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Matronas y la consolidación del parto hospitalario en Chile,

1950-19701

María Soledad Zárate C.

Maricela González Moya

Resumen: Este artículo se propone visibilizar y documentar parte de la historia de las matronas, concentrando la mirada en algunos aspectos referidos a su formación, al trabajo asistencial que brindaron y, particularmente, a su estratégico papel en el proceso de hospitalización del parto que llevó adelante el Servicio Nacional de Salud entre 1950 y 1970 en Chile. Las fuentes primarias consultadas, monografías médicas, estadísticas oficiales y congresos profesionales, constatan que la invisibilidad de estas profesionales contrasta dramáticamente con el papel fundamental que tuvieron en una de las políticas sanitarias más importantes del siglo XX chileno.

Palabras claves: matronas, historia, salud pública, parto hospitalario, Chile, siglo XX

Introducción

La matrona chilena (midwife) atiende con toda la responsabilidad, el más alto porcentaje de los partos certificados por profesionales, y en todo caso, coopera a la atención de casi la totalidad de ellos (60%).

Pero además atiende la mayor parte del control prenatal y postnatal, tanto de la cliente privada, como de la institucional.

Se trata de una tradición cultural europea, que en Chile se arraigó hace 400 años, creando una profesión ya casi centenaria a su servicio. Tal vez no hay ningún profesional que haya entrado tan profundamente a la intimidad de nuestro hogar como la matrona.

Adriasola, 1956, p. 138.

El reconocimiento al valor social y cultural de la matrona2 era significativo y compartido por buena parte de la comunidad médica en la institucionalidad sanitaria de mediados del siglo XX en Chile. Sin embargo, la relación que las matronas establecían con médicos y otros profesionales para-médicos, sus condiciones de trabajo y remuneraciones, y especialmente su interés de diferenciarse de las parteras,3 denominación que recibían aquellas mujeres sin formación certificada, eran aspectos problemáticos que afectaban a esta profesión de acuerdo con los propios médicos y las matronas que hicieron pública su voz.

Según el médico Guillermo Adriasola, entre 1936 y 1956 se habían titulado 500 matronas aproximadamente; se presumía que habían 900 matronas activas y que 300 trabajaban en el Servicio Nacional de Salud. En la labor de estas profesionales descansaba una de las metas más significativas de las políticas materno-infantiles de mediados del siglo XX chileno: la transición de la asistencia profesional del parto domiciliario al hospitalario. Dicha transición es una de las transformaciones fundamentales de la asistencia obstétrica durante el siglo XX y que, con diferentes ritmos, en Latinoamérica se alcanzó pasada la década de 1960. El caso chileno no fue una excepción a esta tendencia. A mediados de la década de 1970, la hospitalización del parto alcanzaba en promedio el 85% de los partos que se producían a nivel nacional y, en su mayoría, siempre que fueran partos normales, eran asistidos por matronas (Szot, 2002).

La bibliografía que se refiere a esta transición, principalmente literatura clínica y producida por médicos, se ha inscrito en el campo de la historia de la medicina y de la salud pública, en donde la “asistencia profesional del parto” fue entendido como una meta para combatir la mortalidad materno infantil y también como un indicador de desarrollo social y económico para organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde la década de 1950 en adelante. Esta organización presentó un informe técnico sobre el trabajo de la “partera profesional” en 1966, aludiendo a las diferencias formativas de estas profesionales y a los distintos trabajos que ellas realizaban a nivel mundial, y también dedicaba un apartado para la “comadrona tradicional” en virtud de que aquellas aún tenían presencia importante en sectores rurales y suburbanos (OMS, 1966). Para los organismos internacionales la asistencia del parto y el papel que han cumplido los médicos, las parteras y las comadronas ha sido materia de importante revisión desde mediados del siglo XX (Argüello-Avendaño, Mateo, 2014)

