La navaja de Ockham

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6

Dejo lo que estoy haciendo cuando el embajador entra y se acerca hasta la mesa del amplio comedor, en la que me encuentro trabajando con la linterna. Battaglia me pide con un gesto que lo siga a la puerta de entrada. Salimos al pasillo y mi compañero saluda al diplomático:

—Perdón que lo hagamos salir al pasillo, pero es la escena de un crimen –se disculpa, con un tono firme.

—No tiene por qué darme explicaciones, lo entiendo muy bien.

—Él es Santiago Soler, el jefe de la División Escena del Crimen –le dice Battaglia.

El embajador me estrecha la mano con seguridad y con un fuerte acento madrileño, se presenta:

—Mucho gusto, soy el embajador Diego de la Vega. –Mientras devuelvo su cordial saludo, me viene un chiste a la mente, pero por el contexto y su cargo decido no hacerlo. Calculo que leyó mi mente, porque antes de que pudiera decir algo yo, él se me adelantó:

—Por si iba a preguntármelo, no… no soy el Zorro –dice esto y sonríe por un instante, lo suficiente como para que pueda apreciar su impecable dentadura. Tiene la piel bronceada y su cabello corto y canoso hace que sus ojos destellen como faros en un fondo de arena oscura. Huele bien, un perfume caro, asumo por la fragancia y la densidad que destila a su paso. El chiste y su posterior resultado duran muy poco, luego una sombra cruza por su mirada y vuelve la seriedad a sus facciones, que se dibujan como en un papiro. Battaglia se ubica a mi lado y tengo la impresión de que vamos a interrogarlo, cuando, en realidad, es más factible que ocurra lo contrario. Él hará las preguntas. Para eso está aquí.

—Quiero que me tengan al tanto de todo. Ya hablé con el fiscal Massacesi y también prometió estar comunicado conmigo. Estas personas son gente respetada en nuestro país y quiero que la investigación se resuelva lo antes posible y de la mejor manera.

—Por supuesto. Lo mantendremos informado. Y es nuestro principal deseo es que todo se resuelva cuanto antes –le responde mi compañero, y yo también asiento con la cabeza.

—Quedo a su entera disposición, no quiero quitarles más de su preciado tiempo –dice el embajador, dando por terminada nuestra corta y sintética charla. Estrecha la mano derecha de Battaglia. A continuación, la mía. Terminadas las formalidades, se dirige hacia la puerta del ascensor, mi compañero lo sigue de cerca y el embajador le dice algunas cosas más que no llego a escuchar por la distancia a la que se encuentran, pero como respuesta, Battaglia asiente afirmativamente.

Recuerdo que Jorge Parisi me dijo hace un momento que estaban listos para abandonar la escena.

Quiero hacer una inspección más exhaustiva del lugar del hecho, pero la luz no es buena a esta hora y la calidad y potencia de las lámparas dejan bastante que desear para lo que tenemos que hacer.

—Creo que lo mejor va a ser dejarlo para mañana temprano, cuando tengamos mejor luz. Luz natural. Aseguremos la escena y que se quede alguien de confianza en la entrada…

Busco con mi mirada a Iván, que es uno de los nuevos técnicos y en quien más confío. Me recuerda al entusiasta joven que era en mis comienzos. Cuando lo encuentro, le hago señas para que se acerque. Él camina a paso acelerado para llegar lo antes posible.

—Decime, Santiago… –dice él, y veo entusiasmo en sus ojos.

—Voy a necesitar que te quedes a custodiar la escena del crimen hasta mañana por la mañana cuando volvamos. No dejes pasar a nadie. Y si alguien quiere hacerlo, me llamás. No importa la hora que sea. –Mis órdenes son precisas porque no quiero que nada se altere, modifique su posición o cambie el relato de los hechos.

—Por supuesto, contá con eso. –Es su amable respuesta.

—Terminen con lo de levantar sus cosas y vayan a dormir unas horas. Mañana va a ser un día largo –le digo a Jorge que asiente en conformidad.

