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La hospitalización del parto: mandato del SNS

A cinco años de fundado el SNS, esta meta estuvo entre las más importantes para el conjunto de sus políticas de cuidado materno infantil; se estimaba que la atención de los partos en el hospital era una modalidad que podía asegurar un mejor control de riesgos obstétricos, de asegurar mejores condiciones sanitario-ambientales para el recién nacido y que permitía a los profesionales sanitarios poner a disposición de la población mejores procedimientos clínicos y antisépticos a los que no era posible recurrir en el domicilio. Asimismo, la asistencia hospitalaria del parto era percibida por la comunidad médica como un signo de progreso institucional:

poco más de la mitad de los nacimientos vivos ocurridos en Chile en 1956 tuvieron lugar en establecimientos hospitalarios. Esta proporción, sin ser de las más aceptables, revela un notable progreso en la atención de las embarazadas, a través de los últimos lustros. En 1930, por ejemplo, sólo un 12% de los partos fueron atendidos en maternidad, índice que subió a 17% en 1940. Desde entonces, el incremento ha sido más acelerado, hasta alcanzar el 50.9% en 1956 (SNS, 1957, p.29).

Si bien la política del SNS promovió la asistencia hospitalaria del parto, la atención domiciliara no fue desechada, pues se conservó como una atención de emergencia indicada por el “médico tocólogo del consultorio prenatal donde se controla la madre”, y era realizada por matronas no funcionarias debidamente calificadas e inscritas en el Colegio de Matronas y en el Consultorio prenatal (Boletín del SNS, 1965, p. 11)

En 1952, el SNS había atendido 66,532 partos normales, cifra que en 1961 se incrementó a 156,218. Dicho crecimiento reflejaba que el índice ocupacional de las principales maternidades si bien era satisfactorio, las 2,819 camas para parturientas que representaban el 10% del conjunto de camas del Servicio resultaban escasas (Servicio Nacional de Salud, Diez años de labor, 1962, p.68)

El alto valor que se daba a la asistencia hospitalaria del parto era su cualidad de disminuir “los riesgos del proceso fisiológico del nacimiento”; del total de niños nacidos vivos en hospitales en 1961 (173.¿,528), el 94,8% lo había hecho en los establecimientos del Servicio. Se trataba de un “éxito ponderable” si se comparaba con el 40% que había nacido en maternidades en 1952. (Servicio Nacional de Salud, Diez años de labor, 1962, p. 69)

En 1956, Santiago contaba con 6 Servicios de Maternidad que albergaban un total de 948 camas y de las cuales egresaron 59,545 parturientas: 62% de ellas recibieron atención por parto normal, 17% por patología en embarazo, parto y puerperio y un 22% por abortos. La importante presión asistencial daba cuenta del interés progresivo femenino por atenderse en estos recintos y fue motivo del incremento paulatino del número de camas (Boletín del Servicio Nacional de Salud, 1957).

Sin embargo, la cobertura de esta asistencia, provista por médico o matrona, experimentó variaciones muy notables en términos territoriales: en Magallanes alcanzaba el 91.7% y en la isla de Chiloé sólo el 15.0% (SNS, 1957, p.31). Ambas provincias del extremo sur exhibían distintos grados de “atención profesional”, relacionados tanto con el acceso a ellas como a la densidad poblacional que albergaban. En provincias cercanas a la capital, como Los Andes, la hospitalización del parto hospitalario parecía un hecho consolidado en 1960, pues el 86.3% de los nacimientos inscritos se produjo en el hospital y sólo un 13.7% en domicilio (Bol SNS, 1960, p.311).

En contraste, otras áreas del centro sur del país registraban índices menos auspiciosos en igual periodo: en la zona de O’Higgins y Colchagua, provincias contiguas a la capital, se sostenía que el alto porcentaje de embarazadas sin control y sin atención adecuada en el parto se explicaba por la falta de conocimiento de los centros maternales, la atención deficiente que estos brindaban, la falta de información sobre la atención de horas y días o “el desconocimiento de los beneficios que proporcionan el SNS y Servicio Seguro Social”. En la zona de Ñuble, la asistencia del 57.5% de los partos, accidentes del parto y abortos representaba una cifra significativa que se “justifica ampliamente porque nuestra zona es totalmente agrícola, la población está totalmente dispersa y con pésimos caminos, además de la falta de cultura y de atención de la embarazada rural”.

