No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis

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PRIMERA PARTE

A VISTA DE PÁJARO

1

LOS ANTECEDENTES

–P. Dupuis, déjeme comenzar dándole las gracias por haber aceptado mantener estas conversaciones. Estoy seguro de que ayudarán a un gran público a familiarizarse con su persona y su trabajo. Me gustaría empezar haciéndole algunas preguntas sobre los primeros años de su vida. Tal vez podría usted comenzar hablándome de sus padres, su familia, el lugar donde nació en Bélgica y donde pasó usted sus primeros años, donde fue al colegio, y sobre el ambiente cultural en el que creció.

–Nací el 5 de diciembre de 1923 en Huppaye, en la provincia de Brabante, en Bélgica. Vengo de una familia acomodada con una larga tradición de profesiones liberales. Mi padre, Fernand, era ingeniero y se convirtió en el gerente general de una importante fábrica de metalurgia pesada. Mi madre, Lucie, venía de una tradición de profesionales de la notaría. En su vida profesional, mi padre era muy exigente consigo mismo y con los demás; era un perfeccionista que no toleraba la mediocridad. Pero, al mismo tiempo, era muy humano en el trato con sus más de mil subordinados y un ejemplo para ellos de honestidad profesional y seriedad. Era extremadamente justo en el trato con todos, y, a pesar de lo exigente que era, se las arregló para hacerse querer por todos los que estaban bajo su dirección.

Mi madre era nada menos que una santa. Su mansedumbre, atención por los otros y generosidad sin límites hacían que fuese una madre ideal. Siempre he pensado que mis padres se complementaban uno al otro maravillosamente bien. Somos cuatro hermanos, siendo yo el tercero de los hijos, con un hermano, Michel, y una hermana, Monique, por delante de mí, y un hermano, André, por detrás. Los tres primeros nacimos muy seguidos y fuimos educados juntos. Esta cercanía de edad entre los tres tejió fuertes lazos entre nosotros que perduran hasta hoy, a pesar de haber perdido a mi única hermana a causa de su muerte en 1997, una pérdida que siento profundamente cada día.

Aunque nací en Huppaye, pasé toda mi juventud en Charleroi, en la provincia de Hainaut, que en aquellos días era uno de los mayores centros industriales de Bélgica, llamado «el país negro» debido a las muchas minas de carbón y a las fábricas, con sus montañas de residuos de carbón y los altos hornos que forman su horizonte. Aquí es donde mi padre ejerció su profesión. Aquí es donde, en 1929, cuando tenía cinco años, entré en el colegio de los jesuitas del Sagrado Corazón y donde pasaría los doce años de la vida escolar, seis en la escuela de primaria y seis en la escuela de humanidades o escuela secundaria. Todo lo que sé lo he aprendido de los jesuitas. Me alegra decir que tuve una educación exquisita en el colegio de los jesuitas, que habría sido difícil encontrar en otros lugares, incluso entre otros colegios jesuitas. Especialmente los seis años de humanidades grecolatinas, que fueron emocionantes. Se establecían profundas amistades entre los estudiantes del mismo año de clase, y entre ellos y sus profesores. Reinaba entre nosotros un clima de emulación para alcanzar la excelencia académica, por lo que la educación que recibí en casa –con las altas exigencias de mi padre hacia sus hijos– me fue muy útil. También disfrutábamos de un alto nivel de formación cultural en las artes, incluyendo la música y las artes gráficas. Lo que más mejoraba la formación recibida era el contacto continuo con los Padres en clase, pues cinco de los seis años de humanidades teníamos a un sacerdote jesuita como profesor «titular». Debo decir que los hombres con los que tratábamos durante seis años, y que nos proporcionaban una base diaria en las humanidades, fueron bastante notables. Más tarde he pensado a menudo que tal vez la primera razón por la que las vocaciones han caído drásticamente en las últimas décadas se debe al hecho de que los estudiantes ya no disfrutan, por falta de personal, de este profundo y continuado contacto con los Padres. Esto, me temo, funciona como un círculo vicioso, pues, al reducirse el número de vocaciones, se reducen a la vez las oportunidades de tener contactos continuados similares.