A veces, es mejor demorar un poco las actuaciones, pero hacerlas como corresponde. No tenemos todavía un cuerpo, y en mi fuero interno esperaba que no lo tuviéramos, por lo que no corríamos con la urgencia de sacarlo de allí y disponer su autopsia. En este caso, lo que nos interesa es el departamento, la supuesta escena del crimen, y lo que contiene, que ya ha sido perpetuado con innumerables tomas fotográficas. Lo mantendremos a resguardo hasta volver mañana y entonces sí haremos hablar a los testigos mudos de ese supuesto secuestro.

—A las nueve, todos acá… –lo dice en voz alta para que todos lo escuchen y los técnicos levantan un pulgar, dándose por avisados.

Cuando vuelvo a la cocina, Battaglia revuelve unos papeles, mientras ordena sus pensamientos.

—Me voy a dormir un par de horas –le digo–. Necesito estar al 100% para mañana. La búsqueda de evidencias va a ser fundamental. Tal vez nos lleve todo el día, y la luz que tenemos ahora no es la indicada. Le ordené a todo el equipo hacer lo mismo. Mañana a las nueve de la mañana arrancamos con una segunda inspección ocular. Además quiero hacer una recorrida por el barrio. Reconstruir los posibles movimientos del secuestrador.

—Perfecto, hay varios equipos recorriendo el barrio, casa por casa. Y estoy haciendo una lista de los vecinos para que los entrevistemos entre todos. –Battaglia revisa sus notas y ordena los papeles según su importancia. Afuera, el rumor de autos que llegan y salen es incesante y el zumbido de los helicópteros habla de una búsqueda que ha tomado todos los terrenos, incluso desde el aire. Saludo a Jorge y al equipo y me dirijo a la salida del complejo, donde están nuestros vehículos, y es allí cuando me doy cuenta de que no llevé mi auto. No me quedará otra que volver en taxi a casa.

7

Por fortuna, el taxista casi no me habló durante todo el trayecto, que no duró más de diez minutos. A esa hora de la noche, el tráfico era casi inexistente. Solo me preguntó mi destino y calculo que, al notar mi humor aletargado, se decidió por no sacarme temas de conversación. Yo me encontraba cansado, preocupado y tenía mucho en qué pensar. Cuando llegué a casa, Elena, mi sobrina, dormía con su madre en mi cama. En silencio, en la penumbra del cuarto, me senté al borde de la cama. En algún lugar, allá afuera andaba una nena un poco mayor de su edad, pero lejos del abrazo protector de su madre. Ángela se despertó y presintiendo algo dijo:

—¿Qué pasó? –Se lo conté, e instintivamente puso su mano en el pequeño y cálido pecho de Elena.

—¿Siria llamó?–le pregunto.

—No, al menos no a mi celular…

Alfredo, mi gato, dormía a los pies de mi sobrina y cuando me levanté y el colchón volvió a su posición normal, le molestó mi presencia. Se despertó por un instante y me miró con una queja en su rostro. Amenazó con la posibilidad de que un maullido partiera de su boca, pero el sueño fue más fuerte que él, y solo quedó en eso: una amenaza. Volvió a apoyar su cabeza sobre el cobertor y ya no respondió. Cuando entro a ese dormitorio destinado a alojar visitas, veo a Andrea durmiendo en el pequeño sillón orejero en el que me encanta sentarme a mirar series que nunca termino, porque siempre estoy demasiado cansado y el sillón es muy cómodo. Hay un libro tirado en el piso, que debe haber aterrizado ahí después de que se quedó dormida. Está acurrucada hacia uno de sus lados y su cabeza descansa en uno de los brazos del sillón. Pensé en despertarla y pedirle que se acueste en la cama y yo tomar su lugar en el sillón, pero estaba tan profundamente dormida que me dio pena sacarla de ese único estado de felicidad natural que tiene el ser humano. Me tendí en esa cama que podría contar mis sueños de niñez y adolescencia y que, cuando me mudé solo, traje conmigo de la casa de mis padres. Fue de las pocas cosas de mi infancia que traje a mi hogar. Lo demás quedó donde debe estar: en el pasado.

