La paz: perspectivas antiguas sobre un tema actual

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En “La paz de la guerra justa desde Tucídides: el conflicto interno de Corcira”, Felipe Castañeda cuestiona la importancia de identificar bandos siguiendo la doctrina de la guerra justa, a partir de la descripción del conflicto interno (stasis) que sucedió en Corcira (425-424 a. C.) por parte de Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso. La doctrina de la guerra justa consiste en la terminación de un conflicto bélico orientada a la búsqueda de la paz que restablezca la situación previa por medio de la justicia. Inicialmente, se presenta el conflicto interno en Epidamno, que resultó en el enfrentamiento entre Corcira y Corinto. Para mantener el poder, Corcira firma una alianza con Atenas, situación que produce la polarización entre el partido popular y el aristocrático. A continuación, se expone cómo se pierde la credibilidad en la justicia, porque los juicios son sesgados por las influencias políticas y de poder. Esta situación provoca enfrentamientos violentos con criterios propios de justicia y el debilitamiento de las instituciones gobernantes. En consecuencia, la ausencia de control en Corcira, subordina la ciudad a un conflicto externo. Posteriormente, se confronta la concepción de paz y el testimonio de Tucídides sobre lo ocurrido en Corcira. Según la doctrina de guerra justa, se debe entender el conflicto bélico como respuesta a una injuria y como el medio para recuperar la situación de paz. Al aplicar esto al enfrentamiento de Corcira, la ciudad se divide entre el pueblo y el gobierno, lo que hace posible diferenciar a los injuriados de los injuriadores. Sin embargo, en esta stasis se disuelven dichas figuras y la acusación de injusticia no recae en ninguno, y nadie puede pretender renovar la justicia. El autor expone la resolución actual de estos conflictos, denominada intervención humanitaria, que consiste en la intervención de un tercero para pacificar y restituir la paz. Finalmente, el autor reflexiona sobre la idealización de la paz justiciera, porque considera que no tiene sentido su propósito de universalidad y necesidad. Por un lado, el estudioso propone que, en lugar de resolver conflictos desde la distinción de justos e injustos, se debería intentar transformar la concepción política sobre justicia y orientar el fin del conflicto a un paso de página y a una reconstrucción de la situación de paz. Por otro, el autor se refiere a la manera en que los corcirenses terminaron el conflicto sin conseguir la reparación de la situación previa, la denomina “la paz de Corcira”, en la que recurrieron a la violencia y se provocó el exterminio de una facción para lograr el bienestar general.

“Honour and the Negotiation of the Peace of Nicias” de Gabriel Cabral Bernardo aborda la conexión de las políticas interestatales en la Grecia antigua con los procesos de paz, sus efectos y motivaciones, con el objetivo de discutir la importancia de la competencia por el honor y el status en las negociaciones por la paz, específicamente, en la llamada Paz de Nicias (421 a. C.) durante la guerra del Peloponeso. Dicha paz es un ejemplo claro de que los participantes no siempre tienen las mejores intenciones y los objetivos de un grupo específico pueden comenzar o evitar guerras y así conseguir protección o adquirir recursos, ya sean económicos o políticos. Inicialmente, el autor define qué entiende por honor y por sistema de honor para luego pasar a analizar de qué manera este sistema junto con la ambición influyeron en las negociaciones entre Esparta y Atenas. Luego, se exponen las motivaciones de los principales participantes del conflicto bélico: Demóstenes, Cleón y Nicias, por parte de los atenienses, y Brasidas, por el lado de los espartanos. Se presentan los intereses para la culminación o continuación del conflicto, la importancia de evitar convertirse en un átimos (“sin honor”), el modo de conseguir prestigio y poder, así como las estrategias bélicas y políticas para la conservación y el incremento del honor y del status. Cabe resaltar las descripciones que hace Tucídides sobre Cleón, pues es evidente su mala reputación, actitud y acciones; incluso, presenta a Nicias como su opuesto. De hecho, el historiador permite conocer por medio de los militares el funcionamiento de la Grecia antigua. En conclusión, el sistema de honor de los atenienses y los espartanos tuvo gran influencia e importancia, lo que tuvo como principal consecuencia la ambición, lo cual pudo ser un impulso para las personas con influencia con el fin de tratar de tomar acciones colectivas. El investigador hace la observación de que lo expuesto en este artículo es elaborado a partir de las interpretaciones únicamente de Tucídides. Por lo tanto, el sistema de honor puede parecer admisible en la sociedad del historiador, aunque en la actualidad pueda parecer un sistema bastante atrasado. No obstante, todavía la gente va a la guerra para defender su honor y los problemas del honor siguen imposibilitando su terminación. Para finalizar, el autor refiere una crítica sobre la influencia que tiene la opinión pública en la posibilidad de paz o de guerra en las democracias modernas, como, por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 2014 en Colombia. Además, invita a la reflexión sobre los procesos de paz de hoy y sobre la necesidad de preguntarse si se quiere ser un Cleón o un Nicias.

