No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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Estar en Delhi abrió también nuevas oportunidades para asistir a importantes reuniones teológicas y a otras sesiones que durante esos años se multiplicaron y jugaron un papel importante en la renovación teológica iniciada por el Vaticano II. Se trataron temas como «Los ministerios en la Iglesia» o la comprensión cristiana de «Escrituras no bíblicas» o, nuevamente, «La Iglesia india en la lucha por una nueva sociedad». Había reuniones nacionales y seminarios celebrados en el Centro de Bangalore, exclusivamente para todo el subcontinente indio, y también otras reuniones más amplias, para toda Asia, patrocinadas por la Conferencia Episcopal India, entre otras, pero dentro del contexto de la Federación de Conferencias de Obispos Asiáticos (FABC). Estas reuniones hicieron mucho por introducir en las Iglesias india y asiática el espíritu de renovación conciliar, junto con la conciencia de ser Iglesias que ya no se limitan a «estar en» la India y Asia, sino a «ser de» la India y Asia. En lo que a mí concierne personalmente, me dieron la oportunidad de hacer mi pequeña contribución a esa conciencia creciente, como también de nutrir mi enseñanza teológica con la realidad presente en la escena india y asiática. Mi participación escrita durante esos años consistió principalmente en contribuciones a todas esas reuniones, así como en artículos sobre problemas eclesiásticos y teológicos actuales en nuestra revista The Clergy Monthly, más tarde llamada Vidyajyoti: Journal of Theological Reflection, de la que me convertí en editor asistente en 1973 y cuya dirección asumí desde marzo de 1977 hasta mayo de 1984.

Mi relación con los obispos indios también adoptó otra forma. Uno de los grandes temas en discusión en la India durante esos años fue la cuestión de la relación entre las diversas Iglesias individuales, la latina, la siro-malabar y la siro-malankar, con respecto a la jurisdicción territorial. La Iglesia latina estaba presente en toda la India, mientras que la jurisdicción territorial de las otras dos Iglesias se limitaba casi por completo al Estado de Kerala. Las dos Iglesias orientales reclamaban el derecho a evangelizar y abrir diócesis en los territorios pertenecientes a la Iglesia latina; los obispos latinos tenían fuertes reservas contra tal práctica, que multiplicaría los casos de doble jurisdicción en todas partes del país, una práctica que parecía contradecir incluso la antigua tradición de Oriente, como admitió el mismo patriarca Atenágoras. ¡Dos obispos en el mismo territorio habían sido comparados por la antigua tradición con dos gallos en el mismo montón de estiércol! La cuestión fue históricamente muy compleja y los sentimientos acumulados la hicieron aún más delicada. Personalmente no me sentía preparado para involucrarme en este asunto tan difícil, especialmente como extranjero. Sin embargo, se me pidió, en nombre de los obispos latinos, que acompañara a los representantes del lado latino y los ayudara en algunas reuniones que tuvieron lugar en el seminario regional de Bombay de Goregaon, para discutir el asunto y tratar de llegar a un acuerdo. Estas reuniones, aunque corteses, fueron tensas. Se llevaron a cabo dentro de un pequeño grupo de obispos que representaban a los tres lados, con un número aún más limitado de expertos por cada lado. Pensé que la discreción por mi parte era necesaria durante estas reuniones. A pesar de esto, más tarde se me pidió que escribiera, en nombre de los obispos latinos y con la ayuda de otro teólogo de la Iglesia latina, el P. Félix Wilfred, un largo memorándum destinado a ser enviado directamente al papa, en donde el punto de vista de los obispos latinos sobre este espinoso asunto fuera expuesto extensamente. La solución recomendada en el informe fue muy visionaria. Sugirió que la única solución para el problema consistiría en la creación de un rito indio, común a las tres Iglesias individuales, y, por supuesto, abierto a una mayor adaptación a las tradiciones locales culturales, lingüísticas o de otro tipo. Por un lado, las diferencias locales debían tomarse seriamente en consideración y las largas tradiciones de las Iglesias individuales habían de ser plenamente reconocidas; por otro, las tres Iglesias individuales deberían dar prioridad a la vocación común de llegar a ser, juntas, la Iglesia de la India, a través de la comunión y la cooperación. La solución propuesta implicaba sacrificios por parte de todos, aun cuando no todos estaban preparados para poder asumirla. Tampoco se pensó en si la autoridad central en Roma estaría bien dispuesta a esta solución. Lo que sucedió es que a las Iglesias orientales se les concedió su solicitud de crear diócesis en los territorios latinos, con los correspondientes problemas humanos y estructurales. El universalismo y el particularismo son difíciles de combinar.

