La luna en fuga

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—¡Ben! —dijo ella, riendo—. ¡Oh, Ben! ¡Párteme en dos, hijo de la gran puta! ¡Hijo de puta asqueroso! —No me importó. No me importó.

Después de secarme y de secarla a ella, se quedó tumbada en la cama, sonriéndome.

—Estoy aquí dos días —me dijo—. ¿No estás enfadado conmigo? ¿Me perdonas?

—¿Por qué iba a estar enfadado contigo?

—Ven a dormir —me dijo—. Y cuando nos despertemos te enseñaré unas cuantas cosas divertidas que sé hacer.

—Claro —le dije, y luego cerró los ojos y se quedó dormida en un minuto. Me vestí y me marché, y me pasé una hora paseando sin rumbo, con ganas de volver al hotel. Clara me volvería a llamar «Ben». Me podía enseñar cosas divertidas que sabía hacer. Me terminé de emborrachar en un bar de la Sexta Avenida, al lado de la Calle 14, y perdí la cartera en el taxi que me llevó a casa.

Al día siguiente, llamé a la señora Stein a su hotel y el empleado de recepción me dijo que se había marchado muy temprano. Ahora me doy cuenta de que ni siquiera llegué a enterarme de por qué había venido a Nueva York, que quizás no hubiera venido más que para verme. Aunque, si conozco un poco a Clara, debió de venir para visitar a su madre o a su padre, o para hacerse un chequeo dental, o para comprarse ropa. No habría venido desde California sólo por los viejos tiempos. Conozco a Clara.

Ahora vivo en un apartamento más que decente de un edificio antiguo pero bien conservado de la Avenida B con la 10, con la mujer separada de un músico de estudio. Se saca un salario muy bueno como compradora para Saks, así que he dejado el trabajo. Fuera, Tompkins Square Park y las calles se estremecen bajo el asalto de las hordas de consumidores descerebrados de drogas. Pero aquí dentro estamos a salvo, detrás de nuestras cerraduras triples y nuestras ventanas con barrotes. Más o menos una vez al mes, mi novia, que es tremendamente brillante —se graduó magna cum laude en ciencias políticas por el Smith College—, y yo invitamos a casa a un joven cineasta y a su mujer para ver películas guarras filmadas en una comuna de Berkeley. Bebemos vino y fumamos un montón de marihuana y pasa lo que pasa. Cada vez que vienen, nos fingimos horrorizados porque pueda pasar «algo», entre el vino, la maría y las películas. Nos reímos e intercambiamos comentarios delicadamente sugerentes. Parece obvio que le gusto mucho a la mujer del joven cineasta. Cada vez que vienen a visitarnos, es un nuevo principio y nadie habla de la última vez.

He empezado otra vez a escribir poemas, o bueno, siendo honestos, son más bien intentos de poemas. Pero a mí me parecen sinceros. Fluyen de forma natural y controlada. Le gustan a mi chica.

Esta mañana me ha llegado una carta de Ben. Ha tardado tres semanas en llegarme porque Ben la mandó a la dirección de la Avenida C. La verdad es que no sé qué voy a hacer con ella.

La estoy releyendo ahora. En algún lugar del edificio hay un joven cantando una canción con acompañamiento de guitarra. No entiendo la letra, pero sé que trata de la libertad, del amor y de la paz; una paz perfecta en este mundo oscuro de pecado.

querido colega

siempre estuviste loco por huir de la vida. aquí en colorado —el campo nos traerá la paz—, estamos juntos, todos juntos, suzanne, una chavalita dulce y encantadora, y también clara. ven a vernos. abundan el buen pan y las buenas mamadas. una comuna para todos los perdidos –istas. ¡flipa con nosotros!