El sueño me envolvió en su hechizo y caí rendido en muy pocos minutos. Soñé con una nena que volvía sana y salva a los brazos de sus padres, una nena igual a la que nos habían descripto y mostrado en fotos. Con su vestido blanco, su pelo lacio, rubio y sus ojos color celeste como el mar del Caribe. Veía la felicidad de los padres, que corrían a abrazarla. Veía en el rostro del padre, con los mismos ojos claros, la felicidad y el agradecimiento por haber encontrado a su hija… pero todo cambiaba, para mi horror, cuando al acercarse a ella, los padres no la reconocían. Decían que no era ella… Lo que parecía un cuadro perfecto se desdibujaba de pronto. Las voces se hacían lejanas y parecían ralentizarse. Sus rostros adoptaban muecas de asco y desesperación y comenzaban a gritar. Me asalta una sensación de paranoia y desconfianza, porque no entiendo qué es lo que está pasando. Lo entiendo todo cuando la nena se da vuelta para mirarme: tiene la cara en estado de descomposición avanzada y los gusanos llenan sus órbitas y trepan desde su boca abierta… El padre comienza a gritarme: “¿Qué hizo? ¿Qué hizo?”. Y se toma la cabeza, horrorizado… yo quiero responderle, pero el cerebro no hace su parte y las palabras nunca llegan a mi boca, pero siento que el hombre y su mujer se acercan cada vez más, amenazadoramente. Mientras sigo tratando de responderles, pero sin éxito, siento sus puños descargar su furia contra mi humanidad. El hombre me golpea con fuerza, y la mujer rasga mi rostro con sus uñas inusitadamente largas, y entonces empiezo a sentir el calor de mi propia sangre circular por mi nariz y bajando por mis labios, humedeciendo mi lengua con su sabor metálico…

Me despierto sobresaltado, a la defensiva, y la oscuridad todavía es absoluta. Pero hay algo que todavía sigo sintiendo a pesar de que el sueño ha terminado: el sabor metálico de la sangre en mi lengua. Esa parte no ha sido una proyección de mi inconsciente. Fue real y lo sigue siendo. Y una vez más, recuerdo que estoy enfermo y que debo someterme a una cirugía maxilofacial cuanto antes a fin de extirpar el tumor que está creciendo en mi seno para nasal izquierdo. Un tipo de cáncer bastante raro, pero operable, según lo que dijo mi oncólogo.

 

Me levanto de la cama algo mareado y me cuesta ponerme de pie. Enciendo la lámpara del techo y la luz inunda mi campo visual como un relámpago. Veo la sangre manchando la funda de mi almohada. La saco para lavarla más tarde, aunque tengo pocas esperanzas de que la tela blanca vuelva a su color original. Si la sangre no se lava con abundante agua y jabón apenas ha manchado una prenda de algodón, es casi imposible de quitar. A veces, resiste al cloro más potente. Entro al baño, y abro el grifo para que el agua salga con fuerza y se lleve las gotas que empiezan a caer de mi nariz cuando me inclino para lavarme. Las gotas caen densas y pesadas y se resisten a seguir el camino hacia el desagüe. Por encima del zumbido del agua que brota, escucho la voz de Andrea a mis espaldas.

—¿Estás bien? –me pregunta, preocupada. Cuando levanto mi cabeza, veo la angustia en su mirada, que el espejo me devuelve.

—Sí, estoy bien. Otro de mis sangrados nocturnos, nada más… –Trato de restarle importancia al asunto, pero ella no va a dejarlo pasar.

—¿Solo eso? Santiago, no podés dejar pasar más tiempo… te lo dijo tu médico y te lo digo yo como médica.

—Ya lo sé. Esta semana pido turno para los prequirúrgicos… –Trato de calmarla–. Tenemos el caso de esta nena desaparecida… no puedo borrarme justo ahora –le respondo mientras enjuago la bacha y trato de eliminar todas las salpicaduras de mi propia sangre.

—Ahora es este caso, mañana va a haber otro… siempre hay algo más importante. Pero esto es tu salud, Santiago. –Hay firmeza en su voz, aunque lo que intenta transmitirme es su preocupación. Su miedo a perderme.

Me enjuago una vez más, y cuando el sangrado comienza a ceder, me coloco una pequeña pelota de algodón para que tapone la hemorragia y permita que la coagulación comience a hacer su magia. Es oficial: debo encargarme de mi salud o quien terminará en la morgue seré yo.

