7 Compañeras Mortales

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Capítulo 6: Horace

Horace ya había tenido bastante por el día. Despedido, increpado por mujeres raras, enfrentado no a una sino a dos personas imponentes, por no mencionar el calor. Estaba jadeando y sudoroso y el portal de su edificio de apartamentos parecía un oasis.

Claro, ahora estaba desempleado. Pero eso era un problema para más tarde.

Subió por las escaleras, vivía en el primer piso y no quería esperar al ascensor. Haciendo malabarismos con la caja, de nuevo, encontró sus llaves y entró.

Su apartamento era grande, demasiado grande para un soltero que vivía solo. Por supuesto, nunca podría permitírselo por su cuenta. Era la casa de sus padres, en la que creció. Sus padres habían ido a visitar a unos familiares en Australia para prolongar su verano allí, ya que las estaciones van opuestas, y decidieron quedarse.

Sí, en serio, fueron allí, les encantó el lugar, dijeron: «Qué diablos, estamos jubilados de todas formas», y le pidieron que les enviara algunas de sus pertenencias.

Así que lo dejaron solo en un apartamento de tres habitaciones en el norte de Atenas. La zona se llamaba Kifisia y era una de las más prominentes, pero estaba demasiado lejos para el trayecto diario al centro de Atenas. El transporte público era frecuente pero, como todo en Grecia, no se podía confiar en que llegara a tiempo. Horace generalmente pasaba al menos una hora, tal vez una hora y media entre la ida y la vuelta cada día. Y eso era en los días con servicio normal, porque las frecuentes huelgas de los conductores de autobús o de metro estaban creando nuevos y excitantes obstáculos en su camino.

Así era Grecia para él.

Dejó en el suelo la caja, con marcas del sudor de sus muñecas por donde la había sujetado. Se quitó los zapatos, un hábito de toda una vida que su madre le inculcó junto con los buenos modales. Y fue directo a la cocina, se sirvió un vaso de agua fría y se lo bebió de un trago. Con el mismo movimiento, mientras bebía agua, extendió su brazo para abrir la ventana y dejar entrar la brisa de la tarde.

La encontró abierta.

¿Se había olvidado? ¡Qué estúpido, Horace! El apartamento era viejo, pero los robos eran bastante comunes por allí, y él no podía permitirse el costoso sistema de alarma.

Encogiéndose de hombros y tomando nota mentalmente para comprobar los balcones y las ventanas antes de salir la próxima vez, abrió la nevera. El aire frío en sus mejillas le resultó muy agradable.

―No hay más limonada. Deberías comprar otra vez ―dijo una voz cansada desde la sala de estar.

Horace asintió.

Luego se quedó en estado de shock, porque recordó que vivía solo.

Se volvió hacia la sala de estar y caminó como un gato, sigilosamente sobre sus calcetines. Buscó algo que pudiera usar como arma. Tenía una daga ornamental de un viejo videojuego. Era endeble, pero el ladrón no lo sabía. Poniendo con cuidado un pie delante del otro, se acercó a la sala de estar y echó un vistazo.

La televisión estaba encendida. Y había latas de limonada tiradas por todas partes.

Alguien estaba en su sofá.

Una alguien femenina.

Miró hacia atrás, y sacudió los hombros. Puso su espalda contra la pared para que no pudiera sorprenderle nadie más que hubiera entrado, y entró en la sala de estar empuñando la daga de fantasía.

―¿Quién coño eres tú? ―chilló, mucho más alto de lo que le hubiera gustado. Se aclaró la garganta y repitió la pregunta profundamente, como un hombre―. Quiero decir, ¿quién eres?

La mujer se volvió lentamente hacia él. Tenía los párpados caídos, como si le hubiera interrumpido la siesta. Qué grosero. Llevaba un pijama azul claro que tenía pelusa por el uso excesivo. Parecía cómodo y suave, y Horace pensó que a Evie le gustaría. Tenía una manta en los pies y estaba echada cómodamente, acurrucada en su sofá. Era rubia platino, y muy delgada. Sus movimientos eran muy lentos, y su voz sonaba muy lejana, como la de Luna en las películas de Harry Potter.

―Hola Horace. Soy Desidia. Encantada de conocerte ―dijo ella y le sonrió lentamente.

Horace se dio cuenta de que estaba amenazando a una chica flaca con un cuchillo, así que lo puso a un lado. Pero, después de todo, ella había irrumpido en su casa. Entonces vio la bolsa de viaje azul junto a ella.