–También se convirtió en consultor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cuáles fueron los puntos altos y bajos de este trabajo? ¿Qué recuerdos conserva de este período?

–La Federación de Conferencias Episcopales Asiáticas fue creada en 1970 y celebró su primera asamblea plenaria en Taipei, Taiwán, en 1974. Esta asamblea produjo un importante documento sobre la evangelización en el continente asiático que fue enviado a Roma como preparación para el Sínodo de obispos de 1974. Tuve el privilegio de acompañar al arzobispo –más tarde cardenal– Lawrence Picachy, de Calcuta, como su secretario durante el Sínodo, en el que actuó como uno de los delegados del presidente. El Sínodo de obispos de 1974 ha sido, en mi opinión, el más interesante de todos los Sínodos de los obispos en Roma después del Concilio. Me atrevo a decir esto porque estuve presente en cada uno de los sínodos siguientes, tres en total. Uno de ellos fue el Sínodo extraordinario de obispos de 1985, convocado por el papa Juan Pablo II para celebrar los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II, ocurrido en 1965. Para entonces ya me habían destinado a Roma, a la Universidad Gregoriana.

En el Sínodo de 1974 sobre la evangelización, aunque el arzobispo Picachy me había invitado a acompañarlo, no me permitieron entrar en la sala sinodal en calidad de secretario suyo. Me vi obligado a recurrir al subterfugio de unirme al equipo que, a petición del Vaticano, había enviado la curia jesuita de Roma, y que colaboraba realizando la traducción simultánea durante las asambleas generales del Sínodo. Éramos un equipo de hasta doce sacerdotes jesuitas que hacían el trabajo en diferentes idiomas. Fue un trabajo duro, pero me dio la oportunidad de tomar el pulso del Sínodo desde dentro, presenciar las diferentes actitudes entre obispos de diferentes continentes y seguir la evolución de un concepto nuevo y más amplio de lo que es la misión evangelizadora de la Iglesia, que se fue gestando durante el Sínodo. Evangelizar ya no consistía meramente en proclamar a Jesucristo y convertir a las personas al cristianismo; incluía la participación de la Iglesia en la liberación integral de los seres humanos y en el diálogo interreligioso con los miembros de las otras tradiciones religiosas. Esto fue enormemente importante para el futuro de la vida y de la misión de la Iglesia, especialmente en los continentes del Tercer Mundo, y particularmente en Asia. Una evaluación del Sínodo de 1974 no es fácil de hacer. Intenté hacer una en un artículo titulado «Sínodo de los obispos de 1974», publicado en Vidyajyoti 39 (1975), pp. 146-69.