8

Cuando se produce una desaparición, es indispensable proceder a la divulgación de tal acontecimiento y la primera hipótesis es siempre que la desaparición es voluntaria. Aunque exista esta mínima posibilidad, hay que proceder a realizar las búsquedas inmediatas, con la ayuda de la descripción física del desaparecido y ayudados por un conjunto de medios; desde personas y perros detectores hasta llamamientos en los medios de comunicación y redes sociales. Simultáneamente, el investigador debe pensar en otras posibilidades, sobre todo en la posibilidad de un crimen: es la respuesta al “¿qué?”, lo que sucedió. Al mismo tiempo encontrará la respuesta al “¿dónde ocurrió?”, identificando el lugar donde se ha producido el proceso. La búsqueda del motivo dará respuesta al “¿por qué?, el móvil del crimen. La identificación del lugar o los lugares produce minuciosas inspecciones, realizadas para recolectar vestigios que luego pueden servir como pruebas ante un tribunal. Al divulgar la foto de un desaparecido, se procede a la descripción de la persona, pero para la investigación de un crimen, esta descripción no basta, y es más exigente tratándose de un niño. Hay cosas que pueden llegar a ser muy importantes: por ejemplo, saber cuál es el medio familiar en el que vivía, la relación con los padres, hermanos y restantes familiares, con los vecinos, compañeros de colegio y maestros. En el fondo, lo que se intenta descubrir es si es o no un niño feliz y no es maltratado física o psicológicamente. La personalidad del niño, sus juegos, sus hábitos, las enfermedades que puede padecer, así como la actitud frente a personas extrañas, son relevantes para una investigación criminal de este tipo.

A las 6 de la mañana del día siguiente, domingo 17 de diciembre, me despierto pensando en todas las actividades que tenemos por delante. Controlo mi celular y por suerte durante la madrugada no hubo mensajes ni llamados que no haya escuchado. Eso, dentro de todo lo malo, es algo bueno. Aunque significa que todavía no había novedades en el caso. Me preparo un café con leche bien cargado, porque necesito con desesperación que mis sentidos se enciendan y comiencen a funcionar en su máxima potencia. En poco más de una hora tengo que volver al hotel para la inspección ocular y el levantamiento de rastros. El diario llegó minutos antes y en su portada junto a la cara de una hermosa nena de pelo rubio, piel blanca y ojos verdes, una frase en letras rojas de gran tamaño reza: DESAPARECIDA. Al mismo tiempo que yo, toda la ciudad y el país se está enterando de la noticia. Enciendo el televisor y todos los canales de noticias ya se encuentran en la puerta principal del complejo de departamentos, esperando el momento en que lleguemos para ametrallarnos con sus preguntas. En pantalla veo a un conocido periodista de policiales, que relata la secuencia fáctica desde el momento en que la madre de la nena vuelve a la habitación para buscarse un abrigo y se da cuenta de que la hija no está en su cama y todo lo que vino después. Esperan la salida de los padres, los matrimonios amigos y cualquier otra persona que pueda dar detalles de lo ocurrido. Cuando termino mi taza de café y las tres tostadas con mermelada de frutos rojos, me acerco hasta la pileta de la cocina y mientras lavo la taza, el plato y la cucharita, oigo a mis espaldas una voz que me resulta familiar y al instante identifico. El fiscal Massacesi le habla desde la puerta del hotel a una jauría de periodistas sedientos de primicias. Lo rodean de micrófonos con distintos logos según el canal de televisión o radio al que pertenecen. Se producen forcejeos tensos entre los cronistas que quieren ocupar el mejor lugar en ese banquete mediático. Los flashes de las cámaras bañan por segundos la humanidad del fiscal y sus asistentes, que son dos chicos jóvenes. Nicolás ha trabajado toda la noche y lo noto en sus ojos vidriosos y brillantes, responde a las preguntas con paciencia, pese a que no ha dormido y cuando su mente debe ser un torbellino en estos momentos. Ya ha entrevistado a los padres de la nena, los dos matrimonios amigos que los acompañan y a varios vecinos y personal del complejo. Les avisa a los periodistas que por la tarde se hará una conferencia de prensa para oficializar la desaparición y comenzar con la búsqueda dentro y fuera del complejo y sus alrededores.