La segunda parte termina con el artículo “Pax Olympica? The Rhetoric and Ideology of the Olympic Truce” de Jacques Bromberg, quien examina la conexión de la “tregua olímpica” (ekecheiria) con la cultura atlética de la Grecia antigua, los Juegos Olímpicos actuales y la filosofía de la paz, específicamente de Pierre de Coubertin. Primero, se exponen las fuentes clásicas que han transmitido el término ekecheiria, lo que revela al parecer que ninguna guerra fue detenida en la Antigüedad durante los Juegos Olímpicos. No obstante, pasajes de Tucídices, Isócrates, Aristófanes, entre otros, hablan de una tregua que permitía el desplazamiento hacia Olimpia de los pueblos o personas que lo deseaban, aunque sin denotar un cese de la guerra. Además, la mayoría de las fuentes señala que la realización de las Olimpiadas, incluyendo la ekecheiria, es una restauración de tradiciones aún más antiguas. A continuación, se estudia la manera en que se han adaptado los testimonios antiguos en los Juegos Olímpicos actuales y se ha fortificado la tarea pacificadora de los deportes. De esta manera, se ha logrado que hoy el propósito de las Olimpiadas sea ayudar a construir la paz social. Las excavaciones realizadas en Olimpia entre 1875 y 1881 llamaron la atención acerca de la historia de los Juegos Olímpicos en la Antigüedad. Diversos estudiosos han caracterizado la tregua como un aplazamiento de la guerra, un cese al fuego o un requisito para cualquier reunión, acompañado de una introducción de sentimientos de paz y de humanidad. A su vez, Coubertin identifica dos elementos que confirman que el deporte puede cumplir una función pacificadora. Por una parte, están “la asistencia mutua y la competencia”; por otra, su propiedad democrática e internacional. A partir del planteamiento del estudioso en el Comité Olímpico Internacional, la ONU reconoció la incorporación de las tradiciones clásicas griegas relacionadas con la ekecheiria y el alcance del deporte para el mantenimiento y el fomento de la paz. Para finalizar, el autor concluye que es importante la combinación entre actividades deportivas y educativas, pues fomentan la capacidad social y cognitiva de jóvenes y adultos. Además, se resalta el impacto de los deportes para la construcción de la paz, la reintegración de personas de vuelta a la sociedad y el mejoramiento de la convivencia en comunidades en conflicto. En efecto, se logra impulsar y regular el contacto con los antiguos enemigos para la resolución de conflictos, reconstruir una sociedad y rehabilitar y sanar traumas tanto físicos como emocionales. Por otro lado, la visión de Coubertin respecto a la ekecheiria ha sido idealizada, pues este profesor desvaneció la división entre lo antiguo y lo moderno.

En este conjunto de contribuciones están plasmadas algunas de las reflexiones más relevantes que tanto los autores de la Antigüedad como sus intérpretes y estudiosos a lo largo de los siglos han hecho en torno a los conceptos de guerra y paz, así como en torno a otros conceptos relacionados. Adicionalmente, son enunciadas algunas de las condiciones básicas que deben ser garantizadas, para que la paz pueda ser instaurada en una sociedad y los caminos, instrumentos y medios, como lo son el arte o el deporte, por medio de los cuales puede ser alcanzada y garantizada. Esperamos que nuevas reflexiones se sumen a las que aquí son presentadas y que solidariamente construyamos, desde nuestros saberes académicos, una paz estable y duradera.