La educación ideal que estábamos recibiendo se vio abruptamente interrumpida cuando, el 7 de mayo de 1940, durante mi penúltimo año de escuela, llamado «Poesía», Bélgica fue invadida por el ejército alemán. Con dieciséis años me ofrecí voluntario para el ejército, pero fui rechazado por ser demasiado joven. Como director de una gran fábrica que estaba produciendo también material de guerra, mi padre recibió órdenes de destruir las máquinas, que producían un material que no debería caer en manos del enemigo, y de abandonar el país. Así es como mi familia entera se fue a Francia. Primero desembarcamos en Normandía, en la playa, en un lugar llamado Rivabella, que era más un lugar de vacaciones que un refugio de exiliados; pero los alemanes avanzaban deprisa en la invasión de Francia, y pronto habrían llegado hasta nosotros. Por eso, tras dos semanas en Rivabella nos desplazamos hacia el sur, y esta vez desembarcamos en Vandée, en un lugar pequeño y bastante atrasado llamado Aiguillon-sur-Mer, frente a la isla de Ré. Esa, me atrevería a decir, fue mi primera experiencia en un entorno de Tercer Mundo, a pesar de que la expresión era desconocida entonces. Los suelos estaban hechos de barro, y el combustible, de estiércol de vaca; lo vería mucho más tarde en las aldeas de la India. El lugar en que estábamos parecía más un campamento que una casa; pero las dificultades tuvieron la ventaja de profundizar unos lazos ya de por sí profundos, y experimentamos una enorme solidaridad entre nosotros. A mi padre le preocupaba que yo pasara todo el tiempo de exilio sin que prosiguiera mis estudios. Por eso entré en el liceo francés, que no estaba muy lejos de ese lugar, y asistí al segundo año de colegio, que preparaba para el francés «Bacho». La atmósfera no era demasiado amistosa hacia Bélgica, a la que se acusaba de haber traicionado a los aliados al capitular ante Alemania. Yo me defendía enérgicamente, y estoy orgulloso de decir que en el rendimiento académico podía competir fácilmente con los estudiantes franceses de la clase. Lo que sucedió después fue que los alemanes ocuparon incluso el olvidado lugar en que habíamos desembarcado y no tenía sentido quedarse allí más tiempo. La ocupación alemana en casa sería mejor que en tierra extranjera. Así que emprendimos nuestro viaje a casa en agosto de 1940 afrontando las dificultades de la ocupación alemana, que durarían hasta la liberación de Bélgica por el ejército alemán en 1944.

De vuelta a casa reanudé mis estudios en el colegio con los Padres y con todos los compañeros del grupo que se habían quedado en Bélgica o que, felizmente, habían retornado. El último año de colegio, llamado «Retórica», fue especialmente rico y fructuoso. Tenía unos años difíciles por delante, sin embargo formaron mi carácter y me fueron preparando para afrontar las realidades de la vida. Una vez más, deseo mencionar –porque la educación en el hogar es incluso más fundamental que la recibida en la escuela– cuánto recibí a lo largo de esos años de mis padres y mi familia. Estoy especialmente agradecido a mi padre por el sentido de excelencia que transmitió a sus hijos a través del ejemplo de su propia vida y trabajo, así como las grandes expectativas que él depositó en nosotros. A él le debo la ambición por la perfección que yo mismo he tratado de cultivar, y que me ayudó tanto cuando entré en la Compañía de Jesús para seguir el ideal de san Ignacio de buscar siempre el mayor servicio y la mayor gloria de Dios. Las virtudes naturales aprendidas en la juventud pueden ser transformadas por la gracia de Dios en dones sobrenaturales. Con mi madre estoy aún más en deuda, si cabe, por su profundo amor y su cariño, su preocupación por mi bienestar y las esperanzas que ella mantuvo en secreto para mi futuro.

–¿Era usted muy religioso cuando era un niño? ¿Cuándo pensó por primera vez en hacerse sacerdote? ¿Qué le dijeron sus padres cuando se lo dijo? ¿Por qué se hizo jesuita?

