre artístico Charles Marville, como fotógrafo oficial de la ciudad de París, y le ordenó fotografiar tanto la vieja ciudad que desaparecía como la nueva ciudad que surgía. Pero no hay fotografías del período intermedio. Ahora bien, el nexo entre “la gran transformación parisina” y la antigua ciudad aparece en los maravillosos aguafuertes de Charles Méryon, que Baudelaire tanto amaba: “Méryon hacía aflorar el antiguo rostro de la ciudad sin sacrificar ni siquiera un adoquín”. (34)

Quizás Walter Benjamin pensaba en aquel wird anders cuando, en 1931, escribía un misterioso texto que se titula El carácter destructivo.

El carácter destructivo conoce solo una consigna: crear espacio; una sola actividad: limpiar. Su necesidad de aire fresco y de un espacio libre es más fuerte que cualquier odio. El carácter destructivo es jóven y sereno. [...] El carácter destructivo cuando trabaja siempre es fresco y descansado. [...] El carácter destructivo no tiene modelo alguno. Tiene pocas necesidades, y ninguna le importa menos que saber qué sustituye aquello que ha sido destruido. En un primer momento, al menos por un instante, el espacio vacío, el lugar donde estaba la cosa, donde la víctima vivía. [...] El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero precisamente por esto ve caminos por todas partes. Pero como ve caminos por todas partes, tiene que hacerse camino. [...] Manda a poner en ruinas lo que existe, no por amor a las ruinas, sino por el camino que las atraviesa”. (35)

Cuando pregunté a Giorgio Agamben por el sentido de este texto (sólo tres escasas páginas), y si tendría algo que ver con el recuerdo de la destrucción de París, me respondió:

Creo que Benjamin veía claramente la destrucción que acontecía a su alrededor y que lo precedía (entre otras cosas, las demoliciones del Barón Haussman, al que se refiere en su libro sobre Baudelaire y París). Pero, como a Baudelaire, le interesaba captar cuál era el significado de esta destrucción para los hombres que debían convivir con ella. En cuanto al carácter destructivo, la cuestión es completamente distinta. Se trata simplemente del hecho de que, para liberarse de los horrores-errores que están en nosotros y no sólo fuera de nosotros, se necesita lo que denomina un gesto destructivo. Se trata de una destrucción que no se enmascara en una construcción todavía más fea, sino que despeja el error y da lugar a la verdad. Es como lo que dice el midrash hebreo sobre el sábado que, estando prohibidas todas las actividades productivas, afirma irónicamente que si hubiese una actividad puramente destructiva estaría permitida. Esta actividad puramente destructiva es la que Benjamin tiene en mente. (36)

Lo “puramente destructivo” es una idea que tiene algo de angélico (parece ver a los ángeles que se acercan ligeramente a la puerta de Sodoma) y tiene algo de infantil. Todos los ángeles destructores “hacen espacio” y “limpian”. Y todos los niños destruyen los juguetes, dando grititos de satisfacción que se parecen a los de los jóvenes aviadores. (37)

El carácter infantil es cercano al carácter destructivo que “reduce lo existente a escombros no por amor a los escombros sino por la vía de escape que los atraviesa”. (38)

¿Cuál es esta línea de fuga, la delgada senda que atraviesa los escombros?

La destrucción que nace del juego infantil tiene su contrapaso o línea de fuga en una práctica que tiene algo mágico en el universo infantil: la repetición. Como dice Benjamin, lo que más ama y exige el niño es “una vez más”. Su juego es por naturaleza infinito, y comporta una infinidad de interrupciones y variaciones. La fórmula mágica que lo designa es: “de nuevo”.

“Lo que el juego infantil pone en escena es una relación virtuosa entre repetición y novum. La réplica de un mismo gesto y de una misma narración nunca es la duplicación de lo idéntico, sino, siempre, la repetición del unicum [...] según Benjamin, el “una vez más” [(das) Noch einmal] es, entre sus manos, “un hacer siempre de nuevo” [ein Immer-wieder-tun]”, dice Marina Montanelli, que cita el texto de Benjamin Spielzeug und Spielen. (39)

El niño crea todo ex novo, recomienza una vez más desde el principio. Esta quizás es la raíz más profunda del doble significado del término aleman Spielen: la repetición de la misma cosa tal vez sea el elemento común a los dos sentidos de la palabra. No es tanto un “hacer como si”, cuanto un “hacer de nuevo”, la transformación de la experiencia más emocionante en un hábito; esto es lo que constituye la esencia del juego.