Entre las principales acciones dirigidas a la contención de la mortalidad materno-infantil que la comunidad médica chilena emprendió, desde fines del siglo XIX, estuvo la promoción de la asistencia del parto por personas certificadas: médicos y matronas. Esta meta fue la primera fase de lo que entendemos como asistencia profesional del parto; la segunda fase correspondió a la transición de esa asistencia en el domicilio a recintos hospitalarios, la que comenzó gradualmente en la década de 1930 y que experimentó un decidido impulso a partir de la década de 1950 en Chile. En ambas etapas, la participación de estas profesionales para-médicas es decisiva en virtud del interés de contar con una cobertura sanitaria a nivel nacional. Sin embargo, la asistencia profesional del parto en Chile del siglo XX aparece liderada únicamente por la comunidad médica, sin reconocer el papel fundamental de profesionales como las matronas.

Este capítulo se propone visibilizar y documentar parte de la historia de las matronas, concentrando la mirada en algunos aspectos referidos a su formación, al trabajo asistencial que brindaron y, particularmente, a su estratégico papel en el proceso de hospitalización del parto en el marco del Servicio Nacional de Salud (en adelante SNS), entidad estatal que lideró la salud pública en Chile entre 1952 y 1979 y que se propuso, entre otras metas, consolidar esa asistencia. En virtud de que el gobierno de la Unidad Popular, que arriba en 1970, reforzó las políticas materno-infantiles dando origen a nuevos programas, este estudio concentra su análisis sólo entre 1950 y 1970.

Los antecedentes de la asistencia hospitalaria del parto previo al periodo del SNS son claves para entender la larga data de este proceso, y la importancia de las matronas en la transición del parto domiciliario al parto hospitalario que, en rigor, comenzó con el trabajo que realizaron en la Caja del Seguro Obligatorio (en adelante CSO) desde la década de 1920.

La importancia de esta trayectoria ofrece pistas respecto de una meta obstétrica que ha sido documentada por los médicos en informes y monografías de carácter clínico que, preferentemente, han valorado las decisiones y tareas que ellos diseñaron en su calidad de líderes de la CSO y del SNS. Sin embargo, lo cierto es que la implementación de esta política pública estuvo, preferentemente, en manos de las matronas. Como veremos, la cobertura hospitalaria del parto fue realmente efectiva gracias a que estas profesionales crecieron en número y se distribuyeron por el territorio chileno particularmente desde la década de 1950. Es así entonces que para entender en un registro más amplio la institucionalización de este tipo de asistencia, la gradual desaparición del parto domiciliario sostenido también por las matronas, e indagar en el fomento de la confianza de la población femenina en esta asistencia sanitaria, resulta relevante documentar el papel que cumplieron estas profesionales en dicho proceso, y en los dilemas y desafíos que enfrentaron. Asimismo, al documentar el trabajo que estas profesionales realizaron, es posible matizar el habitual juicio respecto de su completa subordinación a los profesionales médicos. Las matronas ejercieron, en frecuentes ocasiones, su oficio en servicios suburbanos y en zonas rurales sin supervisión médica, por tanto, inevitablemente algunas de sus decisiones y prácticas se ejercieron con un grado importante de autonomía, cualidad clave de su entrenamiento clínico y también del proceso de profesionalización de su oficio impulsado por el SNS. Sin desconocer que tanto el proceso formativo como el ejercicio del oficio de matrona estaban bajo la supervisión médica, lo cierto es que su trabajo no debe ser entendido únicamente como un trabajo subordinado como se desprende de la información y análisis de las fuentes consultadas por este capítulo.

En América Latina, la historiografía referida a la trayectoria formativa y laboral de las matronas es de reciente data. Se cuenta con trabajos referidos a Brasil (Mott, 2001; 2003), México (Carrillo, 1998; 1999; Agostoni, 2001), y Ecuador (Clark, 2012) que revisan, entre otros temas, la influencia de la medina francesa en las escuelas formativas de matronas, la relación que establecieron con los médicos que, en su mayoría, ha sido entendida como una relación subordinada, la frecuente asociación de su quehacer con las prácticas de abortos, su gradual incorporación a los modelos de institucionalidad sanitaria en sus respectivos países y la compleja convivencia que han experimentado las matronas, entendidas como profesionales de la asistencia del parto, con parteras y/o empíricas como se ha denominado a aquellas mujeres que ejercían este oficio sin formación certificada.

