No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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Como la sesión se centraba en mi propia producción, me pidieron que presentara el tema con una larga comunicación y, posteriormente, que animara el debate y sacara las conclusiones al final. Mi comunicación se llamó «El universalismo del cristianismo: Jesucristo, el Reino de Dios y la Iglesia». Los miembros del claustro de la sección de San Luis de la Facultad de Nápoles tuvieron una comunicación sobre un tema relacionado con el tema principal de la conferencia. Aquí no hay lugar para mencionar todas las observaciones y sugerencias hechas durante las ricas y largas discusiones que siguieron. Baste citar las conclusiones que presenté al final del procedimiento:

Me parece que en algunos de los puntos que se han discutido hemos alcanzado una cierta convergencia, aunque no completa. La perspectiva de la teología de las religiones está cambiando rápidamente: de la problemática de la posibilidad de salvación para los demás hemos pasado a la de un papel positivo de las tradiciones en el misterio de la salvación; y hoy la pregunta es: ¿cuál podría ser el significado de esas tradiciones en el plan que Dios tiene para la humanidad? ¿Serían las tradiciones religiosas un signo en las culturas humanas de la profundidad del misterio divino y, al mismo tiempo, señal de la prodigalidad con la que Dios se está comunicando a la gente? En cualquier caso, parece que, en el futuro, la teología de las religiones está llamada a convertirse en una teología del pluralismo religioso.

Esto fue en 1996, un año antes de que yo publicara el sólido libro sobre el tema del pluralismo religioso que sería cuestionado por la CDF. Lo que sucedió en Nápoles muestra que ya estaba en posesión de lo que pronto expondría. Las actas del seminario interdisciplinar de Nápoles han sido publicadas en Mario Farrugia (ed.), Universalità del cristianesimo: in dialogo con Jacques Dupuis (Cinisello Balsamo, San Paolo, 1996).

En 1997 fui invitado a ser miembro de la Asociación Italiana de Teólogos, que acepté fácilmente. Extrañamente, yo era y todavía sigo siendo el único profesor jesuita de la Gregoriana que es miembro regular de la Asociación, que, sin embargo, fue fundada por dos profesores de la Gregoriana, los PP. M. Flick y Z. Alszeghy. Desde mi nombramiento he asistido regularmente a los congresos anuales de la Asociación, que siempre he encontrado estimulantes. El tema general del 26º congreso, celebrado en septiembre de 1997, en Troina, Sicilia, era «Cristianismo, religión y religiones». Una parte del estudio tuvo que ver con «la unicidad y la universalidad de Jesucristo y el pluralismo religioso». Por cierto, mi libro Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso acababa de ser publicado en la edición italiana: Verso una teologia cristiana del pluralismo religioso (Brescia, Queriniana, 1997). El consejo de presidencia de la Asociación pensó en pedirme que tuviera la conferencia principal sobre ese tema. Pero, sabiendo que yo había estado bastante enfermo, tenían miedo de que no pudiera asistir y decidieron que era más seguro pedírselo a otro cristólogo. Así es como, sin consultar conmigo siquiera acerca de mi eventual disponibilidad, confiaron la charla sobre la cristología y las religiones al P. Angelo Amato, profesor de Cristología en la Pontificia Universidad Salesiana de Roma. Asistí al Congreso en perfecto estado de salud y estuve presente en todo su desarrollo.

La conferencia del profesor Amato me pareció muy negativa con respecto a la discusión sobre la teología de las religiones; señaló con insistencia unilateral las opiniones peligrosas que tenían los teólogos recientes, algunos de ellos católicos. El orador había traído consigo una copia de la edición italiana de mi libro y, sosteniéndola en sus manos, hizo referencia a ella durante su discurso. Aunque admitió que no había tenido tiempo de estudiarlo con seriedad, sin embargo expresó su opinión negativa al respecto. Pensé que yo debía reaccionar públicamente a sus alusiones y, durante la discusión que siguió, solicité la palabra para hablar. Hice una larga intervención improvisada en la que, entre otras cosas, observé que, si el P. Amato, en lugar de hacer teología de las religiones aisladamente en una universidad romana, fuera a pasar un tiempo a la India, permitiéndose estar expuesto a aquella realidad, probablemente regresaría con algunas de sus ideas cambiadas. Recibí un enorme aplauso de la audiencia.