¡ay, dios! todos estábamos enfermos o heridos pero ahora nos vamos a curar. ¡vente! no eres tan puñeteramente viejo.

te quiero,

ben

TIERRA DE ALGODÓN

Joe Doyle era hijo bastardo y su padre natural se apellidaba Lionni, o Leone. No tengo ni idea de quién le había legado el apellido Doyle. Imaginemos que su verdadero padre era un bocazas que se pasaba el día en una tienda de golosinas del Bronx, leyendo The Green Sheet y haciendo apuestas sin posibilidad alguna de ganar. Cuando uno habla de la Gente, es necesario acordarse de que siempre hay que incluir al padre de Joe. Es inexplicable, pero se han escrito novelas enteras explorando a personajes como él. Quizás esas novelas les permitan persistir.

Más o menos por la época en que Joe decidió que iba a ser «escritor», le cambió en la mente su apellido paterno y pasó a pensar que era Lee. O por lo menos convenció a todos sus conocidos de que él creía que su padre se apellidaba Lee. Ah, misterio. Quedó sin explicar por qué su padre se iba a cambiar el apellido de Lee a Lionni, pero el enigma sólo sirvió para volverlo todo más neblinosamente romántico. En cuanto se acepta una aberración, sus variaciones posibles son virtualmente ilimitadas: piensen en la publicidad. Poco después, juro que Joe pasó a considerarse descendiente de Robert E. Lee, y el viejo Sur en ruinas, las grandiosas plantaciones de antaño y las hermosas mansiones en llamas de antaño, se volvieron parte de su herencia. Y podría haber sido cierto si las cosas hubieran sido un poco distintas en un sentido u otro, ¿verdad? Así lo pensaba Joe a veces.

Aquellas rutilantes patrañas le resultaban útiles a Joe en su vida; gracias a ellas podía sacar a su padre de los apartamentos angostos y llenos de cucarachas y de los trabajos de ayudante de camarero en Horn and Hardart e insertarlo en unas nubes rosadas que resplandecían con luz romántica. Ya no era el hombre que su madre le había descrito a menudo con amargura y burla, el amante desempleado con traje de Crawford y dos pares de pantalones y el aceite capilar de esencia de rosas, que se abrillantaba el pelo hasta que le parecía hule, sino un héroe quijotesco y sin ataduras cuya sangre rebelde lo impulsaba a desaparecer de las cocinas llenas de roedores en las que Joe había crecido. Joe, por supuesto, se adjudicaba a sí mismo aquella misma sangre imaginaria.

Joe mantenía en un sutil segundo plano toda aquella refulgente gloria perdida, exponiéndola discretamente cuando le podía beneficiar en algo, y se alimentaba de su energía. Ciertamente era una especie de motor, y no interfería para nada con su trabajo, su vida social ni su «escritura». Joe se convirtió en eso que llaman artista; y cómo le encantaba la palabra; todavía me acuerdo de cómo la decía: «Bueno, la cuestión de si Flaherty es artista…». Porque ser artista era ser como el tozudo ejército confederado en retirada. Empezó a escribir poemas, con palabras de verdad, y a contarlas, las palabras, sobre papel de verdad. Era una actividad «interesante», que le permitía entrar en un mundo que parecía ofrecer más que, por ejemplo, el mundo de la numismática. La cuestión de si aquellos poemas eran realmente aceptados como arte tiene poca relevancia en esta historia; aunque sospecho que no es tanto una historia como una variación menor sobre una fábula común. El mundo está lleno de gente con talento e inteligencia que produce cositas artísticas con las que se nutre de alguna manera otra gente con talento e inteligencia; con las que obtienen lo que necesitan para sus dolencias. A veces pienso que por un lado son todos simples Joes con sus variaciones de madreselva falsa y noches de Alabama, y por otro lado están aquellos que se acercan lo bastante a ese glamour cogido con pinzas. Todo es muy excitante y todo el mundo queda muy contento.