En el caso de Chile, si bien la historia de las matronas está en desarrollo, la escasa documentación producida por ellas es una limitación importante. Se cuenta con una investigación que revisa los primeros pasos de la transición de la partera a la matrona en la segunda mitad del siglo XIX, y con una revisión al trabajo realizado por las matronas que trabajaron en el SNS entre 1952 y 1964 que examina algunos aspectos de la trayectoria laboral y, particularmente, el compromiso ético de estas profesionales con las metas sanitarias de la época (Zárate, 2007b; Godoy y Zárate, 2015).

La elaboración de este capítulo cuenta con el análisis de fuentes documentales clásicas como informes y estadísticas institucionales, monografías médicas y fichas clínicas producidas por la comunidad médica, y con la revisión de un par de documentos producidos por las propias matronas en la década de 1950. Estos últimos constituyen una fuente valiosísima, pues la reconstrucción de la historia de las matronas en Chile es difícil y escabrosa dada la casi inexistencia de fuentes producidas por ellas mismas. Esta condición particular y diferenciadora de otras profesionales paramédicas femeninas como las asistentes sociales y las enfermeras ─quienes han dejado un amplio registro de sus agrupaciones, de su trayectoria y de la defensa de sus derechos─ dificulta el acceso a su “propia voz” y a la documentación de su historia desde ellas mismas.

 

Antecedentes de las primeras matronas

En los albores de la naciente República de Chile, la preocupación por impulsar el crecimiento demográfico respaldó la necesidad de mejorar las condiciones del nacimiento y de la salud materno-infantil. Una de las primeras medidas en esta línea fue la fundación de la primera Escuela de Matronas en 1834, institución que reforzaba la idea de formar científicamente a quienes asistían a las parturientas y a la vez promovía que el principal campo ocupacional de las matronas sería la atención del parto en el domicilio de la población femenina, a excepción de aquellas mujeres pobres que llegaban a la Casa de Maternidad de Santiago, fundada en 1875, y en algunas salas de maternidad alojadas en hospitales de la Beneficencia, a fines del siglo XIX (Zárate, 2007a).

Entrenadas por médicos de la Universidad de Chile en las clínicas realizadas en la Casa de Maternidad de Santiago, a cargo de Josefina Mazuela ─unas de las pocas matronas consignadas con nombre y apellido en esa época─ las matronas formadas en esta escuela de existencia interrumpida se convirtieron en la primera alternativa asistencial formal que compitió gradualmente con la ofrecida por la tradicional partera o empírica. No obstante, la formación recibida en el siglo XIX no trajo consigo un proceso de profesionalización; es decir, no se constituyó una comunidad de matronas reconocida por la posesión de un conocimiento exclusivo que sólo ellas normaban, ni tampoco se fomentó que la dirección de dicha escuela quedara en manos de las primeras graduadas. Fueron los médicos quienes mantuvieron el control de la formación de las matronas ─cualidad que se mantuvo durante buena parte del siglo XX─ y delimitaron que las competencias de aquellas, en estricto rigor, se centraran en los partos considerados naturales y normales (Zárate, 2007a).

Con el cambio de siglo, y en el marco de la creciente visibilidad de una pobreza urbana que emergía como síntoma inequívoco de los primeros efectos de una incipiente industrialización, las preocupaciones sanitarias se transformaron en una materia de crucial alcance político. En 1900 por cada 1,000 nacidos vivos, morían 342; para 1920 la cifra había descendido sólo a 263 (Instituto Nacional de Estadísticas, 1999), y el deterioro físico y social que experimentaba la población trabajadora se constituyó en fuerte estímulo para que las élites más comprometidas con acciones caritativas, los movimientos de organizaciones políticas y laborales, y particularmente, la comunidad médica, presionaron al Estado a asumir un papel más activo en la contención social y sanitaria.