–Fui un niño lleno de vida, muy activo, más inclinado al deporte –el tenis, la natación–, que practicaba diariamente, y a recorrer largas distancias en bicicleta. Yo no tenía en absoluto un temperamento tranquilo o introspectivo, sino que, por el contrario, era emprendedor y siempre en movimiento. Por tanto, no era especialmente pío o «religioso»; no más, diría, que lo que podría esperarse de un niño de mi condición. Sin embargo, desde muy temprana edad era monaguillo y comulgaba en la misa diaria. Nuestra casa estaba solo a cinco minutos del colegio jesuita al que iba y de la iglesia aledaña. Mi madre y yo íbamos diariamente a misa a las 7 de la mañana. Mi madre asistía a la misa en la que yo hacía de monaguillo a alguno de los Padres. Volvíamos al colegio juntos después de la misa y, después del desayuno, me iba al colegio. La distancia de casa al colegio era tan corta que podía salir de casa cuando sonaba el timbre de clase y llegar a tiempo, porque caminaba bastante deprisa.

Mencioné antes el estrecho contacto que había en nuestro colegio entre los Padres y los estudiantes: contacto en clase, donde recibíamos una educación alternativa, especialmente durante los últimos años, y en las materias más importantes para la vida, como las clases de Religión; pero también contacto fuera de clase, donde participábamos en actividades deportivas o culturales con los Padres en las instalaciones del colegio. Muchas horas de actividad física y cultural pasadas en un ambiente muy amable y viril.

A la pregunta de cuándo y cómo pensé en la posibilidad de hacerme sacerdote, mi respuesta es que no hubo un momento especial en el que tuviera una especial gracia de iluminación. Vino por sí mismo, como por ósmosis, a través de la influencia intelectual y espiritual que los Padres ejercían en mí, aunque jamás hubiera la más mínima presión de ningún tipo. El tipo de vida que llevaban, profundamente comprometidos como estaban en el servicio a través de la educación y profundamente sinceros en su compromiso religioso, me impresionaban hondamente, sin ser yo completamente consciente, y convirtiéndose gradualmente para mí en un ejemplo a seguir y en un ideal que realizar en mi propia vida.

 

No era yo el único impresionado así. De la treintena de alumnos que formábamos la clase a la que pertenecía, seis entramos en la Compañía de Jesús, dos al clero diocesano y uno a la Orden benedictina. Personalmente, creo que en mí se desarrollaron a la vez la vocación al sacerdocio y a la Compañía de la manera más natural. Debería quedar claro que, dadas las circunstancias, no separé la vocación sacerdotal y la religiosa; ambas vinieron juntas y fueron prácticamente inseparables. A esta influencia recibida de mis profesores debo añadir, con un sentimiento de profunda gratitud, y sin que yo lo supiera en ese momento, que mi querida madre, desde el mismo momento en que empezó a tener hijos, empezó a rezar para que uno de ellos se hiciera sacerdote. Esto explica, tal vez, el sentimiento que siempre he tenido de haber sido objeto de especial cariño por su parte. Probablemente, ella tenía el presentimiento de que ese sería yo. Años más tarde, cuando en el invierno de 1944 estaba ingresada en una clínica de Lovaina para ser sometida a una operación de cáncer, fui a visitarla antes de la intervención, cuyo resultado era incierto. Con gran emoción me dijo entonces que mi vocación había sido la mayor alegría y gracia de su vida, y que la había estado pidiendo a Dios durante muchos años. Finalmente, ella murió de cáncer el 7 de mayo de 1945, el mismo día en que todas las campanas de la ciudad estaban tocando para celebrar el final de la guerra. Ella había ofrecido su vida para que todos nosotros pudiéramos sobrevivir a las penurias de la guerra. No me cabe duda de que debo mi vocación a mi madre, a su ejemplo y oraciones.

Terminé el colegio en julio de 1941 y entré al noviciado en septiembre. Cuando le conté a mis padres y a mi familia mi decisión de entrar en la Compañía, su primera reacción fue la de pedirme que esperara hasta el final de la guerra para irme de casa. Las condiciones durante la ocupación nazi eran, de hecho, muy duras, y parecía mejor posponer mi decisión hasta el momento en que, acabada la guerra, mi vida ya no corriera peligro y las condiciones hubieran mejorado. Mi respuesta fue que no se sabía cuánto duraría la guerra y que creía que no debía posponer mi decisión. Parece que eso tenía sentido para mis padres. Los demás, sin embargo, reaccionaron cada cual a su modo. Mi madre vio en mi vocación la realización de sus aspiraciones más profundas, aunque, por supuesto, la separación fuera especialmente dolorosa; pero ella sabía cómo aceptar sacrificios y haría este por mí. Para mi padre fue más difícil de entender y de aceptar. Alimentaba grandes esperanzas para mi futuro, como también para mi hermano mayor, en otra dirección bastante diferente, en la vida profesional. Sin embargo, nunca trató de disuadirme o de interferir en lo que yo pensaba que era mi vocación, aun cuando la llamada no siempre fuera fácil de explicar racionalmente. Me insistía una y otra vez en que, si alguna vez yo me arrepentía de mi decisión y descubría que me había equivocado, no dudara en volver a casa, donde siempre sería bienvenido. Gracias a Dios, eso no sucedió, y mi familia ha permanecido más apegada a mí desde entonces.

