No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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Mi viaje a la India tiene su propia historia. Éramos un grupo de cuatro jesuitas, dos estudiantes –otro y yo– y dos jóvenes sacerdotes. Salimos de Bruselas en tren el 8 de diciembre de 1948 hacia Génova, donde se suponía que íbamos a embarcar en un barco de la compañía Lloyd Triestino, que zarparía enseguida. Cuando llegamos a Génova, nos dijeron que la fecha de navegación se había retrasado un mes entero. Así que decidimos dejar nuestro equipaje con la compañía en Génova y tomar un barco en Nápoles que nos llevaría a Bombay. Esto nos brindó la maravillosa oportunidad de visitar Italia, pasar la Navidad en Roma y encontrarnos con nuestro padre general, que bendijo nuestra vocación misionera. Finalmente, salimos de Nápoles a principios de enero de 1949. El barco resultó ser un bote de semirremolque que había estado en el fondo del mar durante la guerra y había sido reflotado. No era un crucero de lujo; de hecho, la tercera clase, donde nos encontrábamos, nos traía a la mente las difíciles condiciones que habíamos conocido en Bélgica durante algunos de nuestros primeros años como jesuitas. El barco tardó casi un mes en llegar a Bombay desde Nápoles; debido al fuerte viento se atascó en Port Said, incapaz de cruzar el canal de Suez. Nos permitieron cruzar el canal por carretera, visitar El Cairo y subir nuevamente al barco allí después de tres días.

En ese momento no se planteaba el que me convirtiera en profesor de teología en la India. En Bélgica había conocido de cerca, antes de partir para la India, al P. Pierre Johanns, el fundador de lo que llegó a conocerse como la «Escuela jesuita de indología de Calcuta». Durante mis primeros años en Calcuta entré en estrecho contacto con aquellos que habían sido sus colegas allí, como el P. George Dandoy y sus sucesores, los PP. Pierre Fallon, Julien Bayart, Robert Antoine y Richard de Smet, todos comprometidos en el diálogo interreligioso a un nivel académico muy alto en la Universidad de Calcuta o en otros lugares. Yo mismo fui destinado por mis superiores a seguir una trayectoria similar después de completar mi formación. Solo cuando, más tarde, empecé a estudiar teología, mi destino cambió para convertirme en un teólogo profesional.

Después de pasar dos años trabajando en la escuela de secundaria San Francisco Javier, dediqué un año completo a estudiar el idioma bengalí, sin el cual la vida en Calcuta como sacerdote habría sido imposible. Dediqué toda mi energía y capacidad intelectual al estudio, y pronto me alegré de ello. Fue un trabajo duro al principio, y los primeros pasos fueron especialmente dolorosos. Pero después de un tiempo se volvió extremadamente gratificante. Poco a poco fui descubriendo el moderno idioma bengalí, del que el gran poeta y ganador del Premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore, había sido su creador y su figura principal. Era muy gratificante poder leer gradualmente en su idioma original los poemas exquisitos y profundamente religiosos del padre del bengalí moderno, así como sus ensayos y tratados. Su inmensa producción literaria representa aún hoy el patrimonio cultural y religioso insuperable de la tierra bengalí y, de hecho, uno de los productos culturales y literarios más refinados de la rica herencia india. Quiero subrayar el hecho de que muchos de los poemas religiosos de Tagore, ya en la década de 1940, se utilizaban en la liturgia cristiana y se cantaban en las misas de la Iglesia católica por la inconfundible resonancia cristiana que evocaban. Todo esto, unido a la familiaridad con los poemas religiosos de otros santos bhakti hindúes, iba teniendo un cierto impacto en mí, y hacía que la pregunta fuera cada vez más apremiante: ¿cómo se relacionan todas estas riquezas y dones divinos con nuestra propia herencia cristiana? Me estaba preparando para emprender mis estudios teológicos.

–Se dirigió usted entonces a Kurseong, en el norte de Bengala, para comenzar sus estudios teológicos. ¿Cómo fueron esos años y qué recuerda de la vida allí?