 

Cuando un niño, al cual un adulto acaba de hacer algo que lo asombra y lo exalta, dice: “Otra vez”, en ese momento crea el juego, haciéndolo suyo y haciéndolo nuevo. El niño crea repitiendo. Toda repetición es una nueva creación. La primera vez no es nada, es un desperdicio, un aturdimiento. Pero, después de que la novedad lo desconcierta, el niño vuelve triunfante a casa con su creación. Porque no se crea desde la nada, sino desde el caos. Y esta es la novedad: un caos sin nombre. El “una vez más” toma un puñado de caos y plasma su pequeña nueva forma. Del mismo modo que en el inicio de los tiempos: cuando Dios crea, lo hace “una vez más”.

Y aquí debemos rendirle homenaje a esa maravillosa expresión que reza “de nuevo”, que se encuentra en las lenguas romances (à nouveau, de nuevo, din nou, de nou...). Esta es la fórmula que transforma la repetición en novedad, que cuenta el proceso creativo, plantándolo en su humus. Así nace el humano.

“De nuevo” es un umbral, que el viejo y el joven pasan fácilmente.

El ángel exterminador

En 1962 se estrenaba un film de Buñuel, rodado en México, con el título El ángel exterminador.

La historia del título es interesante y controvertida. Estas son las versiones más conocidas:

1. Buñuel retomó un texto teatral de José Bergamín (amigo suyo que, como él, estaba exiliado en México) (40) cuyo título era Los náufragos de la calle Providencia y cambió el título por El ángel exterminador.

2. Buñuel escribía con Alcoriza (su futuro productor) un guión con el título de Los náufragos de la calle Providencia, pero, al enterarse de que Bergamín estaba escribiendo un texto teatral titulado El ángel exterminador, le preguntó si podía utilizarlo para el film que quería realizar. Bergamín le habría respondido que podía utilizarlo sin pedirle permiso, ya que se encontraba en el Apocalipsis.

3. Bergamín da a Buñuel el título definitivo, después de haber leído el guión de Los náufragos escrito por Buñuel y Alcoriza.

Si bien la primera versión es la más frecuente, creo que la tercera es la más veraz y también la más interesante, ya que implica otras peculiaridades: Buñuel habría tomado la idea del filme a partir de una experiencia en Nueva York en 1940; durante una cena, los invitados se vieron forzados a quedarse en la casa que los hospedaba sin ninguna razón.

Pero según otra versión, la costumbre mexicana de los invitados de prolongar indefinidamente los saludos en la puerta de la casa del anfitrión antes de retornar a la suya fue la que dio a Buñuel la idea de que esta escena podía prolongarse indefinidamente. Esto lo llevó a escribir un guión catastrófico, del tipo de La balsa de la Medusa, el cuadro de Géricault, que representa a un grupo de náufragos que se refugia en una balsa y terminan comiéndose unos a otros. De allí surgiría el primer título.

El interés de esta última versión permite intuir cómo la idea de Buñuel del naufragio catastrófico, surgida de forma surrealista a partir de una demora en la puerta de una casa hospitalaria, y el nuevo título El ángel exterminador del católico rebelde José Bergamín, pudieron producir un nudo sináptico, que dio a la trama un sentido completamente nuevo.

Este es el nudo que quisiera indagar, a pesar de la advertencia que Buñuel da al inicio de una proyección del filme: “Si el filme que van a ver les parece enigmático e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida y, como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. Quizás la explicación de El ángel exterminador sea que, racionalmente, no hay ninguna”.

Advertencia que, finalmente, justifica toda interpretación.

En el capítulo nueve del Apocalipsis, el ángel exterminador (¿Gabriel o Lucifer?) es el rey de las langostas salidas del humo que oscurece la tierra para atormentar a los seres humanos.

En aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la encontrarán; ansiarán morir, pero la muerte se les escapará [...]. Su rey era el ángel del Abismo, que en hebreo se llama Abaddón (Perdición) y en griego Exterminador. (41)

A través de sus súbditos, las langostas, el ángel atormentará a los hombres sin matarlos, incitando en ellos el deseo de muerte. Las langostas, tan efectivas sobre el ánimo humano, pero más clementes que Gabriel sobre la naturaleza, recibirán la orden de “no dañar ni hierbas, ni arbustos, ni árboles, sino únicamente a los hombres que no tengan el sello de Dios sobre la frente”.

En el filme de Buñuel, una veintena de invitados se reúne una tarde, luego del teatro, para cenar en la casa del rico y cortés Edmundo Nobile. Pero en el momento en que sería natural volver a su casa, ninguno se mueve. Poco a poco, uno tras otro, van cayendo, uno sobre un sillón, otro sobre un sofá o en el suelo, para pasar la noche. A la mañana, avergonzados y sorprendidos, comienzan a interrogarse, más deseosos de justificarse que de comprender. Cuando tratan de dirigirse a la puerta y empezar a salir, algo los distrae o los retiene. Pasan los días, como langostas, nadie sabe cuántos. Faltan los víveres, el agua, uno de ellos muere, dos amantes se matan, todos pierden el control, en algunos surge una ferocidad persecutoria que los lleva a eliminar al dueño de la casa, Edmundo, el único que mantiene su rectitud y cortesía, el único que continúa ateniéndose a una civilidad que se está desmoronando sin remedio (incluso fuera de la casa-mónada, en la ciudad, donde se prepara la guerra civil). Están por atacar a la víctima designada, cuando la joven que acaba de darle su virginidad observa que por primera vez se encuentran en la misma posición del momento en que ocurrió el encantamiento: la repetición los salvará permitiéndoles romperlo.

Y la repetición los perderá. Unos días después todos se reencuentran en la Catedral para un Te Deum de agradecimiento, pero al final de la ceremonia nadie parece querer irse. Durante todo el filme, hay dos hilos conductores, más alusivos que explícitos: uno se refiere al ángel exterminador, es decir a la tradición judeo-cristiana, el otro a la repetición, es decir a la tradición griega.

Consideremos el primero: el filme comienza con la puerta de la Catedral (que al final acogerá a los invitados para el Agradecimiento) y el canto del Te Deum; sigue con el nombre de la calle (calle Providencia) donde se encuentra la casa y, después de la cena, transcurre en el último salón, donde los invitados permanecerán encerrados por semanas o meses. A este salón se accede por otro, a través de una especie de arco escénico que lo hace parecer un teatro. En el interior, tres paneles o alas esconden tres pequeños cuartos oscuros (uno, con el tiempo, servirá para el amor y la muerte; los otros, como letrinas). En los paneles están pintadas tres figuras, a la izquierda una virgen con el niño, a la derecha un santo (quizás el Abate San Antonio). En el panel central, un apuesto ángel armado o ángel exterminador vela amenazante sobre todos ellos.

La repetición es una huella aún más insistente. Algunas escenas se repiten dos veces, en dos ocasiones se dice la misma frase, y la segunda vez se repite la primera de forma inexacta. Una serie de repeticiones imperfectas marcan el filme: algunas suceden antes del encantamiento, otras se formulan más acá y más allá del momento en el que los invitados se vuelven prisioneros. Al inicio del filme retoza por la casa un rebaño de ovejas y más tarde se presenta a los hambrientos invitados para ser sacrificadas en un asador (otras ovejas se precipitan en la Catedral cuando los invitados estén nuevamente atrapados). Lo mismo ocurre con una osezna que ronda por la casa al inicio y al final, como si indicase los dos términos del encantamiento.

Estas huellas desembocan en las dos ideas motoras: el ángel que atormenta y castiga la sucesión de los días y el círculo que cierra a los invitados en su rueda, dos temporalidades diversas que se enfrentan, sea como cómplices o antagonistas: la temporalidad lineal y la temporalidad circular. El día del juicio y el eterno retorno.