Si bien se contaba con infraestructura para la atención de los partos complicados en los hospitales, se requería preparar auxiliares en terreno que asistieran los partos rurales, no complicados. Finalmente sorprende que, según un informe del SNS en 1960, en la zona de Concepción-Arauco-Bío Bio, un polo urbano significativo, sólo el 45.5% de los partos eran atendidos en hospitales o clínicas, y el 9,5% era atendido por el Servicio en su domicilio, dejando a un 45% de partos que se verificaban en el domicilio sin ningún tipo de atención profesional (Boletín del Servicio Nacional de Salud, 1960).

A menos de 10 años de fundación, la cobertura hospitalaria del parto del SNS era muy heterogénea, presumiblemente debido a factores técnicos como la ausencia de profesionales, factores culturales como el desconocimiento o la no preferencia de la población por esta asistencia, y factores económicos como la carencias de camas hospitalarias.

Es importante considerar que entre 1952 y 1970 se registró un incremento de sólo 10 hospitales, de 220 a 230, y un aumento de camas hospitalarias de 28,537 a 34,102 (Dirección General de Estadísticas, 1952; 1960; SNS Anuarios de Atenciones y Recursos, 1970).

Sin embargo, el recurso “cama” igualmente era escaso en virtud de la creciente demanda; éste había descendido de 4.2 camas por 1.000 habitantes en 1958 a 3,7 en 1970 (Medina, 1979, p. 111). La disponibilidad de más salas para la atención del parto y de camas para las unidades maternales era condición base para este incremento pero no necesariamente crecían al ritmo de la demanda.

La escasez de matronas en el SNS

Ante el fuerte impulso de la asistencia profesional del parto y su creciente hospitalización, surgió una temprana preocupación institucional: la escasez de matronas para absorber esta demanda. A sólo un año de creado el SNS, en 1953, se contaba con una matrona por 250 partos, con 1 matrona por 7,500 habitantes y el 40% de los partos no recibían atención profesional. A diferencia de lo que sucedía en Chile, en Inglaterra, país que solía ser punto de comparación de algunos médicos a propósito del trabajo que realizaba el National Health Service, se contaba con una matrona por cada 50 partos y sólo el 40% de ellos eran domiciliarios. Se tenía conciencia de que en la medicina moderna, dicho personal reemplazaba “al médico en un número importante de actuaciones profesionales, complementándolo ampliamente y permitiendo que éste se dedique principalmente a la atención de los casos clínicos en que su capacidad profesional es insustituible” (Bol SNS, 1957, p. 74).

Hacia 1955, el SNS estimaba que empleaba a un total de 600 matronas, de las cuales 196 matronas residían en la capital; mientras que en la provincia de Aconcagua se contaba con 19 matronas y en la de Tarapacá sólo con 3 (Valenzuela, et al., 1956, p. 265). Se trataba entonces de un recurso que tenía una presencia desigual en el territorio, la cual fue enfrentada con la creación de nuevas escuelas de obstetricia como, por ejemplo, la fundada en Valparaíso en 1955, que en su segundo año de funcionamiento había matriculado a 18 alumnas, y que junto a las 70 que estudiaban en Santiago representaban un número “bastante aceptable” (García, 1956, p.136), pero que en el marco de las crecientes necesidades del Servicio Nacional de Salud era insuficiente.

Con el objeto de contribuir a la disminución de riesgos obstétricos y de revertir la escasez de matronas, médicos como García Valenzuela y Adriasola plantearon una eventual fusión de la carrera de matrona y enfermera en la década de 1950. La propuesta no prosperó pues suponía alargar los estudios de enfermería que ya alcanzaban los 3 ½ años, se concentrarían demasiadas responsabilidades en una misma profesional y se lesionaría una tradición arraigada en la población, pues “la matrona chilena se ha vinculado a la intimidad del hogar chileno; su fusión y eliminación brusca despertaría resistencia culturales y gremiales” (Adriasola, 1956, p.139). Pese a las desventajas en que se desarrollaba la profesión, lo cierto es que ésta gozaba de una confianza entre la población que era imposible desconocer y de la cual la comunidad médica era plenamente consciente, como lo atestiguan las palabras de médicos como Adriasola.