–¿Dónde hizo el noviciado y las primeras etapas de la formación en la Compañía? ¿Podría hacernos un breve resumen de estos primeros años de formación? ¿Cuándo y por qué eligió usted ir a la India?

–Habría mucho que decir sobre aquellos siete años de las primeras etapas de formación jesuita antes de ir a la India a finales de 1948. Los primeros años fueron aún bajo la ocupación alemana, y los años siguientes aún llevaban las cicatrices de todas las dificultades sufridas por el país y su gente. Nosotros afrontábamos aquellas dificultades como jóvenes jesuitas con un profundo espíritu de solidaridad. Para hacerse una idea de cómo pasamos esos años de dificultades diría que ese tiempo se podría dividir en tres partes: dos años de noviciado, dos años de estudios clásicos para la obtención de una licenciatura en Letras y tres años de filosofía. Por tanto, debería haber conocido solamente tres residencias durante ese tiempo; sin embargo, estuve en siete. Entré al noviciado en Arlon, en la provincia luxemburguesa de Bélgica. Menos de seis meses después, las fuerzas alemanas requisaron nuestra casa y nos dieron veinticuatro horas para desalojar. Incluso la biblioteca tenía que ser vaciada; finalmente encontró refugio en el desván de la iglesia que estaba junto a la casa, que era muy espaciosa. Tuvimos que mudarnos a nuestra casa de campo, en un pequeño lugar llamado Clairfontaine, muy cerca de la frontera con Luxemburgo. El campo era muy hermoso, pero el alojamiento era de pura acampada. Con todo, continuamos nuestra formación profundizando nuestra vida espiritual, nuestra vida de oración y el estudio de la Fórmula del Instituto, de la Compañía de Jesús, así como también hacíamos trabajo manual y realizábamos distintas experiencias para probar nuestra vocación. Sin embargo, cuando llegó el invierno –que en esas latitudes puede ser muy severo–, fue imposible continuar acampando sin ningún tipo de calefacción. Entonces nos fuimos aún más cerca de la frontera con Luxemburgo, a un pequeño lugar llamado Guirsch, y fuimos alojados en un pequeño convento de monjas. Solo quedaban tres monjas ancianas, cuyas edades juntas sumarían unos doscientos cincuenta años. Ya por entonces experimenté el hecho de que las dificultades físicas y las circunstancias adversas de la vida ayudan a formar el carácter, y doy gracias a Dios por la sólida formación que recibí durante mis primeros años como jesuita.

El segundo período se llamaba «juniorado». Consistía en dos años de estudios académicos de latín, griego y, por supuesto, literatura francesa, principalmente en la Facultad de Notre Dame de la Paix, en Namur. Aquí también tuvimos que vivir en dos lugares distintos. Estuvimos unos cuantos meses en nuestro colegio de Wepion, junto al río Mosa, cerca de Namur, cuando la misma historia se repitió otra vez. Las fuerzas de ocupación –estábamos en 1944– nos obligaron a desalojar la casa en un corto plazo de tiempo y la convirtieron en el cuartel de oficiales del ejército alemán. En ese momento nos fuimos a nuestra granja en el campo, situada en un pueblito llamado Suarie, donde las condiciones materiales y el montaje del campamento eran considerablemente más duros que los que habíamos tenido en Clairfontaine. Allí teníamos que vivir y dormir en el suelo de unos establos donde anteriormente había habido ganado. Blanqueamos los establos con rapidez para convertirlos en espacios donde poder vivir, estudiar y dormir. En ese tiempo no tuvimos sillas ni mesas, usábamos pacas de paja. Incluso el altar donde se decía misa cada mañana estaba hecho de pacas de paja. A pesar de esas condiciones, continuamos nuestros estudios y preparamos los exámenes anuales oficiales, que todos aprobamos. También había trabajo que hacer en los campos y en la granja –sin mencionar que había que vigilar los campos durante la noche para evitar robos– para poder tener algo que comer y de lo que vivir. Pero aquí más que en ningún otro lugar o en ningún otro momento durante toda mi vida en la Compañía experimenté un espíritu comunitario tan profundo, hecho de preocupación mutua, donde cada uno se olvidaba de sí mismo y pensaba primero en los demás. Eso no habría sido posible sin la guía del gran jesuita que era nuestro rector –cuyo nombre era Clement Paquet–, que consiguió crear entre nosotros un extraordinario espíritu de caridad fraterna, ayuda mutua y colaboración. A esas condiciones materiales tan precarias en que vivíamos se añadían los peligros de los bombardeos; también corríamos el riesgo de arrestos y represalias por parte de los ocupantes nazis. En aquellos días se vivía completamente al día, sin garantía alguna de estar vivo al día siguiente. Y fue en esas circunstancias como viví lo que seguirían siendo los años más trágicos de mi vida.

