No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Por un lado, encontrar en Roma una audiencia mucho mayor para mis cursos sobre religiones y sobre cristología fue también un poderoso incentivo para cumplir con las expectativas que los estudiantes estaban depositando en mí. El carácter cosmopolita de la audiencia, que incluía un gran número de nacionalidades, también fue un gran incentivo. Me dio la sensación de que lo que transmitía se extendería a todos los continentes y se multiplicaría. A menudo me preguntaba por qué los estudiantes acudían a mí en grandes cantidades. Parecían buscar algo que no encontraban en otro lugar. Algunos me dijeron confidencialmente que, en los seminarios en América del Sur, de donde venían, leer obras de teólogos de la liberación estaba prohibido. Elegían mi seminario sobre la cristología de los teólogos de la liberación para compensar aquello de lo que, durante mucho tiempo, habían sido privados. Situaciones similares surgieron en el campo de la teología de las religiones, algunos compartiendo conmigo las experiencias negativas que habían tenido en el pasado, ya sea en su contexto familiar o incluso con sacerdotes y maestros.

Por otro lado, el clima académico en Roma no era demasiado favorable. Uno siempre podía tener la sospecha de estar bajo supervisión y, eventualmente, amenazado con la denuncia. A los estudiantes se les permitía registrar en una grabadora la clase dada por el profesor. En un auditorio abarrotado, a un extraño le habría sido fácil unirse a los estudiantes con una grabadora en el bolsillo y grabar –¿en beneficio de quién?– la clase que se impartía. Debo confesar que nunca me dejé disuadir, tratando de decir y enseñar lo que pensaba que era verdad. Y de nuevo creo que los estudiantes acudían a mí porque sentían en mí esa honestidad y sinceridad, esa completa coherencia entre lo que pensaba y lo que enseñaba, lo que contribuía a la credibilidad del mensaje.

–En 1985, el papa lo nombró a usted consultor del Secretariado para los No Cristianos (SNC), más tarde conocido como Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso (PCID). ¿Podría decirme cómo sucedió eso? ¿Cómo vio ese encargo? ¿En qué consistió el trabajo? ¿Cuáles fueron los problemas sobre los que fue consultado?

–Cómo surgió este nombramiento, no lo sé. Cuando uno es nombrado por el papa a través de la Secretaría de Estado como consultor para un dicasterio romano, no le dicen por qué cualidades personales buenas ni a través de qué influencia ha llegado el nombramiento. Todo sucede de manera bastante impersonal y formal, con toda la pompa de la jerga del Vaticano. De acuerdo con las normas, los nombramientos son por cinco años, pudiendo ser confirmados por otros cinco, pero no más. Que el tiempo de realización del encargo para el que se te ha designado ha llegado a su fin se expresa con claridad mediante una carta de agradecimiento de la Secretaría de Estado, también de la misma manera formal. Las gracias son tan impersonales como el nombramiento. Así es como, efectivamente, fui consultor del SNC, más tarde el PCID, durante diez años, de 1985 a 1995.

El trabajo ordinario consistía en asistir a las reuniones del órgano asesor para tratar temas sobre los que las autoridades del Consejo querían tener una opinión ponderada, en vista de las decisiones que tenían que tomar o de las actitudes que se querían fomentar. Cuando se abría la sesión, el cardenal Francis Arinze, presidente del Consejo, agradecía profusamente a los consultores por los «grandes sacrificios» que habían hecho para poder asistir. Se enviaba un sobre a cada uno para cubrir los gastos básicos del viaje. Los consultores también podían asistir a algunas reuniones organizadas por el Consejo, tanto en Italia como en el extranjero, para tratar más ampliamente sobre cuestiones importantes que tenían que ver con el trabajo del Consejo. De este modo fui designado por el Consejo para asistir al coloquio teológico organizado por el mismo Consejo y que tuvo lugar en el Seminario Pontificio en Poona, India, en agosto de 1993, sobre cristología, eclesiología y teología de las religiones. Entregué allí un documento sobre «La Iglesia, el Reino de Dios y los otros”», que se publicó con las actas del coloquio en Pro Dialogo, el boletín del Consejo (85-86/1 [1994], pp. 107-130). Organizar tales reuniones o seminarios era para el Consejo una forma de sentir el pulso teológico en general sobre algunos temas candentes relacionados con el diálogo interreligioso; celebrarlos en el extranjero ayudó a despertar menos sospechas. En cuanto a las reuniones en el extranjero con otros grupos involucrados en el diálogo interreligioso, como la Unidad de diálogo con los pueblos de fe viva, del Consejo Mundial de las Iglesias, rara vez se nos pidió a los consultores del PCID que asistiéramos; los miembros del Consejo se guardaban esa tarea para ellos mismos.

