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mirándonos como aliadas.

Le daré por gusto mi alma.

Ella anda como las olas

este mundo que ando sonámbula.

Me la hallaré mitad del mar

o vendrá recta hacia mi casa,

me dirá día, me dirá trance,

me contará camino y patria.

Le aprenderé gesto y manera:

me aprenderá en la carne el alma,

le pediré que se haga rostro,

cara de madre, cara de amante,

del hijo como de la hermana

y en esa patria en que estaremos

me hará en las tardes un cuerpo de agua,

en las noches un cuerpo de fuego

y uno de aire en las mañanas.

La muerte no es, qué son las muertes

y hay las oblicuas y las francas

y las lentas como la niebla

y las veloces como Ariadna.

Como vírgenes piensan hijos

y los reyes ciudad fundada,

la tengo dicha a mi puerta,

recontada la tengo a mi alma

y ya no sé si ella ha llegado

y tras de mi hombro hace su fábula

porque ella, la mía, ya viene

hecha de fuego y arde agitada,

como un árbol que toma el rayo

soy humo y suelto llamarada.

Mi padre

El rostro de mi madre no llevó a sus entrañas la paz;

nunca en sus brazos se durmió su amargura

y se fue para siempre por surcos y montañas

y dejó a sus espaldas la paz y la hermosura.

Él me dijo: “Yo a veces canto para dormirme

un dolor tan agudo como una quemadura.

Volví una tarde pero otra tarde he de irme.

Todos los vientos busco para tener frescura.

Y del camino que andamos bajo lluvias y nieves

hasta rendir el alma de sangre

fue colmado el lagar de mi pecho”.

Yo no lo vi llorar nunca, pero él cantaba

sollozando a David cuando agonizaba

lejos de las mujeres que solo Él hizo amargas.

Muertos

Caen los gestos de los amigos

en la soledad de mi falda.

Los que murieron me los envían

y los devuelven como bayas:

Manuel cogía dulce la fruta,

Selma bebía lenta el agua

y mi madre mondaba como

las viejas reinas su naranja.

El bien querido caminaba,

como su pecho, viva su espalda.

No querrán gestos en donde están

que así me caen a la falda.

Puerta

No sé qué hice, qué merecía

bajar a noche de cisterna.

Ya lo he pagado, delito,

suelte Dios en polvo mis puertas.

Caras de sueño con tinieblas,

las amazonas sin pecho

que me abrazan aunque me esperan,

me han mostrado cuatro veces

heladas como Clitemnestras

la cosecha de la muerte

sin que su carne las padeciera

y la dicha me han velado

como quien cobra llama violenta.

No quiero más preguntarles

antes de entrar, desde afuera

y helar mi mano en la llave

y oír mi sangre que galopa

y entrar con la risa rota

y morir un poco en mi puerta.

Llaman a la muerte última,

la llaman, como a ellas, Puerta.

Poco la vida mía ha sido,

solo temblor sobre una puerta

solo temblor cuando se acerca

y pedirles cuando llego

piedad aunque sean mis siervas.

Mi muerte no será mi muerte

sino la muerte de mis puertas,

de las dos mil a que llamé:

las rojas, las grises, las negras.

Qué pedrada o qué aletazo,

qué ardor y santa violencia

mis rodillas, mis coyunturas

y mi sangre contra una puerta

una caída detrás de mí,

unas cáscaras rotas y abiertas

cincuenta años de agonía

contra la bruma de las puertas.

Regreso II

Regreso desde una patria

que ninguno cuenta

y traigo mi rescatada

e íntegra cosecha.

Mi corazón y mis pulsos

en arroyos suenan.

Y suena cántico en mí

que sigue y no cesa.

Mi cuerpo como el manojo

de las lilas tiembla

con un temblor que no tuve

en campos ni fiestas.

Me habían cortado voz,

ánima y potencias

como cortan en mujer

dormida las trenzas.

Estoy como muy anciana

y como muy tierna.

La misma cosa reír

que llorar me cuesta.

Me habían alzado y traído

mis hermanas muertas,

mujeres del Valle de Elqui

que en lo Eterno juegan,

bailarían sobre mí

sus sayas eternas.

Es un tener azucenas

en la entraña abierta,

como si el sol y los soles

desde mí subieran.

Como ser dueño de todo

quedándome sierva,

y no comer ni beber

de no estar hambrienta.

Yo caí a golpe de azada

con mi madre muerta.

Se desmoronó mi carne

con la carne de ella.

En dos platillos bajaron

nuestras dos cabezas,

como granada y granada

que sorbe la tierra.

Tengo de la lucha oscura

dentro de una huesa,

como tajeada mi cara

por ruedas y muelas.

Me regresan en tropel,

al pecho me llegan,

mis gentes que de una por una

cayeron en tierra.

Ya nunca más somos dos,

que aquélla y que ésta;

y juntas corremos en aguas

soltadas de presa.

Maravilla que no saben,

navidad tremenda:

haber estado en sepulcros

y volver entera.

Tenía olvidado el sol

en que el mundo juega,

aire y sol había dado

a las bestezuelas.

