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–¿Cómo va el Diccionario? –preguntó Winston, alzando la voz por sobre el ruido.

–Lento –respondió Syme–. Estoy trabajando en los adjetivos. Es fascinante.

La cara le brilló inmediatamente a la mención de la palabra neolengua. Apartó el plato hacia un lado, tomó su trozo de pan con un gesto delicado y con la otra mano tomó el queso, y se inclinó sobre la mesa para poder hablar sin tener que gritar.

–La undécima edición es la edición definitiva –dijo–. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable otra lengua. Cuando terminemos nuestra labor, la gente como tú tendrá que aprenderlo entero otra vez. Seguramente crees que nuestro trabajo es inventar nuevas palabras. ¡Pero no tiene nada que ver! Estamos destruyendo palabras, centenares de ellas, cientos, todos los días. Estamos reduciendo el lenguaje hasta los huesos. La undécima edición no contendrá ni una palabra que se vuelva obsoleta antes del año 2050.

Dio un hambriento mordisco a su pan y tragó antes de seguir hablando con una especie de pedante pasión. Su delgada y oscura cara se volvió animada, sus ojos perdieron aquella expresión burlona y se volvieron casi soñadores.

–La destrucción de las palabras es algo muy hermoso. Por supuesto que el mayor derroche está en los verbos y en los adjetivos, pero hay cientos de sustantivos de los que se puede prescindir. No sólo los sinónimos, también los antónimos. Después de todo, ¿qué justificación hay para una palabra que es simplemente la opuesta de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Tomemos, por ejemplo, “bueno”. Si tienes una palabra como “bueno”, ¿qué necesidad hay de la palabra “malo”? “Nobueno” sirve exactamente igual, mejor aún, porque es el exacto antónimo de la palabra. Ahora, si quieres una palabra más fuerte para “bueno”, ¿qué sentido tiene usar la lista completa de palabras vagas e inútiles como “excelente”, “espléndido”, u otras por el estilo? “Másbueno” significa lo mismo, o “Doblemásbueno”, si quieres algo aún más fuerte. Claro que ahora usamos todas esas formas, pero en la versión final de la neolengua no habrá nada más. Al final, todas las palabras relacionadas con los conceptos de maldad y bondad serán reducidas a seis términos; en realidad, sólo a una palabra. ¿Ves la belleza de esto? Por supuesto que fue una idea original del Gran Hermano –agregó tardíamente.

Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó rápida e insípidamente. No obstante, Syme detectó de inmediato su falta de entusiasmo.

–Tú no aprecias realmente la neolengua, Winston –dijo casi con tristeza–. Incluso cuando escribes, continúas pensando en hablantigua. He leído algunas de las cosas que ocasionalmente escribes en el Times. Son muy buenas, pero son traducciones. En tu corazón prefieres el hablantigua, con toda su vaguedad e inútiles sutilezas de significado. Tú no aprecias la belleza de la destrucción de palabras. ¿Sabías que la neolengua es el único idioma en el mundo cuyo vocabulario se vuelve más pequeño cada año?

Por supuesto que Winston lo sabía. Sonrió con simpatía pero sin atreverse a hablar. Syme mordió otro pedazo de pan negro, lo masticó un poco y prosiguió:

–¿No ves que toda la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento? Al final lograremos que el crimental sea literalmente imposible, pues no habrán palabras para expresarlo. Cada concepto que se necesite será expresado con una palabra exacta, y sus significados afines borrados y olvidados para siempre. Ya en la undécima edición no estamos lejos de ese objetivo. Pero el proceso continuará incluso después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año menos y menos palabras, y el alcance de la conciencia siempre será un poco menor. Naturalmente, ahora tampoco hay justificación o razón alguna para cometer un crimental. Es sólo una cuestión de disciplina, de control de la realidad. Pero al final ni siquiera habrá necesidad de eso. La Revolución estará completa cuando el lenguaje sea perfecto. La neolengua es Ingsoc e Ingsoc es la neolengua –agregó con una especie de mística satisfacción–. ¿Alguna vez se te ha ocurrido, Winston, que a más tardar el año 2050, ningún humano podrá entender una conversación como la que estamos sosteniendo ahora?