―Sí, encantado de conocerte, Desidia, lo que sea. ¿Por qué estás en mi casa?

―Voy a vivir aquí contigo ―dijo con naturalidad.

―¿Qué?

―Oh, disculpa, a veces hablo demasiado bajo. Dije que voy a…

―No, si te he oído. Decía «qué» queriendo decir «¿por qué?»

―Ah, hum… Es parte de las condiciones que aceptaste. ―Lentamente se volvió hacia la televisión, como si el asunto estuviera resuelto.

Horace dejó caer la daga sobre la mesa de café y se puso entre ella y la televisión.

―¿Qué condiciones son esas?

―Horace, sh sh shhh ―dijo lentamente―, realmente deberías leer esas cosas. Nunca sabes lo que podrías haber acordado.

―¿Te refieres a esa aplicación? ―preguntó, frenético, buscando el teléfono en su bolsillo.

―¡Sí! ―dijo ella con toda la emoción que sus ojos pudieron reunir.

Encontró la aplicación y revisó los términos y condiciones del servicio, mirando todo alocadamente.

―Déjame ayudarte con eso. Dice que el mortal, a partir de ahora, se compromete a proporcionar alojamiento y todas las comodidades necesarias a cambio de orientación.

―¿Qué clase de orientación?

Ella sofocó una carcajada, pero a cámara lenta. Luego se levantó, parecía un glaciar acercándose. Cuando finalmente llegó a él, tocó su sien con su dedo huesudo.

―Orientación del pensamiento, por supuesto.

Sus ojos eran de un azul claro y él se quedó absorto por un minuto al sentir su presencia tan cerca de él. Desidia caminó lentamente de regreso a su lugar y se puso cómoda.

En. Su. Sofá.

―Mire, señora, no sé qué clase de broma están haciendo usted y las otras…

―Nada de bromas. Yo me quedo. Ahora muévete, estoy viendo este programa y el mando está demasiado lejos para rebobinarlo.

Horace se hizo a un lado, y luego miró el mando a distancia. Luego a ella. Luego al mando, otra vez. Estaba justo al lado de ella.

Justo. Al lado. De ella.

Enloqueció.

―¿De qué estás hablando? ¡Está justo ahí! ¡El maldito mando a distancia está justo ahí! Sólo mueve la mano, ¿qué, cinco, seis centímetros?

Desidia volvió los ojos hacia el mando y lo miró lánguidamente. Luego soltó un profundo suspiro de rendición, de derrota. De pereza.

Horace lanzó sus brazos al aire.

¡Jo-der! ―dijo y caminó alrededor de la mesita, tomó el mando y lo colocó a unos centímetros de distancia de la palma de su mano.

Ella lo miró y sonrió.

―Vaya. Gracias, querido.

La aplicación emitió un pitido y él abrió la notificación.

Un nuevo token recogido, decía. El objeto giratorio en realidad aumentada tenía la palabra griega para pereza en él, ΑΚΗΔΙΑ.

Tocó un icono en la aplicación que decía «Estadísticas».

Tokens de Pensamientos Malignos:

Gula 0

Lujuria 0

Avaricia 0

Soberbia 1

Envidia 0

Ira 1

Desidia 1

Frunció el ceño, mirando a la frágil mujer en su sofá, y luego de vuelta a la aplicación. ¿Cómo se llamaba la enana? ¿Ira? Y Soberbia antes en la oficina, y Desidia justo aquí delante de él. Así que todas estaban en el ajo.

Pero, ¿qué sentido tenía todo esto? No era gracioso. ¿Había cámaras ocultas? Él no era nadie, un empleado temporal, nadie se molestaría en gastarle una broma, y mucho menos tan elaborada como esta, con aplicaciones en realidad aumentada y varias mujeres.

La mente de Horace se apresuró y giró la cabeza hacia atrás para exigirle respuestas a Desidia o quien fuese.

Su única respuesta fue un suave ronquido de la delgada mujer.

Él parpadeó un par de veces. Seguía roncando.

Suspiró, y luego la cubrió con una manta. Todavía hacía calor en los suburbios del norte, pero la gente delgada como ella siempre tenía frío.

Capítulo 7: Ira

Ira esperó en el vagón. Cuando el tipo grande se bajó, ella también. Fue detrás de él, prácticamente corriendo, él tenía las piernas tan largas y ella tan cortas que no podía seguirle el ritmo caminando.

No importaba. Hacía ejercicio, después de todo.

Él subió las escaleras del metro y ella lo siguió.