CONSIDERACIONES EN TORNO A LA PAZ

1
¿UN MUNDO SIN GUERRA? LA PAZ SIN PACIFISTAS *
David Konstan
New York University

INTRODUCCIÓN: TIBULO SOBRE LA PAZ

Imaginamos a veces que el deseo de la paz es natural y universal, y que los obstáculos a la paz se deben a modos de pensar distorsionados. Sin embargo, las virtudes del guerrero han sido celebradas en muchas, si no en la mayoría de las sociedades, y la imagen misma de la paz varía de una cultura a otra. En lo siguiente, comienzo con el examen de un elogio entusiasmado de la paz que data del final del primer siglo antes de Cristo, e intento sacar un retrato más claro de su mensaje, situándolo en su propio tiempo, lugar y tradición. Estaremos entonces, espero, más alerta a los matices e implicaciones de las apelaciones a la paz, y quizá incluso en una posición mejor para mirar con un ojo crítico semejantes esfuerzos en nuestra propia época.

 

En el décimo poema del primer libro de sus elegías, el poeta romano Tibulo exclama: Mientras tanto, la Paz cultive los campos. Por primera vez la Paz radiante condujo a arar los bueyes bajo el curvado yugo. La Paz alimentó las vides y conservó el mosto de la uva para que el ánfora paterna vertiera al hijo buen vino. Con paz la azada y la reja del arado brillan; en cambio, en las tinieblas el orín corroe las tristes armas del feroz soldado” (1.10.45-50; trad. Soler Ruiz, 1993). Estos versos emocionantes parecerían afirmar un ideal de la paz sin reservas, en el espíritu quizá de los pacifistas modernos que detestan la guerra en todos sus aspectos. Sin embargo, para comprender el poema de Tibulo correctamente, hace falta situarlo en su contexto histórico, a la vez inmediato —es decir, el recién establecido principado de Augusto—, y a más largo plazo, remontándolo a las tradiciones anteriores de Roma misma y a las ideas de los escritores griegos, que tuvieron una influencia masiva en el pensamiento romano.

EL REY PIRRO Y EL EPICÚREO CINEAS: ¿POR QUÉ LA GUERRA?

Podemos tomar como punto de partida una anécdota relatada por Plutarco en su Vida de Pirro. Pirro era el rey de Epiro, en la costa noroeste de Grecia, del que deriva la expresión victoria pírrica, que significa una victoria tan costosa que casi equivale a una derrota. Pirro había invadido Italia dos veces y se había enfrentado con los romanos, y a pesar de que ganó ambas batallas, se alega que dijo que “Una victoria más sobre los romanos y estaremos completamente perdidos” (21.14-15). Pirro era un general excepcional, alabado por Aníbal mismo como el mejor estratega que nunca ha vivido o después únicamente de Alejandro Magno; además, era valiente y tenía pasión por la guerra. Nos cuenta Plutarco que “Había por aquella época un tesalio de nombre Cineas que gozaba de una gran reputación como hombre inteligente y que había sido discípulo del orador Demóstenes” (14.1; trad. Guzmán Hermida y Martínez García, 2007). Pirro aprovechó su sabiduría y habilidad para enviarlo en función de embajador a varias ciudades, y afirmaba que “más ciudades había adquirido por los discursos de Cineas que por las armas” (14.1). En aquel momento, cuando Pirro estaba preparando una expedición a Italia, le dijo Cineas: “Dícese, ¡oh Pirro!, que los romanos son guerreros, e imperan a muchas naciones belicosas: por tanto si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríamos de esta victoria?” (14.2). Pirro respondió que, una vez vencidos los romanos, ya no quedaría ninguna ciudad, ni bárbara ni griega, que pueda oponérsele y que él sería dueño de toda la Italia. Cineas persistía y preguntó: “Bien, ¿y tomada la Italia, Rey, qué haremos?” (14.3). Pirro replicó que el próximo objetivo sería Sicilia, que sería fácil de conquistar. “¿Y entonces?”, Cineas preguntó, y contestó Pirro: “¿quién podría no pensar después en el África y en Cartago, que no ofrecía dificultad”. Pues entonces dijo Cineas: “Que es muy claro que con facilidad se recobrará la Macedonia, y se dará la ley a la Grecia con semejantes fuerzas; pero después que todo nos esté sujeto, ¿qué haremos?” (14.6). Y con eso Pirro echándose a reír, “descansaremos largamente —le dijo— y pasando la vida en continuos festines y en mutuos coloquios, nos holgaremos”. En este momento le rogó Cineas: “¿Pues quién nos estorba si queremos el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios?” (14.7). Pirro estaba ya en condiciones de disfrutar de estos deleites, sin guerras ni grandes trabajos, “haciendo y padeciendo innumerables males” (14.7). Plutarco comenta que, al oír este consejo, “Cineas con este discurso más bien mortificó que corrigió a Pirro; pues aunque entró en cuenta del gran sosiego que gozaba, no fue dueño de renunciar a la esperanza de los proyectos y empresas a que estaba decidido” (14.8; cf. Dión Casio Historia romana 9.40.5).