La presión médica fue explícita especialmente en dos reuniones: el Primer Congreso de las Gotas de Leche y el Primer Congreso de Beneficencia Pública, realizados en 1912 y 1917 respectivamente, en donde se planteó de manera general, la necesidad de racionalizar la asistencia caritativa, de modernizar los recintos asistenciales y de promover la formación de asistentes médicos y auxiliares. En relación a la asistencia del parto de las mujeres más pobres se reforzó, entre otros temas, la importancia de construir y promocionar asilos maternales ─importante antecedente de la asistencia hospitalaria del parto─ y se insistió en la instrucción de las matronas y el rechazo al trabajo de las “empíricas” (Zárate, 2007b).

A inicios de la década de 1920 la economía chilena estaba estancada y la crisis social y económica no daba tregua, especialmente ante la aparición del salitre sintético que competía con el salitre natural, principal recurso que sostenía al país. El gobierno del Presidente Alessandri no logró imponer una serie de reformas sociales dirigidas a contener el fuerte descontento político, las que finalmente fueron promulgadas después del Golpe Militar de Carlos Ibáñez del Campo de 1924. El sello de aquellas reformas fue el incremento de la intervención estatal en la vida ciudadana. Dos de ellas son fundamentales para las políticas sanitarias: la Ley de la Caja del Seguro Obrero Obligatorio de 1924 (CSO) y, posteriormente, las reformas al Código del Trabajo de 1931 que consagraron los derechos de la madre trabajadora, el descanso prenatal y postnatal y los subsidios materiales (Livinsgtone y Raczinsky, 1976). La ley de la CSO estableció la afiliación obligatoria de la población obrera ─hombres y mujeres menores de 65 años─ a un seguro de enfermedad e invalidez, e inauguró la obligatoriedad de la asistencia profesional de las parturientas durante el embarazo, parto y puerperio, más la entrega de auxilios durante el periodo previo y posterior del embarazo por un par de semanas (Ferrero Matte de Luna, 1946, p. 88).

La asistencia profesional del parto que brindaba la CSO a las madres trabajadoras, población objetivo de esta fundacional política sanitaria, estaba preferentemente en manos de las matronas funcionarias de la institución, y de matronas de libre elección a las que podían optar las aseguradas que residieran en las ciudades más populosas. Es clave indicar que esa asistencia profesional no era sinónimo de asistencia hospitalaria: lo que se quería imponer en la época era que el parto fuera asistido en el domicilio por profesionales certificados: médicos y matronas (Caja del Seguro Obligatorio, 1944).

Se consideraba que el trabajo de las matronas en los consultorios de la CSO era especialmente valioso, pues al diagnosticar tempranamente el curso del embarazo, facilitaban la labor del médico rural; podían reemplazar gradualmente a las parteras, y, en frecuentes ocasiones, ellas eran las únicas profesionales que asistían a las beneficiadas de la CSO en ausencia del médico. Pese a que desde la segunda mitad del siglo XIX, el trabajo que hacían las parteras era fuertemente criticado por la comunidad médica (Zárate, 2007a) la falta de cobertura que dicha comunidad podía ofrecer, especialmente en zonas rurales, permitió la coexistencia ─en ocasiones problemática─ de parteras y matronas al menos hasta mediados del siglo XX (Zárate, 2007b).

No está demás señalar que la queja habitual de la CSO era que el número de médicos no cubría la demanda sanitaria en general ni la asistencia de partos en particular. Sin embargo, a juicio de la comunidad médica, las dificultades para disponer de un número adecuado de matronas en zonas suburbanas y rurales fue un constante problema para la institución debido a la falta de incentivos económicos, al bajo número de graduadas y a las usuales renuncias de las matronas empleadas en consultorios y casas de socorros lejanas a las principales ciudades como Santiago, Valparaíso o Concepción (Caja del Seguro Obligatorio, Reuniones sobre Temas de Organización Interna de las Jornadas Médicas, 1939). A diferencia de investigaciones extranjeras que ofrecen testimonios de las propias matronas respecto de los desafíos que supuso la profesionalización asistencial del parto como, por ejemplo, el traslado de matronas a zonas rurales (Marland y Rafferty, 1997), en el caso chileno desconocemos cuáles eran sus posiciones, dado que las matronas locales no contaban con publicaciones periódicas, ni tampoco organizaciones gremiales que hayan producido textos en la época.

