Teoría y análisis de la cultura

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¿OBJETO DE UNA DISCIPLINA O CAMPO TRANSDISCIPLINARIO DE ESTUDIOS?

El enfoque simbólico de la cultura ha suscitado un notable consenso entre autores procedentes de disciplinas y horizontes teóricos muy diversos. “Toda la variedad de las demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura —dice, por ejemplo, Lotman— se reduce en esencia a esto: sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de signos. En concreto, cada vez que hablemos de los rasgos distintivos de la cultura como ‘artificial’ (en oposición a ‘innato’), ‘convencional’ (en oposición a ‘natural’ o ‘absoluto’), ‘capacidad de condensar la experiencia humana’ (en oposición a ‘estado originario de la naturaleza’), nos enfrentaremos con diferentes aspectos de la esencia sígnica de la cultura”. Por eso “es indicativo cómo el sucederse de las culturas (especialmente en épocas de cambios sociales) va acompañado de una decidida elevación de la semioticidad del comportamiento [...]” (100) Umberto Eco, por su parte, afirma que la semiosis “es el resultado de la humanización del mundo por parte de la cultura. Dentro de la cultura cualquier entidad se convierte en un fenómeno semiótico y las leyes de la comunicación son las leyes de la cultura. Así, la cultura puede estudiarse por completo desde un ángulo semiótico y a la vez la semiótica es una disciplina que debe ocuparse de la totalidad de la vida social”. (101)

Por otra parte, la concepción propuesta parece responder cabalmente a la preocupación de fondo que condujo, en la tradición antropológica, a la adopción y elaboración del concepto de cultura. Eunice R. Durham ha formulado esa preocupación de fondo en los siguientes términos: ¿cuál es el significado de las costumbres extrañas y aparentemente incomprensibles observadas en sociedades diferentes a la nuestra?” (102)

Pero al definir la cultura en los términos señalados, no se ha determinado el objeto de una disciplina que imponga un solo método o un modelo unificado de investigación (como ha sido la pretensión inicial de la antropología cultural norteamericana), sino se ha circunscrito apenas un vasto campo de fenómenos —relativamente homogeneizado por el coeficiente simbólico— abierto a diferentes disciplinas y a diferentes modos de aprehensión. (103)

De hecho, la cultura ha sido abordada como código o sistema de reglas por la antropología estructural; como ideología y concepción del mundo por la tradición marxista; como “sistema cognitivo y evaluativo” por algunos exponentes de la demología italiana de inspiración gramsciana; como “modelo” o “pauta de comportamiento” por los culturalistas; como “esquemas interiorizados de percepción, de valoración y de acción” por la sociología de Bourdieu; y, en fin, como “sistema modelante secundario”, susceptible de tipologización, por la semiótica soviética de la cultura.

Pese a su evidente diversidad, todos estos enfoques tienen en común el reconocimiento de la naturaleza semiótica de la cultura, y por eso no son excluyentes sino complementarios entre sí.

Nosotros preferimos abordar la cultura, con Eunice Durham, (104) desde una perspectiva dinámica, como un proceso que interrelaciona los diferentes aspectos arriba señalados, que en realidad corresponden a diferentes momentos analíticamente separables de un mismo proceso de significación. La cultura podría definirse, entonces, como el proceso de continua producción, actualización y transformación de modelos simbólicos (en su doble acepción de representación y de orientación para la acción) a través de la práctica individual y colectiva, en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. De este modo hemos hecho aterrizar nuestra definición abstracta y categorial de la cultura (como repertorio de hechos simbólicos contrapuesto a la naturaleza y a la “no cultura”), al nivel de lo que William Sewell denomina “mundos concretos y bien delimitados” de saberes, valores, creencias y prácticas, por los que una cultura particular (musulmana, afroamericana, cultura de la clase media urbana, etcétera) se contrapone a otras.

TRANSVERSALIDAD DE LA CULTURA

Pero aquí surge una temible dificultad. Así entendida, la cultura exhibe como primera propiedad la transversalidad, es decir, se nos presenta como ubicua, como una sustancia inasible resistente a ser confinada en un sector delimitado de la vida social. Como dice Michel Bassand, “ella penetra todos los aspectos de la sociedad, de la economía a la política, de la alimentación a la sexualidad, de las artes a la tecnología, de la salud a la religión”. (105) La cultura está presente en el mundo del trabajo, en el tiempo libre, en la vida familiar, en la cúspide y en la base de la jerarquía social, y en las innumerables relaciones interpersonales que constituyen el terreno propio de toda colectividad.