–Sí, en enero de 1952 fui a nuestra Facultad de Teología Saint Mary’s College, en Kurseong, una pequeña ciudad en la ladera del Himalaya, situada a unos 2.000 metros de altura y a unos 500 kilómetros al norte de Calcuta. El sitio era, sencillamente, precioso. Desde nuestra casa, hacia el sur, veíamos la llanura de Bengala, que se extendía cientos de kilómetros cuando la visibilidad era clara; y hacia el norte teníamos una magnífica vista de las nieves eternas del Kinchinjunga, uno de los picos más altos y majestuosos de la cordillera del Himalaya. La ubicación, así pensábamos en esos días, era ideal para elevar nuestros pensamientos hacia valores inmortales a través del estudio de la teología. Más tarde, después del Concilio Vaticano II (1962-1965), la situación sería diferente, y parecería incongruente seguir pensando la fe que debíamos anunciar a las personas estando tan aislados del mundo. Nuestra Facultad teológica sería trasladada de las alturas de Kurseong al centro de Delhi, la capital de la India. El contraste no pudo haber sido mayor, pero nadie lo lamentó.

Mientras tanto comencé en serio mis estudios teológicos en Kurseong. El cuerpo estudiantil estaba formado por un centenar de escolares jesuitas, pertenecientes a todas las misiones jesuíticas de la India; en ese momento, la gran mayoría era todavía de nacionalidad extranjera. Los profesores también eran casi todos extranjeros, en su mayoría belgas. Eso cambiaría después por completo. Casi todos los profesores y estudiantes son ahora ciudadanos indios que pertenecen a las diferentes provincias jesuitas de la India, a las que se agregan algunos de otros países asiáticos; tanto los estudiantes como el claustro también están abiertos a no jesuitas. En aquellos días estábamos orgullosos de pertenecer al Saint Mary’s College, que era la primera y, en ese momento, la única Facultad eclesiástica en la India, además de ser el escolasticado de la Compañía de Jesús situado a más altura. El nivel académico de la Facultad se ajustaba a su prestigiosa ubicación. La Facultad teológica de Kurseong en aquellos días se comparaba con las Facultades de teología en Roma, París o cualquier otro lugar, por los rigurosos estudios académicos y la excelencia de la enseñanza impartida por los profesores. Recuerdo con especial gratitud al P. Joseph Putz, el decano de la Facultad, que se convirtió en perito del Concilio Vaticano II, que fue mi mentor –o como diría en términos indios, mi gurú–, de quien aprendí mucho, no solo de sus conocimientos, sino también de su apertura real al mundo, de la atención a la cultura circundante y a la situación concreta, y de su sincero deseo de una verdadera renovación de la teología. Finalmente fui destinado a ser su sucesor en la enseñanza de temas fundamentales de teología sistemática como son la cristología, la Trinidad y la eucaristía, así como un curso sobre teología de las religiones, que era entonces un tema muy nuevo. Hubo entre nosotros, profesores y estudiantes, mucha innovación en actividades académicas, incluida una «Academia india» a través de la que se hacían esfuerzos por relacionar nuestro estudio de la teología cristiana con las tradiciones religiosas indias. Fue un excelente entrenamiento para lo que vendría después.

–Usted fue ordenado sacerdote en Kurseong en 1954, ¿qué recuerda del día de su ordenación? ¿Viajó su familia para asistir a la ordenación? ¿Cuáles fueron sus sentimientos entonces?

–Fui ordenado sacerdote en Kurseong al final de mi tercer año de teología, el 21 de noviembre de 1954, por el arzobispo Ferdinand Perrier, SJ, de Calcuta. Mi padre no pudo asistir a mi ordenación debido a sus obligaciones profesionales, pero sí estuvieron mi hermana y un primo. Su presencia fue, por supuesto, una gran alegría y consuelo en esa ocasión única de mi ordenación sacerdotal, que para cualquier nuevo sacerdote marca lo que es quizá el hito más importante en su vida. La presencia de la familia era aún más apreciada porque esos largos viajes todavía eran algo excepcional por entonces. Después de la ordenación tuve la oportunidad de recorrer la India con mis invitados, haciéndoles descubrir algunos de los tesoros del patrimonio cultural indio. Quedaron grandemente impresionados y volvieron a casa con maravillosos recuerdos de un viaje único. Para mí también esta visita organizada a algunos de los sitios más sorprendentes de la antigua civilización india fue preciosa, haciéndome apreciar más profundamente los enormes tesoros de la humanidad encontrados en una civilización antigua, mucho más antigua en realidad que aquella de la que provenimos. Eso también ayudó a confirmar mi vocación a la India.

–Después de su ordenación continuó sus estudios de teología en la India y después se fue a Roma. Cuéntenos más sobre ese período.