Joe conoció a Helen Ingersoll en 1965, unos cinco años después de manufacturar su leyenda de magnolias de papel. En compañía de un amigo, Ed Manx, había ido a una lectura de poemas en un pequeño teatro siniestro y chirriante del Downtown, al lado de la Segunda Avenida. Creo que el teatrillo ahora es un restaurante macrobiótico, o una «tienda para fumetas»; no es culpa mía que la nomenclatura de la presente generación sea tan espectacularmente fea. El poeta era un amigo suyo brumoso de los 50 que había estado viviendo unos años en el Sudoeste y había vuelto un mes para atender a unos asuntos familiares. Sus poemas actuales trataban de la libertad y del adobe y la arena blanca, de esa manera en que los poemas de Robert Frost tratan de América; es decir, los conceptos eran extendidos como si fueran una capa de esmalte con brillo. Podéis imaginaros la mesilla llena de muescas detrás de la que se sentó el bardo, su lata de cerveza y las carpetas de anillas negras que tenía al lado mientras leía, curiosamente, de un libro de versos que había publicado hacía casi diez años, en una época en la que había albergado una noción poderosamente irreal de su propio talento. Leyó aquellos antiguos poemas como si fueran ejemplos de aberración juvenil. Es decir, se rió de lo que ahora consideraba su «sentimentalismo de alcoba», en sus propias palabras. Cuando Joe le preguntó por Nuevo México o Colorado o algún otro desierto chic, el poeta le contestó: «Querido, nunca supe qué era una línea larga hasta que vi aquellas montañas». Ya os hacéis la idea. Joe y Ed se dedicaron a beber de un botellín de Dant que Ed llevaba dentro de la gabardina, con unas expresiones intensas y vacías en las caras detrás de las cuales se arrastraba y arañaba el aburrimiento. En el intermedio, cruzaron la calle para ir a un bar y ya no volvieron a la lectura.

Joe se puso a hablarle a Ed de Hope, su mujer, de lo increíble que era, de lo encantadora, comprensiva e inteligente que era y de lo hijo de puta que había sido él con ella, y aun así, aun así, ahora que estaban separados eran muy buenos amigos. Estoy seguro de que incluso cantó unos cuantos compases de aquella vieja melodía que decía «We see more of each other than when we were together». Podía ser un maestro de lo nauseabundo sin apenas intentarlo. A Hope le iba bien trabajando de secretaria/ recepcionista/chica para todo en una galería del Uptown dedicada a la Escuela de Lo Que Vende. Hope tenía un gusto maravilloso, explicó Joe; ahora además se sentía útil, involucrada de verdad en el mundo del arte, del que hasta entonces nunca había tocado nada más que los márgenes. Casi me imagino la cara lacada de Hope paseando plácidamente por entre las mercancías en exposición; casi la oigo diciéndole a algún pintor sin blanca, desesperado y con la corbata arrugada, que le llevara una selección de diapositivas a color. Bebieron un poco más, contemplando en silencio el esplendor de Hope. Y luego, sólo para dar una vuelta, y también porque estaba un poco borracho, Joe subió con Ed al Uptown para ver a Helen.

 

Helen le había pedido a Ed que la ayudara a elegir marco y paspartú para un pequeño dibujo a tinta que le habían regalado y, mientras Ed y ella lo discutían, Joe se paseó por el apartamento, contemplando la pequeña pero preciada colección de cuadros y libros de Helen. Se podría decir que estaba definiendo sus intenciones hacia aquella atractiva mujer. Era madura, otra palabra que le gustaba a Joe; la típica ex alumna de la Sarah Lawrence o de la Barnard que había visto mundo. La vida la había usado, igual que ella había usado la vida, etcétera. Joe tenía la sensación de estar adentrándose en una película importante, todo caras angustiadas, diálogo poco inteligible e imágenes desdibujadas. Se sirvió otro vodka y su mirada se encontró con la de Helen. Joe la vio delicadamente descolorida; había algo irrevocablemente roto en ella. Se repanchingó contra la pared, galante y aristocrático; sobre el fondo del raído y turbulento cielo gris de su mente, las barras y estrellas crepitaron al viento.