–Usted ha hablado del peligro constante para sus vidas durante la guerra. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Qué experiencias tuvo en las que se sintiera realmente en peligro?

–Algunos recuerdos de esos años son especialmente vívidos en mi mente. Uno de ellos es el del bombardeo de Namur en 1944. El puente ferroviario sobre el río Mosa fue un importante punto estratégico utilizado por los alemanes para la retirada de sus tropas. El ejército estadounidense quería volar el puente. En un brillante día soleado, grandes aviones estadounidenses sobrevolaron la ciudad y desde una gran altura arrojaron hasta diez o más bombas. Desde Suarie, donde estábamos acampando, a unos cinco kilómetros de la ciudad, podíamos ver las bombas brillando al sol cuando caían de los aviones en posición horizontal e iban tomando gradualmente la posición vertical al descender. El silbido que emitían al caer era ensordecedor. Siguió una explosión enorme, cuando todas las bombas golpearon el corazón de la ciudad. Más de cuatro mil civiles murieron, mientras que el puente permaneció intacto. Al día siguiente, dos avionetas de la Royal Air Force británica (RAF) se lanzaron sobre el puente, arrojaron algunas bombas pequeñas y rompieron el puente sin causar ninguna víctima. Mientras tanto se organizaban trabajos de ayuda en la ciudad. La autoridad municipal hizo un llamamiento a los voluntarios para ayudar a rescatar a las víctimas y desenterrar a los muertos. Toda nuestra comunidad de jóvenes jesuitas se comprometió durante semanas en los trabajos de socorro, sacando a los heridos y a los cadáveres de entre las ruinas. El trabajo era interrumpido regularmente debido a las repetidas alarmas de ataque aéreo; cada vez que eso sucedía teníamos que ir a los refugios subterráneos para salvar nuestras vidas.

Otro recuerdo trágico pertenece a la época en que Bélgica fue liberada por el ejército estadounidense. Los soldados estadounidenses habían llegado a Namur con sus tanques y patrullaban por todas partes en busca de soldados alemanes que trataban de escapar hacia el bosque, donde habían quedado para reagruparse. Las autoridades municipales habían pedido a nuestros superiores que enviaran en bote a un grupo de jóvenes jesuitas a través del Mosa para enterrar a los soldados alemanes que yacían muertos en el campo. Era pleno verano, y la temperatura era excepcionalmente alta para la época, con el resultado de que los cadáveres de esos pobres alemanes se estaban deteriorando rápidamente. Era urgente enterrarlos allí mismo, sin identificar. Mientras estábamos ocupados haciendo ese trabajo macabro, otros soldados alemanes estaban caminando detrás de una valla con sus armas apuntando hacia nosotros, con la esperanza de llegar a su punto de reagrupación en el bosque. Los estadounidenses querían dispararles dese el otro lado del río, pero se abstuvieron de hacerlo porque nosotros estábamos en medio, haciendo nuestro miserable trabajo. Enviaron a una niña para decirnos que cruzáramos inmediatamente al otro lado del río, para que ellos pudieran disparar a los soldados alemanes que se escondían detrás de la cerca con la esperanza de escapar. Apenas habíamos cruzado el río cuando los estadounidenses dispararon sobre ellos y pudimos ver cómo los hombres caían del otro lado.