–Excepto... –comenzó Winston lleno de dudas, pero se detuvo.

Había tenido en la punta de la lengua la frase “Excepto los proletarios”, pero se reprimió pues no estaba totalmente seguro de que fuera una observación ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó sus palabras.

–Los proletarios no son seres humanos –dijo descuidadamente–. Hacia el 2050, o quizás antes, todo conocimiento efectivo del hablantigua habrá desaparecido. Toda la literatura del pasado será destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron existirán sólo en versiones en neolengua, no meramente cambiadas en algo diferente, sino que convertidas en algo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido será alterada. Hasta los eslóganes cambiarán. ¿Cómo podrás tener un eslogan como “libertad es esclavitud” cuando el concepto de libertad haya sido abolido? Toda la estructura del pensamiento será cambiada. De hecho, no habrá pensamiento tal como nosotros lo entendemos. Ortodoxia significa no pensar, no necesitar pensar. Ortodoxia es inconsciencia.

Uno de estos días, pensó Winston con profunda convicción, Syme será vaporizado. Es demasiado inteligente. Ve todo muy claramente y habla con excesiva franqueza. Al Partido no le gusta ese tipo de personas. Un día desaparecerá. Está escrito en su cara.

Winston había terminado su pan y su queso. Se acomodó en la silla para beber su tazón de café. En la mesa de la izquierda el hombre de estridente voz seguía hablando sin cesar. Una joven mujer, quizás su secretaria, sentada a espaldas de Winston, le escuchaba y parecía estar de acuerdo en todo lo que decía. De vez en cuando, Winston captaba algún tipo de observación como: “Creo que tiene razón, estoy totalmente de acuerdo”, pronunciada con voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no cesaba, ni siquiera cuando la joven hablaba. Winston conocía al hombre de vista, aunque no sabía más de él salvo que tenía un importante puesto en el Departamento de Ficción Narrativa. Tenía aproximadamente treinta años, un largo cuello musculoso y una boca movediza. Su cabeza estaba echada un poco para atrás, y quizás, debido al ángulo en que se encontraba sentado, sus anteojos reflejaron la luz y mostraron ante Winston dos discos blancos en vez de ojos. Lo terrible era que del torrente de ruido que brotaba de su boca casi no se podía distinguir una palabra. Una sola vez Winston captó “completa y final eliminación del Goldstenismo”, pronunciada con tanta rapidez que parecía una sola pieza, como un bloque sólido. El resto era sólo ruido, un continuo cuac-cuac. Y sin embargo, aunque no se podía oír lo que el hombre decía, no cabía duda de su naturaleza. Podía estar denunciando a Goldstein y demandando medidas más duras contra los criminales mentales, podía estar pronunciando diatribas contra las atrocidades del ejército de Eurasia, podía estar alabando al Gran Hermano o a los héroes del frente Malabar; no había mayor diferencia. Fuera lo que fuera, podías estar seguro de que era ortodoxia pura, puro Ingsoc. Al mirar esa cara sin ojos y esa mandíbula moviéndose rápidamente, Winston tuvo la curiosa sensación de que no era un ser humano sino que un tipo de títere. No era el cerebro de un hombre lo que hablaba; era su laringe. Lo que salía de él eran palabras, pero no un verdadero discurso con sentido; era un ruidoso murmullo inconsciente, como el graznido de un pato.

–Hay una palabra en neolengua –dijo Syme–, no sé si la conoces: patohablar, graznar como un pato. Es una de esas interesantes palabras que tienen dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.