–Terminé mi cuarto año de teología en Kurseong a finales de 1955. Ahora tenía una licenciatura en teología, y en adelante estaba destinado por mis superiores a realizar estudios de posgrado en teología con el fin de regresar a Kurseong para enseñar. Antes de continuar con los estudios de doctorado, sin embargo, fui a Hazaribagh, en Bihar, donde, bajo la dirección del P. Louis Schillebeeckx, hermano mayor del gran teólogo dominico Edward Schillebeeckx, hice mi tercera probación, una especie de tercer año de noviciado propio de los jesuitas hecho casi al final de la formación, destinado a profundizar en la vida espiritual y en la identidad jesuita y sacerdotal. Eso fue en 1956. A este siguió otro año de estudio en la Universidad de Calcuta para familiarizarme más profundamente con la filosofía india y las tradiciones religiosas indias. Los planes eran que fuera entonces a Roma para hacer mi doctorado. Solicité la ciudadanía india, en virtud de las leyes que acababan de ser votadas por el Parlamento indio. Eso me permitiría permanecer fuera de la India durante dos años completos, el mínimo requerido para completar mis estudios en Roma. El gobierno central de la India, sin embargo, no aceptó mi petición. Dado que, como extranjero, me permitían quedarme fuera de la India solo durante dieciocho meses sin que perdiera mi permiso de residencia permanente a mi regreso, primero fui al colegio De Nobili, en Poona, por entonces la segunda Facultad de teología jesuita en la India, donde, bajo la dirección del P. Joseph Neuner, otro gran teólogo que también fue perito durante en el Concilio, comencé a trabajar en el tema de mi tesis. Luego fui a Roma en septiembre de 1957 para continuar mi trabajo en la Universidad Gregoriana, donde obtuve el doctorado en teología a principios de febrero de 1959.

 

–Usted estaba en Roma cuando murió el papa Pío XII y fue elegido Juan XXIII. ¿Qué recuerda de todo aquello?

–Volví a Roma de unas vacaciones en Bélgica el 9 de octubre de 1958, día de la muerte de Pío XII, y asistí al funeral solemne. Estuve allí para la elección de Juan XXIII el 28 de octubre. Recuerdo muy bien la emoción que acompañó a tal evento. Vivía en el colegio internacional San Roberto Bellarmino. Solíamos subir a la terraza de la casa para ver si el humo proveniente de la Capilla Sixtina era negro o blanco. De hecho, era imposible distinguir con certeza de qué color era, y teníamos que bajar cada vez a la radio para obtener la información correcta. Finalmente, el humo pasó a ser claramente blanco, y la radio confirmó la noticia de que la elección había tenido lugar. Recuerdo las prisas que siguieron, ya que la ciudad de Roma corrió literalmente hacia el Vaticano; el tráfico se interrumpió por completo para dejar espacio a la gente que corría por las calles. Cuando llegué a la plaza de San Pedro, ya estaba abarrotada. Esperamos bastante tiempo antes de que sucediera algo. La emoción de la multitud creció. Finalmente, el cardenal Ottaviani apareció en el balcón de la basílica y pronunció en voz alta: «Habemus papam, su eminencia, el cardenal Giuseppe Roncalli, que ha elegido el nombre de Juan XXIII». En ese momento, muchos cuchicheos recorrieron la plaza, porque la gente no había entendido el nombre con claridad y además porque el nombre pronunciando era una sorpresa para muchos. La gente preguntaba sobre la identidad del nuevo papa e intercambiaba información y reacciones. Para los italianos, que componían la mayoría de la multitud asistente, una cosa importaba mucho, a saber, que había sido elegido un cardenal italiano. Y así era. La multitud se iba entusiasmando cada vez más, hasta el momento en que el papa Juan XXIII apareció en el balcón de la basílica. El entusiasmo de la multitud que abarrotaba la plaza hasta la via della Conciliazione alcanzó su apogeo y se convirtió en un frenesí de alegría. El papa apareció sonriendo y saludando a la multitud, y la multitud le respondió con aplausos y brazos extendidos. Su aparición fue breve y terminó con la primera bendición papal a la gente. A medida que la multitud comenzó a dispersarse, los periódicos ya estaban a la venta con la foto del nuevo papa y un relato de su vida en la portada. Solo faltaba la vestimenta papal, ya que la foto mostraba al nuevo papa vestido de cardenal. Todos compraban un ejemplar del periódico en el camino de vuelta a casa.