He contado esta historia porque ilustra un aspecto interesante de la manera en que los griegos antiguos consideraban la paz. La cuestión de la paz frente a la guerra se presenta fundamentalmente como función de carácter y de valores. Pirro se siente forzado a confesar que el último propósito de la guerra es poder disfrutar los beneficios de la paz, representados por los típicos deleites del simposio, como el vino y el habla. No obstante, aunque profesa que eso es el objetivo, en realidad le gustan las batallas y el poder y el honor que el éxito en la guerra lleva consigo, y por eso lanza el asalto a Italia que al fin le causará tanta aflicción. Si las naciones no consiguen alcanzar la paz, es básicamente porque prefieren la guerra —o por lo menos la prefieren sus reyes, o la ven como necesaria—.

Podría ser que nosotros nos inclinemos a ver aquí un contraste entre el comportamiento de los monarcas y los deseos del pueblo, que al fin y al cabo tendrán que soportar el peso de las batallas, aunque Pirro nunca huía del peligro y a menudo se enfrentaba con el enemigo mano a mano. Sin embargo, tal opinión sería errónea, al menos en el contexto de la Grecia y Roma en la Antigüedad. Como ha comentado Hans van Wees, en la época moderna se asume que “los intereses de la mayoría de la población son mejor servidos por la paz, y que las repúblicas y democracias permitirán a esta mayoría perseguir sus intereses pacíficos en las relaciones internacionales —mientras los reyes, dictadores, y oligarcas recurrirán a la guerra para promover sus propios intereses a coste de sus súbditos—” (2016, p. 165). Van Wees afirma que “los intelectuales griegos mantenían precisamente el punto de vista contrario: las élites llevaban los costes financieros de la guerra y buscaban maneras de evitarlos, mientras las masas se beneficiaban materialmente del servicio militar y estaban ansiosas de hacer la guerra” (p. 171), y cita al orador Isócrates que dice en su oración Sobre la paz: “a los que desean la paz los aborrecemos como si fueran simpatizantes a los oligarcas, mientras que tenemos por buenos y preocupados demócratas a los partidarios de la guerra” (8.51; trad. Guzmán Hermida, 1979). Hay de hecho muchos textos que confirman la opinión de Isócrates, incluidos Aristófanes (en su Acarnienses y en otras comedias) y Tucídides, quien indica que la expedición a Sicilia, en la que Atenas sufrió una derrota desastrosa, era promovida sobre todo por el líder populista Alcibíades. Tucídides informa que, a pesar de las advertencias de Nicias:

[…] todos tenían más codicia de ir a esta jornada que antes: los viejos, porque pensaban que ganarían Sicilia o a lo menos que, yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir en daño ni peligro ninguno; los mancebos, porque deseaban ver tierras extrañas seguros de que regresarían salvos a la suya; y finalmente el pueblo y los soldados, por el deseo de sueldo que esperaban ganar en aquella empresa, entendiendo que, después de conquistada Sicilia, se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento que había de proporcionar al Estado y señorío de los atenienses. (6.24.3; trad. Gracián de Alderete, 1967)

La guerra no solo era atractiva, era también rentable, y sobre todo para los que tenían poco que perder y podían ganar un buen sueldo en las campañas.1