No cabía duda de que Syme sería vaporizado, volvió a pensar Winston. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía muy bien que Syme lo despreciaba y que era perfectamente capaz de denunciarlo como criminal mental si encontraba una razón para hacerlo. Había algo sutilmente equivocado en Syme. Algo le faltaba: discreción, indiferencia, algo como una estupidez salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se regocijaba con las victorias, odiaba a los herejes y no sólo con sinceridad sino que con cierto inquieto celo, manejando más información que cualquier miembro ordinario del Partido. Y sin embargo, siempre se le adhería un leve aire de mala fama. Decía cosas que era mejor no decir, había leído demasiados libros, frecuentaba el Café del Castaño, antro de pintores y músicos. No había ley, ni siquiera una prohibición tácita, contra quienes acudían al Café del Castaño; sin embargo, el lugar de alguna manera tenía mal agüero. Los antiguos y desacreditados líderes del Partido solían reunirse allí antes de ser purgados. El mismo Goldstein –decían– había sido visto en ese lugar hace años, décadas atrás. El destino de Syme no era difícil de predecir. Y no obstante, era un hecho que si Syme llegaba a conocer, aunque fuera por tres segundos, la naturaleza de las secretas opiniones de Winston, lo delataría de inmediato a la Policía del Pensamiento. Lo mismo haría cualquier otro, pero Syme más que nadie. El celo no era suficiente. La ortodoxia era la inconsciencia.

Syme levantó la vista.

–Ahí viene Parsons –dijo.

Algo en su tono de voz pareció agregar “ese maldito idiota”. Parsons, vecino de Winston en los Edificios de la Victoria, efectivamente se abría paso a través del salón. Era un gordinflón de mediana estatura con pelo claro y cara de sapo. A los treinta y cinco años ya tenía rollos de grasa en el cuello y la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Toda su apariencia hacía pensar en un niño muy crecido, y a pesar de usar el overol reglamentario, era casi imposible no imaginarlo vestido con los shorts azules, la polera gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, siempre se tenía la imagen de un muchacho con las rodillas sucias y las mangas arremangadas. Y en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o cualquier otra actividad física que le diera una excusa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre “¡Hola, hola!” y se sentó en la mesa, esparciendo un intenso olor a sudor. Su cara rojiza estaba llena de gotas de sudor. Su capacidad de sudar era extraordinaria. En el Centro Comunitario siempre sabían cuando había estado jugando ping-pong, por la humedad en el mango de la paleta. Syme sacó una tira de papel con una larga columna de palabras, y las estudiaba con una lapicera de tinta entre sus dedos.

 

–Míralo, trabajando en la hora de almuerzo –dijo Parsons codeando a Winston–. ¿Qué aplicado, eh? ¿Qué tienes ahí, viejo? Algo demasiado intelectual para mí, supongo. Smith, viejo, te diré por qué te andaba persiguiendo. Olvidaste darme dinero para la donación.

–¿Cuál donación? –dijo Winston, buscando automáticamente el dinero. Alrededor de una cuarta parte del sueldo se destinaba para donaciones voluntarias, y eran tantas que resultaba difícil seguirles la pista.

–Para la Semana del Odio. Tú sabes, la colecta casa por casa. Soy el tesorero de nuestra cuadra. Estamos haciendo un gran esfuerzo para montar un espectáculo tremendo. Te digo, no será mi culpa si los viejos Edificios de la Victoria no tienen el mejor despliegue de banderas en la calle. Me prometiste dos dólares.

Winston le pasó dos billetes arrugados y grasientos que encontró en su bolsillo, y que Parsons registró en una libretita con la clara caligrafía de los iletrados.

–A propósito, viejo –dijo–, oí que mi pequeño bandido te disparó ayer con su onda. Le di su merecido. Hasta le dije que si lo volvía a hacer le quitaría la honda.

–Creo que estaba un poco enojado por no ir a la ejecución –dijo Winston.

–Ah, bueno... lo que quiero decir es que muestra el espíritu correcto, ¿no? Los bandidos son muy traviesos, ¡pero qué astutos! Naturalmente, en lo único que piensan es en los Espías y en la guerra. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando fue de excursión con su tropa a Berkhampstead? Junto con otras dos niñas se separaron de la excursión toda la tarde para seguir a un hombre extraño. Le siguieron el rastro por dos horas a través del bosque, y cuando llegaron a Amershan, lo entregaron a las patrullas.

–¿Por qué hicieron eso? –preguntó Winston sobresaltado.