Dejo en el escurridor los utensilios que acabo de lavar y limpio la mesa con un trapo húmedo. Apago el televisor. Debo salir cuanto antes. Quiero tener todo organizado y que no quede nada fuera de nuestro radar. Tengo que pasar por el Instituto de Ciencias Forenses a buscar mi maletín de escena del crimen. Y estar antes de las nueve de la mañana en el complejo. Alfredo, mi gato, se ha despertado, y aparece como un fantasma, mientras ato los cordones de mis Reebok negras que reservo para trabajar en lugares del hecho. Se refriega contra mis manos, tratando de tener toda mi atención y se acerca hasta su cuenco que está vacío y maúlla, pidiendo su ración de leche fresca.

—Shhh, están todos durmiendo… –lo callo, y él me mira con ojos furiosos por mi reprimenda. Una vez que se ha tomado todo, se da media vuelta y en un gesto de total despreocupación y hartazgo, vuelve a la cama. Lo miro con ira, pero él hace caso omiso. Simplemente desaparece tras la puerta de mi dormitorio.

—Sos un desagradecido, Alfredo –le digo, como si él pudiese responderme.

A las 8:35 estaciono mi auto a un par de cuadras del complejo de departamentos y desde ahí camino, maletín en mano. Llego hasta la puerta trasera, que, por lo que veo, todavía los periodistas no han detectado. Veo estacionados varios autos que reconozco. El de Jorge Parisi, el de Nicolás Massacesi y el de varios de los técnicos en Rastros. Adentro, veo un movimiento inusitado para la hora que es.

Los técnicos ya están enfundados en sus trajes especiales y cuando llego al final del pasillo que conecta las habitaciones, saludo a Jorge Parisi, que me ofrece un café bien caliente en un vaso descartable de poliestireno. No puedo negarme a su ofrecimiento, y mientras camino hasta la zona de ascensores, diviso a Battaglia que no tiene buena cara. No ha dormido y el cansancio está tatuado en sus facciones afiladas y gráciles para un hombre que ya ha cruzado la barrera de los 50. Le ofrezco mi café.

—Todavía no lo probé y me parece que le hace más falta que a mí… –le digo con humor, tratando de descontracturar aunque sea por un instante la situación en la que estamos inmersos.

—Ya llegaron los medios –me notifica, con hastío. Si hay algo que Battaglia odia, y no son muchas las cosas que odia, son los periodistas. En especial al periodismo amarillista y que hará todo tipo de conjeturas y comentarios desubicados y con una total falta de profesionalismo.

—¿Habló con Nicolás? –quiero saber dónde estamos parados.

—Sí. Entrevistó a los padres, mientras yo entrevistaba a los matrimonios amigos. Por separado. Pero al mismo tiempo, para que no se pusieran de acuerdo en qué decir.

—Claro, entiendo…

—Hay varias cosas que no nos cierran del testimonio de la madre. Incongruencias. Cosas que no coinciden entre lo que me dijeron los amigos a mí y lo que le dijo la madre de la nena a Nicolás. Que pueden estar asociadas al estrés del momento vivido… pero no quiero descartar nada por ahora. Fue lo que le dije. No los descartemos…

En ese momento, escucho pasos que se acercan. Alguien camina aceleradamente hacia donde nos encontramos. Mi celular y el de Battaglia reciben un mensaje de texto al mismo tiempo y los timbres que los anuncian se superponen. Tomo mi celular y miro la pantalla. El mensaje de Andrea De Marco, la médico-legista. Es corto y conciso: ENCONTRARON EL CUERPO DE UNA NENA. CREEN QUE ES SARA. ESTOY EN CAMINO.

La suma de todos nuestros miedos pareció materializarse en un instante, mientras leíamos esas pocas líneas en las que se resumía todo el horror posible. Todavía no estaba confirmado, pero el peor de los finales parecía la respuesta.

—¿Te llegó el mensaje de Andrea? –me pregunta Battaglia, después de apagar su celular.

—Sí, la puta madre… –Los pasos que hasta ese momento venía escuchando se materializan cuando ante la entrada del departamento se asoma el fiscal Nicolás Massacesi con su peor cara.

—Parece que encontraron a la nena. No muy lejos de acá. Estoy saliendo para allá.

—Vamos –me indica mi compañero, que toma su saco del respaldo de la silla que ocupaba.

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