Una gran dificultad surgió en el Sínodo debido a la incompatibilidad entre los dos secretarios especiales nombrados por el Vaticano, uno de los cuales era el P. Domenico Grasso, profesor de Teología pastoral en la Universidad Gregoriana, y el otro, el P. D. S. Amalorpavadass, director del Centro de Bangalore, en India. Los dos hombres tenían enfoques teológicos completamente diferentes y no pudieron trabajar juntos en la redacción de un documento que sería votado por los miembros del Sínodo y aprobado por ellos como el documento sinodal. En cambio, cada uno compuso por sí mismo el borrador completo de un documento, y ambos aportaron por separado su propio escrito a los presidentes-delegados del Sínodo. (Trabajé durante las noches, junto con el P. Amalorpavadass y el P. Arévalo, de Manila, en la composición del documento de Amalorpavadass, que tenía unas cuarenta páginas de extensión.) Los dos textos eran incompatibles en su enfoque, uno muy conservador y mirando hacia el pasado, el de Grasso, y el otro, el de Amalorpavadass, muy progresista y abierto hacia el futuro, hasta el punto de que apenas reflejaban las deliberaciones ni representaban las conclusiones del mismo acontecimiento eclesial. No es de extrañar que el texto híbrido, compuesto por fragmentos de las producciones originales y elaborado durante la noche de la víspera del cierre oficial del Sínodo por Mons. A. Descamps, miembro del Sínodo en calidad de secretario de la Pontificia Comisión Bíblica, fuera rechazado por la asamblea. El Sínodo de obispos de 1974 terminó sin haber publicado un documento propio y tuvo que contentarse con solicitar al papa que publicara un documento propio a la luz de la documentación aportada tras el encuentro sinodal. Ese fue el origen de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, publicada a finales de 1975. Este cambio de un documento sinodal a un documento papal pos-sinodal se convirtió en el patrón a seguir a partir de entonces, y en la primera asamblea general del Sínodo de 1977, que fue la siguiente asamblea en celebrarse, el secretario general del Sínodo informó a los obispos de que su tarea consistía en informar al papa, de modo que este pudiera publicar posteriormente un documento.

A pesar de este fracaso, el Sínodo de obispos de 1974 ha sido el más importante y el más exitoso de toda la serie posterior al Concilio. Por un lado, el concepto de la misión de la Iglesia se amplió mucho en relación con el mundo, muy en el espíritu de la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II; por otro, la puerta estaba abierta, siguiendo ahora el espíritu de la declaración Nostra aetate, para darle un nuevo enfoque a la misión en relación con los miembros de las otras tradiciones religiosas, lo que permitiría el diálogo y la colaboración en lugar de perpetuar la desconfianza y los antagonismos. A esto hay que añadir que la Exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi, a pesar de sus grandes méritos, no hizo justicia –afortunadamente– a la nueva conciencia que se había apoderado de los padres sinodales de considerar la Iglesia como una comunión universal de Iglesias locales, cada una con su «autonomía legítima» y su propia misión, completamente integrada en la realidad humana de la tierra. Comenté la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi en un artículo titulado «Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi», en Vidyajyoti 40 (1976), pp. 218-230.

 

Mi participación en el trabajo de la Federación de Conferencias Episcopales de Asia, que con el tiempo se estructuraron muy bien en diferentes «oficinas», cada una de las cuales se ocupaba especialmente de la misión evangelizadora, consistió en asistir y participar en varias reuniones y seminarios celebrados en nombre de la FABC, como por ejemplo el «Coloquio asiático sobre ministerios en la Iglesia», celebrado en Hong Kong en 1977. Cuando más tarde recibí mi nombramiento como miembro de la Comisión teológica asesora de la FABC, tuve que rechazar la invitación, porque para entonces había recibido la noticia de mi traslado a Roma. Mi partida a Roma me habría impedido asistir a las reuniones de la Comisión, aunque siempre estuve muy al tanto de sus ideas y he citado abundantemente los documentos que iba produciendo. En cuanto a la Indian Theological Association, de la que también era miembro y a la que seguí perteneciendo después de haber dejado la India, asistí y participé activamente en sus reuniones anuales, en la medida en que me fue posible –aun después de abandonar el país–, en las que se abordaron temas como: «Buscando una eclesiología india» (1983), «Hacia una teología india de la liberación» (1985), «Hacia una teología cristiana india de las religiones» (1989) y «Respondiendo al comunalismo (regionalismo)» (1991).

–Mientras estuvo en la India participó en la edición de un volumen sobre los documentos doctrinales de la Iglesia católica titulado La fe cristiana. Hoy todavía sigue usted trabajando en esa obra, ¿podría explicar el proyecto, cómo comenzó y qué significa para usted?