Con respecto al tipo de temas para los que se buscaba la opinión de los consultores, puedo mencionar uno que causó sensación. La Congregación para la Doctrina de la Fe (en adelante CDF) publicó en octubre de 1989 una «Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» que provocó revuelo incluso en las estancias del Vaticano por su actitud negativa hacia la adopción de métodos orientales de oración y meditación por parte de los cristianos. El cardenal Arinze convocó una consulta especial sobre el tema. Los consultores del PCID fueron unánimemente negativos en sus reacciones al documento, que consideraron ofensivo hacia las otras tradiciones religiosas. El cardenal Ratzinger era conocido por su oposición personal a tales prácticas, que había presenciado en Alemania; una vez se refirió a la práctica del zen como «autoabuso» espiritual. Dada la fuerte desaprobación del documento por parte del Consejo, el cardenal Arinze le pidió al cardenal Ratzinger una reunión conjunta de los dos dicasterios sobre el asunto. La reunión tuvo lugar, pero a escala reducida y solo entre los altos funcionarios de ambos lados. Interrogado sobre la oportunidad y la sabiduría de tal documento, el cardenal Ratzinger se excusó diciendo que el documento había sido escrito antes de que él asumiera la función de prefecto de la CDF; él solo había puesto su firma en un documento con el que no había tenido nada que ver personalmente. A todo esto, ¡se había convertido en prefecto de la CDF en noviembre de 1981! Era una forma extraña de rechazar toda responsabilidad sobre un documento al que la firma del cardenal prefecto había dado toda la autoridad de su dicasterio. Esto coincidía con la disposición y la práctica común según las que, aunque los Consejos Pontificios para la Unidad de los Cristianos, el Diálogo Interreligioso y la Cultura no puedan publicar ningún documento sin la aprobación de la CDF, no se espera que la Congregación consulte a dichos Consejos cuando publica documentos estrechamente relacionados con el campo de operación de estos. El asunto quedó como estaba.

–Se le asignó la delicada tarea de redactar el documento principal que el PCDI produjo durante los diez años que usted fue su consultor, Diálogo y proclamación (1991), en colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, la antigua Congregación «De Propaganda Fide». ¿Podría recordar aquí su experiencia como redactor principal de ese documento? ¿Quién le pidió que escribiera ese texto? ¿Cuáles fueron los problemas cruciales? ¿Está satisfecho con el resultado final? ¿Recibió algún comentario después?

–El Secretariado para los No Cristianos había publicado en 1984 un documento titulado La actitud de la Iglesia hacia los seguidores de otras religiones: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo y la misión. El redactor principal de ese documento había sido Marcello Zago, el por entonces secretario del Secretariado, que luego se convirtió en general de los Oblatos de María Inmaculada. El objetivo de ese documento era aplicar al diálogo interreligioso la noción ampliada de la misión evangelizadora de la Iglesia que se desarrolló a raíz del Concilio Vaticano II. Previamente, evangelizar había sido prácticamente identificado con proclamar a Jesucristo y convertir a otros al cristianismo. Ahora tenía que quedar claro que otras actividades de la Iglesia pertenecían también a la misión evangelizadora de la Iglesia como «partes integrales», entre las que estaban la promoción para la liberación humana integral y el diálogo interreligioso. El diálogo se consideró, en el mejor de los casos, como un primer paso hacia la proclamación; debía mostrarse que el diálogo ya es evangelización por derecho propio. El documento de 1984 hizo esto de manera muy competente y abrió nuevos horizontes para la práctica de la misión evangelizadora. Al mismo tiempo planteó nuevas preguntas.