Cuando volvió a abordar el tema al final de la discusión, el P. Amato se disculpó y dijo que personalmente no podía ir más allá de la valoración de las religiones que había expuesto en su charla. Por supuesto, uno tiene derecho a la propia opinión y el derecho a compartirla con otros; pero cierta tolerancia hacia otras opiniones también es necesaria. En cuanto a mí, creo que fui muy hábil ganándome un enemigo, como mostrarían los acontecimientos posteriores. Las actas de la reunión de Troina se han publicado en Maurizio Aliotta (ed.), Cristianesimo, religione, religioni: Unità e pluralismo dell’esperienza di Dio alle soglie del terzo millennio (Cinisello Balsamo, San Paolo, 1999). La conferencia del profesor Amato se encuentra en las pp. 145-172.

Por cierto, esta era ya la segunda vez que discrepaba públicamente del profesor Amato. En el Congreso Mariológico Internacional celebrado en Loreto, del 22 al 25 de marzo de 1995, al que asistí, el profesor Amato había pronunciado una conferencia titulada «La encarnación y la inculturación de la fe». Como me imaginaba, trató el tema de la inculturación muy brevemente, basándose en un enfoque puramente occidental. Decidí intervenir en la discusión posterior a la conferencia, abogando por una visión mucho más amplia del proceso de inculturación, para la que, con todo respeto, no se deben buscar modelos en Italia, sino en países del Tercer Mundo, Asia en particular. Mi intervención posterior en Troina solo confirmaría la diferencia entre mis puntos de vista y los del decano de la Facultad de Teología de la Universidad Salesiana.

Para ser justo con él, sin embargo, debo mencionar que, en un libro previamente editado por él, Trinità in contesto (Roma, LAS, 1993), dedicado a una reconsideración del misterio trinitario en diferentes contextos, culturales y religiosos, el profesor Amato incluyó mi contribución: «La teologia nel contesto del pluralismo religioso. Metodo, problemi e prospettive»; un contexto que, sin embargo, consideró en su presentación del libro como «radicalmente provocativo».

–Era usted muy conocido por sus buenas relaciones con los estudiantes de la Gregoriana y resulta bien a las claras que disfrutó enseñándoles. ¿Qué fue lo que vio en ellos que le inspiró? ¿Qué le dieron a usted y qué piensa que es lo principal que les dio a ellos? ¿Cuáles son sus principales recuerdos de esos años de docencia en Roma?

–Ya he respondido en parte a esta pregunta. He comparado mis años de docencia en Delhi con los que pasé enseñando en la Gregoriana, y he señalado lo que disfruté y lo que eché de menos en ambos lados. Es cierto que durante esos años tuve muy buenas relaciones con los estudiantes. También es cierto, sin embargo, que la profesión docente era muy absorbente y exigente. A medida que mi reputación crecía como profesor, el trabajo se hacía cada vez más pesado. Me encontré totalmente dedicado cada semana, y durante todo el fin de semana, a leer, corregir y comentar los trabajos escritos de los estudiantes, ya sea para sus tesinas de licenciatura o, lo que es más importante, para sus tesis de doctorado en teología. Las comparaciones son odiosas, pero a veces tuve la impresión de que algunos profesores me enviaban estudiantes de quienes esperaban un rendimiento menor. Sin embargo, sería muy injusto establecer escalas de valor y mérito entre los estudiantes de diferentes continentes o de diferentes países o incluso regiones. Estábamos allí para todos aquellos que nos habían enviado sus superiores, ya fueran diocesanos o religiosos, para obtener una licenciatura o un doctorado en teología, y no nos tocaba a nosotros, sino a las autoridades académicas, aceptarlos o no como estudiantes de la Universidad Gregoriana. Quise siempre estar a disposición de todos, especialmente de aquellos provenientes del Tercer Mundo. Era esta una forma de seguir identificándome con la India, a la que todavía sentía que pertenecía. Debo decir, además, que había una enorme cantidad de buena voluntad y de talento intelectual que nos llegaba de los países del Tercer Mundo, y de la India en particular.