De camino al Downtown, Ed le contó que Helen tenía cuarenta y dos años y que estaba haciendo tratamiento de quimioterapia para la leucemia. Para Joe aquello resultaba inesperadamente perfecto; ¿cómo podía ella resistirse, teniendo la tragedia encima, al hecho de que Joe se le ofreciera a modo de regalo? La opinión que tenía Joe de sí mismo se basaba sólidamente en el hecho de ser un producto de aquella aristocracia solipsista que se aglutina en torno al núcleo del arte; y a la que el arte le confiere su aliento y su razón de ser. Era, en su individualidad falsa, completamente vulgar. Y también lo era Helen.

Joe no sabía esto de Helen; ni tampoco lo sabía de sí mismo, ciertamente. De hecho, Joe le veía a Helen las credenciales de aquella elegancia natural y espontánea de la que estaba infundido su propio pasado de leyenda, y ella ocupaba un sitio en aquel lugar neblinoso donde el padre de Joe bebía julepes y jugaba al croquet en céspedes de color esmeralda, con el sol reflejándose deslumbrante en su ropa de franela blanca y en su gorra de lino. Joe tenía la sensación de que sobre la persona misma de Helen había una pátina que él podía rascar y desprender y ponérsela a sí mismo en forma de capas suaves y lustrosas. Para Helen, Joe era lo bastante joven como para resultar interesante, pero no lo bastante como para hacer gala de un deseo desmañado y trillado. De manera que se hicieron amantes. No sé cómo decir esto sin parecer frío ni vulgar, pero Helen consideraba a Joe una última aventura. Los sentimientos de Joe hacia Helen eran, como habréis adivinado ya, fríos y vulgares.

En relación con el pasado de Helen, no hay mucho que decir. Se había tallado de cualquier manera un icono torcido que hacía pasar por gusto, había conseguido una fachada impactante y había estado casada dos veces con hombres vagamente creativos que habían cosechado un éxito moderado en trabajos vagamente creativos; la clase de hombres que llevaban corbatas de nudo francés y fumaban cigarrillos puros holandeses. A los treinta y tantos años había pintado un poco y había hecho con torpeza algunos papelillos en teatros del off-off-off-Broadway; en el mismo lodo también habían quedado enterrados una clase de danza moderna y un taller de poesía. Entenderéis por tanto que era la contrapartida femenina de Joe. El único elemento que la distinguía por completo de él era el hecho de su grave enfermedad: la muerte y la enfermedad son máscaras impenetrables detrás de las cuales quedan completamente ocultas las mezquindades y las fealdades de la personalidad. El hecho de que tendamos a perdonar o pasar por alto los defectos de los condenados seguramente sea lo que nos salve de la monstruosidad total. Pero hay que tener en cuenta, por poco generoso que resulte, que Helen era un caos de ideas a medio formar, siempre insistiendo en lo fina que tenía la piel, lo cual no le había impedido traicionar de forma oportunista a sus maridos e hijos, que se habían criado entre medicaciones y terapias, con la salud echada a perder por aquella madre que abrazaba con fervor imbécil, por ejemplo, la idea de Mick Jagger como Profeta. Joven, joven, sempiternamente joven mientras se precipitaba a su muerte esgrimiendo un ejemplar del Village Voice.