Si el diálogo ya era evangelización, ¿cómo se relacionaba con la proclamación del Evangelio y con la comisión de la Iglesia para anunciar a Jesucristo e invitar a los miembros de otras tradiciones religiosas a convertirse en sus discípulos en la comunidad de la Iglesia? Y, además, si el diálogo era evangelizador, ¿quedaba algún lugar o necesidad de proclamar y anunciar? Estas son las preguntas difíciles que el nuevo documento, previsto por lo que pronto se llamaría el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, estaba destinado a abordar. El documento se publicó en 1991 bajo el título Diálogo y proclamación: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y la proclamación del Evangelio de Jesucristo. Pero tenía una larga historia y una gestación difícil, que se había estado construyendo desde hacía varios años.

Por qué después de una larga discusión entre los miembros y los consultores, en la que se estableció una estructura provisional del documento, me pidieron que escribiera el primer borrador, no lo sé. El hecho es que Mons. Michael Fitzgerald, el secretario, supongo que con la aprobación del presidente, el cardenal Arinze, me pidió que hiciera el trabajo. No fue un trabajo fácil, ya que uno tenía que proponer una visión equilibrada de la relación entre los dos componentes de la misión evangelizadora. Decidí proceder en tres pasos: diálogo, proclamación, diálogo y proclamación. Esto tuvo la ventaja de mostrar que el diálogo ya es evangelización, pero que no reemplaza la proclamación, sino que está orientado hacia ella en la medida en que en el anuncio culmina el dinamismo de la misión evangelizadora. Pasé una enorme cantidad de tiempo redactando y volviendo a redactar el texto, todo por mi cuenta, con mucho esfuerzo dedicado, pero también con gran interés e incluso entusiasmo, ya que hacía tiempo que estaba reflexionando sobre los problemas tratados. Cuando mi borrador estuvo listo, fue a las autoridades y a los miembros de lo que era entonces el Consejo. Por primera vez el borrador se discutió conjuntamente entre los miembros y los consultores, lo que produjo algunas primeras enmiendas y sugerencias. El documento tuvo hasta cinco borradores sucesivos. Debía enviarse a todas las Conferencias episcopales para que hicieran comentarios, observaciones y sugerencias. Como era de esperar, los comentarios provenían de direcciones opuestas y tenían diferentes enfoques, a veces incluso contradictorios. Todos los comentarios debían tomarse en serio; sin embargo, había que hacer un discernimiento sobre qué se podía y se debía integrar en un nuevo texto y qué se debía omitir.

 

En una primera etapa, el borrador se discutió en la asamblea plenaria del Consejo, de la cual era miembro el cardenal J. Tomko, prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. El cardenal Tomko se opuso enérgicamente al Consejo para el Diálogo Interreligioso, que tenía la intención de publicar un documento sobre un tema estrechamente relacionado con las preocupaciones de su Congregación sin hacer referencia alguna a la misma. Exigió que, en adelante, el comité de redacción se ampliara tanto como para incluir representantes de su Congregación. Su pretensión era justa y alivió mi propia carga personal. Siguieron largas discusiones en el comité de redacción ampliado en presencia de los dos cardenales, en el que no siempre fue fácil encontrar un punto de encuentro, ya que las preocupaciones de los dos dicasterios y las mentalidades eran muy diferentes. Recuerdo claramente que el cardenal Tomko afirmó enfáticamente en una de esas sesiones que no aceptaba el documento de la Secretaría de 1984, donde se decía que, en el diálogo, «los cristianos se encuentran con seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad» (n. 13); a lo que observé cortésmente que el documento había recibido la aprobación del papa y había sido publicado en el Acta Apostolicae Sedis.