Después de la primera batalla entre Pirro y los romanos, los romanos mandaban una embajada para negociar la liberación de los cautivos. A la cabeza de la embajada estaba Cayo Fabricio, un hombre honrado pero bastante pobre. Pirro intentaba ganar su apoyo con ofertas de oro y luego por intimidación, pero Fabricio permaneció indiferente. En la cena, Cineas mencionó el nombre de Epicuro y explicó que esa escuela consideraba el placer como el bien supremo, y evitaba compromisos en la política porque minaban la felicidad. Ellos mantenían también que los dioses no se preocupaban en absoluto por los seres humanos sino que llevaban una vida de tranquilidad completa. En este momento Fabricio interrumpió a Cineas y exclamó: “¡Oh Hércules, estas sean las opiniones de Pirro y de los Samnitas [aliados de Pirro en el conflicto con Roma] mientras mantienen guerra con nosotros!” (20.4).2 El más virtuoso de los romanos y el héroe de la narrativa de Plutarco rechaza los valores epicúreos porque fomentaban la blandura en combate y por eso eran incompatibles con la virtud y el éxito militares.

LA VISIÓN DE UN MUNDO PACÍFICO: EL EPICÚREO DIÓGENES DE ENOANDA Y ARISTÓFANES

La guerra era un constante en las vidas de los griegos y romanos en la Antigüedad, y la posibilidad de un mundo en paz se consideraba utópica. Incluso para los epicúreos, que mantenían que la verdadera felicidad quedaba en la tranquilidad del alma y veían la causa de la avaricia, la ambición y otras perturbaciones psicológicas en el miedo irracional de la muerte, era difícil imaginar la eliminación completa de la guerra. En el siglo II d. C., no mucho después de la época de Plutarco mismo, un hombre que se llamaba Diógenes ordenó la construcción de un muro de unos ochenta metros de largo en su pueblo de Enoanda (actualmente en el suroeste de Turquía), en el que inscribió un resumen de las doctrinas epicúreas para edificar a sus compatriotas y a los visitantes extranjeros —o más bien, a “los que se llamaban ‘extranjeros’ aunque en realidad no lo son” (fr. 30), porque Diógenes tenía una visión ecuménica de la humanidad—. Diógenes proclama:

Entonces verdaderamente la vida de los dioses pasará a ser la de los hombres. Por todo va a estar lleno de justicia y amor mutuo, y no habrá más necesidad de fortificaciones o leyes, ni todas las cosas que nos ingeniamos para lidiar unos con otros. En cuanto a las necesidades derivadas de la agricultura, ya que no tendremos esclavos en ese momento (porque nosotros mismos araremos, cavaremos, cuidaremos las plantas, desviaremos los ríos y velaremos por los cultivos). (fr. 56, en Ferguson, 1993, p. 243)

Esta imagen de un futuro reino de paz recuerda esa famosa profecía de Isaías (2:4): “Forjarán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en podaderas. No alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra”.3 Desgraciadamente, la inscripción está en un estado lamentable de conservación, y Jürgen Hammerstaedt, que ahora es el editor principal del texto de Diógenes de Enoanda, prefiere interpretar la visión como meramente hipotética, dado que los epicúreos no creían que fuera a llegar jamás un momento en el que todos fueran sabios —una condición previa de un mundo verdaderamente pacífico y sin violencia—, y el texto del fragmento de Diógenes, enmendado por Hammerstaedt, lo dice explícitamente al inicio: “Así que no vamos a alcanzar la sabiduría universalmente, ya que no todos son capaces de ello. Pero si asumimos que es posible, entonces”, etc.4 Tales esperanzas de un reino pacífico siempre tienen la cualidad de un sueño, basadas más bien en la ilusión que en la confianza racional.5