En rigor, es en la década de 1930 que las matronas se familiarizan más sistemáticamente con la asistencia hospitalaria del parto, pues si bien el criterio de la CSO era promover la asistencia profesional del parto domiciliario, de los 25,000 partos atendidos por la institución en 1939, 8,000 de ellos ya correspondían a partos atendidos en recintos maternales que, en su mayoría, respondían a casos de partos complicados, diagnosticados previamente o a urgencias obstétricas (Ortega, 1940).

En síntesis, el incremento del número de matronas que demandaba la CSO da cuenta del creciente interés por contar con sus servicios y de lo estratégico que era este recurso profesional para las metas de la institución.

La formalización del oficio

“Porque es tu prójimo, sé atenta y comedida. Alíviala si puedes. Porque va tu prestigio: trabaja en conciencia. Habla poco. Anda siempre aseada”. Según el médico Javier Rodríguez Barros, estos eran algunos de los consejos impresos en las paredes de la Maternidad de Santiago que las estudiantes para matronas debían recordar en la segunda década del siglo XX (Rodríguez Barros, 1918, p. 25).

La formación de las matronas que había comenzado en la Casa de Maternidad de Santiago, casa que se integró al Hospital San Francisco de Borja a fines del siglo XIX, fue reorganizada en torno a la creación de la Escuela de Obstetricia y Puericultura para matronas en 1913, al que se sumó el Instituto de Puericultura, iniciativa liderada por el medico Alcibíades Vicencio con el apoyo de la Municipalidad de Santiago. Dicha fusión robusteció la formación de las matronas, por medio de reformas al plan de estudios y la creación de un internado que facilitó la aceptación de estudiantes de provincias. Luego de dos años de estudios, las candidatas presentaban exámenes ante una comisión formada por el Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, el Director de la Escuela y otros dos miembros designados por la Facultad. Junto a la formación referida a la asistencia del parto, se insistía en materias como la educación maternal y el cuidado del recién nacido. Sus prácticas se desarrollaban en el Consultorio Obstétrico, Consultorio de Puericultura y el Servicio Domiciliario de Partos que mantenía la Municipalidad de Santiago, este último a cargo de cinco matronas que distribuían sus servicios en distintos barrios de la ciudad (Rodríguez Barros, 1918).

En este periodo, la asistencia hospitalaria del parto aún era una experiencia excepcional, dirigida sólo a las madres más pobres: las matronas se entrenaban en los procedimientos propios de esta asistencia únicamente en la práctica que desarrollaban en la Maternidad del Hospital San Borja. Pese a que en ocasiones las 72 camas se hacían escasas, se contaba con sala de partos para asistir cuatro partos simultáneamente y una sala de aislamiento de puérperas que lo convertían en el recinto asistencial más moderno. Las puérperas permanecían junto a sus hijos como máximo 8 días, si es que no presentaban patologías; y las internas junto al trabajo de asistencia del parto y revisión de las embarazadas, también eran responsables del orden y aseo de las dependencias del recinto; es decir, tempranamente su trabajo hospitalario estuvo asociado a tareas de servicio que se sumaban a las de carácter clínico. Precisamente, las numerosas tareas domésticas que debían realizar adicionalmente a la asistencia de las parturientas fue una de las protestas que las matronas hicieron públicas en el Congreso de 1951 que aquellas organizaron.

Después de este periodo fundacional, los reportes sobre la formación que recibían las matronas son fragmentarios. Durante la gestión de la Escuela de Obstetricia y Puericultura a cargo del reconocido obstetra Víctor Gazitua, no existió una reglamentación de “principios rígidos” respecto de los requisitos de postulantes hasta 1933, salvo saber leer y escribir, y contar con educación primaria.