–En 1938, Josef Neuner y Heinrich Roos publicaron en alemán una colección de los principales documentos doctrinales de la Iglesia católica: Der Glaube der Kirche in den Urkunden der Lehrverkündigung. Fueron asistidos por dos jóvenes jesuitas: Alfred Delp (1907-1945) y Karl Rahner (1904-1984). Rahner estaba al frente de las ediciones posteriores de esta colección de documentos hasta que Karl-Heinz Weger se hizo cargo de la octava edición en 1971. En la India, el P. Neuner y yo nos dimos cuenta de que después del Concilio Vaticano II (1962-1965) era conveniente preparar una nueva colección de documentos doctrinales de la Iglesia, lo que dejaría fuera textos irrelevantes e incluiría más documentos, en particular de la enseñanza conciliar y posconciliar. Las introducciones a los capítulos y a los documentos específicos se escribieron a la luz de la doctrina del Vaticano II y de la mejor teología académica actual. Las traducciones existentes necesitaban ser corregidas y, en algunos casos, debían rehacerse. Se introdujeron nuevos capítulos para cubrir campos significativos de la enseñanza moderna y de la teología, añadiendo en total veintitrés capítulos, desde «Revelación y fe» (capítulo 1) hasta «Cumplimiento cristiano» (capítulo 23), con una sección inicial de «Símbolos y profesiones de fe». Para hacer este trabajo, Neuner y yo contamos con la ayuda de otros ocho profesores de dos Facultades, Vidyajyoti (Delhi) y Jnana Deepa Vidyapeeth (Pune). El resultado fue La fe cristiana en los documentos doctrinales de la Iglesia católica, publicado en 1973 por Theological Publications, en Bangalore (India). De 1973 a 2001 la obra llegó a tener siete ediciones, que fueron revisadas y actualizadas sucesivamente. La obra ha mantenido los mismos veintitrés capítulos, pero ha pasado de 711 páginas en la edición de 1973 a 1.135 en la séptima edición de 2001. La traducción italiana, realizada a partir de esa última edición, fue publicada en 2002 por San Paolo, Cinisello Balsamo (Milán). En la preparación de la sexta edición (1995) y de la séptima (2001) dispuse de la ayuda de diez colaboradores de la Universidad Gregoriana. El libro sigue siendo un valioso instrumento de aprendizaje teológico de los dos mil años de la enseñanza oficial de la Iglesia.

–Los años que pasó usted en la India, ¿cómo cambiaron su pensamiento sobre la cuestión del cristianismo y las religiones principales del mundo? Usted ha dicho que haber estado en contacto con la realidad de los dones que Dios hace a otras personas, en su caso especialmente a los indios, es «la mayor gracia» que ha recibido en su carrera docente. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Podría poner algunos ejemplos de cómo este contacto le ha proporcionado una visión más profunda del misterio del plan de Dios para la humanidad?

–He dicho muchas veces, y continúo pensándolo hoy a la luz de lo que he visto y vivido después, que mi exposición a la realidad india ha sido la mayor gracia recibida de Dios en cuanto a mi vocación como teólogo y profesor. Uno no puede vivir treinta y seis años en la India sin verse profundamente afectado por la experiencia. Esto es cierto a nivel de pura realidad humana. Venía de un pequeño país de Europa occidental donde todos los prejuicios sobre la superioridad de Occidente sobre el resto del mundo seguían vivos. La civilización occidental y cristiana era la única civilización digna de ese nombre. Habíamos aprendido, en teoría, que la civilización india era mucho más antigua y al menos tan rica como la nuestra, pero ese conocimiento abstracto no había cambiado profundamente nuestra mentalidad. Aún nos considerábamos humanos superiores y estábamos convencidos de la misión que tenía el mundo occidental de difundir su propia civilización por todas partes.

Me parece extraño que incluso hoy en día la mentalidad de tanta gente en Occidente se mantenga unilateralmente centrada en el continente europeo. Siguen pensando y actuando como si Europa y el mundo occidental en general fueran el centro del mundo. Ahora bien, este es un mito que debería haber desaparecido hace mucho tiempo. Simplemente atendiendo a los números ya no es posible pensar que el futuro del mundo se encuentre en este lado; pertenece, nos guste o no, al llamado Tercer Mundo, y especialmente al continente asiático. El hecho de que la población de China y la India juntas sumen hoy más de dos mil millones de personas de los seis mil millones que habitan el planeta Tierra debería hacernos revisar nuestra escala de valores y redimensionar nuestras propias afirmaciones. El mundo de mañana será muy diferente del que hemos conocido en el pasado; ya ha cambiado enormemente y está destinado a cambiar aún más. La columna vertebral ya no será el hemisferio occidental –ya se ha desplazado de allí–, sino aquellos continentes de los que, en el pasado, Europa se atribuyó la civilización por medio de la conquista. Una larga exposición a una gran realidad como la del subcontinente indio supuso para mí un gran choque cultural y me obligó a abrir los ojos a horizontes y perspectivas mucho mayores.