Junto a la escasez de profesionales, otra interrogante que emergió en la década de 1950 era la calidad de las profesionales. Un buen ejemplo para ilustrar tal realidad es lo que sucedía en la Unidad Sanitaria de Quinta Normal, comuna muy populosa de Santiago poniente, en donde se constataba que de las 17 matronas empleadas, 10 de ellas no contaban con el 4to año de humanidades y dos se habían titulado hace más de 50 años.

Asimismo, algunos médicos compartían el juicio de que las matronas no eran especialmente apreciadas entre los trabajadores de la salud; junto a esto, el hecho de que no contaban con organizaciones gremiales y científicas influyentes, y usualmente eran asociadas a la provocación de abortos eran factores que perjudicaban la opinión que los médicos tenían de ellas (Adriasola, 1956, p. 139). A nuestro juicio, estas cualidades hacían que este oficio se caracterizara por una mayor vulnerabilidad y fragilidad en comparación con otras profesiones paramédicas y, particularmente, alimentaban el “menosprecio” que solía generar entre la profesión médica, menosprecio al que aludía una de las líderes de la Asociación Nacional de Matronas que comentaremos más adelante.

 

Con certeza, la escasez de matronas era un problema grave para la cobertura rural. El SNS había determinado que en el sistema hospitalario, donde el primer nivel lo constituían los hospitales rurales, se debía asegurar la presencia de una de estas profesionales. La razón era obvia: aquellos recintos debían asumir la atención de partos, la atención “ambulatoria materno infantil y de adultos”, y “las enfermedades más frecuentes, de fácil tratamiento y que no necesitan de grandes recursos especializados”.

Cobra sentido preguntarse cuán importante entonces eran estas profesionales, toda vez que se recuerda que en una parte significativa del territorio nacional, la disponibilidad de un médico residente en localidades aisladas o de rondas periódicas de un facultativo eran circunstancias francamente excepcionales aun en las décadas de 1950 y 1960. Los establecimientos rurales en los que trabajaban las matronas eran pequeños, usualmente no contaban con “camas diferenciadas por especialidades, los recintos serían de no más de 2 camas para usarlas indistintamente para hombres o mujeres”, y debían contar con consultorios externos (SNS, 1962, p. 2)

Así como se visibilizaba la importancia de la matrona en recintos rurales, también las estadísticas indicaban que la atención de estas profesionales era la que sostenía mayormente, junto a auxiliares de enfermería y practicantes, el incremento de prestaciones como los controles de la embarazada, la asistencia del parto normal y los cuidados del pre y post parto; “en la lejana posta del territorio rural de una provincia del sur o en el demasiado lleno consultorio urbano, realizan su labor con celo encomiable” (Servicio Nacional de Salud, 1962, p. 64) Ya en 1961, el 55% de las consultas y visitas de embarazadas eran realizadas por matronas, el 42%, por médicos y el 3% restante por funcionarios de los servicios de enfermería.

El trabajo hospitalario de las matronas

Hasta aquí hemos revisado, desde el punto de vista de la comunidad médica, la trayectoria formativa de las matronas y de la institucionalidad sanitaria que promovió la asistencia del parto profesional, y luego hospitalario, metas que preferentemente descansaban en estas profesionales. Pero, ¿qué nos dicen las matronas respecto de esta asistencia? ¿Cómo era este trabajo y qué dilemas lo caracterizaba? Desafortunadamente, las matronas no producían tesis al finalizar sus carreras ni tampoco redactaban artículos en las publicaciones científicas ni sociales de la época estudiada. Las noticias sobre agrupaciones gremiales y sindicales de matronas durante este periodo aparecen muy aisladamente en algunos artículos de prensa, y no se cuenta con publicaciones propias. La escasez de fuentes que privilegien su propia voz para documentar su trayectoria formativa y laboral es lamentable. Por esta razón, los aspectos sobre su trabajo en el marco de la asistencia hospitalaria recogidos por algunas de las ponencias compiladas por la publicación del Primer Congreso Científico Nacional de Matronas, realizado entre el 28 y el 30 de septiembre de 1951, constituyen una fuente de gran valor. Si bien esta reunión se produjo un año antes de la creación del SNS, ciertamente las condiciones de trabajo de las matronas que se describían eran las que estas profesionales enfrentaron en su trabajo en la CSO y también las que las acompañaron durante la década de 1950, pues se trata de prácticas de larga data.