Parsons continuó triunfante:

–Mi hija se aseguró de que fuera algún tipo de agente enemigo, que a lo mejor pudo haber llegado en paracaídas. Este es el punto, viejo. ¿Qué crees que la hizo sospechar? Notó que usaba unos zapatos muy raros, que ella no había visto antes. Así que debía ser extranjero. Bastante inteligente para una chiquilla de siete años, ¿no?

–¿Qué pasó con el hombre? –preguntó Winston.

–Ah, no sabría decirte. Pero no me sorprendería si... –Parsons hizo como si disparara un rifle y chasqueó la lengua imitando un disparo.

–Bien –dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de su pedazo de papel.

–Claro, no podemos correr riesgos –agregó Winston obedientemente.

–Lo que pasa es que estamos en guerra –dijo Parsons.

Como confirmación de esto, una trompeta sonó en la telepantalla justo sobre sus cabezas. Sin embargo, esta vez no era la proclamación de una victoria militar, sino simplemente un anuncio del Ministerio de la Abundancia.

–¡Camaradas! –gritó una ansiosa voz juvenil–. ¡Atención, camaradas! Tenemos una gloriosa noticia. ¡Hemos ganado la batalla de la producción! Los últimos datos sobre el nivel de consumo están completos y demuestran que el nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento más que el año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía irrefrenables y espontáneas manifestaciones; los trabajadores marcharon fuera de sus fábricas y oficinas, y desfilaron a través de las calles portando banderas que proclamaban gratitud hacia el Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su soberanía nos ha proporcionado. Aquí están las cifras completas. En alimentación...

La frase “vida nueva y feliz” se repitió varias veces. Eran las últimas palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, atraído por el sonido de la trompeta, escuchaba con la boca abierta y solemne, con algo de aburrimiento virtuoso. No podía seguir las cifras, pero entendía que de alguna manera eran motivo de satisfacción. Había sacado una enorme e inmunda pipa que tenía la mitad del tabaco a medio fumar. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era imposible llenar una pipa hasta el tope. Winston fumaba un Cigarrillo de la Victoria, cuidando de mantenerlo horizontal. La nueva ración la entregarían mañana y sólo le quedaban cuatro cigarrillos. Por el momento había cerrado sus oídos a los ruidos remotos y estaba escuchando lo que salía de la telepantalla. Parece que también hubo manifestaciones de agradecimiento al Gran Hermano por aumentar la ración de chocolate a veinte gramos por semana. Y apenas ayer, reflexionó, se anunció que la ración sería reducida a veinte gramos por semana. ¿Era posible que la gente se tragara eso, si sólo habían pasado veinticuatro horas? Sí, se lo tragaban. Parsons se lo tragaba fácilmente, con la estupidez de un animal. La criatura sin ojos del otro lado de la mesa se lo tragaba fanáticamente, apasionadamente, con un furioso deseo de rastrear, denunciar y vaporizar a cualquiera que sugiriera que la ración de la semana pasada había sido de treinta gramos. También Syme –de una manera más compleja, que involucraba doblepensar– se lo tragaba. ¿Era sólo él, entonces, el único poseedor de memoria?

Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En comparación con el año pasado, había más alimento, más ropa, más casas, más muebles, más ollas, más bencina, más barcos, más helicópteros, más libros, más recién nacidos; más de todo excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y minuto a minuto, todos y todo mejoraba vertiginosamente. Como Syme hace un rato, Winston tomó su cuchara y empezó a dar toquecitos en la descolorada salsa chorreada sobre la mesa, dibujando una larga línea fuera del charco. Meditaba resentido sobre la física textura de la vida. ¿Siempre había sido así? ¿La comida siempre había sabido igual? Miró alrededor del casino. Un salón de techos bajos atiborrado de gente, las paredes sucias por el contacto de innumerables cuerpos, deterioradas mesas y sillas de metal ubicadas tan cerca que la gente se tocaba los codos; cucharas dobladas, bandejas abolladas, tazones grasientos; todas las superficies manchadas, mugre en cada rotura; y un amargo y saturado mal olor mezcla del gin, del café malo, del estofado metálico y de las ropas sucias. Siempre en tu estómago y en tu piel había una especie de protesta, un sentimiento de que te han privado de algo a lo que tenías derecho. Era verdad que él no recordaba nada que fuera diferente. En todas las épocas que alcanzaba su memoria, nunca hubo suficiente comida, jamás calcetines y ropa interior sin hoyos, los muebles siempre estaban deteriorados, las habitaciones sin calefacción, los vagones del metro atestados, las casas cayéndose a pedazos, el pan oscuro, el té escaso, el café sin sabor, los cigarrillos insuficientes; y no había nada barato y abundante, excepto el gin sintético. Y aunque, por supuesto, todo empeoraba a medida que uno envejecía, no había signo de que este no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los interminables inviernos, los calcetines pegotes, los ascensores que nunca funcionan, el agua fría, el jabón áspero, los cigarrillos que se deshacían, la comida con ese extraño y horrible sabor..., ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas alguna vez fueron diferentes?