A pesar de su vestido rojo, no la miró. No era tan guapa, y ser diferente hacía que muchos hombres miraran para otro lado.

Ira apretó los puños y lo siguió. El tipo se bajó del metro y salió a la calle. Ira no sabía dónde estaba, pero no le importaba. Todo lo que veía era rojo en su visión, todo lo que le importaba era el desprevenido hijo de perra que tenía delante, todo lo que quería era zurrarlo hasta dejarlo en el suelo.

Vio a un mendigo acercarse al hombre grande mientras pasaba, agitando su vaso de corcho para que las monedas sonaran. El hombre grande abofeteó al mendigo y le quitó el cambio.

Qué. Puto. Imbécil.

El hombre grande se fijó en ella y le dijo:

―¿Qué quieres, enana? ―Se mofó y se fue, sin darle más importancia.

Las uñas de Ira estaban prácticamente clavadas en sus palmas. Corrió hacia delante y atacó al hombre grande por la espalda. No tenía que pelear limpiamente. Después de todo, él pesaba el doble que ella.

El hombre grande gimió al caer con fuerza sobre el pavimento. Ira se subió encima de él y le clavó el tacón en la barriga. Gritó de dolor mientras ella lo pisoteaba con todo su peso. Luchó contra ella, arañándola. Ella pisoteó su rodilla. Él le dio un puñetazo en la cara, haciéndole sangrar la nariz.

 

El mendigo gritó y huyó.

Ira se enfureció y atizó al hombre grande. Sus puños golpeaban la carne, sus nudillos sangraban y se abrían, su cara solo mostraba ira.

Ella dijo cada palabra con un puñetazo en la cara:

―Enana. No. Es. El. Termino. Políticamente. ¡Correcto!

Continuó hasta que él dejó de moverse.

Capítulo 8: Evie

―Espera, ¿entonces fuiste a comprarle limonada? ―preguntó Evie, hablando por teléfono. Estaba tumbada de espaldas, con el pelo cayendo sobre el borde de la cama. Le gustaba estar en esa posición, con los pies en la pared fría.

―Sí, estoy en el periptero de la esquina ―dijo Horace, suspirando al teléfono. Hablaba de los quioscos que tenían casi de todo bajo el sol, esas pequeñas tiendas ubicadas en cada esquina griega.

Evie sabía de cuál hablaba. A veces iba con él a su casa, Kifisia era una gran zona residencial con muchos pinos y flores. Veían películas o jugaban a juegos de mesa, y el periptero era un destino recurrente para reabastecerse de comestibles y refrescos. Pensando en refrescos, ella se pellizcó la barriga. Era mucho más fácil de pellizcar de lo que le gustaría. Tenía que hacer más ejercicio.

Pero no quería.

Ella resopló, cubriéndose los ojos con su brazo libre.

―Horace, ha irrumpido en tu casa.

―Lo sé. Pero esto, hum… Es raro, pero no me siento amenazado. Todo esto de la aplicación y los tokens…

―Dijiste que la otra mujer mencionó explícitamente la palabra «peligro». ―Por la diosa, a veces era tan testarudo.

―Está durmiendo ahora mismo, con ronquido suave y todo. Pero bueno, ya veremos. Podría ser adicta o algo así, por la forma en que se mueve… La echaré mañana.

Evie sintió una punzada de celos. Era irracional, lo sabía. Horace no era su novio. No eran nada. Ella nunca admitió que había aceptado ese horrible trabajo temporal solo para estar cerca de él unas horas más al día.

Ese friki estúpido no era suyo. Pero escuchar que otra mujer pasaría la noche dormitando en su sofá la había picado un poco. Era algo entre ellos, su sofá. No habían hecho nada más que pasar el rato y reírse y tal, pero era algo entre ellos dos.

No de aquella extraña mujer que había irrumpido en su casa.

¿Era tan mala señal como parecía?

―Pero, de momento, vas a traerle limonada.

Horace inhaló profundamente.

―Claro, ¿por qué no?

Oh, pobre estúpido.

Evie se imaginó a esa puta encima de Horace. «Tráeme un poco de limonada», le atribuyó voz chillona. «Tráeme helado, hace calor». «Ah, me voy a quitar esto, espero que no te importe».

Se estremeció y apartó las imágenes de su mente.