El comité de redacción ampliado, aunque algo híbrido, trabajó bien juntos, cada parte asumió la responsabilidad de la parte del documento de su competencia inmediata, mientras que la revisión de la tercera parte fue realizada conjuntamente por ambas partes. Esto se ha de tener en cuenta al evaluar el resultado final del documento: explica por qué se encuentran algunas discrepancias aparentes. Estas surgieron principalmente de una insistencia algo unilateral en el lado de la proclamación para enfatizar el mandamiento del Señor de predicar el Evangelio, lo que, por supuesto, no fue negado, pero hizo que el otro lado tuviera que tenerlo en cuenta. Por tanto, en el texto se encuentran muchas enmiendas, que son distintos compromisos entre los dos lados. En un momento dado llegué a preguntarme si de los cinco borradores el primero no era quizá el mejor, el más consistente y el más robusto. Esto, sin embargo, no pasaba de ser una impresión personal en un momento de estrés y en un punto en el que yo estaba demasiado implicado personalmente como para ser un buen juez. Una cosa está clara, a pesar de sus deficiencias, el documento decía algo nuevo y valioso, especialmente sobre el tema de un enfoque cristiano del significado de las otras religiones y de su valor positivo para la vida religiosa de sus seguidores y el misterio de su salvación en Jesucristo. El último borrador del documento se presentó finalmente a la asamblea plenaria del PCDI en su reunión de abril de 1990.

Hubo un animado debate en esa reunión y, finalmente, se introdujeron más enmiendas. Recuerdo las fuertes objeciones planteadas por el obispo Kloppenburg, de Brasil, en contra de lo que es quizá el número más importante –el 29– del documento: «Es en la práctica sincera de su propia tradición religiosa donde los miembros de otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo». Hubo una larga discusión sobre este texto, que finalmente tuvo que cambiarse para decir lo siguiente: «Será en la práctica sincera de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas y siguiendo los dictados de su conciencia donde...». La idea de la enmienda era, por supuesto, la de atenuar el papel que las otras tradiciones religiosas tienen en la salvación de sus seguidores. Incluso en esta redacción el texto todavía se encontró con algunos recelos. En esa etapa, el cardenal Decourtray, de Lyon, intervino enojado para decir: «Si no estamos dispuestos a decir tanto, mejor nos vamos a casa y nos olvidamos de publicar un documento». Esto resolvió el asunto y el texto se mantuvo tal y como estaba. Cuando llegó la hora de votar, obtuvo el voto unánime, a excepción de un voto juxta modum y de la ausencia del cardenal Tomko, que había decidido abstenerse de la sesión de votación.

Sin embargo, todavía quedaba por obtener el placet de la CDF. En vista de esto se celebró una reunión en la sede de la CDF entre los presidentes, los secretarios de los tres dicasterios y unos pocos consultores, el 20 de septiembre de 1990, una reunión a la que no se me invitó a asistir. Esa reunión produjo algunas enmiendas más, aunque, felizmente, de naturaleza ligera. El texto ya estaba listo para su publicación y fue publicado el 19 de mayo de 1991, firmado por los cardenales Arinze y Tomko. He escrito un extenso relato sobre la génesis y el doloroso nacimiento del documento, con un comentario añadido, en W. Burrows (ed.), Redemption and Dialogue [Redención y diálogo] (Maryknoll, NY, Orbis Books, 1993), pp. 118-158. Mi experiencia de haber sido el redactor principal de un documento oficial publicado por el Vaticano sigue siendo agridulce. Estuve feliz de poder contribuir a un documento importante, destinado a tener una influencia duradera en el futuro de la misión. Sin embargo, me llamó la atención que, después de haber hecho todo el trabajo duro, al final los consultores quedaron fuera de consideración en la última etapa del procedimiento. Ni siquiera las gracias por el trabajo hecho. Servi inutiles sumus.

–En octubre de 1986, el papa, por primera vez, invitó a los líderes de las principales religiones mundiales a Asís a orar por la paz. Aquello fue visto como uno de los gestos «proféticos» del pontificado de Juan Pablo II. ¿Cuál fue su participación en ese acontecimiento? ¿Cómo lo vio? Mirando hacia atrás con la retrospectiva de más de dieciséis años, y también con la experiencia de otro acontecimiento similar en 2002, ¿cuáles son sus reflexiones ahora?