Solo desde 1934 se solicitaba que las candidatas contaran con 4to de Humanidades; en 1935 se incrementó al 5to año, y desde 1947 sólo se aceptaron a quienes contaban con licencia secundaria completa. Finalmente en 1952 se estableció como requisito de ingreso el contar con el título de bachiller en biología, por tanto la carrera finalmente adquirió carácter universitario, si bien continuaba siendo dirigida por médicos. Paralelo al crecimiento de requisitos y de responsabilidades para las matronas se incrementó su cultura humanística y se homogeneizó su formación universitaria. En 1947, una reforma al plan de estudios permitió la incorporación de cátedras como Bacteriología, Higiene e Inmunología, y enfermería general en el primer año. En el segundo año se incorporaron las de Farmacología y Dietética, Patología General y Fisiopatología, y Medicina Social y Ética Profesional, favoreciéndose una educación más integral y acorde a las exigencias de otras escuelas sanitarias de la época (García Valenzuela, 1956). Respecto de las características socio-económicas de las candidatas, no tenemos mayores noticias; suponemos que dado las escasas exigencias académicas en las primeras décadas de esta formación, se trataba de mujeres que si bien podían postergar su ingreso al mercado laboral por un periodo breve, aquellas formaban parte de las clases medias bajas. También los gastos que suponía esta formación, según información del Tribunal del Protomedicato hasta fines del siglo XIX, podían ser asumidos por mujeres que contaban con cierto respaldo familiar: la exigua reconstrucción genealógica que hemos podido hacer nos enseña que varias de las candidatas a exámenes eran hijas de militares, pequeños comerciantes y profesores normalistas, entre otros (Zárate, 2007a). Desafortunadamente no se cuenta con datos sobre las candidatas a matronas en la primera mitad del siglo XX, pues no se conservan registros de las matrículas. Lo que sí es posible suponer es que dado los bajos ingresos que se recibía por el ejercicio de la profesión a mediados del siglo XX, ésta no atraía a una población femenina particularmente pudiente (Klimpel, 1962).

 

Gracias a su experiencia como Jefe de la Maternidad del Hospital San Francisco de Borja desde 1952 y como director de la Escuela de Matronas, Raúl García Valenzuela, planteaba que el principal desafío que deparaba la formación de las matronas a mediados de siglo, era entrenarlas en algunos problemas que afectaban la salud de la persona y la colectividad en el marco de los preceptos de la medicina social, pues su responsabilidad era mayor que las de “otras profesiones paramédicas que tratan de invadir sus dominios sin ninguna credencial”. Ante esta aseveración de García Valenzuela, es importante señalar que las matronas no eran estimuladas a realizar estudios de posgrado en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, fundada en 1943, como sí sucedía con otras profesionales paramédicas como las enfermeras, pese al interés de que las primeras debían entrenarse en “medicina social”. Asimismo, este médico volvía sobre una de las cuestiones sensibles del ejercicio de este oficio: la clásica vinculación de su trabajo a la práctica de abortos, práctica de un “grupo reducido de matronas”, que desprestigiaban el oficio y contribuía a su “subestimación” (García Valenzuela, 1956).

El Servicio Nacional de Salud y la salud materno-infantil

El SNS fue la institución de salud pública más importante de la historia chilena. Se creó en el año 1952, agrupó a las instituciones sanitarias existentes a la fecha y se encomendó la tarea de “reducir los riesgos de enfermar y morir” y promover “la salud física, mental y social” (Valenzuela; Juricic y Horwitz, 1953, p. 15). Realizó acciones sanitarias y de asistencia social, inspiradas en los principios de la salud como “completo estado de bienestar” desarrollado por la OMS.

Tanto en la doctrina que lo animó, como a nivel de sus realizaciones prácticas, el SNS fue una institución de alcances universalistas, que otorgó prestaciones curativas a más de un 70% de la población chilena, alcanzando una cobertura del 100% en programas de protección y fomento de la salud. El presupuesto del Servicio creció de manera sostenida desde su creación, y ya en 1966 constituía un 9.6% del gasto fiscal total, superando significativamente el aumento poblacional de esos mismos años, que no había superado el 13% (Lavados, 1984). El SNS consumía el 90% del presupuesto del sector salud y aproximadamente el 95% de las camas hospitalarias del país estuvieron bajo su responsabilidad hasta fines de la década de 1970, cualidades que avalaban un servicio sanitario internamente robusto, internacionalmente reconocido y hegemónico respecto de las políticas sociales chilenas.

