Tristes por diseño

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Cuatro décadas después de la era de Althusser, no asociamos la ideología con el Estado de la misma manera que lo hicieron él y sus seguidores. Calificar a Facebook y Google como parte de la definición althusseriana de «aparato de Estado ideológico» suena extraño, cuando no exótico. En esta era de neoliberalismo tardío y populismo de derechas, la ideología se asocia con el mercado, no con el Estado, que se ha retirado a la esfera de la seguridad del mercado. Pero no lo olvidemos, fue la propia teoría de la ideología la que contribuyó a la «crisis del marxismo». Abrió las diversas cuestiones planteadas por movimientos estudiantiles, feministas y otros «nuevos movimientos sociales», agravando el estancamiento y la eventual quiebra de la Unión Soviética. El creciente interés por los medios y los «estudios culturales» hizo el resto.

Retransmitida en vivo al mundo vía satélite, la caída del Muro de Berlín en 1989 se convirtió en una noticia instantánea e inmanejable, lanzada a la circulación junto a otras historias. Ya entonces, los partidos comunistas debilitados no podían «anexarse» y contener el arco iris de la justicia y problemas de redistribución del estado social «apropiado» (o revolucionario), mucho menos sus prácticas contraculturales. Debido a esto, las tácticas de sobredeterminación en nombre de la clase trabajadora también dejaron de funcionar. Al llamado «mosaico de minorías» que rechazó la nueva normalidad se le dejó literalmente a su suerte, sin ningún marco político general, y mucho menos una estructura organizativa o incluso un antagonista. En una década, la teoría marxista como crítica ideológica había perdido el dominio de dos de sus fuerzas centrípetas definitorias: el Estado y el Partido. Como resultado, la ideología como foco principal de atención en filosofía y ciencias sociales desapareció en gran medida. Y esta ausencia se manifestó en la creencia común de que, si bien las «ideas todavía importaban», ya no podían gobernar la vida de las personas. Hoy en día, las ideas son elogiadas porque pueden moldear el futuro, pero formalizadas en reglas y normas, se creen demasiado rígidas y estáticas para gobernar nuestra vida cotidiana contradictoria y desordenada bajo el capital.

Lo que está incrustado como ortodoxia en Althusser puede actualizarse a través del ensayo de Wendy Chun de 2004 sobre el software como ideología. El trabajo de Chun, junto con Jodi Dean y otros, habló enérgicamente a los teóricos de los medios reconciliados sobre el pico de la transición neoliberal y el triunfo del software privativo. 2004 fue la época dorada de la Web 2.0, una era en la que el software se consideraba sinónimo, o incluso era confundido, con PCs y computadoras portátiles. Chun escribió entonces: «El software es un análogo funcional a la ideología. En un sentido formal, las computadoras entendidas como software y hardware son máquinas de ideología». Chun observó que el software «cumple con casi todas las definiciones formales de ideología que tenemos, desde la ideología como falsa conciencia hasta la definición de ideología de Louis Althusser como una “representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia»9. En una era de efectos microperceptivos incrustados y programación de transmisiones, la ideología no se refiere simplemente a una esfera abstracta donde se libra la batalla de ideas. En su lugar, piénselo más en términos de un sentido de encarnación spinoziano: desde las repetidas tensiones por hacer swipe hasta el síndrome de la contractura de cuello por mirar hacia abajo al móvil (el text neck) y a tener los hombros permanentemente encorvados por el síndrome del laptop.

Así que Althusser necesita adaptarse, y no solo en términos de un análisis de clase. Pero es notable cómo un marco ideológico althusseriano se adapta perfectamente al mundo de hoy. Como afirma Chun, «el software, o quizás los sistemas operativos más precisos, nos ofrecen una relación imaginaria con nuestro hardware: no representan transistores, sino computadoras de escritorio y contenedores de reciclaje. El software produce usuarios. Sin el sistema operativo (SO) no habría acceso al hardware; sin sistema operativo no hay acciones, no hay prácticas, y por lo tanto no hay usuario. Cada sistema operativo, a través de sus anuncios, interpela a un “usuario”: lo convoca y le ofrece un nombre o una imagen con el cual se puede identificar». Podríamos decir que las redes sociales realizan la misma función y son aún más poderosas. Entender las redes sociales como ideología significa observar cómo esta une a los medios, la cultura y los complejos de identidad en un desenvolvimiento cultural cada vez mayor, vinculando género, estilo de vida, moda, marcas y chismes de celebridades con noticias de la radio, la televisión, las revistas y la web, y reconociendo que todo esto está impregnado de los valores empresariales del capital de riesgo y la cultura startup, valores que llevan consigo un lado sombrío de disminución de las condiciones de vida y creciente desigualdad.