–A pesar de ser un consultor del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, no participé de ninguna manera en la preparación del encuentro de Asís en 1986; tampoco pude estar presente en Asís, debido a un trabajo urgente que debía finalizar. Seguí el acontecimiento con el mayor interés y no dudé en decir que había sido un momento «profético» del pontificado del papa Juan Pablo II. Es bien sabido que el encuentro de Asís encontró, incluso en el Vaticano, resistencias previas y críticas posteriores. Se necesitó coraje por parte del papa para avanzar frente a la oposición. En su discurso a la Curia romana en diciembre de 1986, el papa explicó el significado del encuentro y lo justificó como una expresión del nuevo espíritu y de la actitud de diálogo propugnada por el Concilio Vaticano II. El discurso pronunciado por el papa en aquella ocasión es una sólida declaración teológica sobre los fundamentos para una valoración positiva de las otras religiones y del diálogo interreligioso.

Por supuesto, el acontecimiento generó una animada discusión, tanto antes como después. ¿No había peligro de sincretismo religioso que llevara al relativismo, implícito en tal acontecimiento? El punto más delicado fue la justificación para orar juntos entre cristianos y miembros de otras tradiciones religiosas. El Vaticano, en la persona del papa y del cardenal Etchegaray, a quien se le había confiado la organización del evento, adoptó un enfoque prudencial al respecto. Se afirmó claramente, casi como un leitmotiv, que «fuimos juntos a Asís a orar; no fuimos a Asís a orar juntos». El papa y el cardenal dijeron explícitamente que la oración común compartida entre cristianos y otros no es posible. Lo mismo sería repetido por el cardenal Walter Kasper con motivo del segundo encuentro de Asís, en enero de 2002. Y así, en 1986, se asignaron distintos lugares por la mañana a las diferentes tradiciones religiosas, donde fueron invitados a orar por la paz en el mundo, mientras que por la tarde todos se reunieron en la plaza de la basílica de San Francisco, donde escucharon con atención las oraciones formuladas por los jefes de los diferentes grupos religiosos y tradiciones. En 2002 se revisó el procedimiento para garantizar aún más claramente la ausencia de cualquier tipo de sincretismo. La presencia en Asís de tantos representantes de diferentes tradiciones religiosas como se reunieron allí para orar por la paz mundial fue en sí mismo un acontecimiento muy significativo y un testimonio al mundo de la armonía y la colaboración que debería reinar entre las religiones del mundo. Fue realmente un acontecimiento «profético». Sin embargo, se podía formular la pregunta –y de hecho se formuló– de si el procedimiento seguido en Asís era el único concebible si se quería evitar todo peligro de sincretismo y relativismo.

En una cumbre como la de Asís, donde toda la planificación fue hecha por las autoridades del Vaticano, sin la posibilidad de una planificación conjunta con los jefes de las otras tradiciones, estos solo fueron invitados a responder positivamente a la solicitud que les hicieron las autoridades del Vaticano. Si consideramos, además, el hecho de que Asís 1986 fue un estreno, el procedimiento seguido fue el único que posiblemente podría ser aceptable para todos. Sin embargo, asistir con gran atención a las oraciones formuladas por los miembros de otras tradiciones no es la única práctica posible en las reuniones interreligiosas. ¿Está completamente excluido que los cristianos y los miembros de otras religiones puedan orar juntos al compartir verdaderamente una oración en común? En las Directrices para el diálogo interreligioso que publicó en 1989 la Comisión para el Diálogo y el Ecumenismo de los obispos católicos, la Conferencia Episcopal de la India, se declaró:

Una tercera forma de diálogo va a los más profundos niveles de la vida religiosa y consiste en compartir la oración y la contemplación. El propósito de tal oración común es principalmente el culto corporativo del Dios de todos, que nos ha creado para ser una gran familia. Estamos llamados a adorar a Dios no solo individualmente, sino también en comunidad, y, dado que, de una manera muy real y fundamental, somos uno con toda la humanidad, no solo es nuestro derecho, sino también nuestro deber adorarlo junto con los demás (n. 82).

