El mar detrás

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Z serii: Gran Angular #397
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OCHO

La tarde en que empezó todo, había hecho el acostumbrado calor y había sido el mismo atronar de chicharras que todas las tardes. Esto, a veces, duraba hasta las ocho o las nueve. Entonces era cuando solía refrescar un poco y la gente volvía a respirar y se encendían las primeras hogueras junto a los contenedores. Los niños se arrancaban las legañas y empezaban a jalear y del contenedor en que se juntaban los hombres llegaban sus discusiones o el sonido de algún violín.

Nosotras, esa tarde, nos habíamos aposentado a la puerta del contenedor de Nadia. Yo miraba cómo ellas dos se desenredaban el pelo.

Entonces llegó Wole.

A veces lo hacía. Recogía su manta y, si nos veía, se acercaba y se sentaba cerca de nosotras. Dibra, con todo el pelo larguísimo suelto, lo miró y sonrió.

–Wole, esas dos jaulas que te quedan… –dijo.

–¿Qué?

–Son muy feas, seguro que las vas a tirar –dijo Dibra.

Wole sonrió.

–Veinte. Diez y diez.

–¿Veinte euros, Wole? Tú estás loco.

–Tú tienes cuenta corriente en tu país, seguro –dijo Wole–. Saca.

Dibra puso los ojos en blanco.

–Tú no entiendes, Wole. Mi tío Gjon era diputado en el congreso y mi padre profesor en la universidad. Así que mi familia fue declarada enemiga del régimen. Toda ella. Y nos quitaron todo y nos embargaron las cuentas y nos las bloquearon. ¿Y tú sabes cuánto le dan a mi padre al mes aquí, en el campo? Cincuenta euros para los dos. Entonces, ¿qué hago, Wole? ¿Dejo de comprar jabón y pasta de dientes y de llamar por teléfono a ver si encuentro a mi madre? O ve tú, Wole, a decirle a mi padre que tener una jaula con un grillo es una «necesidad básica». Ve tú, Wole. Aquí te espero.

Esa era la situación de Dibra. Y la de Nadia, parecida.

Wole no se inmutaba. A veces nos burlábamos de él.

–¿Para qué quieres tanto dinero, Wole? ¿Te vas a comprar un coche o qué?

Así que esa era la canción. Solo que esa noche sucedió algo por completo imprevisto.

Era Dibra la que tenía el pelo suelto y Nadia la que trabajaba con el peine. Dibra, de cara a la sierra, jugueteaba con una pequeña linterna que siempre llevaba consigo. Con ella hacía señales a la oscuridad. Como otras veces, nos contaba una historia que le había contado su hermano sobre una familia que había tenido que huir de su país.

–Ellos establecieron un sistema de señales por si, durante el viaje, se perdían los unos de los otros. Lo que tenían que hacer era esperar a la noche y mirar a lo lejos. Mejor si había una montaña alta. Y entonces hacer señales hacia ella, así.

Dibra encendía y apagaba. Encendía y apagaba. Su voz se tornaba soñadora.

–Mi hermano Konstandin y yo inventamos un sistema de señales. Por si nos perdíamos en el mar, poder localizarnos. Es sencillo. Primero haces tres. Luego, dos. Luego, uno. Y luego, otra vez tres. Entonces dejas pasar un minuto y vuelves a probar. Acordaos todos de mirar a las montañas por la noche, porque en alguna puede estar mi hermano mandando su señal, ¿entendéis? Y, si lo veis, venid corriendo a decírmelo.

Ella hacía las señales y todos la mirábamos. Dibra quería mucho a su hermano y a su mamá, y cuando hablaba de ellos siempre se ponía triste. Solo que no le gustaba que los demás viéramos eso, y, si se daba cuenta, hacía aquel gesto con la nariz y nos miraba como diciendo «no estoy triste, ¿eh?».

Fue entonces cuando sucedió lo inesperado, una vez que Nadia hubo terminado de desenredarle el pelo y que Dibra empezó a trenzárselo otra vez. De repente, Wole levantó una mano y señaló hacia la trenza de Dibra.

–Eso –dijo Wole.

Wole lo dijo y Dibra lo miró muy serio y yo me asusté.

NUEVE

Levanté mi mano y señalé mi reloj. Wole recogió sus jaulas y los cuatro nos pusimos en marcha hacia la cola para la cena. Dibra iba pensativa mientras caminábamos entre la gente.

–No te voy a dar una trenza, Wole –dijo Dibra cuando al fin llegamos–. Eso ni lo sueñes.