Es importante saber que Joe creía, durante las primeras semanas de su relación, que era su «arte» lo que la había seducido; siempre había sido su «arte» el que le había traído sus pelotones de jovencitas en celo: era el sutil anzuelo que usaba para atraparlas y después levantarles la falda. Y, si le fallaba el «arte», entonces Dixie se materializaba de la nada (ciertamente de la nada). Cuando Joe descubrió que aquel no era el caso con Helen, se quedó desconcertado, luego dolido y por fin se enfureció. Ella se limitaba a tomar a Joe por un joven encantador y estéticamente intenso como muchos otros; muy parecido a sus maridos y a sus amantes previos. Y tenía razón, pero nadie nunca había obligado a Joe a afrontar la falsedad que era su vida y la insignificancia de sus productos. Joe se movía en un mundo de gente igual de falsa que él, de manera que su interés mutuo se basaba en mentiras interdependientes. Se consideraba a sí mismo un poeta de «camarilla» con una producción meticulosamente limitada; igual que sus amigos. Y ahora, de pronto, allí estaba Helen, que con ecuanimidad genuina lo trataba como a un diletante amateur; en el caso de Joe, la expresión no es tautológica: lo era y lo sería siempre. Jamás se le ocurrió que Joe pudiera pensar en sus invenciones como si fueran poemas. Una noche, ella le dijo que un poema suyo le hacía pensar por alguna razón en caramelos masticables salados. Lo cual no estaba nada mal. Joe no estaba acostumbrado a aquella clase de comentarios sobre su trabajo; Hope jamás le había dicho nada parecido, ya que lo consideraba un artista serio e incomprendido, aunque habría sido incapaz de reconocer el arte ni aunque este le estuviera fracturando el cráneo.

Joe y Hope cenaban juntos una vez por semana; eran civilizados y comprensivos y buenos amigos y todo eso. Se hacían eco incansablemente de hasta el último tedioso cambio moderno. Hope sabía que Joe y Helen estaban teniendo una aventura; Ed Manx le había hablado de Helen y Joe había corroborado la historia; y el cómo. Para ella se trataba de una aventura «amigable», y de alguna forma buena para Joe: una mujer madura y buena que podía discutir de arte con su marido. Oh, de vez en cuando se sorprendían juntos en la cama, pero era casi por accidente, o bien era el precio a pagar por cultivar la belleza. Comían su cóctel de gambas y ella se mostraba fiablemente lista y cautivadora. Eran Peck y Peck, tal cual, siempre charlando de algún pintor de ultimísima hornada que pintaba «cosas muy locas». La mirada de Hope era inexpresiva y tenía esa falta de profundidad peculiar de los nativos de California del Sur, lo que se podría denominar el equivalente ocular de una boca entreabierta. Había ensayado años para conseguirla, Dios sabe por qué: sospecho que la confundía con sang-froid. Ah, todavía tenía algo para Joe; él la miraba con falsa calidez y afecto y ella le devolvía aquella mirada, esforzándose para emular su falsedad. Qué divinos momentos, qué sereno rapto.

—Es bonito y transparente —dijo una noche Helen refiriéndose a un poema nuevo que Joe había caracterizado humildemente de «avance espectacular». Joe llevaba cinco o seis años escribiendo y cada año tenía uno de aquellos avances espectaculares. Sus poemas no cambiaban ni tampoco mejoraban, pero en aquella insistencia suya en los descubrimientos estéticos había la ilusión de que iba a mejorar sus pinitos literarios. Joe era uno de esos «escritores» que al principio uno considera un simple novato; luego un día cristaliza la conciencia de que esa persona ya lleva diez años o más intentándolo sin éxito. Y eso basta para calificarlo de mentecato. Quiero decir que es muy… claro, sí, eso. Transparente.

Joe, furioso pero sin decir nada, recostado en el sofá debajo del dibujo a tinta cuyo marco y paspartú habían resaltado sus defectos, permitió a Helen que le desabrochara el cinturón y la bragueta de los pantalones. ¡Era ella quien lo estaba controlando a él! Menuda zorra la consideró entonces. Vio cómo le desaparecía la cara bajo el encaje de su combinación cuando levantó los brazos deprisa y con elegancia por encima de la cabeza. Una vieja zorra salida. A juzgar por la forma despreocupada en que lo estaba usando, lo mismo Joe podría haber sido un simple camionero o un fontanero o un puñetero maestro de escuela. ¡Un periodista o un asistente editorial que quería escribir una novela! ¡Dios! En aquel momento, empezó a odiarla y su linaje sureño espurio lo espoleó para combatir con gallardía. Ella lo empujó suavemente para tumbarlo en el sofá y se puso las manos detrás de la espalda para desabrocharse el sujetador. Menuda vieja zorra lasciva y tonta.