–Mientras sucedía todo esto, usted estaba investigando y escribiendo su tesis, ¿cuál era el tema?

–Como tema de mi tesis elegí la antropología religiosa de Orígenes, el teólogo griego del siglo III, indudablemente una de las mayores luminarias de los Padres de la Iglesia. En aquellos siglos, los Padres se enfrentaron al enorme problema de insertar el mensaje cristiano en el contexto de la cultura griega; de ese mismo modo, nosotros, los teólogos, nos enfrentábamos al problema de insertarlo en las grandes culturas de Oriente. ¡No era en absoluto una tarea menor que la de aquellos! Podía aprender mucho de la forma en que un genio intelectual como Orígenes lo había hecho. Ciertamente, aprendí muchísimo, aun cuando tuviera que trabajar a marchas forzadas para terminar la tesis dentro de los dieciocho meses que me habían concedido para estar fuera de la India y no perder mi permiso de residencia. Aterricé en Bombay en febrero de 1959, un día antes de que expirara mi visado. Cuando pasé por el puesto de control policial, el oficial miró mi pasaporte y comentó: «Justo a tiempo». Respondí: «Sí, pero a tiempo».

–Después de completar sus estudios de doctorado en Roma regresó a Kurseong para comenzar su carrera docente. Mientras tanto se estaba preparando el Concilio Vaticano II, que comenzó oficialmente en 1962, coincidiendo todo esto con sus primeros años como profesor. ¿Pudo seguir el Concilio desde la India? ¿Qué impacto tuvo en usted, en su pensamiento y en su docencia? ¿Cómo se podían hacer efectivas las tendencias y decisiones conciliares allí donde usted enseñaba y trabajaba pastoralmente?

–Exacto, por aquel entonces comenzaba mi carrera como teólogo y profesor en el Saint Mary’s College, en Kurseong. En 1959, el papa Juan XXIII anunció su decisión de convocar un nuevo concilio ecuménico, el Vaticano II. No es este el lugar para describir las reacciones contrastantes con que se recibió el anuncio, especialmente en Roma, pasando del entusiasmo al escepticismo o a la pura consternación. Pero en el contexto de la Iglesia india, que estaba en proceso de convertirse en una Iglesia local, el nuevo Pentecostés convocado por el papa apareció como un precioso regalo de Dios y una oportunidad única, en el contexto de la India, para replantear a fondo las formas tradicionales y abrir nuevas perspectivas. Seguimos la preparación del Concilio desde 1959 hasta 1961 y luego, con el mayor interés, por no decir con pasión, sus cuatro sesiones y períodos de descanso desde 1962 a 1965. A pesar de lo lejos que estaba Roma, estábamos bastante bien informados sobre lo que sucedía en el Concilio, especialmente cuando el Concilio se puso en marcha, a través de crónicas diarias, semanales y mensuales que aparecían en La Croix, The Tablet, Informations Catholiques Internationales y otras publicaciones que recibíamos por correo aéreo.

Comenzar la carrera docente en este contexto, con las animadas discusiones del Concilio sobre preguntas candentes para la vida de la Iglesia, era poco menos que emocionante y, como pensaba entonces, una gracia muy especial. Me obligó a hacer un replanteamiento exhaustivo de algunos puntos de vista teológicos recibidos y a abrirme a nuevos horizontes y perspectivas de las que mi enseñanza solo podría beneficiarse. Podía tomar distancia crítica de algunas formas tradicionales y aparentemente intocables de hacer las cosas. Te pongo un ejemplo bastante común. El medio intocable de enseñanza en teología había sido el latín, una tradición venerable que parecía inamovible, que incluso el papa Juan XXIII parecía confirmar con la Constitución apostólica Veterum sapientia (1962). En Kurseong, la práctica consistía en que un profesor dijera una frase en latín y luego la tradujera al inglés para hacerse comprender por los alumnos. Pensé sobre eso y llegué a la conclusión de que este modo de proceder era una gran pérdida de tiempo. Además, me habían encargado que enseñara y me hiciera entender, en lugar de hablar en latín. Así que fui el primer profesor en comenzar mi carrera docente directamente en inglés, lo que despertó algunas sospechas en la Facultad.