Wole la miró y luego se encogió de hombros. Las jaulas, dos artilugios pequeños, cada uno con un grillo en su interior, colgaban del hombro del muchacho y yo las miraba. Y Dibra me miró a mí y yo a ella.

–A ver, Wole, enséñame esas jaulas.

Wole se las acercó y Dibra las estudió con detenimiento.

–Estas son unas jaulas muy feas, Wole.

–Ah, tú dijiste.

–Ya, pero no. Lo que yo quiero son jaulas mejores. Y con mejores bichos. Mira, estos ya ni cantan.

Los dos estuvieron negociando un rato. Tres jaulas, decía Dibra. Una para ella, otra para Nadia y otra para mí.

–¿Tú qué quieres, Isata, grillo o luciérnaga?

Yo le dije que luciérnaga. Wole nos miraba a las tres. Quedaba por ver la longitud del trozo de trenza.

–Así –dijo Wole.

–Ni lo sueñes. Así –dijo Dibra. Era un pedazo de unos diez centímetros, más o menos. Wole dijo que sí con la cabeza y los dos se dieron la mano para sellar el pacto. Después, Dibra quiso saber cuándo las tendría y Wole levantó otra vez la mano y alzó dos dedos. Dos días, ese era el mensaje.

Después nos quedamos callados mientras más y más gente se sumaba a la cola. Atardecía y yo estaba muy contenta. Más contenta de lo que había estado nunca. Hubiese sido capaz de cantar.

Solo que mi voz siguió allí encerrada en ese lugar de mi garganta en que vivía.

DIEZ

El contenedor de Nadia, por dentro, era cortinas azules y sillas de plástico y moscas y olor a niño sucio. A veces, huyendo del calor, nos sentábamos ahí y calentábamos agua en el hornillo y hacíamos té. En una pared había un mapa muy grande. Dibra solía levantarse y señalarlo.

–Este es nuestro país, el país del que vinimos. ¿Es este también tu país, Isata? –me decía.

Pero yo le decía que no sabía, porque era muy pequeña cuando vine al campo y no me acordaba. Ellas se miraban y, luego, a mí.

–No puedes saberlo –decía Nadia.

–Sí, lo es. ¿No ves que entiende lo que decimos? –decía Dibra.

A veces ellas contaban sus viajes. Todas las fronteras que habían cruzado hasta llegar al campo.

–¿Ves? Aquí es donde estamos ahora. Y de aquí, de este otro lado del mar, es de donde vinimos Nadia y yo, y de donde creemos que viniste tú también –decía Dibra. Yo estaba atenta.

Dibra tomaba aire. Rememoraba.

–Mira, esta era nuestra ciudad. Por esta zona estaba el colegio al que yo iba. Estudiaba francés e inglés. Y piano. Pero luego cambió el régimen, ¿entiendes? Hubo un golpe de estado. Y todos empezaron a preocuparse mucho. Mi padre, mis tíos. Un día, mi tío Pavli llegó a casa y dijo que nos teníamos que ir. Que había que hacer maletas con lo imprescindible y dejar lo demás atrás. Nos fuimos. Luego supe que, a los dos días de irnos, habían empezado a caer las bombas en nuestro barrio. Empezamos a viajar. De aquí hasta aquí fuimos en un autobús. Entonces cruzamos esta frontera. Después estuvimos escondidos unos días en un piso hasta que el tío Pavli consiguió plaza en una camioneta en la que iban otros veinte. Así cruzamos otra frontera. Hasta aquí. En esta ciudad estuvimos más de un mes, mientras el tío hacía gestiones. Luego seguimos. De aquí hasta aquí, siguiente frontera, lo hicimos escondidos en la bodega de un ferry. ¿Ves? Ya habíamos llegado al mar. Quedaba lo más difícil. Entonces Pavli consiguió contactar con unos tipos que te cruzaban en barcos. Pagó mil dólares por viajero. Éramos mi padre y mi madre, Kostandin y yo, y, aparte, el tío Pavli, la tía Dardana y mi primo Ylli. Empezamos a cruzar. No era un barco grande, sino más bien una barcaza, e íbamos por lo menos cien personas dentro. Todos apelotonados y unos metidos entre las piernas de otros. Tenías que pedir permiso para moverte y no se podía ir al baño ni nada. Te puedes imaginar la peste. Yo vomitaba todos los días un montón de veces. No podía ni comer. Fue por aquí, calculo, que las cosas empezaron a ponerse de verdad mal, porque en el fondo de la barcaza había siempre como un palmo de agua, mezclado con aceite y orina y mierda, y los hombres estaban muy preocupados; porque, decían, cada vez había más agua. Y de pronto ocurrió. Ya no entraba un poco de agua, sino a montones. Todo el mundo gritaba y cogía latas o cubos para vaciar el bote. El que mandaba hablaba por teléfono con sus jefes y decía que iban a venir unas lanchas. La gente seguía gritando y algunos rezaban. Luego cayó la noche y vimos que nos hundíamos. A mi alrededor saltaban al mar y yo me ajusté el chaleco, me abracé a Kostandin y nos tiramos también. El agua estaba muy fría y todo el mundo braceaba. Suerte que era verano, si no, habríamos muerto todos. Lo peor era la oscuridad. Y cómo brillaba la espuma. Mi madre gritaba: «Dibra, ¿dónde estás?». Luego perdí a mi hermano y encontré a mi padre. Pasadas un par de horas, llegaron dos lanchas y empezamos a nadar. El chapoteo de la espuma en la noche tan negra era la propia angustia. Mi papá me agarró, o sentí que me agarraba, y que tocaba algo sólido. Ya no me acuerdo de mucho más. Solo que amanecía y yo estaba en una lancha con mi padre, pero que ahí no estaban ni mi mamá ni mi hermano ni mis tíos. Y que no había ni rastro de la otra lancha.