Ahora bien, ¿cómo se puede afrontar, desde el punto de vista de la experiencia y de la investigación científica, una realidad tan vasta y oceánica que parece coextensiva a la sociedad global? ¿Cómo se puede asir lo que no parece ser más que una “dimensión analítica de todas las prácticas sociales”? (106) O dicho de otro modo, ¿cómo podemos pensar la cultura en su conjunto?

Si comenzamos por la experiencia cultural, existe una tesis según la cual nunca podemos experimentar simultánea o sucesivamente la totalidad de los artefactos simbólicos que constituyen la cultura de nuestros diferentes grupos de pertenencia o de referencia, sino sólo fragmentos limitados del mismo, llamados “textos culturales” por Brummet. (107) Un “texto cultural” sería un conjunto limitado de signos o símbolos relacionados entre sí en virtud de que todos sus significados contribuyen a producir los mismos efectos o tienden a desempeñar las mismas funciones. Un libro constituye, por supuesto, un texto. Pero también un partido de fútbol, ya que todos los signos que observamos en él contribuyen a producir ciertos efectos como el relajamiento, el entusiasmo, la exaltación, la identificación pasional con uno de los equipos, etcétera. Esta manera de enfocar las cosas ha llevado a analizar, desde el punto de vista retórico, ciertos aspectos fragmentarios de la cultura popular —en el sentido mass–mediático, pero no marxista del término— como el deporte televisado, la frecuentación de los grandes centros comerciales y ciertas películas que tematizan conflictos raciales en los Estados Unidos, metonimizándolos por referencia a ciertos acontecimientos puntuales generalmente trágicos o dramáticos. (108) En efecto, la metonimia (109) es una figura retórica que desborda el campo literario y se verifica también en los “textos culturales”. Respecto de éstos, su función principal sería la condensación de una problemática compleja y abstracta en ciertos hechos concretos e impactantes, permitiendo, en consecuencia, la participación y el involucramiento de la gente en dicha problemática. Un ejemplo reciente de metonimización en México sería la masacre de Chenalhó, (110) presentada en los medios como condensación y concreción ejemplar de todo el conflicto chiapaneco. La presentación vívida de dicha tragedia en los medios televisivos permitió una movilización general en el país y en el extranjero que no hubiera logrado la difusión del mejor análisis sociológico o antropológico sobre la compleja problemática chiapaneca.

Otra manera de acercarse a la cultura sería abordarla sectorialmente. En efecto, las sociedades modernas se caracterizan por la diferenciación creciente, en razón de la división técnica y social del trabajo. La consecuencia inmediatamente observable de este proceso ha sido la delimitación de la realidad social en sectores que tienden a autonomizarse. Como era de esperarse, la cultura ha seguido el mismo camino. Así, a las disciplinas tradicionales como la pintura, escultura, arquitectura, teatro, danza, la literatura, religión, música y cine, se han añadido nuevos sectores como el del patrimonio, el deporte, la fotografía, los media, los entretenimientos y la ciencia, entre otros.

En resumen: la sectorización de la cultura ha sido inmensa. Cada uno de los sectores tiende a convertirse en un universo autónomo, controlado por especialistas y dedicado a la producción de un sistema de bienes culturales. Al interior de cada sector se opera, a su vez, una intensa división del trabajo. Una de las explicaciones de esta diferenciación reside en la búsqueda de eficacia y productividad que caracteriza a las sociedades contemporáneas.

Cada época y cada sociedad jerarquiza estos sectores. Así, por ejemplo, no cabe la menor duda de que en los años ochenta y noventa, la ciencia, los media y los entretenimientos dominaban la escena cultural en los países industrializados.

Las investigaciones que han abordado la cultura bajo el ángulo sectorial son innumerables e inabarcables. Y tampoco han faltado encuestas que evalúen simultáneamente la diferenciación y la jerarquización de los sectores culturales en los diferentes países europeos. (111)

Otra manera de abordar el universo de la cultura es el llamado “enfoque dinámico”. En efecto, todos y cada uno de los sectores culturales pueden dividirse, a su vez, en cinco procesos que frecuentemente se articulan entre sí de manera muy estrecha: 1) la creación de obras culturales (artesanales, artísticas, científicas, literarias, etcétera); 2) la crítica, que desempeña, de hecho, un papel de legitimación; 3) la conservación de las obras bajo múltiples formas (bibliotecas, archivos, museos, etcétera); 4) la educación, la difusión de las obras culturales y las prácticas de animación; 5) el consumo sociocultural o los modos de vida.

Ocurre frecuentemente que algunos de estos procesos también se autonomicen. Así, por ejemplo, la educación se ha autonomizado a tal grado que se ha perdido de vista su vinculación con la transmisión de la cultura. Los museos son otro ejemplo de un proceso cultural que tiende a autonomizarse.