He mencionado la gran cantidad de estudiantes que asistieron a mis cursos y el carácter cosmopolita de la audiencia. Esto me animó siempre a compartir lo mejor con ellos. A la pregunta de qué recibí de los estudiantes quisiera enfatizar que el contacto personal con ellos fue una experiencia muy enriquecedora, a medida que ellos mismos compartían cuáles eran sus intereses especiales, sus preocupaciones y los problemas con los que se encontraban en sus propios países. Mis propios horizontes se fueron ensanchando enormemente gracias a tales experiencias. Me sentí muy edificado por el ardor y el entusiasmo con que los estudiantes se dedicaban a su trabajo y a sus estudios. Tratar permanentemente con gente joven, aunque, por supuesto, todos los estudiantes eran personas maduras, también me forzaba a permanecer joven y a adaptarme a las nuevas generaciones. Con los años empecé a notar diferencias de mentalidad entre los estudiantes, y casi podía sentir cómo entre las generaciones de estudiantes se iba desarrollando una sensibilidad distinta y reacciones diferentes ante problemas actuales, que se sucedían a un ritmo muy rápido. Todo esto fue muy enriquecedor y me hizo asombrarme ante el enorme potencial humano y cristiano que teníamos el privilegio de tratar.

En cuanto a lo que personalmente he podido dar a los estudiantes, no soy, por supuesto, buen juez en esta causa. Ellos podrían responder esa pregunta mejor que yo. Todo lo que puedo decir es que siempre he intentado compartir con ellos lo que personalmente vivía de la fe y, especialmente de la persona y el misterio de Jesucristo. A lo largo de mi carrera docente he impartido casi siempre el curso de cristología, que he considerado un gran privilegio. Puedo decir sinceramente que, durante mis cuarenta años de docencia, tratar de profundizar mi comprensión del misterio de Cristo ha sido una continua pasión. También me ha ayudado a enriquecer mi propia relación personal con el Señor. Si, como espero, he podido transmitir a los estudiantes mi pasión por Jesucristo y esto les ha ayudado a aumentar su propio amor por el Señor, me consideraría completamente recompensado por mi trabajo. El curso de teología de las religiones estaba, por supuesto, estrechamente relacionado con la cristología. Siempre he estado convencido de que el misterio de Jesucristo está en el centro de la teología cristiana de las religiones. He tratado de relacionar muy estrechamente los dos cursos, como mi producción literaria sobre cristología y sobre teología de las religiones muestra ampliamente. Con los años descubrí que, lejos de poner en peligro la fe en Jesucristo, un acercamiento positivo a las otras religiones ayuda a descubrir nuevas profundidades en el misterio. Esto también es algo que espero haber sido capaz de transmitir a mis alumnos. Puedo añadir que, a juzgar por las muchas muestras de aprecio que he recibido de antiguos alumnos a través de los años, parece que mi esfuerzo, en cierta medida, ha tenido éxito. En resumen, déjame decir que mi carrera docente siempre ha sido para mí una fuente de alegría y de inspiración; solo lamento que la edad, inexorablemente, ponga fin a eso.

 

–De 1985 a 2002 fue director de la prestigiosa revista Gregorianum, de la universidad. ¿Cómo fue su nombramiento? ¿Qué recuerdos particulares tiene de ese trabajo?

–Había sido profesor a tiempo completo en la Gregoriana solo por poco tiempo cuando el P. Urbano Navarrete, que era entonces rector de la universidad, me pidió que asumiera la dirección de la revista Gregorianum. Objeté que algunos miembros del claustro podrían considerar extraño que una responsabilidad tan importante se confiara a alguien nuevo en la universidad. El rector pensó que mi reciente llegada no planteaba ningún problema y que ni siquiera debería prestarle atención a ese punto. Insistió en que aceptara el trabajo, como hice. Tal vez me hizo esa propuesta porque, desde 1973, yo había sido editor asistente de nuestra revista teológica en Delhi, llamada Vidyajyoti: Journal of Theological Reflection, y redactor jefe de la misma desde 1977 hasta mi traslado a Roma en 1984. Entre el último número de la revista en Delhi bajo mi responsabilidad y el primer número de Gregorianum bajo mi dirección hubo un lapso de apenas seis meses. Seguí siendo director de Gregorianum hasta 2002. En total, entonces, he tenido la responsabilidad de ser editor de una revista teológica durante treinta años completos, lo cual, supongo, no es tan común.