«¿Qué estás haciendo?», decía la frase original de Twitter. La pregunta marca las raíces materiales de las redes sociales. Las plataformas de medios sociales nunca han preguntado qué estás pensando (o soñando, para tal caso). Las bibliotecas del siglo XX están llenas de novelas, diarios, tiras cómicas y películas de personas que expresan lo que estaban pensando. Sin embargo, en la era de las redes sociales, parecemos confesar menos lo que pensamos. Se considera demasiado arriesgado, demasiado privado. Compartimos lo que hacemos y vemos, pero siempre de manera organizada. Compartimos juicios y opiniones, pero sin pensamientos. Nuestro Yo está simplemente demasiado ocupado para eso. Flexibles, abiertos, deportivos y sexys, estamos siempre en movimiento, siempre listos para conectarnos y expresarnos.

Con la visibilidad social 24/7, los aparatos y aplicaciones se interiorizan en el cuerpo. Esta es una transposición de lo que Marshall McLuhan llamó extensiones del hombre en una inversión de hombre. Una vez que la tecnología enmaraña nuestros sentidos y se mete bajo nuestra piel, la distancia colapsa y ya no sentimos que estamos cruzando trechos. Con Jean Baudrillard, podríamos hablar de una implosión de lo social en el dispositivo de mano, en el que se cristaliza una acumulación sin precedentes de capacidad de almacenamiento, potencia de cálculo, software y capital social. Dirigidos por nuestras autónomas puntas de los dedos, las cosas se meten en nuestra cara y se vierten en nuestros oídos. Esto es lo que Michel Serres admira tanto en la plasticidad de navegación de la generación móvil: la suavidad de sus gestos, simbolizada en la velocidad del pulgar, que pueden enviar actualizaciones en segundos, dominar la microconversación y captar el estado de ánimo de una tribu global en un instante.

Para mantenernos en el terreno francés de las referencias, las redes sociales como un aparato de «actuación activa» sexy y deportiva lo convierten en un vehículo perfecto para la literatura de la desesperación, personificada en (las políticas d)el cuerpo de Michel Houellebecq: «Nuestra civilización padece un agotamiento vital», escribe en Ampliación del campo de batalla. «En el siglo de Luis XIV, cuando el apetito por la vida era grande, la cultura oficial enfatizaba la negación de los placeres y de la carne; recordaba con insistencia que la vida mundana solo ofrece satisfacciones imperfectas, que la única fuente verdadera de felicidad está en Dios. Un discurso así no se podría tolerar ahora. Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante».10

Hay una cualidad autoevidente en las redes sociales. Al deslizar y hacer tapping en las actualizaciones, los usuarios se rodean de una ilusión que se siente natural desde el primer momento. No hay una curva de aprendizaje ni un rito de paso pronunciados, no se necesita sangre, sudor ni lágrimas para penetrar en la jerarquía social. Desde el primer día la configuración de la red nos hace sentir como en casa. Es como si Messenger, WhatsApp, WeChat y Telegram siempre hubieran existido. Pero es precisamente esta familiaridad inmediata y sin esfuerzo lo que se convierte en la principal fuente de descontento en el camino. Ya no jugamos, como en los buenos viejos tiempos de Lamda MOO o Second Life. Intuitivamente sentimos que las redes sociales son un escenario de lucha donde mostramos nuestro «experiencialismo»11, donde la jerarquía está dada, y los detalles de perfil como género, raza, edad y clase no son simplemente «datos» sino medidas decisivas en la escalera de la estratificación social.