El Concilio supuso un desafío enorme en todas las esferas relacionadas con la formación teológica y la enseñanza, comenzando por la reforma litúrgica que se estaba iniciando, pasando por el desarrollo de una nueva noción de Iglesia: de la «sociedad perfecta» al «pueblo de Dios», hasta llegar a una inversión de la perspectiva sobre el misterio de la Iglesia: de una concepción piramidal y jerárquica a otra comunitaria y sacramental. Más importante aún: en el contexto de la India había una nueva actitud hacia las otras tradiciones religiosas, que recomendaba el diálogo y la colaboración. Llevaría tiempo asimilar todos estos nuevos conocimientos y decidir las aplicaciones concretas. Sin embargo, existía el deseo de no perder tiempo en comenzar, sino de avanzar con determinación y coraje. Aquí se pueden mencionar los primeros pasos en la puesta en práctica tanto del espíritu como de la letra del Concilio que se dieron en el limitado contexto de la Facultad teológica de Kurseong. Estos modestos pasos son sintomáticos del entusiasmo con el que el Concilio fue seguido y recibido.

La capilla de la comunidad de Saint Mary’s College se remodeló a fondo para adaptarla a la liturgia conciliar renovada después de la promulgación de la Constitución Sacrosanctum Concilium, del 4 de diciembre de 1963. La idea y realización del proyecto provino de los estudiantes, que ellos mismos planificaron y ejecutaron con los talentos y medios de que disponían. Para cubrir el presupuesto de la transformación, que con los medios a nuestra disposición no era demasiado alto, escribí algunos artículos para una revista teológica estadounidense. El presupuesto se completó y los superiores nos dieron permiso para continuar. Con un equipo de cuatro estudiantes especialmente dotados para la artesanía y la pintura, trabajamos día y noche durante las vacaciones, al final del curso académico de 1967. El resultado fue una transformación profunda de la capilla según la nueva liturgia. El altar frente a la pared fue reemplazado por una mesa de altar frente a la gente. Alrededor del presbiterio había puestos para los concelebrantes. El espacio estaba dominado, en medio del crucero, por un impresionante icono de Cristo pantocrátor pintado al estilo indio. Los dos altares laterales, a los lados derecho e izquierdo del templo, habían desaparecido y fueron reemplazados, en el lado derecho, por la mesa para la preparación de las ofrendas durante la celebración eucarística, coronada por una pintura muy fina de la Virgen María, también en estilo indio; y, a la izquierda, por el órgano, que habíamos bajado del coro. El hermoso sagrario, engarzado con piedras preciosas –lo único que quedaba de la capilla anterior– estaba ubicado en el lado derecho, contra la pared, entre la mesa del altar y la mesa para la preparación de los dones; en el lado opuesto, a la izquierda, estaba el ambón para la proclamación de la Palabra de Dios, tallado en madera en forma de loto y coronado por el om sagrado, el símbolo indio de la Palabra de Dios. El coro de la capilla tenía no menos de seis altares para las misas privadas, tres a la izquierda y tres a la derecha. Los hicimos desaparecer.

Todo fue posible gracias al interés y al arduo trabajo de los estudiantes, que trabajaban con medios modestos a su disposición, pero con gran entusiasmo, y deseaban poner en práctica los notables talentos que Dios les había concedido. Después seguirían adaptaciones mucho más sustanciales conforme a la nueva liturgia, sin duda, y en una escala mucho mayor, pero la modesta transformación de la capilla del Saint Mary’s fue una de las primeras realizadas en la India, por lo que teníamos buenos motivos para estar orgullosos. Todavía conservo algunas bellas fotos de los resultados.