A Dibra no le gusta hablar de política. Ella dice que siempre hay unos que piensan una cosa y otros que piensan la otra. Y que ella está a favor del que no tire bombas. Un día, en la puerta del campo, se enfadó mucho. Señaló a las letras que había escritas.

–¿Sabes qué pone ahí, Isata? Pone «Bienvenidos» en tres alfabetos distintos. «Bienvenidos», ¿entiendes? Y dime, Isata: cuando alguien es bienvenido en tu casa, ¿tú qué haces? ¿Lo pasas al salón y le das una manta y un té o lo dejas en una jaula en la entrada pasando frío? «Bienvenidos» no significa nada aquí. No es más que una palabra vacía, un agujero negro.

 

Luego se puso a tirar piedras al cartel. Los soldados se pusieron muy nerviosos. Después, su padre se enfadó y estuvo gritándole toda la noche. Yo estaba debajo de la ventanita de su barracón y es como si me hubiera estado gritando a mí.

–¿En qué pensabas, Dibra, en qué pensabas?

Y Dibra no decía nada. Ni yo tampoco.

ONCE

Esa es la historia de Dibra. La mía es más simple, pero también más confusa, porque no son más que imágenes que saltan.

Recuerdo un valle. Una aldea.

El valle era azul. La aldea, marrón.

Recuerdo mis manos teñidas de rojo y recuerdo caminar junto a alguien en la madrugada.

Recuerdo el vapor de nuestras respiraciones. Las risas de los niños.

Recuerdo que alguien caminaba a mi lado una mañana. Y entonces bum.

Bum y el sonido se convirtió en un gusano y el gusano entró por mi nariz y bajó hasta mi garganta y se anudó allí.

Después todo es más confuso aún.

Una mujer alta camina a mi lado por una carretera rojiza.

Hay gritos, angustia. Voy en la parte de atrás de un camión. Y luego soldados. Disparos. Algo cayendo a mi lado. Como un saco que alguien hubiera dejado caer desde una ventana.

¿Y entonces?

Nada. Silencio. Un silencio de dentro de mí. Y siluetas. Siluetas que avanzan y, de pronto, la tierra acabándose.

Yo pensé que era otro valle azul.

Pero era el mar.

Alguien lo dijo: «El mar, el mar».

Y ya.

Después, un día, estaba aquí.

Otro día bajé por la carretera hasta las dunas y me encontré de nuevo con el mar.

Dibra me dijo que estábamos al otro lado.

Esa es mi historia.

DOCE

Wole había levantado la mano y había puesto dos dedos. Y nosotras, claro, le dimos los dos días. ¿Qué otra cosa había que hacer en el campo?

Dos días en el campo quiere decir que haces dos veces cola para desayunar y dos para comer y dos para cenar. Que dos veces te dan un plátano pocho y dos veces comes arroz con cosas y dos veces te dan una hamburguesa fría y envuelta en plástico por la noche. Luego te buscas un rincón para comértelo.

A ratos, también, te pierdes y bajas a las dunas y miras al mar. A ratos miras al cielo o miras para los montes que quedan al norte. A ratos te refugias del calor insoportable del mediodía y te desespera el canto interminable de las chicharras.

Pero sí pasó algo esos dos días. Y fue que Wole, después de haber levantado los dedos y de que yo hubiera estado tan contenta que habría podido cantar, se marchó rumbo a su tienda y ya no lo vimos más.

No estaba en su puesto al día siguiente ni tampoco al otro. Nosotras, al pasar, mirábamos hacia allí y nos encogíamos de hombros.