El trabajo era bastante pesado y exigente, aunque siempre lo hice con alegría y sin problemas importantes. Nunca faltaba material para publicar, aunque a lo largo de los años tuve que depender más de lo que venía de fuera que de las contribuciones de los profesores de la Gregoriana. No todos sentían la vocación de escritor. Eso era algo así como una anomalía, ya que la revista se concibió principalmente como el órgano de difusión de la universidad. Sin embargo, el material siempre fue abundante, lo que permitió que el comité editorial pudiera seleccionar a la hora de elegir lo que se aprobaba para su publicación. La revista teológica de una universidad pontificia en Roma es, por supuesto, seguida de cerca en el Vaticano, y la prudencia debe guiar la elección de los artículos que se publica. Tenía la intención de publicar una cantidad [de artículos] sobre el tema «Hacer teología en los cinco continentes». Invité a colaborar a un teólogo prominente de cada uno de los cinco continentes, incluyendo a Jon Sobrino para Sudamérica, George Soares Prabhu para Asia y otros. Cuando todo el material estuvo listo y aprobado por el comité editorial de la revista, pensé que era mi deber informar al rector sobre el proyecto. El asunto era delicado y no quería presentar ante los superiores un hecho consumado. Para mi gran consternación, el rector, que por entonces era el P. Gilles Pelland, pensó que la publicación de tales artículos era imposible y la vetó. Explicó su decisión diciendo que la Gregoriana estaba vigilada de cerca por el Vaticano y que no debería crear problemas adicionales con la publicación de material peligroso. Es cierto que parte del material contenido en los artículos era algo explosivo, ya que reivindicaba el derecho y el deber de desarrollar teologías locales en las Iglesias locales de los diversos continentes, de acuerdo con las condiciones y circunstancias locales, mientras que en Roma, y en el Vaticano en particular, la idea de una teología válida para todos los tiempos y todos los lugares todavía prevalecía. Tuve el doloroso deber de expresar mi pesar a los autores que habían contribuido con sus artículos. Por caprichos del destino, esos artículos se publicaron en otras revistas y algunos fueron citados y mencionados muchas veces por su calidad excepcional.

Por lo demás, el Vaticano nunca me cuestionó personalmente en mi trabajo como editor de la revista. Ocasionalmente, el rector me informaba de que tal o cual artículo no había sido apreciado en las altas esferas, pero nunca fue más allá. No era difícil adivinar los motivos de la desaprobación. En esas circunstancias, la libertad del editor para elegir el material publicable es limitada. A menudo publiqué cosas que habría preferido no publicar y, por otro lado, no pude publicar el material que me hubiera gustado publicar. Estaba fuera de cuestión intentar convertir a Gregorianum en una revista de vanguardia; rara vez se aludía a los problemas actuales de la Iglesia. El material publicado se concentró principalmente en estudios altamente académicos, a menudo de mucha calidad, pero considerados inofensivos en términos de las discusiones actuales. Cuando era nuevo en el cargo, una vez le pregunté al P. Zoltan Alszeghy, un alto miembro del consejo de redacción, por qué Gregorianum nunca hacía comentarios sobre documentos romanos recientes. Sonrió y me dijo: «Ya que nunca podemos expresar críticas donde sería necesario, es mejor callarse del todo».

A pesar de todas estas restricciones, disfruté el trabajo de editor, por lo que pensé que de alguna manera tenía talento, y aproveché las circunstancias para mantener un nivel alto en los artículos publicados dentro de los parámetros que se nos permitía. Lamento, sin embargo, que Gregorianum no haya contribuido más al Concilio Vaticano II, primero, cuando se estaba preparando el Concilio y mientras estaba celebrándose, y después del Concilio, en su «recepción» e interpretación.

–¿Cómo se ha ido desarrollando su comprensión del papel del teólogo a lo largo de los años, tras haber enseñado teología primero en la India y luego en Roma? ¿Cómo calificaría la libertad académica que disfrutó en esos años? De sus largos años como profesor, ¿cuál es la lección principal que ha aprendido? ¿Cuál sería su consejo para alguien que comienza hoy una carrera docente similar?