La Asociación Nacional de Matronas, fundada en la década de 1940, lideró esta reunión científica. Reunidos en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, autoridades como el Ministro de Salubridad y médico, Jorge Mardones, el Decano de la Facultad de Biología y Ciencias Médicas, el médico Exequiel González Cortés, el Director de General de Beneficencia y Asistencia Social, Otto Wildner Paz, el Director de la Escuela de Obstetricia y Puericultura, el médico Víctor Manuel Gazitúa, acompañaban a la Presidenta de dicho Congreso, la matrona Iris Morales y a la presidenta de la Asociación Nacional de Matronas, Elsa Salinas. En su discurso de bienvenida, Iris Morales sostenía que el congreso tenía por objetivo impulsar el “perfeccionamiento científico de la profesión para hacerla más eficaz y perfecta”, y así promover la “intensa obra social” que representaba la atención del binomio madre e hijo (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 17).

Se trató de una reunión inédita; no se cuenta con publicaciones de esta naturaleza anteriores a esa fecha, pese la existencia de esta Asociación; por tanto, se trata de una de las primeras fuentes en que se documenta la voz de las propias matronas y también el juicio de algunos médicos respecto del papel público y social de dichas profesionales. Altas expectativas parecían acompañar la organización de este congreso. Por ejemplo, a juicio de Elsa Salinas “el abandono y menosprecio” que había acompañado a la historia de la profesión “comenzaba a disiparse” gracias al apoyo de médicos como Víctor Gazitua y al trabajo de la Asociación. Esta afirmación es llamativa pues, si bien no se indica quiénes lideraban el abandono y el menosprecio y el porqué de aquellos, se puede colegir que éste provenía de la comunidad médica y se relacionaba con la historia de este oficio y con la cercanía de su quehacer con el de las antiguas parteras, como hemos revisado en este capítulo.

Según Salinas, la presentación de “modestas contribuciones” escritas por las matronas ─una auto calificación muy decidora de la percepción que parecían tener las propias matronas de sí mismas─ revisaban el trabajo que ellas hacían en zonas aisladas y el enfrentamiento a situaciones clínicas complejas; la asistencia prenatal en distintas instituciones; los problemas administrativos y condiciones del ejercicio profesional; y los dilemas y expectativas de la eventual fundación de nuevas escuelas formativas.

Antes de examinar el juicio de dos ponentes, es importante revisar lo que planteaba el obstetra Gazitua, una de las voces médicas más reconocidas por las matronas. A su juicio, estas profesionales debían prepararse para enfrentar situaciones de variada contingencia como la ausencia de especialistas y accidentes propios de la gestación y del parto, sin por cierto, “extralimitarse jamás en sus facultades”. Este planteamiento nos parece central porque lo que se desprende es que el trabajo de las matronas se desarrollaba en una importante incertidumbre ─incertidumbre propia del trabajo obstétrico─ pero a la que se sumaba la cualidad de que las matronas ejercían un trabajo subordinado y supervisado por los médicos. Adicionalmente, Gazitua visibilizaba un debate no menor: la controversia entre quienes pensaban que en países como Chile no se requería que la matrona contara con una formación “profunda y competente”, en virtud de que asistían a “gente menesterosa”, y las propias matronas que no querían asistir en la “choza o en la habitación humilde” pues no estaban dadas las condiciones mínimas para ofrecer una “obstetricia consciente”.

Es posible entonces pensar que la transición del parto domiciliario al hospitalario haya contribuido también a connotar a esta asistencia de un halo científico más respetado y valorado, y que ofreciera mejores garantías para un mejor parto, garantías que las matronas valoraban. Inspirado en la conveniencia de la asistencia del parto hospitalario, Gazitua sostenía “que para resolver el problema del atención del desvalido, no se debe desvalorizar la presión de la matrona, sino organizar la asistencia obstétrica controlada, si es posible al 100% en maternidades y clínicas, donde trabajan exclusivamente profesionales tituladas” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 22).