Miró otra vez alrededor del casino. Casi todos eran feos, y seguirían siéndolo incluso si no llevaran el uniforme del overol azul. En un extremo del salón, sentado solo en una mesa, un pequeño hombre curiosamente parecido a un escarabajo, bebía una taza de café; sus pequeños ojos lanzaban miradas suspicaces de un lado a otro. Era fácil, pensó Winston, siempre que no se mirara el entorno, pensar que el tipo físico fijado por el Partido como ideal –altos y musculosos jóvenes y muchachas de escaso pecho, cabellos rubios, vitales, bronceadas y desenvueltas– existía e incluso predominaba. Pero la verdad, hasta donde él podía juzgar, la mayoría de las personas en la Aerofranja Uno eran pequeños, oscuros y repulsivos. Era curioso cómo el tipo escarabajo proliferaba en los ministerios: hombrecillos regordetes, volviéndose corpulentos a temprana edad, de piernas cortas, de movimientos veloces y escurridizos, e inescrutables caras gordas con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.

El anuncio del Ministerio de la Abundancia terminó con otro llamado de trompeta y fue seguido por una música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca.

–Ciertamente el Ministerio de la Abundancia ha hecho una muy buena labor este año –dijo asintiendo con la cabeza–. A propósito, Smith, viejo, supongo que no tienes ninguna hoja de afeitar que me convides.

–Ni una –dijo Winston–. He usado la misma por más de seis semanas.

–Ah, bien... sólo preguntaba, viejo.

–Lo siento –dijo Winston.

El graznido de la mesa vecina, temporalmente silenciado durante el comunicado del Ministerio, comenzó otra vez, tan fuerte como siempre. Por alguna razón, Winston empezó de pronto a pensar en la señora Parsons, con su cabello desordenado y las arrugas llenas de polvo. Dentro de dos años esos niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. Winston sería vaporizado. O’Brien sería vaporizado. Por otro lado, Parsons nunca sería vaporizado. La criatura sin ojos con voz de pato nunca sería vaporizada. Los pequeños hombres escarabajos que se escabullían ágilmente por los laberínticos corredores de los Ministerios, tampoco serían vaporizados. Y la joven de pelo negro, la del Departamento de Ficción Narrativa tampoco sería vaporizada. Le parecía saber instintivamente quien sobreviviría y quién perecería, aunque no era fácil decir lo que permitiría sobrevivir a una persona.

En aquel momento fue violentamente sacado de un tirón de su ensueño. La joven de la mesa vecina se había dado vuelta y lo estaba mirando. Era la muchacha de pelo negro. Lo estaba mirando de reojo pero con una intensa curiosidad. En el instante en que se cruzaron sus miradas, ella desvió la vista.

El sudor comenzó a correr por la espalda de Winston. Lo invadió un horrible espanto. Se le pasó de inmediato, pero le dejó una especie de insistente temor. ¿Por qué lo estaba mirando? ¿Por qué lo seguía constantemente? Por desgracia no podía recordar si ella ya estaba en la mesa cuando él se sentó, o había llegado después. Pero ayer, sin duda, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él sin que aparentemente tuviera necesidad de hacerlo. Seguramente su real objetivo era escucharlo y asegurarse que gritaba lo bastante fuerte.