–He mencionado antes las diferencias entre las circunstancias de mi docencia en la India, en Kurseong y Delhi, y luego en Roma, en la Gregoriana. Las situaciones eran diferentes en ambos lugares: la audiencia en la India estaba limitada principalmente a estudiantes indios, pero en Roma era muy cosmopolita; los problemas y las preocupaciones también eran diferentes. Pero, a pesar de estas diferencias, siempre me encontré en casa con los estudiantes y disfruté enseñándoles. No permití que ningún temor me impidiera transmitirles a los alumnos cuáles eran mis convicciones profundas, ya que se basaban en mi percepción personal del contenido de la fe cristiana. Esta fue mi práctica en la India, y me mantuve fiel a ella, sin importar las consecuencias, cuando estuve enseñando en Roma. Nunca pude concebir discrepancia alguna entre lo que creía profundamente y lo que transmitía a otros en la enseñanza. Eso forma parte de mi comprensión de la profesión docente. Habría sido incapaz de permitir que un doble rasero separara mi fe y mi enseñanza. Sabía que teníamos que enseñar la doctrina de la Iglesia y siempre traté de basar mi enseñanza en un estudio serio, no solo de las Escrituras y la Tradición, sino también de los documentos recientes del Magisterio. Pero, al mismo tiempo, estaba convencido de que la tarea del teólogo no consiste meramente en repetir lo que siempre se ha dicho, y mucho menos en transmitir a su audiencia el contenido de las recientes encíclicas papales o de los decretos de la CDF. Esos documentos deben tomarse en serio, pero también deben abordarse de manera crítica, teniendo en cuenta el contexto en el que se realiza la teología y las cuestiones planteadas por ese mismo contexto.

Con el tiempo desarrollé un concepto de teología como hermenéutica, que ya no podía seguir líneas dogmáticas a priori, de una manera meramente deductiva, sino que sería inductiva en primer lugar, a partir de la experiencia de la realidad vivida y de las preguntas que el contexto planteaba. Una vez hecho esto es cuando se podrían buscar respuestas a la luz del mensaje revelado y la tradición. La teología se estaba convirtiendo en interpretación dentro de un contexto, y esto implicaba una reinterpretación. Tal forma de teologizar era, por supuesto, mucho más problemática que la forma tradicional, siguiendo un método puramente histórico y dogmático. Implicaba algunos riesgos y peligros, de los cuales uno tenía que cuidarse precavidamente. Pero también parecía ser la única forma de hacer teología que realmente cumpliera con la realidad concreta del mundo en el que vivimos. Por lo que se refiere a la teología de las religiones, este método implica que no puede uno pretender involucrarse seriamente en ella sin exponerse extensamente a la realidad concreta de las otras tradiciones religiosas y de la vida religiosa de sus seguidores. En este proceso surgió un problema difícil al preguntar hasta qué punto algunos documentos doctrinales de la autoridad central estaban realmente en contacto con la realidad viva, y hasta qué punto se merecían y requerían un asentimiento ciego por parte del teólogo, sin posibilidad de una discrepancia responsable y prudencial. Aquí es donde entra también la cuestión de la libertad académica del teólogo. La tarea del teólogo requiere una cierta cantidad de libertad académica, sin la cual el ejercicio de la teología se vuelve impracticable; dicha libertad académica debe combinarse con la sumisión por parte del teólogo a la autoridad del Magisterio. Encontrar el equilibrio adecuado entre esas dos lealtades es, por supuesto, problemático. Lo que es deseable es que pueda reinar un clima de profunda confianza mutua y cooperación entre la autoridad doctrinal de la Iglesia y los teólogos. Fue ese clima creado entre obispos y expertos, entre el Magisterio y los teólogos, lo que hizo posible el Concilio Vaticano II. Sabemos muy bien que ese clima no estaba presente desde el comienzo del Concilio, sino que fue creciendo progresivamente a medida que el Concilio alcanzaba su madurez. La cuestión con la que nos enfrentamos hoy en día consiste en preguntar si el mismo clima de confianza y cooperación existe hoy y en qué medida. No se puede negar el hecho de que la libertad académica del teólogo se ha visto seriamente restringida en el período posconcilar, al que el mismo cardenal Ratzinger se ha referido como un tiempo de «restauración».