Al cumplir una década de actividades, junto al reconocimiento del trabajo que realizaba, el SNS también recibía importantes críticas políticas y era objeto de fuertes presiones económicas en virtud de las dificultades que experimentaba para financiar las tareas monumentales en que se había embarcado desde su fundación. No obstante este espectáculo, los indicadores sanitarios experimentaron un franco ascenso respecto de la época anterior al servicio. Por ejemplo, a nivel de medicina curativa se incrementó el número de personas atendidas en consultas externas y hospitalización, a la vez que en estos últimos recintos se racionalizaron las estadías, al disminuir los días de internación de 19 días promedio en 1952 a 12.5 días en 1966 (Mardones Restat, 1967, p. 477).

Asimismo todos los indicadores sanitarios generales mejoraron significativamente (salvo la mortalidad infantil tardía) Entre 1925 y 1966 la mortalidad general bajó de 27.7 a 10.2, la mortalidad infantil disminuyó de 258 por 1,000 nacidos vivos a 101,9 y la mortalidad neonatal de 124 a 34,8 por 1,000 nacidos vivos. La expectativa de vida de 36 años en la década de 1920, alcanzó los 60.6 años en 1966 (Viel, 1989, p. 8; Medina, 1960, p. 740; Mardones Restat, 1967, p.477). Respecto de la atención médica, se incrementaron las atenciones en todos los niveles; se quintuplicó la entrega de leche, las consultas pediátricas, los exámenes de laboratorio y las vacunaciones, mientras que las consultas maternales crecieron en un 321%, los partos en un 158% y las consultas médicas en un 147% (Mardones Restat, 1967, p. 477)

Específicamente, la protección sanitaria de madres y niños fue un objetivo señero del SNS, toda vez que se entendía como un indicador para el desarrollo socioeconómico, y era preciso disminuir la tasa de mortalidad infantil que en 1950 aún era particularmente alta, alcanzando un 132.2% y la mortalidad materna un 3.3% (Valenzuela, Juricic, Horwitz, Garafulic, Pereda, 1956). A casi una década de su fundación, en 1961, más del 53.1% del conjunto de las atenciones brindadas por el servicio correspondían a las políticas materno-infantiles (Servicio Nacional de Salud, 1961). El nuevo servicio se propuso continuar y profundizar algunas de las políticas que había iniciado la CSO, entre ellas la asistencia profesional del parto y el control prenatal en donde las matronas tuvieron una importante responsabilidad, y también inauguró el primer programa de planificación familiar en 1965, implementado de manera significativa por matronas, dirigido principalmente a la contención de la alta tasa de abortos, uno de las más graves problemas de salud pública de aquella década (Zárate y González, 2015).

Gracias a la creciente red de consultorios suburbanos que el SNS impulsó desde la década de 1960, el papel de las matronas fue crecientemente significativo en labores de coordinación de la atención prenatal, regulación de la natalidad y atención de puerperio (Servicio Nacional de Salud, 1970). No menos importante fue la atención al recién nacido en los servicios obstétricos y en iniciativas como, por ejemplo, el Centro de Atención de prematuros del Hospital Calvo Mackenna (Servicio Nacional de Salud, 1959). En virtud de que las enfermeras recibieron tempranamente educación pediátrica y su influencia en centros de salud desde la década de 1940 fue creciente, su protagonismo en el cuidado sanitario infantil aumentó y, en ocasiones, el cuidado del recién nacido fue un factor de disputas importantes con las matronas, que se hicieron públicas en la década de 1970. No obstante, las matronas tenían un campo ocupacional asegurado en tanto la asistencia profesional del parto y el cuidado del recién nacido, que experimentó una fuerte demanda en la época, a lo que se sumó su central desempeño en las actividades de planificación familiar que el SNS inauguró en 1965 (Zárate y González, 2015).