–Ya vendrá –decíamos.

Pero llegó la tarde en que él tenía que comparecer con las jaulas y tampoco estaba en su puesto. Luego empezó a atardecer y vino Nadia con unas tijeras plateadas y se sentó con Dibra y conmigo. Dibra miraba a lo lejos.

–¿Qué hago? –dijo Nadia.

–Espera.

Dibra entró en su contenedor y sacó su baraja y ahí estuvimos pasando el rato hasta la hora de hacer cola para la cena. Después cenamos. Después nos volvimos a sentar y a jugar a las cartas, pero Wole seguía sin aparecer. Se hizo de noche y la luna empezó a caminar por el cielo y los sonidos se hicieron más escasos y más nítidos. Los hombres oían la radio y fumaban. Luego se paró la música y vimos llegar al padre de Dibra y al padre de Nadia. Nos miraron.

–¿Qué hacéis aquí las tres? –dijeron.

–Tomamos el fresco –dijo Dibra.

Los padres se miraron y se encogieron de hombros. Aún estuvieron ahí un minuto, hablando. Luego nos volvieron a mirar y se despidieron, y el padre de Nadia le hizo un gesto a su hija y Nadia se fue tras él. El padre de Dibra entró en el contenedor y lo oímos lavarse los dientes y acostarse. La oscuridad era cada vez más profunda y nosotras la perforábamos con nuestros ojos, pero eso no hacía que Wole viniera. Al final, el padre de Dibra se enfadó.

–Dibra, ya –dijo desde dentro.

Ella me miró muy triste y me dijo que me fuera a acostar yo también. Después entró y la puerta del contenedor se cerró. Yo me acurruqué en la puerta como si fuera un perrillo y ahí mismo, después de dar muchas vueltas, me dormí.

Pero eso tampoco hizo que Wole viniera.

TRECE

–Es raro –dijo Dibra una mañana.

Estábamos en la cola para llenar las garrafas de agua y Dibra había seguido con la mirada a un niño que llevaba una camiseta amarilla. Por supuesto, yo sabía a qué se refería, pero Nadia no.

–¿El qué?

–Lo de Wole –dijo Dibra.

–Lo de Wole, ¿qué?

–Que no aparezca.

–Ah, eso –Nadia pestañeó, se encogió de hombros–. Bueno.

Dibra me miró y yo le enseñé mi mano con mis cinco dedos abiertos. Todos esos días hacía que Wole no aparecía con su mercancía y ponía su puesto. Y era muy extraño. Porque podía faltar un día o dos, pero nunca había pasado que faltara tantos. La conversación se reinició por la tarde. Habíamos atravesado la garita y habíamos cruzado la carretera y nos habíamos adentrado hasta lo más alto de las dunas para poder contemplar el mar. Cerca de nuestros pies se movían escarabajos acorazados y brillantes como metal y Dibra había arrancado un par de manzanitas. Una higuera nos daba sombra.

–Lo que pasa –trataba de explicar Nadia– es que Wole sabe que la ha fastidiado. Y le da vergüenza, por eso no viene.

Dibra se quedó pensativa.

–Ya, pero eso tendría sentido si hubiera aparecido los días antes de que se cumpliera el plazo. Y no lo hizo, ninguno de los dos.

–No sé, a lo mejor está enfermo –dijo Nadia, a quien no le interesaba lo más mínimo la cuestión. Después se echó a reír y Dibra la fulminó con la mirada–. Imagínate –dijo.

–¿El qué?

–Imagínate que te hubieras cortado la trenza.

A Dibra no le hizo gracia ni a mí tampoco. Quedó un silencio largo que solo estremecían las hojas de la higuera. Un par de chorlitejos llegaron desde la parte alta de la playa y empezaron a pajarear cerca de nosotras. Los escarabajos habían huido. Abajo, cerca de la orilla, jugaban al fútbol un grupo de niños. Habían hecho una pelota con trapos y habían clavado unas cañas en la arena y habían dejado los viejos zapatos a un lado. Gritaban y se animaban unos a otros y eran como pájaros de colores. Dibra los miraba y yo sabía por qué.

Y es que eran todos igual de flacos y de tizones que Wole.

–Vamos –dijo Dibra de pronto.

–¿Adónde? –dijo Nadia, pero yo sí lo sabía.

–Ahí –señaló Dibra.

Así que nos levantamos las tres y echamos a andar playa abajo. De cerca, las pieles de los niños brillaban al atardecer y olían como el mar. Si uno marcaba un gol, echaba a correr hacia el agua y se zambullía y daba una voltereta.