La comunidad de redes sociales a la que nos deslizamos tan fácilmente (y que dejamos atrás en el momento en que cerramos sesión) puede abarcar un imaginario, pero no es falso. La plataforma no es un simulacro de lo social. Las redes sociales no «enmascaran» lo real. Ni su software ni su interfaz son irónicos, de múltiples capas o complejos. En este sentido, las redes sociales ya no son (o todavía no son) posmodernas. Las paradojas en el trabajo aquí no son lúdicas. Las aplicaciones no nos parecen absurdas, por no hablar de dadaístas. Son autoevidentes, funcionales, incluso algo aburridas. Lo que nos parece convincente no es la performatividad de las interfaces en sí mismas (lo que parece ser la característica de la realidad virtual, ahora en su segundo ciclo de sobreexpectación, 25 años después de su primera aparición). No, lo que nos atrae es lo social, el flujo interminable.

Las redes no son meramente lugares de competencia entre fuerzas sociales rivales. Este es un punto de vista demasiado idealizado. Si solo fuera así. Lo que falla particularmente en este punto de vista es la noción de «puesta en escena». Las plataformas no son escenarios; reúnen y sintetizan datos (multimedia), sí, pero lo que falta aquí es el elemento (curatorial) del trabajo humano. Es por eso que no hay medios en las redes sociales. Las plataformas operan debido a su software –procedimientos automatizados, algoritmos y filtros–, no a través de un gran equipo de editores y diseñadores. Su falta de empleados es su esencia, es lo que hace que los debates actuales sobre el racismo, el antisemitismo y el yihadismo en las redes sociales sean tan inútiles. Forzadas por los políticos, las plataformas de los medios sociales ahora emplean ejércitos de editores («limpiadores») para hacer el trabajo demasiado humano de monitorear y moderar, filtrando supuestas ideologías antiguas que se han negado a desaparecer (más sobre las plataformas en el capítulo 5).

 

Mientras que los dispositivos como los teléfonos inteligentes y las cámaras tienen una calidad fetiche (exagerada y, por tanto, en última instancia limitada), la red social no se registra con el mismo tipo de estado. El poder de las redes sociales se debe a su propia banalidad. La red se ha vuelto ecológica, comparable a la teoría de Sloterdijk de las esferas. Nos rodea como el aire. Es una Lebenswelt, una burbuja (filtro), una cúpula invisible comparable a la cosmovisión medieval y a imaginadas colonias de Marte. Todas las creencias antiguas se aplican y tienen su legitimidad, desde la cueva de Platón hasta la mónada cerrada de Leibniz. Elija una narrativa: se aplica a nuestra realidad en las redes sociales. Esto también cuenta para la perspectiva de la «ideología». La cosmología de hoy consiste en capas de aplicaciones de citas, portales de fútbol, foros de software, videojuegos y sitios de televisión como Netflix, todo ello unido a motores de búsqueda, sitios de noticias y redes sociales. Como en el caso del aire, demostrar la existencia de este entorno ubicuo será una tarea difícil. Pero una vez que la ideología revela su lado feo, la terapia funciona a través del inconsciente, las paradojas comienzan a desmoronarse y la ideología se desenreda.

De vuelta al año 2004, Wendy Chun se ocupaba del tema de las metáforas al tomar en serio al software como un nuevo tipo de realismo social: «El software y la ideología encajan perfectamente entre sí porque ambos intentan mapear los efectos materiales de lo inmaterial y postular lo inmaterial a través de señales visibles. A través de este proceso, lo inmaterial emerge como una mercancía, como algo por derecho propio». Los detalles parecen menos interesantes de tratar: «los usuarios saben muy bien que sus carpetas y escritorios no son realmente carpetas y escritorios, pero los tratan como si lo fueran, refiriéndose a ellos como carpetas y como escritorios. Esta lógica es, según Slavoj Žižek, crucial para la ideología». Vale la pena señalar que la categoría de «amigos» en Facebook se ha convertido en una metáfora similar. Seguramente podemos decir lo mismo del newsfeed de Facebook o de manejar un canal de YouTube.

Entonces, ¿qué sucederá cuando la audiencia se vuelva demasiado para lidiar con ella? Más importante que deconstruir las apariencias superficiales, en palabras de Chun, es reconocer que «la ideología persiste en las acciones de uno en lugar de en las creencias de uno. La ilusión de la ideología no existe en el nivel del conocimiento, sino en el nivel del hacer». Aquí, la retórica de la «interactividad» confunde más de lo que revela. Los usuarios negocian con interfaces, cálculos y controles. Pero estas superficies ocultan por debajo la funcionalidad, lo que significa que nunca pueden «interactuar» de manera suficientemente directa como para entender. La economía del «Me gusta» «detrás» de nuestros dispositivos inteligentes es un ejemplo de redes sociales particularmente relevante. ¿Qué sucederá cuando revelemos que nunca hemos creído en nuestros propios «Me gusta»?, ¿cuando revelemos que nunca nos gustaron en primer lugar?