A pesar de que los epicúreos rechazaban la mitología tradicional, se puede reconocer en el futuro previsto por Diógenes un eco de un tema antiguo en la literatura griega y romana, según el cual un mundo antiguamente pacífico, bajo el reinado de Crono o Saturno, cedía a una época de conflicto y trabajo, simbolizado por el reino de Zeus o Júpiter, que, no obstante, ofrecía la promesa de una redención futura, o sea bajo Zeus mismo o, más a menudo, bajo la égida de un nuevo dios o uno antiguo restaurado en el poder. En las Aves de Aristófanes, por ejemplo, el protagonista Pistetero convence a los pájaros de que ellos eran originalmente dueños del universo, y que su reino fue usurpado por los dioses olímpicos, bajo la dirección de Zeus. Una vez que los pájaros recuperen el poder, van a instalar una nueva era de prosperidad y paz: van a eliminar las plagas agrícolas, indicar el buen tiempo para navegar para que los comerciantes prosperen, revelar los lugares de tesoros enterrados y prolongar las vidas de los seres humanos, dándoles la longevidad de sus propios años. También en el Ploutos o Riqueza de Aristófanes, el dios de la riqueza, que anteriormente presidía un primitivo mundo abundante, ha sido expulsado por un Zeus severo que ha impuesto un régimen de trabajo duro a los seres humanos. En esta época cruel, la escasez combinada con la avaricia y la ambición perversas de la humanidad ha resultado en guerras y conflictos permanentes; los malos prosperan y los buenos están empobrecidos. Sin embargo, el momento ha llegado en que las antiguas deidades van a volver y todos serán ricos.6 La inspiración de una visión de la renovación se debe a las cosmogonías órficas y tradiciones semejantes, que consideraban el reino de Zeus no como el último, como por ejemplo en la Teogonía de Hesíodo, sino como una etapa de transición a una era nueva y bendita, presidida por un Dioniso benevolente.7

 

LA VALENTÍA Y EL AFÁN DE GUERRA

Sin embargo, aunque tales sueños reflejan una aspiración genuina a la paz, que muchos escritores calificaban de un estado deseable, la realidad es que la guerra era omnipresente y condicionaba profundamente los valores y actitudes de los griegos y romanos en la Antigüedad. Entre las virtudes que los romanos celebraban estaban la valentía y la proeza militar y la guerra era inevitablemente el espacio donde estas virtudes se ponían a prueba. De hecho, el término en latín que significaba virtud (virtus) se refería principalmente a la valentía o coraje, y paulatinamente se extendía la esfera semántica para incluir las ideas morales que nosotros asociamos con la palabra. La habilidad militar es valorada sobre todo en los dos poemas fundacionales de la Grecia antigua, la Ilíada y la Odisea, y hasta Aristófanes, quien favorecía un acuerdo con Esparta en sus comedias Acarnienses, Paz, y Lisístrata, jamás despreciaba el valor en sí.8 Como nota Kurt Raaflaub:

Ya en el siglo V, la guerra penetraba las vidas y pensamientos particularmente de los ciudadanos atenienses: la experimentaban en el mar y en tierra casi todos los años, la veían en el teatro en tragedias y comedias, concurrían en actividades relacionadas con la guerra en los festivales panatenaicos, hablaban de ella en sus tiendas, tabernas y asambleas, y veían representaciones de la guerra en estatuas, relieves, monumentos y cuadros en los edificios públicos y los santuarios. (2014, p. 15)

Se les recordaba permanentemente a los atenienses los logros de sus antepasados y “se esperaba que los emularan en su propia entrega al poder ganado por la guerra y conservado por la dominación imperial” (2014, p. 15).9 Estudiosos modernos se han preguntado cómo esas sociedades, especialmente las democracias como Atenas pero también las oligarquías que forzosamente dependían de la buena voluntad de sus soldados-ciudadanos, mantuvieron esa disposición aparentemente voluntaria a luchar una y otra vez con pérdidas tan graves, sin padecer un colapso masivo de moral y los traumas psicológicos que tales experiencias producen hoy en día. Jason Crowley explica que “dado que la soberanía y la supervivencia de su polis se mantenían a través de la guerra, los griegos consideraban los aspectos no-militares de la virilidad secundarios a la valentía en el campo de batalla, que veían como un bien social incondicional que a la vez definía al hombre y determinaba su valor” (2014, p. 111). Aristóteles afirmaba que la valentía en el sentido estricto de la palabra se manifiesta precisamente en la guerra: “la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso” (EN. 3.5.1115a).10 Aristóteles continúa:

Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propiamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra.11

Ese es el ambiente ideológico con el cual el epicureísmo y otras tendencias que promovían la serenidad propia se tenían que enfrentar. Como demuestra lo dicho por Fabricio en la corte de Pirro, era una batalla perdida.