Entre las ponentes, dos textos son particularmente importantes respecto a la caracterización del trabajo de las matronas y de la transición al parto hospitalario. En el diagnóstico que hacía la matrona Alicia Osores, respecto de la “posición científica y social de la matrona en Chile”, como tituló su presentación, se sugería dar mayor reconocimiento a la Escuela de Obstetricia y Puericultura de la Universidad de Chile, impulsar que la dirección administrativa de la Escuela se entregara a una “subdirectora de nuestra especialidad para que colabore con el personal técnico y tenga la suficiente autoridad moral sobre el alumnado”; promover el ingreso de postulantes de provincia del país; mejorar las condiciones salariales, ser menos flexible con la existencia de aficionadas y parteras, y categorizarlas como personal técnico, y no como auxiliares, como sucedía en algunas reparticiones públicas como la CSO. Estas recomendaciones daban cuenta de las preocupaciones que afectaban a la profesión y la confianza en la institucionalidad universitaria como motor de cambios favorables para el ejercicio del oficio.

Osores afirmaba que una mejor preparación científica de la matrona contribuía a la disminución del número de niños nacidos muertos, preparación que podía desplegarse mejor en el servicio hospitalario; reparaba en las dificultades que traía consigo la falta de camas en la capital, entre otras, el rechazo de pacientes y en la escasez del número de matronas que entre 1918 y 1950 ascendía a 1,152. Este último fenómeno, que fue particularmente grave para el SNS durante la década de 1950, favorecía que las parturientas solicitaran el auxilio de “personas, vulgarmente llamadas parteras, personas sin preparación, muchas veces analfabetas que no tiene idea de antisepsia, menos aún de asepsia y que van a causar en las enfermas infecciones puerperales u otras complicaciones” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 63). A juicio de Osores, asegurar la atención hospitalaria del parto contribuía al mejor ejercicio del oficio y a disminuir la influencia de las parteras, premisas absolutamente compartidas y difundidas por la CSO y continuadas por el SNS desde 1952.

La internación de la paciente los últimos días del embarazo en la maternidad era una experiencia que respondía a un “concepto moderno”; con ello se garantizaba el control del médico y de la matrona ante una eventual complicación. Ciertamente ahí estaba la clave quizás más importante ─junto a la disminución del riesgo obstétrico de la parturienta─ del porqué del fomento de la asistencia hospitalaria del parto: el control del profesional de todas las variables clínicas. El trabajo de la matrona en los servicios asistenciales era más amplio que la sola preocupación de la parturienta, pues implicaba ofrecer una asistencia sanitaria “oportuna que toma al núcleo familiar como base del trabajo sanitario integral” (Asociación Nacional de Matronas, 1951, p. 64).

Ciertamente Osores aludía a una cuestión crucial: el papel educativo que las matronas cumplían y que fue un gran desafío para estas profesionales en la CSO. La comprensión de qué condiciones ambientales, como una deficiente nutrición, la miseria material y el abandono social podían afectar la gestación y el alumbramiento, ampliaba los horizontes del papel de este oficio. ¿La matrona que actuaba amparada en el servicio asistencial tenía mayor autoridad y respaldo para hacer su trabajo que aquella que trabajaba en centros de salud rurales y en postas de socorro? Es una posible hipótesis que se deduce en la presentación de Osores; la institucionalidad simbólica y material que representaba la CSO, y ciertamente el SNS más tarde, actuaba a favor del trabajo de las matronas.

Las importantes diferencias que caracterizaban al trabajo hospitalario de las matronas en la capital, con el que hacían en hospitales y centros de salud provinciales fueron abordadas por Haydeé Ojeda Pacheco, a partir de su experiencia de 15 años como profesional. Reconociendo el trabajo que hacía la Asociación Nacional de Matronas en el marco de “una época transcendental para las mujeres y sus derechos ante la sociedad moderna”, esta matrona auspiciaba mejores tiempos para las aspiraciones de su gremio.