Esto muestra que diferentes percepciones y diferentes formas de hacer las cosas son posibles en diferentes circunstancias y situaciones. La práctica de la oración común se conoce en la India desde hace mucho tiempo, mucho antes del encuentro de Asís en 1986, y está en uso, con la aprobación de la Conferencia episcopal, en ocasiones oficiales como la Fiesta nacional, el Día de la República o algunos festivales hindúes, como el festival de las Luces (Diwali) y de la Sabiduría. Debemos tener cuidado con las reglas absolutas que se imponen en todos los tiempos y lugares sin necesidad.

–En esos años participó en varios Sínodos de obispos en Roma. ¿Podría decirme algo sobre esas experiencias y compartir sus reflexiones sobre esos encuentros? Durante esos mismos años de docencia en Roma tuvo muchas oportunidades de asistir a reuniones y sesiones de diferentes tipos y dar conferencias en muchos lugares. ¿Puede decirme algo acerca de tales compromisos extracurriculares?

–Ya he mencionado anteriormente mi participación en el Sínodo de obispos de Roma en 1974 sobre la evangelización, en mi opinión el más importante y el más interesante de la serie hasta ahora. Mis otras experiencias de estar presente dentro de la sala sinodal durante todos los procedimientos, siempre en la humilde calidad de contribuir gratuitamente a la traducción simultánea con un equipo de misioneros jesuitas, se refieren por primera vez al Sínodo extraordinario de 1985 con motivo del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, y más tarde al Sínodo sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y el mundo, de 1987. Estar dentro de la sala sinodal durante el proceso tiene la enorme ventaja de tener sensación de asamblea, de apreciar las diferentes actitudes de las Conferencias episcopales de los diversos continentes en los temas tratados, de ver las reacciones de la asamblea a lo que dicen los miembros del Sínodo en sus intervenciones, también en la carta del papa, que está presente en todas las sesiones. Sin embargo, de alguna manera me desilusioné de los sínodos a medida que se iban realizando. Rechacé la invitación que se me hizo nuevamente después del Sínodo de 1987 para seguir contribuyendo a la traducción simultánea.

 

Al tener únicamente un papel consultivo, los sínodos estaban cada vez más diseñados y dirigidos por la Curia del Vaticano. La Curia tenía su propia manera de permitir que los obispos hablaran, de manipular las recomendaciones que hacían y de clasificar las proposiciones que las asambleas transmitían al papa para sus Exhortaciones pos-sinodales. Lo mismo sucedió en los sínodos continentales especiales convocados por el papa con motivo del tercer milenio: para Europa, América, África, Asia y Oceanía. No asistí a esos, pero seguí de cerca el de Asia. Fue decepcionante ver cómo las recomendaciones y peticiones hechas por los obispos, especialmente los de Japón e Indonesia, en vista de un reconocimiento más efectivo de la autonomía legítima de las Iglesias locales, habían quedado silenciadas en el último conjunto de propuestas aprobadas por el papa y desaparecieron por completo en el documento pos-sinodal. Estas cuestiones implicaban, por ejemplo, la posibilidad de otorgar a las Conferencias episcopales el derecho de aprobar oficialmente las traducciones de los textos litúrgicos. Esta solicitud se hizo desde el Vaticano II, pero se rechazó en estos sínodos continentales. La práctica actual de reservar este derecho a la Santa Sede ha llevado, con los años, a historias ridículas.

El Sínodo de 1985 es una excepción a la regla que se estableció después de la experiencia de 1974, en la medida en que el papa permitió que el Sínodo publicara, en su propio nombre, el informe final, titulado «La Iglesia, guiada por la Palabra de Dios, celebra el misterio de Cristo para la salvación del mundo». El hecho de que el cardenal Godfried Danneels, de Bruselas-Malinas, fuera el relator, y el teólogo Walter Kasper, más tarde arzobispo y cardenal, el secretario especial del Sínodo, probablemente tenga algo que ver con su éxito. El informe final es un documento denso que muestra la profunda continuidad entre el Concilio y la Iglesia posconciliar. Contribuiría mucho a fomentar la «recepción» positiva de la eclesiología del Concilio, insistiendo como lo hizo en el concepto de comunión como visión fundamental del Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia; dicho concepto, si se aplica de forma coherente, conduciría naturalmente a los principios de colegialidad que se aplicarían en todos los niveles de la vida de la Iglesia, y también al principio de subsidiariedad en el ejercicio de la autoridad. Uno solo puede esperar que la institución posconciliar de los Sínodos de obispos en Roma se revise algún día para que se realicen mejor las esperanzas del Concilio.