Su primer pensamiento volvió hacia él: probablemente ella no era miembro de la Policía del Pensamiento, pero los espías aficionados eran los más peligrosos de todos. Winston no sabía por cuánto tiempo ella lo había estaba observando, pero quizás por mucho más de cinco minutos, y era posible que sus facciones no hubiesen estado perfectamente bajo control. Era terriblemente peligroso dejar vagar tus pensamientos en público o cerca del alcance de la telepantalla. Hasta el más pequeño detalle podía traicionarte. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de ansiedad, la costumbre de hablar solo; cualquier cosa que sugiriera algo fuera de lo normal o la necesidad de ocultar algo. En todo caso, hacer una inapropiada expresión con el rostro (por ejemplo, mirar con incredulidad cuando una victoria era anunciada) era en sí mismo un delito. Incluso había una palabra en neolengua para ello: caracrimen.

La joven le había dado la espalda otra vez. Quizás después de todo no lo estaba siguiendo; quizás fue sólo una coincidencia el que por dos días seguidos se sentara cerca de él. Su cigarrillo se había apagado y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo, si el tabaco no se derramaba. Probablemente la persona que estaba sentada en la mesa de al lado era un espía de la Policía del Pensamiento, y era probable que terminara en los sótanos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero una colilla no se podía despreciar. Syme dobló su tira de papel y la guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.

 

–¿Te conté, viejo, la vez en que mis dos bandidos encendieron fuego en la falda de una vendedora del mercado, porque la descubrieron envolviendo una salchicha con un afiche del Gran Hermano? –dijo riendo con la pipa entre sus dientes–. Se escondieron detrás de ella y la incendiaron con una caja de fósforos. Creo que le causaron graves quemaduras. ¿Pequeños bandidos, no? ¡Pero qué despiertos! Ahora les dan un entrenamiento de primera en los Espías; incluso mejor que en mi época. ¿Qué crees que es lo último que les han dado? ¡Audífonos para escuchar a través de las cerraduras! Mi pequeña los trajo a casa la otra noche, lo probó en la puerta de nuestra salita, y dijo que se escuchaba el doble que pegando el oído al agujero. Por supuesto que es sólo un juguete; pero así se entrenan desde niños, ¿no?

En ese momento la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal de volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron de pie, uniéndose a la multitud que luchaba por un lugar en los ascensores. El resto del tabaco se cayó del cigarrillo de Winston.

6

Winston escribía en su diario:

Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una angosta calle cerca de una de las grandes estaciones de ferrocarril. Ella estaba de pie y apoyada en la pared cerca de una puerta, bajo la luz tenue de un farol. Su cara era juvenil y pintarrajeada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de ella, como una máscara con labios de un rojo brillante. Las mujeres del Partido nunca pintaban así sus caras. No había nadie más en la calle, ni siquiera una telepantalla. Ella dijo dos dólares. Yo...

Por el momento le resultaba difícil continuar. Cerró los ojos y apretó sus dedos contra ellos, tratando de borrar la recurrente visión. Sentía una casi irresistible tentación de gritar a viva voz palabras obscenas. O de golpear su cabeza contra la pared, de patear la mesa y arrojar el tintero por la ventana; de hacer cualquier cosa violenta, ruidosa o dolorosa que borrara el recuerdo que lo atormentaba.

El peor enemigo, reflexionó, es tu propio sistema nervioso. En cualquier momento la tensión interior puede traducirse en algún síntoma visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle hace tres semanas: un hombre común y corriente, un miembro del Partido, de aproximadamente treinta y cinco o cuarenta años, alto y delgado, cargando un maletín. Estaban separados por sólo unos metros cuando repentinamente el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo por algún tipo de espasmo. Sucedió de nuevo cuando se cruzaron: fue sólo una sacudida, tan rápida como el clic de una máquina fotográfica, pero obviamente habitual. Recordó lo que pensó en ese momento: ese pobre diablo está perdido. Y lo aterrador era que la acción era probablemente inconsciente. El peligro mortal era hablar en sueños. Hasta donde podía ver, contra eso no había remedio.