Nos miraron mientras nos acercábamos.

CATORCE

Dibra llegó hasta los niños, se puso en el centro de su corro y los miró fijamente.

–Wole, ¿lo conocéis? –dijo en inglés.

Los niños comentaron entre sí. No hablaban nuestro idioma, pero algunos sí que chapurreaban el inglés.

–Wole –insistía Dibra–, así, pequeño, con camiseta amarilla…

Los niños nos miraban.

–No, no –decían.

–Wole, el de las cometas, el que tenía un puesto de juguetes en el sector tres…

Pero no sabían. Así que nos apartamos de ellos. Más allá, en la parte alta de las dunas, había un grupo de muchachas sentadas bajo las pitas. Y allí fuimos.

–¿Conocéis a Wole? –les preguntó Dibra. Y otra vez lo describió.

–No.

Así pasamos la tarde. Así pasamos los siguientes días.

QUINCE

Dibra, los siguientes días, se convirtió en un martirio. Todo el rato tenía la cabeza alta, los sentidos alerta. Buscaba en los ojos de las otras personas, como si le fuera posible saber quién conocía a Wole y quién no solo con mirarlo.

–¿Conoces a Wole? –le preguntaba a cualquiera, tal vez a una mujer que tosía en la cola para conseguir algún documento.

–No.

–¿Conoces a Wole? –esta vez eran dos muchachos llenos de granos que se habían sentado donde los depósitos de agua a comer su arroz con cosas, su puré de patatas y su filete empanado.

–No.

–¿Conoces a Wole? –ahora era una chica que hacía cola donde Acnur para conseguir el cheque de cincuenta euros del mes.

–Sí.

–¿Y sabes dónde lo puedo encontrar?

–Él tiene un puesto, ¿no? ¿No vende juguetes y jabones?

–Sí, pero hace ya días que no aparece.

–¿No? Pues no lo había notado.

Nadia, a veces, se enfadaba con Dibra.

–¿Y qué más te da? –le decía–. Es solo un niño. Y ni siquiera llegaste a cortarte el pelo. ¿Es por la jaula?

–No es por la jaula.

–¿Entonces qué es?

Dibra estaba confusa. Miró hacia Nadia y luego hacia mí.

–No sé. Es raro. Ya te lo dije.

–¿Raro el qué? –dijo Nadia.

–Lo de Wole. Me preocupa –Dibra me miró y me sonrió y me acarició el pelo–. E Isata también está preocupada, ¿verdad?

Y yo le dije que sí con la cabeza. Además, estaba muy de acuerdo con Dibra. Yo no hubiera podido ni respirar si hiciera seis o siete días que no sabía de ella.

Esa tarde volvimos a encontrarnos, cerca del atardecer, entre las dunas. A nuestros pies se desparramaba el campo. Los miles y miles de contenedores con sus personas a la puerta y su ropa tendida y, fuera de la alambrada, el mar multicolor de las tiendas de campaña de los que aún estaban sin clasificar o de los que, simplemente, no cabían.

Y gente, gente, gente, gente. Gente por todas partes. En corros, en colas, amontonados. Gente que iba, que venía, que se cruzaba.

–¿Cuánta gente habrá ahí? –preguntó Dibra, pero lo preguntó al aire.

–En las noticias dijeron que había como cincuenta mil –dijo Nadia.

–¿En qué noticias? ¿Cuándo has visto tú las noticias?

–Yo no las vi, pero alguien se lo dijo a mi padre.

Dibra reflexionó.

–Cincuenta mil personas es lo que cabe en una ciudad pequeña.

–Sí.

Dibra movió la cabeza y yo sabía por qué la movía, porque a ver cómo encontrábamos a Wole en mitad de toda aquella gente.

–¿Alguien se fijó en el carné de Wole, alguien lo vio alguna vez? ¿No lo llevaba colgado del cuello a veces?

Dibra se refería a la identificación que te dan en el campo cuando haces la solicitud para ser refu, y era cierto que había quien la llevaba al cuello, pero ni Nadia ni yo teníamos ni idea. A nuestra derecha, bajando la ladera, se extendían campos de cultivo y varios tractores pasaban ahora levantando columnas de polvo. Polvo era, también, lo que había más allá del saladar, hacia la sierra que se veía a lo lejos.

Entonces, el sol bajó un poco más y entre el polvo surgió un destello. Nos estremecimos las tres.

Porque hacia el norte esperaba la frontera. Y el destello provenía de una de las torres de vigilancia. Donde esperaban los soldados armados.

Dibra se levantó y se sacudió el polvo del trasero.

–Remojémonos los pies –dijo.

Nos fuimos las tres para la playa.

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