Otro logro, de naturaleza más académica, pero también relacionado con la liturgia, fue la composición de una plegaria eucarística para la India. En cuanto a su formulación, estaba extraída de la tradición india y, lo que es más importante aún, asumía para la eucaristía cristiana la búsqueda eterna de Dios por las personas y de las personas por Dios que caracteriza especialmente esa tradición. En este caso, también el trabajo fue realizado por los estudiantes. Dirigí un seminario durante todo un semestre para lograrlo. La estructura y el desarrollo de la plegaria eucarística tenían que estar bien fundamentadas teológicamente antes de poder intentar su composición. En el trabajo de composición buscamos expresiones paralelas en la Biblia cristiana y en los libros sagrados de la India para expresar el contenido de la eucaristía cristiana: nombres para Dios, a quien se dirige la plegaria eucarística; el misterio pascual de la muerte-resurrección de Jesucristo, cuyo memorial es la celebración eucarística; oraciones de intercesión que se insertaran profundamente en el contexto indio y, sobre todo, un largo desarrollo en el «prefacio» o proclamación de la historia de la salvación que hiciera referencia explícita a la historia de la salvación india, cuyo registro se encuentra en las religiones de la tradición india, y a las tres margas o formas –conocimiento, devoción y trabajo– con las que se ha buscado la unión con Dios a lo largo de los siglos. La preparación de la plegaria eucarística fue un ejemplo concreto de la manera en que los estudiantes trataban de relacionar sus estudios teológicos con el que más adelante sería su trabajo pastoral, y de su determinación de hacer que el mensaje cristiano se encontrara en un nivel profundo con la tradición religiosa del país. El trabajo tuvo mucho éxito. La «plegaria eucarística para la India», como se la conoció, es la única plegaria de ese tipo que se ha propuesto a la Conferencia Episcopal India para su aprobación. Recibió la aprobación de los obispos indios y, aunque no recibió el reconocimiento oficial por parte de la Congregación Romana de Ritos, todavía hoy se usa ampliamente en la India. Por supuesto, la usábamos en nuestras propias celebraciones eucarísticas en grupos, en las que a menudo iba precedida de lecturas y meditaciones sobre textos con sorprendentes paralelos elegidos de los libros sagrados de la India, por un lado, y, por otro, de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

 

Aún relacionado con la liturgia, fui nombrado consultor de la Comisión Litúrgica de la Conferencia Episcopal de la India. El trabajo producido por esa comisión durante los años posteriores al Concilio fue enorme. Todo fue diseñado y dirigido por el P. D. S. Amalorpavadass, el dinámico director del Centro Bíblico, Litúrgico y Catequético de Bangalore. Éramos un grupo de unas doce personas que pasábamos semanas trabajando juntas en diferentes proyectos en el Centro y que nos hicimos buenos amigos trabajando para la creación de una liturgia india. Los resultados a lo largo de años incluyeron un «Ordinario de la misa» completo para India y tres volúmenes de segundas lecturas alternativas para el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas. Estas lecturas fueron seleccionadas de varios libros de las Sagradas Escrituras de la India. El criterio para su inclusión en la Liturgia cristiana de las Horas era la respuesta cristiana que evocaban y la posibilidad de una comprensión e interpretación desde la mens cristiana. Fue un buen ejercicio práctico de diálogo interreligioso hecho desde el conocimiento de las diferencias y sin sincretismo, pero también con plena conciencia de las resonancias mutuas posibles entre las tradiciones. Todo este material está disponible en forma impresa, aunque nunca fue publicado oficialmente debido a la falta de aprobación eclesiástica.

Los encuentros litúrgicos periódicos de toda la India se celebraron también en Bangalore. En ellos se revisaba el progreso de la renovación litúrgica en el país y se hacían sugerencias para acelerar la puesta en práctica del Concilio. Una de mis contribuciones a esos encuentros –así como a otras reuniones y seminarios– consistía en pasarme la noche previa a la conclusión de los encuentros redactando la declaración final, las conclusiones o las recomendaciones. La gente parecía pensar que tenía un don especial para redactar conclusiones.

–Finalmente, la Facultad de Teología de Kurseong fue trasladada a Delhi, y usted fue allí para continuar su carrera docente. Cuéntenos un poco sobre esto.

–Después del Concilio se volvió absurdo tener la formación teológica de los futuros sacerdotes jesuitas ubicada en las nubes de las montañas del Himalaya. El contacto con el mundo en general, y en particular con la realidad india, se convirtió en un deber. La decisión de trasladarse a la capital, Delhi, no fue fácil de tomar ni de realizar. La decisión fue tomada por el P. Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús, y ejecutada en el invierno de 1971. Por cierto, hice el viaje de Kurseong a Delhi en motocicleta. Pensé que, en lugar de arriesgarme a estropear mi motocicleta si la enviaba a Delhi por tren, era mejor que la llevara yo mismo, haciendo el viaje por carretera. Me había acostumbrado a montar en una motocicleta bastante potente de fabricación yugoslava, llamada Yawa. Cuando fui a ver a mi rector en Kurseong para pedirle permiso para hacer el viaje por carretera en motocicleta, pensó que estaba loco, pero me dio el permiso sin dudarlo, así que hice el viaje de exactamente 2.000 kilómetros desde Kurseong a Delhi en tres días en mi Yawa, con un joven escolar detrás de mí, que era un pasajero ligero. Ambos disfrutamos la experiencia.