 

La diferenciación de la cultura en sectores suscita competencias, rivalidades y conflictos entre los actores de los diversos sectores. Lo mismo cabe afirmar de los actores que se definen en función de los procesos arriba mencionados. El ejemplo clásico es el conflicto entre el escultor que pretende erigir un monumento municipal de estilo vanguardista o “posmoderno”, y el gran público que lo rechaza tildándolo de extravagante y feo.

Por último, se puede abordar el universo de la cultura estratificándolo según la estructura de clases, bajo el supuesto de que la desigualdad social genera una desigual distribución del poder que, a su vez, condiciona diferentes configuraciones o desniveles ideológico–culturales. Se trata de un enfoque tradicional dentro de las diferentes corrientes neomarxistas que contraponen, grosso modo, las culturas dominantes, “legítimas” o hegemónicas a las culturas populares o subalternas. Muchos autores sitúan entre ambos niveles una cultura intermedia o clasemediera que sería, por definición, una cultura pretenciosa. Los trabajos de Bourdieu en Francia, (112) de Murdock y Golding en Inglaterra, (113) y los de la demología italiana (114) ilustran muy bien la pertinencia y fecundidad de este modelo de análisis.

Sin embargo, este enfoque, heredado del siglo XIX, ha sido violentamente cuestionado en nuestros días por los teóricos de la posmodernidad y los de la “cultura popular”, entendida en sentido americano, es decir, en términos de cultura de masas. (115) Estos autores alegan que las sociedades modernas o posmodernas tienden a la universalización de la middleclass y a la abolición de las diferencias cualitativas en una cultura tendencialmente homogeneizada por los mass–media. En otras palabras, estaríamos presenciando la muerte de las culturas étnicas y campesinas tradicionales, así como también de la cultura obrera.

Basta con enunciar estas tesis —la reducción de las desigualdades y homologación de la cultura hacia un nivel medio— en un contexto como el de México o de América Latina neoliberal, para percatarse de su carácter especulativo y de su escandalosa inadecuación.

Pese a todo este criticismo, autores que sí se apoyan en referentes empíricos, como Olivier Donnat, (116) reconocen que la sociología de la cultura sigue estando muy marcada por las nociones de “cultura cultivada”, “cultura media” y “cultura popular”. Este autor ha podido comprobar que “las sucesivas encuestas escalonadas en el tiempo demuestran una tras otra, y de manera siempre consistente, que los comportamientos culturales siguen correlacionándose muy fuertemente con las posiciones y las trayectorias sociales, y, de modo particular, con el capital cultural”. (117) Por lo que toca específicamente a México, la primera encuesta nacional sobre las ofertas culturales y su público, recientemente realizada por la Universidad de Colima, (118) permite comprobar exactamente lo mismo.

Por lo demás, el enfoque neomarxista en el estudio de las culturas, lejos de agotarse, ha cobrado nuevos bríos particularmente en Inglaterra, donde a partir de los años setenta existe una escuela de “estudios culturales” de inspiración gramsciana desarrollada en torno a la Universidad de Birmingham.

Llama la atención la actualidad de Gramsci en el ámbito anglosajón. Incluso en nuestros días hay autores que preconizan un retorno a Gramsci para remediar lo que consideran “crisis de paradigma” en los estudios culturales contemporáneos. Tal es la posición, entre otros, de Mc Robbie. (119) Y un autor más reciente, J. Storey, (120) afirma que tal es también, más o menos, su posición: “Todavía quiero creer —dice— que la teoría de la hegemonía es adecuada para la mayor parte de las tareas que se proponen los estudios culturales y el estudio de la cultura popular”. (121)

La razón de esta persistente fascinación por Gramsci radica, a nuestro modo de ver, en tres aspectos:

1) Gramsci proporciona una versión no determinista ni economicista del marxismo, sin dejar de subrayar la influencia ejercida por la producción material de las formas simbólicas (v. gr., de los mass–media) y por las relaciones económicas dentro de las que dicha producción tiene lugar; 2) Gramsci ofrece una teoría de la hegemonía que permite pensar la relación entre poder, conflicto y cultura, esto es, entre la desigual distribución del poder y los desniveles en el plano de la ideología, de la cultura y de la conciencia; 3) Gramsci presenta una teoría de las superestructuras que reconoce la autonomía y la importancia de la cultura en las luchas sociales, pero sin exagerar dicha autonomía e importancia a la manera culturalista.