Evaluemos los bots y la economía del «Me gusta» por lo que son: características clave del capitalismo de plataforma que capturan valor a espaldas de los usuarios. Las redes sociales no son una cuestión de gusto o estilo de vida como en «una elección del consumidor», son nuestro modo tecnológico de lo social. En el siglo pasado, nunca habríamos considerado escribir cartas o hacer una llamada telefónica una cuestión de gustos. Eran «técnicas culturales», flujos masivos de intercambio simbólico. Poco después de su introducción, las redes sociales se transformaron de un servicio en línea promocionado en una infraestructura esencial, apuntalando prácticas sociales equivalentes a escribir cartas, enviar telegramas y telefonear. Es precisamente en este cruce de «convertirse en infraestructura» donde (re) abrimos el archivo de la ideología.

1Una versión previa de este capítulo apareció en e-flux Journal #75, septiembre de 2016: https://www.e-flux.com/journal/75/67166/on-the-social-media-ideology/

2http://www.netimperative.com/2016/04/facebooks-context-collapse-massive-drop-personal-sharing/. Hay creciente evidencia de que las experiencias personales de primera mano ya no son compartidas por Juan y Juana Pérez. Nicolas Carr lo denomina «restauración de contexto»: «Cuando la gente empieza a apartarse de transmitir detalles íntimos sobre ellos mismos, es una señal de que están buscando reestablecer algunos límites en sus vidas sociales, reparar los muros que las redes sociales ha roto. […] Están virando su rol de actor al de productor o editor o agregador». http://www.roughtype.com/ 10 de abril del 2016.

3Sherry Turkle, Reclaiming Conversation [Reconquistando la conversación], Penguin Press, Nueva York, 2015.

4Charles Leadbeater, We-Think, Profile Books, Londres, 2008, pág. 1.

5Cuando los términos o síntomas se inflan, pierden su significado. Este también podría ser el caso de la adicción. Si sociedades enteras se vuelven adictas, el término pierde su capacidad para crear diferencias y es hora de buscar conceptos alternativos. Un concepto posible podría ser el término «pegajosidad». Julia Roberts sobre las redes sociales: «Es como una especie de algodón de azúcar: se ve muy atractiva, y no puedes resistirte a entrar allí, y luego terminas con los dedos pegajosos, y duró un instante».

6Véase el anuncio para el lanzamiento de la plataforma Unlike Us, en julio de 2011: http://networkcultures.org/unlikeus/about/.

7Una variación del popular dibujo de Freud con una mujer desnuda dentro de su cabeza titulado «¿Qué hay en la mente de un hombre?», un póster que también decoró mi dormitorio adolescente en 1976-1977.

8Una referencia al famoso ensayo de Louis Althusser Ideología y Aparatos ideológicos de Estado (Notas de Investigación), aparecido por primera vez en La Pensée 151, junio de 1970.

9Todas las citas están tomadas de Wendy Chun, On Software, or the Persistence of Visual Knowledge, Grey Room 18, MIT Press (Cambridge), Invierno de 2004, págs. 26-51.

10Michel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Anagrama, Barcelona, 1999, pág. 23.

11Término introducido por James Wallman en su libro Stuffocation, Living More With Less, Penguin Books, Londres, 2015.

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La distracción y sus descontentos

«Don’t get high on your own supply». Ten Crack Commandments — El Otro como Distracción: Sartre sobre el Mindfulness (conferencia de la Open University) — «Ella nunca sintió que pertenecía a algún lado, excepto cuando estaba echada en su cama, pretendiendo ser otra persona». Rainbow Rowell — «Este contenido no está disponible para todos los publicistas». — «In my head i do everything right». Lorde — «Hace 15 años, Internet era un escape del mundo real. Ahora, el mundo real es un escape de Internet». Noah Smith — «No alimente a las plataformas». (camiseta) — «Mis palabras no importan y yo no importo, pero todo el mundo debería escucharme de todos modos». Pinterest — «Stop Liking, Start Licking» (publicidad de helado) — #AsíSeSienteLaAnsiedad — «Deja el vicio, hombre». W. Burroughs.