Aquí no es posible recordar todas las reuniones y congresos a los que tuve el privilegio de asistir durante mis años de docencia en Roma, y menos aún a todas las conferencias ocasionales y charlas que di en tantos lugares en Italia y en el extranjero, por no mencionar los cursos regulares impartidos también en Italia y en el extranjero. Debo ser muy selectivo y limitarme a mencionar solo los que tuvieron un significado especial o un impacto en mi propia carrera. No hay duda de que, en comparación con haber estado afincado en la India, el hecho de tener la residencia permanente en Roma me ofrecía muchas más oportunidades de responder a las invitaciones que me llegaban desde tantos lugares. Un ejemplo fue mi asistencia al simposio sobre «Cristianismo y religiones» organizado por la Facultad Teológica del Norte de Italia, en Milán, en febrero de 1992. Mientras estaba en Roma, Mons. Giuseppe Colombo, decano de la Facultad, vino personalmente a la Gregoriana para invitarme. En esa ocasión pronuncié una comunicación titulada «¿Formas de salvación o expresiones del “hombre religioso”?». Había publicado recientemente mi libro Jesus-Christ à la rencontre des religions (París, Desclée, 1989), que pronto fue traducido al italiano bajo el título Gesù Cristo incontro alle religioni (Asís, Cittadella, 1989, 1991). Este libro fue el primero de lo que se convertiría más tarde en una trilogía sobre la teología de las religiones. Mi comunicación en el simposio fue muy bien recibida, ya que contrastaba fuertemente con las opiniones bastante tradicionales expresadas por los miembros de la Facultad de Milán y con el enfoque lingüístico algo abstracto de su discurso sobre «religión» (en singular). Yo mismo estaba sorprendido –y también lo estuvo Mons. Colombo, que se sentó a mi derecha como presidente de la sesión– ante el aplauso entusiasta que recibí de los cientos de estudiantes que habían completado el aforo y habían desbordado el aula magna del Seminario de Milán. No hablé de «religión» en abstracto; tuve en mente las tradiciones religiosas concretas que nos rodean y nos preguntan qué significado tienen ellas para nosotros, los cristianos. El título de mi ponencia indicaba claramente lo que estaba tratando de decir: a saber, que debemos ir más allá de la visión de las otras religiones expresadas por grandes teólogos del siglo pasado, como Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, para quienes esas religiones representaban, en el mejor de los casos, la expresión de la aspiración humana innata hacia lo infinito. La acogida que tuve en esa ocasión me animó a seguir la línea que, desde hacía tiempo, me había trazado para mí. Las actas del simposio se publicaron bajo el título Cristianesimo e religione (Milán, Glossa, 1992).

Otra ocasión que vale la pena recordar es la del seminario interdisciplinar organizado por la Facultad de Teología del Sur de Italia, sección de San Luis, en Nápoles, en 1996. El tema de la semana de estudio era el «universalismo del cristianismo». El estudio se centró en la teología de las religiones, que para entonces se había desarrollado en muchos escritos y que se estaba preparando ahora para una discusión amistosa, evaluación y crítica por parte del claustro teológico de San Luis. Realmente admiré la iniciativa de la Facultad, bajo la guía del P. Saturnino Muratore, de invitar cada año a un teólogo prominente para una semana de discusión sólida de su trabajo. Pensé que este era un ejemplo que otras Facultades teológicas harían bien en emular; para empezar, la Universidad Gregoriana, a la que pertenecía. Tales iniciativas pueden ser de gran ayuda en la promoción de la discusión teológica y la colaboración. Me encontré muy a gusto en San Luis, aunque, como era de esperar, las opiniones diferían entre los participantes, y la discrepancia de ciertos profesores sobre algunos puntos críticos se expresó de manera clara y sincera.