Ya en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Donum veritatis (1990), emanada de la CDF, se subestima el papel de los teólogos y se hace consistir principalmente en la transmisión del contenido de los documentos doctrinales de la Iglesia. Por otro lado, queda poco espacio para que los miembros de la Iglesia puedan ejercer cualquier derecho a la discrepancia responsable y prudente, especialmente en cuestiones relacionadas con la moral. Además, hemos sido testigos de una inflación del Magisterio central, con la afirmación, en la carta apostólica Ad tuendam fidem (1998) –no ad promovendam– y el comentario posterior de la misma hecho por la CDF, de una categoría intermedia de verdades entre aquellas que están claramente contenidas en la revelación y pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio y aquellas otras que, aunque pertenecen al Magisterio ordinario, no están contenidas en la revelación y, por tanto, no pueden convertirse en objeto de pronunciamientos infalibles ni son entendidas como declaraciones definitivas. Esta categoría intermedia consiste en verdades que, aunque no reveladas, están tan estrechamente relacionadas con el contenido de la fe y, por lo tanto, son tan necesarias para preservarlo, que el Magisterio puede afirmarlo definitivamente como perteneciente a la doctrina de la Iglesia católica. Hay ejemplos concretos de esas verdades en los que la discusión teológica se cierra así autoritariamente. Se añade a esto el hecho de que la autoridad doctrinal de las Conferencias episcopales, como instancia intermedia entre la autoridad central y los obispos locales, está siendo socavada, y que los obispos individuales todavía tienden a ser considerados como «vicarios» del papa de Roma. Nuevamente se proponen interpretaciones restrictivas de la doctrina del Concilio Vaticano II, a las cuales, sin embargo, se les da un carácter autoritario que parece excluir concretamente la validez de otras interpretaciones. Todo eso reduce en gran medida la libertad académica del teólogo. Las consecuencias son evidentes en la situación actual. Los teólogos temen hablar para no sufrir represalias por parte de la autoridad doctrinal. Este es el clima en el que he estado enseñando teología. En la India no afectó mucho a mi libertad de expresión; estar muy lejos de Roma es una gran ventaja, ya que es menos probable que la CDF lo tome en cuenta. En Roma, y especialmente si uno está enseñando en una universidad pontificia, la cosa es diferente; ser espiado y denunciado por parte de agentes de la CDF siempre es posible. Uno tiene que decidirse a vivir con ese riesgo, tanto a la hora de escribir como a la hora de enseñar.

 

A los que aspiran actualmente a una carrera como docentes de teología, mi recomendación y mi consejo sería el de que permanezcan siempre fieles a sí mismos, por un lado, y a la Iglesia, por otro. La regla de oro para conseguirlo es asegurar que nunca haya discrepancias entre la propia vida y el propio discurso. Combinar las dos lealtades no es fácil, pero es el secreto de una carrera honesta, sincera y fructífera. Además, sugiero que los candidatos de países del Tercer Mundo que estudian en Roma no se dejen engañar demasiado por la perspectiva de un eventual puesto de enseñanza en una universidad romana. Las invitaciones para seguir su carrera en Roma pueden ser muy atractivas y tentadoras por más de una razón, incluida, a menudo, la perspectiva de una vida más cómoda. La tentación es tanto más grande en la medida en que se presenta como lo que permitirá un bien y un servicio más universales. Pero la universalidad nunca es separable de la particularidad, y el servicio más universal a menudo consistirá en ayudar a las Iglesias locales y particulares a desarrollarse por completo a través de una reflexión madura y contextual sobre la fe en lugar de verse obligadas a encajar en el molde estereotipado de una teología y una docencia «universal», válida para todos los tiempos y lugares. El criterio último consistirá en preguntar dónde se encuentra realmente la mayor gloria de Dios, que se debe discernir de acuerdo con los superiores.

–¿Cómo explicaría entonces el modo en que entiende la autoridad en la Iglesia? ¿Y cómo entiende el papel del teólogo frente a esa autoridad?

–La autoridad en la Iglesia debe ser vista como servicio, no como un ejercicio de poder al cual aferrarse. Esto es pura enseñanza del Evangelio. Jesús fue extremadamente cuidadoso al hacer que aquellos que él estableció como autoridad en su futura Iglesia entendieran correctamente el significado de la autoridad. Él mismo había venido para servir, no para ser servido; y aquellos con autoridad tendrían que seguir su ejemplo y ajustarse a su modelo. Cuando los diez apóstoles se indignaron ante la petición hecha por la madre de los hijos de Zebedeo para que sus dos hijos estuvieran sentados uno a su derecha y otro a su izquierda en su reino, Jesús los llamó y les dijo: «Sabéis que, entre los paganos, los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo. Lo mismo que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mt 20,24-28). Este debe ser y seguir siendo el modelo para cualquier ejercicio de autoridad en la Iglesia, tanto en la práctica pastoral como en los asuntos doctrinales.