Tomó aliento y siguió escribiendo:

Atravesé con ella la puerta y cruzamos el patio para llegar a una cocina que estaba en el sótano. Había una cama contra la pared, y una lámpara sobre la mesa que daba una luz muy baja. Ella...

Le rechinaron los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que pensaba en la mujer del sótano, pensó en Katharine, su esposa. Winston estaba casado, o había estado casado; probablemente aún lo estaba, pues, hasta donde él sabía, su esposa no había muerto. Le pareció volver a respirar el tibio olor de la cocina, un olor a insectos, ropa sucia y perfume barato, que sin embargo seducía, pues ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podías imaginarla usándolo. Sólo los proletarios lo usaban. En su mente, el olor estaba inevitablemente mezclado con fornicación.

Cuando estuvo con esa mujer fue su primera caída en dos años o más. Por supuesto que juntarse con prostitutas estaba prohibido, pero era una de esas reglas que ocasionalmente podías romper. Era peligroso, pero no un asunto de vida o muerte. Ser sorprendido con una prostituta podía significar cinco años de trabajos forzados; no más que eso, si no se estaba comprometido en otro delito. Y era bastante fácil, si evitabas ser descubierto en el acto. Los barrios pobres abundaban de mujeres siempre dispuestas a venderse. Algunas se vendían por una botella de gin, bebida que se suponía los proletarios no debían beber. Tácitamente el Partido alentaba la prostitución como salida de los instintos que no podían ser reprimidos. Esas orgías no importaban mucho mientras fueran furtivas y sin placer, y sólo involucraran a mujeres de una clase sumergida y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre los miembros del Partido. Sin embargo –aunque este era uno de los crímenes que los acusados siempre confesaban en las grandes purgas– era difícil imaginar que algo así sucediera.

El objetivo del Partido no era simplemente impedir que hombres y mujeres formaran vínculos imposibles de controlar. El verdadero e indeclarado propósito era eliminar todo placer en el acto sexual. No tanto el amor sino el erotismo era el verdadero enemigo tanto dentro como fuera del matrimonio. Todos los matrimonios entre los miembros del Partido debían ser aprobados por un comité formado especialmente para este propósito, y –aunque el principio no había sido jamás declarado– el permiso siempre era refutado si la pareja daba la más mínima impresión de sentir atracción física. El único fin reconocido del matrimonio era engendrar hijos que sirvieran al Partido. El acto sexual era visto como una molesta operación menor, parecido a un enema. Esto tampoco se decía abiertamente, pero de una manera indirecta quedaba grabado desde la infancia en los miembros del Partido. Habían incluso organizaciones como la Liga Juvenil Anti-Sexo, que proclamaban el total celibato para ambos sexos. Todos los niños debían ser concebidos por inseminación artificial (insemart, se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esto no se planteaba muy en serio, pero de alguna forma se ajustaba a la ideología general del Partido. El Partido estaba tratando de eliminar el instinto sexual, o, si no podía ser eliminado, al menos deformarlo y ensuciarlo. Él no sabía por qué lo hacía, pero parecía natural que fuera así. Y era particularmente en las mujeres donde los esfuerzos del Partido eran más exitosos.

Nuevamente pensó en Katharine. Debían hacer nueve o diez, casi once años que estaban separados. Era curioso lo poco que pensaba en ella. Era capaz de olvidar por días enteros que había estado casado. Sólo estuvieron juntos durante quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero apoyaba las separaciones en los casos en que no había hijos.

Katharine era alta, rubia, muy derecha y de espléndidos movimientos. Tenía un rostro audaz y aguileño, una cara que podía llamarse noble hasta descubrir que no había nada detrás de aquellas facciones. En los primeros días de su matrimonio, Winston comprendió –aunque sólo fuera porque la conoció más íntimamente que a la mayoría de la gente– que ella era, sin excepción, la mujer más estúpida, vulgar y vacía que jamás había conocido. No tenía otra cosa en su cabeza que no fuera un eslogan, y no había absolutamente ninguna imbecilidad dicha por el Partido que ella no se tragara. En su mente Winston la llamaba “la banda sonora humana”. Pero habría soportado vivir con ella a no ser por una cosa: el sexo.

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