Lo anterior es tanto más cierto cuando se piensa no solo en el tamaño de los países y en el número de su población, sino también en el rico y antiguo patrimonio cultural de países orientales como la India y China. Uno no puede dejar de admirar la exquisita belleza de los antiguos templos hindúes y los monasterios budistas. El patrimonio artístico de estos y otros países de Oriente es comparable a nuestro propio patrimonio cultural occidental. Descubrirlo gradualmente con motivo de viajes realizados con fines profesionales ha supuesto, cada vez, una profunda emoción cultural. La India es ciertamente una tierra de contrastes y de diferencias a gran escala, como lo son, además, muchos países del Tercer Mundo. Existe un impactante contraste entre la pobreza desenfrenada de las grandes masas y la vida de lujo de las clases privilegiadas. Pero también están los exquisitos valores humanos que se encuentran, tal vez por excelencia, entre los pobres y los desfavorecidos por medio de la solidaridad mutua, la misericordia y la compasión hacia los demás seres humanos. A través de los contactos más comunes con las personas, uno puede palpar y sentir su profunda humanidad, su sentido de la dignidad humana, la riqueza de su vida espiritual y religiosa. Y aquí es donde tocamos el aspecto principal del problema.

Si considero mi exposición a la India como una gracia de Dios en mi trabajo profesional como teólogo, la razón principal es que la exposición a su realidad religiosa me obligó a revisar por completo mi anterior valoración del significado de las tradiciones religiosas que nutrían la vida espiritual de las personas con las que me encontraba en el camino. A pesar de la educación privilegiada que había recibido en Bélgica antes de irme a la India, incluyendo la iniciación en las tradiciones religiosas indias, llegué allí cargado con los prejuicios de nuestra civilización occidental y nuestra tradición cristiana. Pensábamos que éramos los mejores, por no decir los únicos, en lo que respecta a la civilización; también teníamos muy arraigado en nosotros que el cristianismo era la única «religión verdadera» y, por tanto, la única con derecho incuestionable a existir. Por supuesto, había valores humanos que se podían encontrar en la vida religiosa de las personas que conocimos y en las tradiciones religiosas a las que pertenecían; afortunadamente, pudimos ir más allá de una valoración puramente negativa. Pero estos valores eran, en el mejor de los casos, el modo en que las diversas culturas expresaban la aspiración universal hacia el Ser infinito, innato en la misma naturaleza humana. Me di cuenta de que tal posición era insostenible y que tendríamos que revisar por completo nuestras premisas. Las tradiciones religiosas del mundo no representaban principalmente la búsqueda de Dios hecha por los hombres través de su historia, sino la búsqueda de los hombres hecha por Dios. La teología de las religiones, que todavía estaba en su infancia, tendría que dar un giro completo para pasar de una perspectiva centrada en el cristiano a una centrada en el trato personal de Dios con la humanidad a lo largo de la historia de la salvación. En esta perspectiva, las religiones se podrían ver como los «dones de Dios para los pueblos» del mundo y para tener una significación positiva del plan general de Dios para la humanidad y una valencia salvadora para sus miembros. Con este descubrimiento, el reto al que se enfrentaba la teología de las religiones era el de combinar la fe cristiana en Jesucristo, salvador universal, con la significación positiva del plan de salvación de Dios de las otras tradiciones religiosas y su valor de salvación para sus seguidores. Toda mi obra teológica ha luchado con la necesidad de superar el aparente dilema entre estas dos afirmaciones, y mostrar que, lejos de contradecirse entre sí, son complementarias si se logra ir más allá de las apariencias.