Según el Reglamento de Beneficencia, si un buen hospital provinciano contaba con médicos cirujanos y médicos tocólogos, ellos debían permanecer dos horas y media en la Maternidad; los casos que atendían las matronas en ese periodo tenían la valiosa asistencia de los médicos, pero según Ojeda “si ellos se producen fuera de esas horas y con el carácter de urgencia, debemos recurrir a los médicos residentes, casi siempre no especializados en obstetricia, y nos encontramos por esta circunstancia con que debemos actuar en nuestro papel” (Ojeda, 1951, p. 83). En situaciones como estas, las matronas debían asumir tareas y maniobras que, según Ojeda, habían aprendido en la Escuela pero que, en rigor, no debían ejercer pues el Reglamento les reservaba sólo la atención de “partos normales”.

 

Las matronas sabían cómo administrar anestesia general, recibían entrenamiento teórico respecto de algunas intervenciones obstétricas y de manera práctica conocían la “aplicación de fórceps, versión externa e interna, extracción en nalgas con sus modalidades, extracción manual de placenta, raspados digitales, suturas del periné o del aparato genital externo” (Ojeda, 1951, p. 84). En ocasiones, algunas de estas intervenciones eran realizadas por las matronas, pero en los boletines de atención debían consignarse como ejecutadas por médicos. Ojeda afirmaba que había realizado hasta basiotripsias (aplastamiento quirúrgico de la cabeza del feto) en virtud de la solicitud del médico residente o porque aquellos debían atender otro caso de similar urgencia.

A juicio de Ojeda esta situación debía ser normada, de tal manera que la matrona hospitalaria no pusiera en riesgo su trayectoria profesional y no apareciera contraviniendo el reglamento. Exhortaba a la Asociación Nacional de Matronas para que liderara acciones de mayor protección y respaldo institucional al trabajo de las matronas, tal como sucedía con las enfermeras universitarias y las visitadoras sociales, y hasta con los practicantes, todos los cuales eran respaldados por organizaciones gremiales y/o académicas que defendían sus intereses corporativos. Un componente de dicha protección institucional fue, precisamente, convertir la carrera de matrona en una profesión universitaria como sucedió a partir de la década de 1950.

El testimonio de Ojeda respecto de los límites y decisiones a las que podían verse enfrentadas las matronas en su trabajo hospitalario es claramente ilustrado cuando narraba lo sucedido en un hospital de Santiago en 1941 frente a una embarazada que presentaba síntomas de un brusco ataque de eclampsismo. Ojeda relataba que la tardanza del médico para presentarse en la sala,

me produjo un susto tan intenso que me hizo pensar que la enferma moriría; ante esta situación mi conciencia profesional me indujo a colocarle una inyección endovenosa de sulfato de magnesia como lo estaba indicado el día anterior (sic). Mi acción fue considerada poco menos que un crimen y se me censuró por pasar a llevar la autoridad del médico, acusándome que no estaba capacitada para recetar dicho tratamiento. Demás está decirles que fui obligada a presentar mi renuncia. Muchas de Uds. dirán por qué no coloqué morfina, que era lo indicado: pero estos alcaloides no eran resorte de la matrona y tampoco podemos administrarlos (Ojeda, 1951, p. 84).

Aludiendo a la necesidad de modernizar la asistencia y procedimientos permitidos a las matronas, Ojeda llamaba la atención de tres cuestiones no menores respecto del ejercicio de su labor hospitalaria: la exposición de las matronas a situaciones de variada y riesgosa índole, los reglamentos de los medicamentos que las matronas podían usar no se habían actualizado a lo que era la realidad de 1951 y las controversias que rodeaban el uso que ellas podían, o no, hacer de la anestesia, constituía una cuestión urgente de resolver.

Sobre este último aspecto, si bien las matronas eran las que administraban la anestesia en la maternidad, Ojeda afirmaba que era la cuidadora quien “resuelve el problema de la anestesia” como ella misma lo aprendió luego de ser censurada “con una anotación en su hoja de vida por administrar anestesia a una parturienta en el periodo de expulsión. Después de aquel episodio, Ojeda sostenía que siempre llamaba al médico cuando se requería de anestesia, a lo cual los médicos respondían enviando “una cuidadora del pabellón de cirugía”. Para Ojeda esta acción era humillante para las matronas, y consideraba que la Escuela de Obstetricia o la Asociación debía normar dicha situación, pues “somos profesionales expertas, auxiliares a la labor del médico, para que de una vez por todas dejemos de ser abandonadas las que a lo largo del país sufrimos la incomprensión del medio ambiente, a pesar de la noble tarea que desempeñamos” (Ojeda, 1951, p. 85).