–¿Cómo afectó el cambio a su trabajo y qué actividades nuevas le brindó la oportunidad de realizar? Se convirtió en uno de los apreciados asesores teológicos de la Conferencia Episcopal de la India, ¿puede decirme cómo sucedió? ¿Cuáles fueron los grandes problemas sobre los que le consultaron? ¿Qué queda en usted de aquellos años?

–El trabajo teológico en Delhi continuó, pero también implicó desde el principio nuevas obligaciones y responsabilidades. Por un lado, había más oportunidades para el trabajo pastoral, incluido el ministerio regular de fines de semana, retiros y conferencias; por otro, el arzobispo de Nueva Delhi, Angelo Fernandes, él mismo teólogo y una figura prominente de la Conferencia Episcopal India, me pedía mucha ayuda para colaborar con él en la preparación de documentos para las asambleas de la Conferencia. Finalmente me convertí, a efectos prácticos, aunque nunca con un título oficial, en el principal asesor teológico de la Conferencia Episcopal de la India. Asistí regularmente a las asambleas plenarias anuales de la Conferencia, y me pidieron varias veces que pronunciara en la Conferencia el discurso principal sobre el tema que se presentaba a la deliberación de los obispos.

En enero de 1976 pronuncié el discurso principal sobre la pertenencia de los religiosos a la Iglesia particular en la que estaban trabajando. Expuse el tema de la pertenencia religiosa a la Iglesia particular y de su obligación de alinearse con el plan pastoral de la diócesis, explicando que la «exención» de los religiosos debía entenderse correctamente, en contra de algunos conceptos erróneos del pasado. No significaba que los religiosos fueran totalmente independientes, como si fueran una Iglesia dentro de la Iglesia, sino que, dada su disponibilidad para ser transferidos a otra Iglesia local en razón del bien de un servicio mayor, cuando se encontraran trabajando en una Iglesia particular se esperaba que encajaran lealmente en ella, en armonía con el obispo residencial, el clero diocesano y la propia misión de esa Iglesia local. Los obispos de la India apreciaron mucho mi charla y la publicaron en las actas de la Asamblea General de ese año; también apareció en Vidyajyoti 40 (1976), pp. 97-111. Por el contrario, algunos de mis compañeros jesuitas pensaron que había vendido a los religiosos a los obispos.

En otra ocasión, el tema propuesto para la deliberación de los obispos en la Asamblea General de la Conferencia fue «La respuesta de la Iglesia a las necesidades apremiantes de la India». Esto fue en Mangalore, en enero de 1977. Una vez más se me pidió que pronunciara el discurso principal sobre un tema que, debo confesar, pensé que estaba más allá de mis capacidades. Traté de hacerlo lo mejor posible, señalando especialmente la necesidad de que la Iglesia ofreciera un testimonio de solidaridad con las clases pobres y deprimidas en un contexto como el de la India, para convertirse no simplemente en una Iglesia para los pobres, sino con los pobres y de los pobres. También hice hincapié en desarrollar un sentido de autosuficiencia y de dependencia de los recursos locales en lugar de seguir dependiendo principalmente de los fondos y la ayuda del exterior, una actitud perjudicial para el testimonio de la Iglesia local, así como para su autonomía legítima. Una vez más hice hincapié en la necesidad de avanzar con vigor y determinación con el programa de renovación presentado por el Concilio Vaticano II, especialmente en los campos de la liturgia, la participación de los laicos y la colegialidad en todos los niveles de la vida eclesial. Una vez más, la conferencia fue bien recibida por los obispos, quienes me encargaron la tarea de escribir, durante la noche de la víspera del último día de la reunión, las conclusiones que debían leerse y aprobarse a la mañana siguiente por los obispos, mientras ellos mismos iban esa tarde a la residencia del arzobispo de Mangalore a una recepción con cena, para celebrar el arduo trabajo realizado durante su reunión. Tanto la charla como las conclusiones fueron nuevamente publicadas en las actas de la Asamblea General de enero de 1977. Estos son solo algunos ejemplos, pero los elijo de entre las ocasiones que me dejaron una impresión más profunda.