Por eso mi producción literaria mientras enseñaba en la India se centró en este problema nuclear; lo sería aún más después de mi traslado a Roma. Creo que he sido capaz de formular una perspectiva teológica que tiene sentido para ambas afirmaciones, y la he desarrollado gradualmente con mayor precisión y una base más segura en la revelación y la tradición cristianas. Mis esfuerzos siguen siendo, sin embargo, parciales y abiertos a mejoras; la teología nunca termina. La teología que he desarrollado y la enseñanza que impartí son muy diferentes de lo que habrían sido sin mi exposición india. Mi mente y mi maquillaje intelectual se han visto trastornados por esta experiencia. Me doy cuenta casi todos los días, cuando converso con mis colegas en Roma, de lo mucho que difiere mi escala de valores de la de la mayoría de ellos y de las muchas suspicacias y desconfianzas que mi teología despierta en algunos de ellos. Atribuyo esas diferencias a la gracia de esa exposición que se me ha dado y a la carencia de esa misma gracia que se detecta en muchos. Uno no se enamora de lo que no conoce.

Parte de esa gracia de exposición a la realidad india tiene que ver con el conocimiento personal –en algunos casos, la estrecha amistad– que he tenido el privilegio de mantener con todos los hombres y mujeres que en las últimas décadas han sido pioneros en la India en la construcción de una vida monástica profundamente arraigada, a la vez, en la tradición cristiana y en la realidad religiosa india, o precursores del diálogo interreligioso con las otras tradiciones religiosas a un nivel teológico profundo. En Bélgica fui discípulo de un maestro extraordinario, Pierre Johanns, fundador de la «Escuela jesuita de Indología de Calcuta». Durante mis primeros años en Calcuta me familiaricé estrechamente con sus antiguos colegas y sucesores, todos ellos comprometidos con el intercambio entre el cristianismo y el hinduismo a un profundo nivel teológico. Más tarde conocí personalmente a los pioneros del movimiento en toda la India. Solo puedo mencionarlos por su nombre: Jules Monchanin y Henri LeSaux (Abhishiktananda), los cofundadores del ashram Saccidananda de Shantivanam; Francis Mahieu Acharya, el fundador del monasterio de Kurisumala; Bede Griffiths, quien, después de la muerte de Monchanin y de dejar Abhishiktananda para ir a Uttarkashi, donde vivió como ermitaño en las fuentes del Ganges, se hizo cargo de la dirección del ashram de Saccidananda; Raimon Panikkar, la síntesis de Oriente y Occidente; las hermanas Vandana y Sara Grant, cofundadoras del ashram ecuménico de Pune, y tantos otros. Todos esos hombres y mujeres me impresionaron mucho e influyeron profundamente en mi pensamiento mientras desarrollaba mi propia visión de la relación entre el cristianismo y las religiones del mundo. Aunque no estaba siempre de acuerdo con sus posiciones teológicas, no podía dejar de admirar la seriedad con la que se comprometieron con el problema y la amplitud de visión con la que intentaron resolverlo. Mi propio desarrollo teológico no habría sido el que es sin mi conocimiento personal de esos pioneros.

 

–En 1984 fue usted llamado a trabajar en la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma. ¿Cómo sucedió? Su primer contacto con la Gregoriana después de sus propios estudios llegó cuando le invitaron a impartir un curso en el año académico 1981-1982, y también al año siguiente, 1982-1983. ¿Qué provocó la invitación? ¿Cómo ha visto todo esto usted mismo?

–Mi traslado a la Universidad Gregoriana, en Roma, tuvo lugar en mayo de 1984. Explicaré más adelante los motivos y las circunstancias de ese doloroso traslado. Sí, fui invitado por el P. René Latourelle para venir y dar un curso aquí en 1981 sobre teología de las religiones, en el segundo ciclo de la Facultad de Teología. El P. Latourelle era un hombre con visión de futuro que encontraba extraño que el plan de estudios no contara aún con ningún curso explícito sobre la teología de las religiones del mundo. La mentalidad exclusivista, tradicional en el cristianismo, y el enfoque romano de la teología perpetuaban la idea de que la teología era solo acerca del dogma cristiano y la doctrina católica. Discutir sobre la relación entre el cristianismo y las otras tradiciones religiosas parecía aventurado. Por qué me invitó el P. Latourelle a venir a Roma y dar ese curso, en lugar de llamar a otro teólogo, no lo sé, ya que nunca me lo explicó. Supongo que había llegado a conocerme a través de algunos de mis escritos y de la reputación que había adquirido como teólogo de confianza. Pensó que podía confiar en mí por mi pericia en el manejo de un tema difícil. Sin embargo, en ese momento no podía ausentarme de Delhi durante un semestre completo debido a los muchos compromisos que tenía allí. Acepté la invitación siempre que el curso se pudiera concentrar en un período de seis semanas.