De forma que Joe empezó a hablar de Helen, vulgar y abiertamente, en el bar donde él era más o menos conocido. Se trataba de un antro mezquino y ponzoñoso de pintores de tercera fila, parásitos, cinéfilos devotos e idiotas intelectualoides, todos enfrascados en sus pinitos artísticos, todos simplemente de paso. La voz le salía controlada y burlona de la cara expertamente hirsuta; su chaqueta de cuero italiano estaba —ligeramente— arrugada con pliegues suaves y expertos. Hablaba en broma de la tremenda pasión que ella sentía por él, de sus rabietas y sus ansias sexuales casi «embarazosas», de los saltos de cama voluptuosos y de la sugerente ropa interior que compraba para excitarlo. Era patético. Joe tenía la sensación de que era casi su deber. Las lágrimas de ella. Sus gemidos de agradecimiento. ¿De dónde creían que había sacado aquella chaqueta de cuero? ¡No hay nada como tener una novia vieja! Sus oyentes y él soltaron risillas y cambiaron de postura; una panda de clientes habituales que la vie d’art no cambiaría nunca. Las palabras de Joe puntuaban la larga historia de malicia y resentimiento que el bar nunca paraba de desgranar.

A medida que avanzaba su enfermedad, más hacía Helen el ridículo a base de intentar ser vivaz y juvenil para Joe, que ya casi nunca salía con ella. Caía de cabeza en el juego de las feas historias que Joe contaba, de manera que, cada vez que se encontraban con algún conocido de Joe, el comportamiento de Helen propiciaba que Joe soltara risitas y le guiñara el ojo al conocido. Él se mostraba despectivo con ella, maleducado y arrogante; la atacaba, vengándose una y otra vez de lo del «caramelo masticable salado», de lo de «transparente», de su sexualidad agresiva y de la chaqueta de cuero italiano. Los andrajosos soldados de caballería de su fantasía salían de las nieblas matinales cabalgando a lomos de sus jamelgos exhaustos, sedientos de sangre.

Resultó que Helen, con esa predictibilidad típica del melodrama, se enamoró de Joe. Era tan delicado, tan vulnerable, y sin embargo tan orgulloso… En el momento en que Joe se dio cuenta, el muy mentiroso le dijo que Hope y él se estaban planteando «volver a intentar estar juntos otra vez». Era cruel de una forma precisa, aunque no sutil.

Durante el confinamiento final de Helen en el hospital, Joe la visitaba casi a diario, le llevaba flores, revistas, libros; una vez, por increíble que parezca, le llevó un ejemplar de Mientras agonizo: se había vuelto mezquino de una forma casi temeraria. ¿Qué podía perder? De vez en cuando, le cogía la mano y se sentía generoso e indulgente. Me gusta pensar que Joe consideraba aquellas pequeñas atenciones ejemplos de un refinado sentimiento de noblesse oblige.

Por supuesto, asistió al funeral vestido con un traje nuevo de color azul oscuro: nada le habría podido impedir que estuviera en la primera fila del cortejo fúnebre. Lo sorprendente es que Hope fue con él. Joe permaneció allí de pie en la plácida mañana, con la cara convertida en un prodigio de abstracción, con Hope a su lado, encontrando un destino útil para su mirada inexpresiva, ataviada con un vestido negro y plateado impresionantemente severo que se había comprado el mes anterior para una inauguración importante. Estaban tan ansiosos por verse que se besaron y se abrazaron con fuerza y se manosearon en el taxi de vuelta de Queens a casa. Quizás fuera el primer paso para intentar estar juntos otra vez.