Las redes no son exactamente bóvedas de placer1. El descontento crece en torno a sus formas y causas: desde la presunta interferencia rusa en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, hasta las declaraciones de Sean Parker, presidente fundador de Facebook, en las que admitía que el sitio dio a los usuarios un disparador rápido, expuesto bajo la denominación de «adicción por diseño». Parker dijo que «es un bucle de retroalimentación basado en la validación social… exactamente el tipo de cosa que se le habría ocurrido a un hacker como yo, porque estás explotando una vulnerabilidad en la psicología humana»2. Luego vino Justin Rosenstein, inventor del botón de «Me gusta» de Facebook, que compara a Snapchat con la heroína. O Leah Pearlman, miembro del mismo equipo, que admitió que su descontento con el botón de «Me gusta» y otros bucles de retroalimentación adictivos había crecido3. O Chamath Palihapitiya, otro antiguo alto ejecutivo de Facebook, que afirmó que las redes sociales están desgarrando a la sociedad y que recomendaba a la gente «tomarse un descanso radical»4. En Anti-Social Media, Siva Vaidhyanathan escribe que Facebook nos engancha como una bolsa de patatas fritas: «Ofrece placeres frecuentes y banales. Rara vez involucra nuestras facultades críticas con la suerte de profundidad que demanda la articulación consciente de la experiencia. Podríamos conectarnos a Facebook en un momento de aburrimiento y levantar los ojos una hora después, preguntándonos dónde se fue esa hora y por qué la gastamos en una experiencia tan poco interesante y a la vez no desagradable»5.

Tras leer artículos así en la prensa, ¿quién no se sentiría traicionado? La razón cínica se impone en tanto nos damos cuenta de los trucos jugados en nosotros. Las pantallas no son lo que parecen. Tan pronto como cualquier campaña de segmentación por comportamiento –el behavioral targeting – sale a la luz, nuestros prejuicios se confirman, en tanto que los efectos de tales campañas empiezan a desgastarse y los departamentos de marketing salen a la búsqueda de nuevas formas de administración de la percepción. ¿Cuándo van las redes sociales a desplazarse completamente hasta ocupar una etapa en la historia mundial? ¿No va a acabarse nunca? Esto lleva a la pregunta: ¿qué significa que nos hayamos vuelto conscientes de tal «distracción organizada»? Sabemos que estamos distraídos, y aun así continuamos siendo distraídos: esa es la distracción 2.0.

Un descontento similar se deja sentir en mi propio filtro burbuja al realizar crítica de las redes. ¿Qué hacer una vez que tomamos conciencia de que estamos arrinconados desde todos los lados y debemos llegar a un acuerdo con esta sumisión mental? ¿Cuál es el rol de la crítica y de las alternativas en tal situación desesperada de ubicuidad? Tomemos como ejemplo a los críticos de las criptodivisas, que deben haber experimentado la sensación de salir perdiendo respecto a la locura del bitcoin, sintiéndose incluidos en el mismo saco que un montón de tipos mediocres en Facebook. La depresión es una condición general, ya sea consciente o inconsciente. ¿Es Internet todo lo que hay? El descontento con la matriz cultural del siglo XXI inevitablemente se mueve desde el rótulo de «tecnología» hacia una economía política de la sociedad en general. Ubiquemos nuestra incapacidad colectiva para cambiar la arquitectura de Internet a la luz de la más amplia «fatiga democrática» y el auge de autoritarismos populistas, como se discutía en la antología de 2017 El Gran Retroceso6.