¿Qué era todo esto de repente? ¿Celosa? ¿Ella? Nunca se había sentido tan celosa hasta entonces. Tal vez era porque tenía treinta años y todas sus amigas se habían casado y tenían su carrera encaminada. Ella había eliminado cuidadosamente a un montón de gente de su página de Agora. No quería recibir el aluvión constante de fotos de bodas y bebés.

Era demasiado.

Conocía a Horace desde el instituto. Habían sido amigos a temporadas durante todo ese tiempo, pero últimamente se habían dado cuenta de que les gustaba pasar el tiempo juntos. Él era bastante friki de los juegos de fantasía y las heroínas animadas prácticamente desnudas y videojuegos de lo mismo, pero con gráficos poligonales.

Al principio pensaba que era ridículo, pero tras superar la repulsión inicial se dio cuenta de que le divertían mucho esos juegos. Le encantaba ser una bruja malvada que podía controlar el fuego y quemar a sus enemigos, con las tetas moviéndose según la física cuidadosamente implantada. Le encantaba abrirse paso a hachazos entre sus adversarios como una troll hembra, inmune al daño físico, sin importar cortes ni rasguños, matándolos con su gran espada mágica.

Le encantaba escapar de su miserable vida.

Claro, toda aquella comunidad era un puñado de raritos. Frikis, gafotas, la mayoría de ellos definitivamente vírgenes.

Horace no era virgen, ella lo sabía. De hecho, ella conocía todas sus conquistas pasadas, incluso aquella aventura de verano de la que no le habló a nadie con una maestra mayor en Creta.

No, Horace era… ¿Cómo lo describiría?

No estaba en forma, desde luego. No hacía mucho ejercicio, pero tenía un cuerpo normal. Un ligero retroceso en la línea de su pelo castaño. A ella no le importaba, a juzgar por su padre, la edad le sentaría bien.

A Evie le gustaban mucho sus manos. Suaves, triangulares, artísticas. Podía hacer muchas cosas con esas manos. Podía pintar, ensamblar maquetas de carros y tanques de ciencia ficción, trabajar en la computadora.

Él era una cabeza más alto que ella, teniendo en cuenta que ella era bajita. Le gustaba pisarle los dedos de los pies para darle un abrazo de buenas noches.

Evie se dio cuenta de que estaba sonriendo como una idiota.

Horace le seguía hablando pero no ella no se enteraba de nada.

―Bueno, vemos para el fin de semana, ¿no?

―Hum… claro. Escríbeme ―contestó ella.

―De acuerdo ―dijo, y colgó.

Evie sintió que se sonrojaba, tuvo más calor incluso que antes. El teléfono también se sobrecalentaba, haciendo que un lado de su cara sudara.

Sí, eso era todo. Ella chistó.

Era el teléfono, que daba calor. Nada más que eso. Puso los pies en la pared fría.

Capítulo 9: Horace

Horace volvió a su casa. Se asomó a la sala de estar para comprobar de nuevo que no eran imaginaciones suyas. No, ahí seguía Desidia, roncando suavemente, con la manta hasta la cintura y la tele todavía puesta.

¿Qué iba a hacer con ella? Realmente no creía lo que aquellas mujeres decían, pero tampoco era capaz de echarla. ¿Quería instalarse?

A Horace no le importaría, tenía espacio de sobra y necesitaba el dinero. Pero, ¿podría ella permitirse… algo?

Desidia era la apoteosis del típico amigo parásito de la universidad, ese que se fumaba tus cigarrillos, dormía en tu sofá y se comía tus sobras de pizza.

El típico que se adhería como una sanguijuela a tu vida hasta que las cosas se volvían demasiado serias para ignorarlas y había que arrancarlo de raíz.

Puso la limonada y el resto de la compra en la nevera. Se dio cuenta de que estaba templada, así que ajustó la temperatura. Aún no era verano, pero los días eran cada vez más calurosos.

La rabia que le quedaba porque Desidia irrumpiera de en su casa y se apropiara de su sofá se evaporó rápidamente.

Era verdad que estaba un poco solo, admitió. Sí, veía a gente en el trabajo, pero nada parecido a una amistad. Y sus padres llevaban fuera ya mucho tiempo. Los había visto dos veces en los últimos cinco años. Siempre lo invitaban a Australia y le ofrecían pagarle el vuelo, pero él no se animaba a hacerlo.

Al final, tenía un apartamento enorme para él solo, lo suficientemente grande como para alojar a una familia, tres dormitorios, dos baños, sala de estar, balcones por todas partes, buena vista a una zona verde, ciento veinte metros cuadrados para compadecerse de sí mismo.