Probablemente la descripción de Ojeda sobre el trabajo hospitalario que hacían las matronas en provincias sea una pista importante para entender los límites de esta asistencia y también el protagonismo de las mismas. Sin identificar el hospital provincial en que trabajaba, sostenía que se atendían sobre 1000 partos anuales entre eutócicos y distócicos, se contaba con 28 camas para el puerperio, tres matronas y dos auxiliares para el trabajo diurno y nocturno. Los turnos de las matronas eran de 24 horas, lo que estaba fuera de lo contemplado por las leyes sociales: “la naturaleza de nuestras funciones nos impiden disfrutar, como el resto de las personas de determinados días de descanso como los domingos y los festivos” y cuando una matrona no puede hacer un turno, “autoritariamente” se le exigía a la matrona siguiente que asumiera el turno pendiente.

Acudiendo a su propia experiencia en que relata haber trabajado durante 6 días consecutivos sin descanso, asistiendo a 63 enfermas entre partos y abortos, confeccionando certificados civiles, boletines y estadísticas de casos clínicos y de altas, inscripciones en los libros, entre otros. Además Ojeda afirmaba que tareas como la vigilancia diurna y nocturna de las embarazadas, parturientas y puérperas, la asistencia propia del parto, las visitas junto al médico, “mostrar placentas” y vigilar el aseo de salas que hacía el personal, eran extenuantes. Ojeda insistía en una circunstancia dolorosa como era el desgarro del periné y la sutura que era la maniobra para revertirla, era importante que pudieran administrar anestésicos como el Trilene, inocuo para niños y madres, pero vedado para las matronas.

Notables eran los argumentos que presentaba en este congreso cuando se refería empáticamente al dolor que caracterizaba el parto de tantas mujeres y la impotencia que producía no poder aliviarlo:

Es mi deseo describir el estado de ánimo de la matrona frente a algunos casos de largos periodos dolorosos que anteceden el parto de algunas madres, porque todas conocemos de cerca esto, pero me parece inhumano que existiendo un producto para aliviarlas se nos prohíba recurrir a él (Ojeda, 1951, p. 86).

A juicio de Ojeda, las circunstancias que rodeaban el trabajo de las matronas en hospitales provinciales las alejaba mucho del ejercicio de un “trabajo científico”, y lo que se requería con premura era el establecimiento de normas precisas que protegieran y avalaran el trabajo que estas profesionales hacían.

Luego de fundado el SNS y del impulso decisivo del parto hospitalario, se realizó el Congreso Interamericano de Matronas (obstetrices) en Santiago en 1959, apoyado por el Ministerio de Salud y el SNS, al cual asistieron delegadas de países como Argentina, Brasil, Estados Unidos, Paraguay y Perú, y que tuvo como preocupación principal la educación básica de la matrona. Entre las autoridades, junto al Ministro de Salud, Sótero del Río y del Director General del SNS, Gustavo Fricke, se contaba con algunas destacadas profesionales como la médica Luisa Pfau, Subjefa del Departamento de Salud, Esther Lipton, asesora regional de Enfermería de la Oficina Sanitaria Panamericana, Mabel Zapenas, matrona consultora de la Organización mundial de la Salud en el Proyecto Chile-20, la médica Victoria García, profesora de educación sanitaria de la Escuela de Salubridad de la Universidad de Chile, las matronas Olga Julio, Presidenta de la Asociación Nacional de Matronas y Marta Olivos, Presidenta del Comité organizador de este congreso. Entre las ponentes del congreso, estaban Alicia Osores quien había intervenido en el congreso de 1951, Pilar Galván, Elena Fiedler; y Gabriela Oliveira, delegada oficial del Colegio de Enfermeras de Matronas de Estados Unidos.

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