 

Pero también tengamos en cuenta que existe un lado oscuro en este comprensible gesto. Con frecuencia, los análisis críticos –de manera involuntaria– desembocan en juicios morales. ¿No deberíamos, en vez de ello, realizar la incómoda pregunta de por qué tantos fueron atraídos hacia el abismo de las redes sociales en primer lugar? ¿Es quizás por la «desorganización de la voluntad» de la que hablaba Eva Illouz en su estudio «Por qué duele el amor: una explicación sociológica»7? Los muchos que defendían la utilidad de Facebook, WhatsApp e Instagram, al mismo tiempo expresaron sentimientos encontrados sobre la vigilancia moral del CEO Mark Zuckerberg, encubriendo así una incapacidad –percibida de manera generalizada– para tomar decisiones de por vida. Esa situación es la que Illouz describe como una «ambivalencia impasible», una nueva arquitectura de la elección en la que las consideraciones racionales y emocionales se difuminan, causando una crisis de compromiso en la elección de parejas, un patrón que también vemos en el debate sobre las redes sociales. Quiero dejarlo, pero no puedo. Hay demasiado, pero es aburrido. Es útil, pero lo detesto. Si nos atrevemos a admitirlo, nuestras adicciones están inundadas de un vacío en la expectativa de nuestra vida desconectada del flujo.

La dopamina es la metáfora de nuestra época. El neurotransmisor representa los acelerados ciclos de alzas en nuestro humor antes de que terminemos colapsando. El flujo en las redes sociales varía desde arrebatos de expectativa a largos periodos de insensibilidad. La movilidad social está marcada por oscilaciones similares. La buena y mala suerte tropiezan entre ellas. La vida sigue su curso, hasta que repentinamente te encuentras a ti mismo en una trampa de «extorsión», con tu dispositivo secuestrado por ransomware, por algún tipo de programa malicioso. Pasamos de intensas experiencias de satisfacción basadas en el trabajo colectivo (si es que tenemos suerte) a largos periodos de incertidumbre laboral, repletos de aburrimiento. Nuestra interconectada vida es una historia de periodos de repentino crecimiento acelerado seguidos de largos periodos de estancamiento en el que permanecer conectado no sirve ya a ningún propósito. Constantes empujones psicológicos nos mantienen enganchados. Como resultado, estamos muertos por dentro. Nos sentimos derrotados, abrumados, estresados, ansiosos, nerviosos, estúpidos, tontos, inútiles8. Los cambios de humor están programados: una subida constante de ánimo por las mañanas, seguida de una caída parabólica por las tardes.

Llamémosle hoovering social: somos aspirados de vuelta, motivados por sugerentes mejoras de las condiciones, que nunca se materializan. Las arquitecturas de las redes sociales nos encierran, legitimadas por el efecto de red que hace parecer que todo el mundo está involucrado en ellas (o al menos asumen que deberían estarlo). La certeza, experimentada hace una década, de que los usuarios se comportaban como enjambres, moviéndose juntos de manera libre de una plataforma a otra, se ha probado equivocada. Salirse de una plataforma parece obstinadamente fútil. Tenemos que saber el paradero de nuestros exnovios, los eventos en el calendario y los conflictos sociales entre viejas y nuevas tribus. Uno podría desagregar a una persona, de-suscribirse, cerrar sesión o bloquear a acosadores individuales, pero los trucos que te mantienen vinculado al sistema prevalecen en última instancia. Bloquear y eliminar son considerados un acto de amor con uno mismo, de otro modo enganchado. La sugerencia misma de dejar las redes sociales del todo está más allá de nuestra imaginación.

Nuestra incomodidad con «lo social» empieza a herir. Últimamente, la vida parece abrumadora. Permanecemos en silencio, pero volvemos antes de que pase demasiado tiempo. El hecho de que no haya salida o escape lleva a la ansiedad, al agotamiento extremo o a la depresión. En su Pequeña Filosofía de la abstinencia digital, el escritor neerlandés Hans Schnitzler da cuenta de los liberadores síntomas de la abstinencia que experimentan sus estudiantes de la Amsterdam Bildung Academy cuando descubren la mágica experiencia de caminar por el parque sin tener que tomar fotografías para Instagram9. Al mismo tiempo, escuchamos un creciente disgusto con las respuestas New Age que apelan a la «escuela de la Vida» frente a la sobrecarga digital. Los críticos de Internet dan voz a la indignación sobre el uso instrumental de la ciencia del comportamiento, enfocada a manipular al usuario, solo para darse cuenta que sus preocupaciones terminan convertidas en recomendaciones de «détox digitales» en cursos de autocontrol. Nada más pasa después de las confesiones de MiDistracción al estilo Alcohólicos Anónimos. ¿Debería uno estar satisfecho con una reducción del 10 % del tiempo gastado en usar dispositivos tecnológicos? ¿Cuánto tiempo transcurre hasta que el efecto se agota?