Por supuesto, para los neomarxistas anglosajones y europeos la división de clases no es la única forma de división social. En las sociedades modernas fuertemente urbanizadas se le sobreimprimen, por ejemplo, la diferenciación entre generaciones y la división de género, como lo demuestran, por un lado, la emergencia de una cultura juvenil transclasista centrada en la música, la valorización del cuerpo y la fascinación por la imagen y la emoción visual; (122) y, por otro, la aparición de una crítica feminista de la cultura que denuncia la “aniquilación simbólica” de la mujer no sólo en la cultura de masas dominada por el patriarcalismo sino también en los mismos estudios culturales. (123)

LA INTERIORIZACIÓN DE LA CULTURA

Este es el momento de introducir una distinción estratégica que muchos debates sobre la cultura pasan inexplicablemente por alto. Se trata de la distinción entre formas interiorizadas y formas objetivadas de la cultura. O, en palabras de Bourdieu, (124) entre “formas simbólicas” y estructuras mentales interiorizadas, por un lado, y símbolos objetivados bajo forma de prácticas rituales y de objetos cotidianos, religiosos, artísticos, etcétera, por otro. En efecto, la concepción semiótica de la cultura nos obliga a vincular los modelos simbólicos a los actores que los incorporan subjetivamente (“modelos de”) y los expresan en sus prácticas (“modelos para”), bajo el supuesto de que “no existe cultura sin actores ni actores sin cultura”. Más aún, nos obliga a considerar la cultura preferentemente desde la perspectiva de los sujetos y no de las cosas; bajo sus formas interiorizadas, y no bajo sus formas objetivadas. O dicho de otro modo: la cultura es antes que nada habitus (125) y cultura– identidad, (126) es decir, cultura actuada y vivida desde el punto de vista de los actores y de sus prácticas. En conclusión: la cultura realmente existente y operante es la cultura que pasa por las experiencias sociales y los “mundos de la vida” de los actores en interacción. (127)

Basta un ejemplo para aclarar la distinción arriba señalada. Cuando hablamos de los diferentes elementos de una indumentaria étnica o regional (v. gr., el huipil, el rebozo, el zarape, el traje de china poblana), de monumentos notables (la Diana cazadora en Ciudad de México, la cabeza de Morelos en la isla de Janitzio, o el monumento al indígena en Campeche), de personalidades míticas (Cantinflas, Frida Kahlo, El Santo), de bebidas y otros elementos gastronómicos (el tequila Sauza, el mezcal, el mole poblano, el chile, el frijol, el chocolate, los chongos zamoranos), de objetos festivos o costumbristas (el cráneo de azúcar, el papel picado, la piñata, el zempazúchitl), de símbolos religiosos (el Cristo barroco recostado o sentado, la virgen de Guadalupe, el Cristo de Chalma) y de danzas étnicas o regionales (el huapango, las danzas de la Conquista, la zandunga), nos estamos refiriendo a formas objetivadas de la cultura popular en México. Pero las representaciones socialmente compartidas, las ideologías, las mentalidades, las actitudes, las creencias y el stock de conocimientos propios de un grupo determinado, constituyen formas internalizadas de la cultura, resultantes de la interiorización selectiva y jerarquizada de pautas de significados por parte de los actores sociales.

La cultura objetivada suele ser, de lejos, la más estudiada, por ser fácilmente accesible a la documentación y a la observación etnográficas. En cambio, el estudio de la cultura interiorizada suele ser menos frecuentado, sobre todo en México, por las dificultades teóricas y metodológicas que indudablemente entraña.

En lo que sigue nos ocuparemos sólo de las formas simbólicas interiorizadas, para cuyo estudio disponemos de dos paradigmas principales: el paradigma del habitus de Bourdieu, (128) y el de las “representaciones sociales” elaborado por la escuela europea de psicología social liderado por Serge Moscovici, (129) que ha llegado a alcanzar un alto grado de desarrollo teórico y metodológico en nuestros días.

Por falta de espacio, y debido a que los propios cultores del último paradigma consideran que la teoría del habitus es en buena parte homologable a la de las representaciones sociales, (130) nos limitaremos a presentar un breve esbozo de esta última teoría.