Cuando se trata de la autoridad doctrinal y de la relación entre los que tienen la autoridad y los teólogos, uno debería esperar que la autoridad se ejerciera sin imposición ni presión, y que pudiera reinar un clima de entendimiento mutuo y colaboración. Esto en todos los niveles, sin que la instancia romana reclame la competencia universal y exclusiva, anulando así la autoridad de las instancias intermedias, entre ellas, la de los obispos locales o las Conferencias episcopales. Cuando el papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II, cambió el nombre de la oficina romana para la doctrina haciéndolo pasar de Santísima Congregación del Santo Oficio (Suprema Sacra Congregatio Sancti Officii) al de Congregación para la Doctrina de la Fe, insistió en que la Congregación estaba destinada principalmente a fomentar y animar la teología en la Iglesia, no a pronunciar condenas como primera tarea. Se entiende bien que la Congregación debe garantizar la pureza de la doctrina y su conformidad con el mensaje revelado; pero lo debe hacer en conformidad con el nivel de autoridad de Jesús y en diálogo con los teólogos, cuyo papel es tratar de profundizar la comprensión del mensaje cristiano. Que esto no siempre ha sido así en el pasado es demasiado obvio; que incluso hoy en día no siempre sucede, también es desgraciadamente cierto, como lo demuestran algunos acontecimientos en los que participé personalmente como víctima de formas cuestionables de procedimiento, y de las que hablaré más adelante.

–¿De qué manera su carrera docente y su reflexión teológica han cambiado su fe y su comprensión de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo y de la Iglesia? ¿Cómo afectó a su vida de oración?

–Con frecuencia se habla de lo peligroso que es el diálogo interreligioso, más aún, de lo perjudicial que es para la fe la nueva teología de las religiones, que puede incluso llevar al relativismo y al indiferentismo doctrinales. Lo importante hoy sería reafirmar la «identidad cristiana» contra esos peligros inminentes. Esta objeción proviene de personas que nunca han estado en contacto con la realidad de otras religiones y que, menos todavía, han conocido a personas que las practicaran sincera y profundamente. Creo que aquellos que, por el contrario, han hecho el esfuerzo de encontrarse sincera y verdaderamente con personas de otras religiones, han visto que su fe se fortalecía y se hacía más profunda durante ese proceso. Y esto de muchas maneras. Me consideraría entre ellos.

Para empezar, el impacto del encuentro nos obliga a repensar diversos prejuicios y posiciones exclusivistas, como si Dios se hubiera revelado y estuviera presente solo en la tradición judeocristiana. Una purificación de la fe es necesaria para despojarla de las ideas preconcebidas. También se producirá una simplificación y un enriquecimiento de la fe que alcanzará una madurez más completa. Enriquecimiento, digo: a través de la experiencia y el testimonio de los demás, los cristianos podrán descubrir con mayor profundidad ciertos aspectos, ciertas dimensiones del Misterio divino que habían percibido con menos claridad y que han sido comunicados con menos claridad por la tradición cristiana. Purificación, al mismo tiempo: el impacto del encuentro a menudo plantea preguntas, obliga a los cristianos a revisar supuestos gratuitos y destruye prejuicios arraigados o derroca ciertas concepciones y puntos de vista estrechos. Puedo dar testimonio de que mi propia fe se ha purificado y profundizado a través del proceso de diálogo y familiaridad con las religiones y sus miembros. Se ha ido centrando en lo que es esencial y constituye el núcleo de la fe, cada vez más despojada de añadidos populares y devociones que a menudo corren el riesgo de ocultar el núcleo del Misterio. Me obligó a «absolutizar» lo que no es absoluto, en contra de las concepciones teológicas que tienden a «absolutizar» a través de una inflación de la terminología. Finalmente, a través de la práctica del diálogo descubrí nuevas dimensiones de la fe cristiana o, dicho en términos paulinos, nuevas profundidades y una nueva amplitud del Misterio. Mi vida de oración también se ha visto afectada por eso; también se ha ido haciendo más simple, más sincera y, espero, más profunda.

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