Di el curso por primera vez durante el segundo semestre del año académico 1981-1982. Fui invitado nuevamente por el P. Latourelle, ahora decano de la Facultad de Teología, para dar el mismo curso durante el segundo semestre del curso 1982-1983. Cuando estaba en la Gregoriana por tercera vez para impartir el mismo curso durante el segundo semestre de 1983-1984, el P. Peter Hans Kolvenbach, general de la Compañía, me comunicó mi traslado permanente a la Gregoriana. La solicitud de mi transferencia había venido en parte, si no exclusivamente, del decano de Teología de la Gregoriana, con el consentimiento de las autoridades de la universidad. Mis cursos parecían ser apreciados y considerados útiles por las autoridades académicas, que son quienes pensaron que podría valer la pena destinarme de modo permanente a la Gregoriana. El P. Latourelle tuvo la idea de encargarme, una vez que estuviera asentado en Roma, el curso de cristología, ya fuera en el primer o segundo ciclo, combinándolo con el curso especial de teología de las religiones que ya había dado tres veces. Por lo que a mí respecta, la invitación a venir a la Gregoriana a dar un curso durante seis semanas cada año era muy bienvenida. Me daba la oportunidad de presentar a una audiencia mucho más grande de la que tenía en Delhi lo que ya estaba organizándose en mi mente acerca de cómo debería ser una teología abierta a las otras religiones. Si hubiera sabido que la primera invitación llevaría finalmente a la petición de un traslado permanente, la habría rechazado educadamente, porque nunca había imaginado siquiera la posibilidad de salir de la India para siempre.

–Comenzó a enseñar como profesor permanente en la Gregoriana en octubre de 1984. Debió de haber sido un gran cambio con respecto a la India. ¿Qué sintió? ¿Qué echó de menos? ¿Cómo fueron sus primeros años como profesor a tiempo completo allí? ¿Qué tipo de bienvenida recibió en la Gregoriana? ¿Cómo era el ambiente académico en Roma durante esos primeros años?

–La bienvenida a la Gregoriana, cuando llegué en junio de 1984 como miembro permanente de la comunidad jesuita y del claustro de la universidad, fue muy cálida, especialmente por parte de los superiores. Empecé a enseñar en octubre de 1984 en el segundo ciclo, dando cursos opcionales y seminarios sobre teología de las religiones, cristología y teología de las misiones. En ese primer año impartía los cursos y seminarios en francés e inglés, pues mi italiano todavía necesitaba pulirse un poco. Cambié al italiano durante el año académico de 1985-1986. El cambio al medio italiano me dio una audiencia mucho más grande, y, aunque mis cursos en el segundo ciclo eran opcionales, la audiencia llegó a ser tan grande que las clases tuvieron que celebrarse en el aula magna –el «gran salón»– de la universidad. Si tuviera que comparar mi experiencia docente en Roma con la que tuve en la India, habría, por un lado, algo de lo que arrepentirme del pasado y, por otro, algo nuevo a lo que dar la bienvenida. En la India yo había tenido el privilegio de estar en contacto cercano con estudiantes indios de teología, que estaban redescubriendo sus raíces culturales y haciendo preguntas radicales sobre problemas que vivían personalmente a un nivel profundo en su propia vida: la relación entre su fe cristiana y las tradiciones religiosas de sus antepasados, a las que en algunos casos pertenecían sus familias. El contacto estrecho con ellos en tales situaciones fue una experiencia profunda; también era un poderoso incentivo para seguir adelante con una reconsideración profunda del significado de otras tradiciones religiosas en el plan de Dios para la humanidad.