¿También extrañas la tranquilizante sensación de estar envuelto en una manta para acabar con esa intranquilidad? El bienintencionado consejo de autoayuda se convierte en parte del problema, en tanto simplemente refleja la avalancha de aplicaciones destinadas a crear «una mejor versión de ti mismo»10. En vez de eso, debemos encontrar formas de politizar la situación. Un acercamiento desde el «capitalismo de plataforma» debería, en primer lugar, alejarse de cualquier solución basada en la metáfora de la adicción: los miles de millones online no están enfermos, ni tampoco soy un paciente11. El problema no es nuestra falta de fuerza de voluntad sino nuestra incapacidad colectiva para imponer un cambio.

Enfrentamos un retorno de la diferencia alto-bajo en la sociedad, con una elite offline que ha delegado su presencia online a sus asistentes personales, en contraste con el frenético 99 % que no puede ya más sobrevivir sin acceso online 24/7, luchando contra los largos viajes diarios al trabajo, el pluriempleo y las presiones sociales, haciendo malabares para lidiar con amigos, familiares y complejas relaciones sexuales –con ruido en todos los canales–. Otra tendencia regresiva es la del «giro televisual» de la experiencia en la web, debido al aumento de los vídeos online en todas las plataformas, la rehabilitación de canales de televisión clásicos en los dispositivos de Internet y el auge de servicios como Netflix. Un pensamiento de ducha –un shower thought – de Reddit lo pone de este modo: «Surfear en la web se ha vuelto como mirar televisión en los viejos tiempos, solo moviéndonos entre un puñado de sitios web buscando algo nuevo que esté puesto»12. Considerar a las redes sociales como una nueva televisión es parte de una erosión de largo plazo de la alguna vez celebrada cultura participativa, un desplazamiento de la interactividad a la interpasividad13. Este mundo es masivo pero vacío. Lo que quedan son los rastros visibles de una rabia colectiva de aquellos que sí comentan. Leemos lo que los trolls tienen que decir, y desplazamos con un rápido movimiento de dedos la inmundicia verbal en ira.

Una de las consecuencias no intencionadas del uso de las redes sociales es la creciente reticencia a tener intercambios verbales directos. En una publicación en su blog –«Odio los teléfonos», James Fisher se queja acerca de la disfuncionalidad de los centros de teleoperadores y califica a toda la telecomunicación «sincrónica» como ineficiente: «La comunicación textual asincrónica es como todo el mundo se comunica a distancia hoy en día. Está aquí para quedarse»14. De acuerdo a Fisher, matar a los teléfonos es un gran mercado. Es parte de una revolución silenciosa. No hay rabia contra el teléfono y la forma más efectiva de sabotear el medio es ya no contestar llamadas. Durante una visita a un centro de formación profesional en medios en Ámsterdam, me explicaron que la escuela había introducido recientemente una clase de «comunicación» para nativos digitales, después de que una empresa se quejara de que los becarios eran incapaces de conversar por teléfono para hablar con los clientes. En la línea de los hallazgos de Sherry Turkle15, el curso entrena a los estudiantes en cómo mantener una conversación por el teléfono y en la vida real.

Durante un diálogo, ya sea al teléfono o sentados uno junto a otro en un café, tomamos la ruta «hermenéutica» y extendemos la conversación. Ese es el arte de la interpretación, cuando nos complacemos en la exégesis de una situación, publicación o episodio. Es un paisaje semiótico expansivo, donde el significado no está atado al compromiso. Al contrario: se trata de evitar tomar decisiones, se trata de sondear en el mundo de lo posible. Nos perdemos en el tiempo mientras preguntamos, explicamos, interrumpimos y divagamos, tratando de adivinar el significado de los titubeos y gestos corporales de nuestro compañero. Esta experiencia extensiva es lo opuesto a la de la técnica de la comprensión, visibilizada en la condensada forma del meme. Estos mensajes visuales comprimen problemáticas complejas en una imagen, añadiendo una capa irónica, con el objetivo explícito de duplicar y propagar el mensaje que puede ser aprehendido en una milésima de segundo, antes de que pasemos el dedo por la pantalla y rápidamente nos desplacemos a la próxima publicación. Los memes suplican que les demos like y hacen visible la distracción, como en el caso del meme del novio distraído16.

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