VOLVIENDO AL SUEÑO DE TIBULO

A pesar de que la paz era elogiada, sin duda sinceramente, por muchos, hay sin embargo algo notable en el poema que concluye el primer libro de las elegías de Tibulo, que es efectivamente un himno a la paz o a la diosa Paz personificada, escrito probablemente al comienzo del principado de Augusto. Arturo Soler Ruiz (1993), el traductor al castellano de Tibulo, afirma que la décima elegía es “uno de los elogios más conmovedores de la paz en el mundo clásico”. Comienza el poema: “¿Quién fue el primero que forjó las horribles espadas? ¡Qué salvaje y verdaderamente de hierro fue él! Nacieron entonces los asesinatos y las guerras para la raza humana; entonces se abrió un camino más corto de muerte cruel” (1.10.1-5). No contento con atribuir la causa de la guerra solamente a una invención afortunada, Tibulo pregunta en seguida: “¿O es que no tiene culpa el infeliz? ¿Nosotros para nuestro mal cambiamos lo que nos dio contra las fieras salvajes? Este es el defecto del oro opulento: no había guerras cuando una copa de haya se alzaba delante de los platos. No había ciudadelas, ni empalizadas” (6-9). Tibulo nos da una imagen de la felicidad pastoral en tiempos antes de que hubiera guerras, mientras que ahora teme estar arrastrado al combate y golpeado por una espada hostil, y ruega a los dioses de la casa que lo mantengan a salvo. En cuanto a las guerras, “sea otro valiente con las armas y eche por tierra con Marte a su favor a los generales enemigos para que pueda contarme, mientras bebo, sus hazañas el soldado y pintarme con vino el campamento en la mesa” (29-33). Esta afirmación suena egocéntrica: parece que lo que le importa a Tibulo no es la abolición de la guerra tanto como proteger su propia piel y dejar a otros el duro trabajo de defender el imperio. Como escribe Arturo Soler Ruiz (1993) en su comentario a estos versos: “en Tibulo no hay una condena de la guerra, aunque él sea un espíritu pacifista. La guerra es la ocupación de otros como su amigo Mesala, y él mismo le ha seguido en sus campañas. Al evocar la figura del soldado que cuenta sus triunfos y traza en la mesa con el vino las tácticas militares, Tibulo no hace una caricatura, muy fácil, por otra parte, sino que sonríe con simpatía y comprensión”. Se puede objetar que Tibulo no hace más que reconocer, no aprobar, las condiciones prevalentes en su época. De hecho, declara en seguida: “¿Qué locura es llamar con guerras a la espantosa Muerte?” (33), y añade: “Mucho más digno de elogio es este a quien en medio de una familia servicial le sorprende la perezosa vejez en estrecha cabaña” (38-41). Y luego ofrece un elogio explícito de la paz, casi personificada: la Paz, afirma, favorece no solo la vida tranquila del campo sino que también el amor y “los combates de Venus” (54) que causan lágrimas en los ojos de la chica, aunque sigue por condenar tal comportamiento, asegurando que “es de pedernal y de hierro todo el que pega a su joven amante” (58-59): se nota que un amante abusivo es igual de malo que el hombre que inventó el hierro y la espada.12 Tibulo concluye: “Mas ven a mí, Paz bienaventurada, con una espiga en tu mano. Delante de ti deje caer frutas tu blanco regazo”.

¿Como interpretar la naturaleza de la paz en este poema? Los editores y traductores discrepan sobre si se debe escribir Paz con mayúscula: algunos lo hacen por todas partes, otros solo en el penúltimo verso, donde se dirige a la Paz directamente, y otros en absoluto. Se puede defender la idea de que Eirene esté representada como una diosa en la Paz de Aristófanes y de que recibía devoción en una u otra forma en la Grecia antigua, aunque los testimonios para el tiempo de Aristófanes mismo no son concluyentes (Plácido, 1996). En cuanto a Tibulo, sabemos que Pax recibió reconocimiento oficial y un culto en la era de Augusto, quien le dedicó la famosa Ara Pacis y también un templo en el Forum Pacis, y Ovidio la llama “madre adoptiva” o “nodriza de Ceres”, con la cual comparte algunos rasgos conspicuos (Fast. 1.697-704). Así que se puede documentar un interés particular en la paz precisamente en el momento en el que Tibulo escribía estos versos.