El concepto de representaciones sociales, por largo tiempo olvidado, procede de la sociología de Durkheim y ha sido recuperado por Serge Moscovici (131) y sus seguidores. Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del sentido común que pueden definirse como “conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado”. (132) Constituyen, según Jodelet, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, que tiene una intencionalidad práctica y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social”. (133)

El presupuesto subyacente a este concepto puede formularse así: “No existe realidad objetiva a priori; toda realidad es representada, es decir, apropiada por el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo, integrada en su sistema de valores, dependiendo de su historia y del contexto ideológico que lo envuelve. Y esta realidad apropiada y estructurada constituye para el individuo y el grupo la realidad misma”. (134)

Conviene advertir que, así entendidas, las representaciones sociales no son un simple reflejo de la realidad sino una organización significante de la misma que depende, a la vez, de circunstancias contingentes y de factores más generales como el contexto social e ideológico, el lugar de los actores sociales en la sociedad, la historia del individuo o del grupo y, en fin, los intereses en juego. En resumen, las representaciones sociales son sistemas cognitivos contextualizados que responden a una doble lógica: la cognitiva y la social.

Serge Moscovici ha identificado algunos de los mecanismos centrales de las representaciones sociales, como la objetivación (esto es, la tendencia a presentar de modo figurativo y concreto lo abstracto) y el anclaje (la tendencia a incorporar lo nuevo dentro de esquemas previamente conocidos). La difusión de las nuevas teorías científicas, como el psicoanálisis, por ejemplo, ponen de manifiesto muy claramente ambos mecanismos. (135)

Sin embargo, la tesis más interesante sostenida hoy por la mayor parte de los autores pertenecientes a esta corriente, es la afirmación del carácter estructurado de las representaciones sociales. Éstas se componen siempre de un núcleo central relativamente consistente, y de una periferia más elástica y movediza que constituye la parte más accesible, vívida y concreta de la representación. (136) Los elementos periféricos están constituidos por estereotipos, creencias e informaciones cuya función principal parece ser la de proteger al núcleo acogiendo, acomodando y absorbiendo en primera instancia las novedades incómodas.

Según los teóricos de la corriente que estamos presentando, el sistema central de las representaciones sociales está ligado a condiciones históricas, sociales e ideológicas más profundas y define los valores más fundamentales del grupo. Además, se caracteriza por la estabilidad y la coherencia, y es relativamente independiente del contexto inmediato. (137) El sistema periférico, en cambio, depende más de contextos inmediatos y específicos, permite adaptarse a las experiencias cotidianas modulando en forma personalizada los temas del núcleo común, manifiesta un contenido más heterogéneo, y funciona como una especie de parachoques que protege al núcleo central permitiendo integrar informaciones nuevas y a veces contradictorias. (138)

En conclusión: las representaciones sociales son a la vez estables y móviles, rígidas y elásticas. No responden a una filosofía del consenso y permiten explicar la multiplicidad de tomas de posición individuales a partir de principios organizadores comunes.

 

Los seguidores de esta corriente han desarrollado con indudable creatividad una gran variedad de procedimientos metodológicos para analizar las representaciones sociales desde el punto de vista de su contenido y de su estructura. Estos procedimientos van del análisis de similaridad —fundado en la teoría de los grafos— a la aplicación del análisis factorial y del análisis de correspondencias a datos culturales obtenidos no sólo mediante entrevistas y encuestas por cuestionarios sino también mediante cuestionarios evocativos que permiten aproximarse a las representaciones sociales previas a su expresión como discurso. (139) De esta manera se ha ido acumulando una gran cantidad de investigaciones sobre representaciones colectivas de los más diversos objetos, entre otros, la vida rural y la vida urbana, la infancia, el cuerpo humano, el Sida, la salud y la enfermedad, la vida profesional, las nuevas tecnologías, el psicoanálisis, los movimientos de protesta, los grupos de pertenencia, los géneros, las causas de la delincuencia, la vida familiar, el progresismo y el conservadurismo en la universidad, la identidad individual y grupal, el fracaso escolar y los estereotipos nacionales y raciales.

La conclusión a la que queremos llegar es que el paradigma de las representaciones sociales —homologable, como queda dicho, a la teoría del habitus de Bourdieu— es una de las vías fructíferas y metodológicamente rentables para el análisis de las formas interiorizadas de la cultura, ya que permite detectar esquemas subjetivos de percepción, valoración y acción que son la definición misma del habitus bourdieusiano y de lo que nosotros hemos llamado cultura interiorizada. Lo que demuestra, de rebote, la necesidad de que el analista de la cultura trabaje en las fronteras de las diferentes disciplinas sociales, ya que los estudios culturales son y sólo pueden ser, por definición, multidisciplinarios. (140)

Con lo dicho hasta aquí podemos afinar nuestra definición de la cultura reformulando libremente las concepciones de Clifford Geertz y de John B. Thompson: la cultura es la organización social del sentido, interiorizado por los sujetos (individuales o colectivos) y objetivado en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. Así definida, la cultura puede ser abordada, ya sea como proceso (punto de vista diacrónico), ya sea como configuración presente en un momento determinado (punto de vista sincrónico).