Sabía que lo lógico era alquilar el apartamento e irse a vivir a un lugar más asequible, pero siempre lo aplazaba para el año siguiente y el tiempo pasaba. Surgían cosas, ¿sabes?

Entró en su habitación de la infancia y cerró la puerta. Hacer eso, cerrar la puerta, era algo que no solía hacer desde hacía años. Sacó las figuras de acción de la caja y las puso en los estantes, junto a las de su colección.

Horace sabía que no le beneficiaba alardear de sus aficiones frikis en su lugar de trabajo. La gente se reía y se burlaba de él en cuanto se daba la vuelta, pero después de un par de meses ya nadie se tomaba la molestia. No podía entenderlo, el tipo que estaba a su lado tenía el estadio Olympiacos en rojo y blanco. Deportistas, copas, entradas de partidos de fútbol o algo así.

¿Por qué eso lo consideraban tolerable y normal?

Era un doble rasero de mierda. Los aficionados al deporte se disfrazaban, pintaban sus cuerpos y se comportaban como enajenados, y eso de alguna manera era más aceptable que un grupo de chicos inteligentes que disfrutaban historias de ficción y videojuegos.

Horace se dio cuenta de que estaba haciendo lo mismo con Desidia, juzgarla por un encuentro de dos minutos. Decidió darle el beneficio de la duda. Desempolvó las figuras de acción y los otros muñecos de su colección. Siempre prefirió las historias de ciencia ficción, pero las mujeres de los cuentos de fantasía le atraían mucho.

Luego se relajó en su habitación durante un rato, pensando en qué preparar después para los dos. Algo saludable, zanahorias y esas mierdas. Sí, eso sería lo mejor. Le esperaba una temporada buscando trabajo, y sabía muy bien, por tiempos pasados de su vida, que poco a poco iría cayendo en malos hábitos, como pedir comida a domicilio todos los días y dormir hasta tarde. Era inevitable, lo sabía, pero cuanto más retrasara la decadencia, mejor.

Se puso en pie y tuvo que lavar algunos platos, teniendo especial cuidado de no hacer mucho ruido. Era fácil saber si Desidia seguía durmiendo la siesta, sólo había que escuchar el suave sonido de los ronquidos.

Era tarde, pero aún había luz. Los días se hacían más largos. Preparó una cena más bien saludable, sándwiches de pavo y queso con guarnición de zanahorias y papas fritas. Mañana iría a por alimentos más sanos. Ya no podía oír los ronquidos de Desidia. Tomó dos de las limonadas frías y llevó la bandeja a la sala de estar.

Ella volvió sus ojos caídos hacia él.

―Oh, qué lindo. ¿Esto es para mí?

―Sí, pensé que tendrías hambre.

Puso la bandeja sobre la mesa de café y se sentó junto a ella, pero no tanto como para que se sintiera incómoda.

Si lo estaba, no lo demostró.

―¡Hala! Eso es muy dulce de tu parte ―dijo Desidia con voz graciosa. Cogió una zanahoria con un movimiento lentísimo y la mordisqueó como un conejo.

Él suspiró.

―Desidia, mira. Si esto es una broma, no estoy de humor. Me acaban de despedir hoy y necesito un minuto para pensar en lo que voy a hacer, ¿entiendes?

Ella hizo un gesto con la mano para alejar las preocupaciones.

―Eh. Relájate ―dijo soltando todo el aire―. Deja de preocuparte. Ahora estamos aquí. Tú y yo. Disfrutemos de la compañía del otro. Tomemos algo de picar y veamos alguna serie. Me apetece algún drama policial, una temporada o dos.

Horace resopló.

―Tu respuesta ha ido en una dirección diferente de la que pensé.

Desidia se comió una papa frita. Era una muy pequeña. No era de extrañar que estuviera tan delgada.

―¿No te gusta emborracharte?

―¡Bueno, sí me gusta! Pero… ―su voz se apagó. Sí, ¿de qué se preocupaba? Hoy había sido un día de mierda y raro. Necesitaba relajarse y vaciar su mente mediante la honorable tradición de darse atracones de programas malos de televisión, sin preocuparse por el mañana―. Sí. Hagámoslo.

Desidia sonrió, pero el gesto no llegó a sus mejillas. Dioses, ¿era demasiado perezosa para sonreír correctamente? Qué mujer tan rara.

Horace se encogió de hombros y se echó hacia atrás junto a Desidia, puso una serie de criminales y cosas así y picoteó papas fritas, dejando las preocupaciones a un lado.