Aparte de esos trágicos acontecimientos, la vida cotidiana se vivía en total inseguridad. Los alemanes llegaban repetida e inesperadamente en busca de personas. Nos ponían en fila y nos apuntaban con sus pistolas mientras buscaban en nuestras habitaciones huellas de actividades relacionadas con la «resistencia». En caso de hallar alguna evidencia comprometedora, el presunto culpable era llevado inmediatamente a un campo de concentración. Los alemanes también buscaron jóvenes de Luxemburgo, a quienes alistaban por la fuerza en el ejército alemán. Como en nuestra comunidad había algunos escolares –jóvenes jesuitas en formación– de Luxemburgo, tuvimos que mantenerlos escondidos en un refugio dentro de nuestro propio bosque, allí permanecían escondidos y les llevábamos comida tres veces al día.

–¿Alguno de sus familiares cercanos sufrió y murió en la guerra?

–He señalado ya que mi madre rezaba y ofrecía su propia vida –murió el día del alto el fuego, el 7 de mayo de 1945– para que todos nosotros pudiéramos escapar y salir vivos después de la guerra. Y así sucedió por lo que se refiere a mi padre, mis hermanos y mi hermana. Durante la ocupación alemana, mi padre vivió bajo continuas amenazas, dada su condición de gerente de una gran fábrica que antes de la guerra había producido material bélico. Los alemanes lo acosaban constantemente para que produjera el mismo material para ellos. Él alegaba siempre la imposibilidad de hacer que la fábrica funcionase en aquellas circunstancias. A pesar del hostigamiento constante sobrevivió tras haber soportado durante años una presión inhumana. Tan pronto como los estadounidenses liberaron Bélgica de la ocupación alemana, la fábrica se puso nuevamente en funcionamiento y produjo las armas que le solicitaba el ejército norteamericano, por lo que después de la guerra mi padre recibió un premio del ejército estadounidense.

 

Un tío mío, Robert Lemaitre, hermano de mi madre, fue el único miembro de la familia que pagó su actividad patriótica con la vida. Había sido voluntario durante la Primera Guerra Mundial y había luchado en las trincheras. Después de la guerra recibió muchas medallas del ejército belga por su comportamiento ejemplar como soldado. Se convirtió en notario en Châtelineau, cerca de Charleroi. Tenía una casa muy grande en la que había construido un escondite para albergar a los pilotos y oficiales británicos de la RAF cuyos aviones habían sido derribados por los alemanes. Fue denunciado por actividades anti-alemanas. Su casa fue exhaustivamente registrada por los alemanes, que no encontraron nada, aunque los aviadores británicos estaban ocultos allí. Sin embargo, llevaron a mi tío a la prisión de Bochum, en Alemania. Esto fue en noviembre de 1941. Mi tío murió allí, después de sufrir grandes penurias, en diciembre de 1942. Hasta después de la guerra nunca supimos qué había sucedido tras su arresto. En mayo de 1945, un sacerdote belga que había sido encarcelado con él en Bochum y lo había ayudado en sus últimos momentos vino a comunicar a la familia la muerte de mi tío.

–Volvamos a su formación jesuita y a su deseo de ir a la India como misionero.

–Durante este período, lleno de acontecimientos, fue creciendo en mí el deseo de ir a la India como misionero. Nunca se enviaba a nadie a las «misiones extranjeras» si antes no había expresado claramente a los superiores su deseo de ir y trabajar allí. En mi caso, a pesar de que desde hacía mucho tiempo me sentía atraído por la India, a causa de su rico patrimonio cultural y religioso, nunca había pensado en términos de vocación misionera. Una vez más, la llamada llegó como por ósmosis, si se me permite decirlo así. Un gran grupo de mis compañeros ya estaba destinado a ir a la India, en vista de lo cual hicieron algunos cursos especiales de preparación para su misión allí. A esos cursos los llamábamos el «juniorado indio», pues se impartían clases de historia y filosofía indias, religión hindú, inglés y sánscrito. Este juniorado especial estaba dirigido por el P. Pierre Johanns, que había vivido muchos años en Calcuta, donde había hecho un trabajo pionero en el campo del diálogo interreligioso con el hinduismo en el más alto nivel académico. Tuvo que regresar a Bélgica por problemas de salud y pronto asumió la dirección de los cursos especiales para los que estaban destinados a la India. Mi atracción por la India nació del contacto con este extraordinario maestro y con aquellos compañeros míos que aspiraban a vivir y trabajar allí; y llegó el día en que comencé a pensar que yo también podía tener la misma vocación. La atracción por la India se convirtió en fascinación y, finalmente, informé a los superiores de mi deseo de inscribirme en la misión de Calcuta. Confiaba en que la autenticidad de mi vocación sería reconocida por ellos, y me alegré muchísimo cuando me notificaron su aprobación.

El tercer período de mi formación inicial consistió en tres años de filosofía, de 1945 a 1948, para obtener una licenciatura en esa disciplina. Esto debía hacerse en Lovaina, en la Facultad jesuita de Filosofía de Eegenhoven. Esta vez ni siquiera pudimos comenzar el plan de estudios en lo que debería haber sido nuestra residencia. El colegio de San Alberto, en Eegenhoven, había sido incendiado por los alemanes durante la guerra, y la comunidad de jesuitas estudiantes de Filosofía estaba en el exilio en el colegio de San Pablo, en Godinne, en la provincia de Namur. Las condiciones aquí eran, sin embargo, bastante favorables y, bajo la dirección de un notable grupo de profesores, me interesé profundamente en la filosofía, que me serviría más tarde para mi especialización en teología. Los jesuitas de Lovaina habían desarrollado, bajo la guía de Joseph Maréchal, lo que se llamaba la escuela de filosofía jesuita de Lovaina, como una respuesta trascendental al agnosticismo de Emmanuel Kant. Uno entraba con orgullo intelectual en un patrimonio de tal calidad. Finalmente, el colegio de Eegenhoven fue reconstruido, y fuimos a ocuparlo desde Godinne durante las vacaciones de verano, después de mi segundo año de Filosofía. Así pude hacer mi tercer y último año de Filosofía en el colegio donde debería haber comenzado el primer año, cerca de la gran Universidad de Lovaina. Este traslado elevó el número de mis lugares de residencia a siete en siete años. Las condiciones volvían a la normalidad, tanto en lo político como en lo económico, de modo que podíamos dedicarnos por completo a los estudios y a la dimensión intelectual. Este sería el breve relato de mis primeros años de jesuita, de los que guardo un muy buen recuerdo.

–Partió usted hacia la India a finales de 1948, navegando desde Nápoles a Bombay. ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de este país, que se había independizado el año anterior, en 1947, y poco después había sido testigo del asesinato de Mahatma Gandhi? ¿Dónde vivió en la India en esos primeros años y qué hacía usted? ¿Qué impacto tuvieron en usted las tradiciones religiosas y las culturas de la India en ese período como recién llegado?

–Fue en diciembre de 1948 cuando tuve que despedirme de mi familia e irme a nuestra misión en Calcuta. La partida fue, por supuesto, muy dolorosa; menos para los que se iban que para los que se quedaban. En lo que a mí respecta, estaba viendo cumplido mi sueño y mi vocación, por dura que fuera la partida. Fue mucho más difícil y doloroso para la familia que dejaba atrás. Mi padre, a quien conté lo que sentía en los meses previos a la partida, se preguntaba por qué tenía que ir tan lejos para poder responder a la llamada de Dios. Podía ser un buen sacerdote y jesuita en casa, donde había tanto que hacer. Sin embargo, no intentó de ninguna manera cambiar mi decisión, al igual que había hecho antes, cuando yo estaba a punto de entrar la Compañía de Jesús. Estuvo de acuerdo en que tenía que seguir mi vocación, siempre que estuviera seguro de que Dios me llamaba allí; lo que, por supuesto, no era más fácil de probar racionalmente de lo que había sido mi entrada en la vida religiosa. Para apreciar adecuadamente el enorme coste que suponía para los miembros de la familia, debemos recordar que, en aquellos días, una vocación a las «misiones extranjeras» en la India significaba que uno dejaba la familia y el país de una vez por todas; no habría retorno. Se cortaban los puentes. Que luego las cosas salieran de otra manera no era algo previsto o atisbado. Y, cuando llegó el momento, me despedí de mi padre, expresando mi confianza en que nos veríamos nuevamente en el cielo, cuando y si los dos llegábamos allí. Expresé la misma esperanza cuando me despedí de mis dos hermanos y de mi hermana.