Lloraría quien pudiese

mirar, quién regresa,

encuentra viva a su madre

y a su lado acuéstase.

Parece que me cortaron

mortaja, maderas,

y que midieron los palmos

que mi cuerpo entrega

y tuve en mi pecho

sílice y arenas.

Regreso III

Yo regreso de una patria

que ninguno cuenta

y vuelvo conmigo y vuelvo

con mi gente muerta.

Y un tropel me regresa

y al pecho me llega

cuanto yo había dejado

caer en la Tierra.

Se varea las manzanas,

se corta la fresa

y hallo flor de San Juan

ardiendo en las cuestas.

Yo caí al golpe de azada

de mis gentes muertas.

Desmoronaron sus carnes

y rodé con ellas.

Como Jacob en la noche,

luché por ellas,

luché con demiurgo o ángel

y gané la lucha.

Tengo de la oscura brega

adentro de sus huesas,

mi cara como tajeada

en ruedas de muelas.

El rostro con que regreso

brilla y espejea;

hay un sol en mis entrañas

que nunca se acuesta.

Me salvarían beguinas

que temblando rezan

una secuencia no oída

en hora secreta.

Miro mi cuerpo, extrañada

de volver entera;

parezco la flecha huida

que viene devuelta.

Maravilla no sabia,

navidad violenta:

haber estado en sepulcros

y volver entera.

Estoy como muy anciana

quedando tierna.

El cuerpo como manojo

de lilas me tiembla.

Tenía olvidado el sol

con el que el mundo juega.

Solté el mundo como loca

a las bestezuelas.

El corazón y los pulsos

baten y resuenan

y en mí un cántico se canta

que vele o que duerma.

Es un llevar sin despojo

azucena abierta

y como si de mí misma

los soles subieran.

Como ser dueña de todo

quedándome sierva

y dejar fruta y condumio

de no estar hambrienta,

haciendo de sol a sol

la misma cosecha.

Sal

Hace años que cruzo el mar

y que he perdido tierra verde.

El sabor de la costa es de leche

y el sabor de la barca, de sal.

Regalos que las costas dan,

frutos y harinas inocentes,

rezuman leche, gotean leche

pero en el mar comemos sal.

Oficio dulce de adorar,

oraciones que de allá vienen

confiesan valles que son de leche,

y mi oración se me hizo sal.

Treinta años han pasado

Treinta años han pasado, verano.

Pasaron como un sueño, como un sueño,

leves, callados.

Y solo en esta tarde melancólica

cuando mi mano he alzado

los siento vueltos dejadez

sobre mi mano.

Como las nubes sobre mi semblante

que pasan sin tocarlo

yo los creía. Pero he aquí: mi sangre

dulces volcaron.

Y solo en esta tarde sé que suaves

me han magullado

por esta dejadez de rama herida

que hay en mi mano.

Exprimiré los frutos de la tierra

con pulso manso;

levantaré mi copa de agua clara

con algo lánguido.

Dirán ahora mis pequeñas niñas:

dulce es su abrazo

y se va a abrir de dulzura

la vena henchida.

Callado como el peso de las nubes

 

es el morir hermanos.

Pesa ahora menos que una rosa, hermanos,

amor sobre mi mano.

Rosales entregad lento el perfume.

Son leves los treinta años:

me rindo del olor de una azucena

y me muero del nardo.

Mundo que yo bebía por la copa

abierta de mis labios,

haceos pequeñito como un hijo

que he juntado los párpados.

Penetrareis ahora hasta mi alma

como un hilo delgado

de color: se me rinde de dulzura

el pecho lánguido.

América

Ágape

Cinco somos nosotras y de cinco

Patrias, y juntas hoy por acordarnos

en la pera, en la aloja y el zapote,

y mandioca junto a pan amasado.

Y las cinco van a ser una sola

y nos juntamos por apresurarlo.

Para nombrarlas nos hacemos citas

a hurtadillas de tierra y aire extraños.

Como el llama, el guanaco y la vicuña,

repastan juntos como enamorados

ataremos los pulsos a la luz

en granos de mazorca apretujados

comiendo con el cuerpo y con el alma

el gozo de ser fieles y hermanadas.

Al abra de mil columnas

I

Al abra de las mil columnas,

a la escalera de mil pisadas,

ya voy llegando y camino

desde los días de mi infancia.

¿En dónde están que no los oigo

y que los veo solo con mi alma?

Caminé niña, caminé moza.

Toda mi memoria es marcha,

marcha el ritmo de los brazos

de las rodillas y las palabras,

marcha el habla y el aliento

y marchas mis sienes blancas.

Pasé las patrias del pino,

alerces y araucarias,

el reino denso del caucho

y el abrasado de la naranja,

después se me vino el quebracho,

ahora la milpa empenachada.

¿Dónde están los que daban voces

y me trajeron como en andas?

II

Al abra de las columnas

a la escalera labrada,

a la casa de las Vírgenes

llegué con las sienes blancas

rastreando y deletreando

en cal y creta pálidas.

Preguntando al viejo mar,

después al polvo, a las nubes

y al viento Quetzalcoatl.

¿a dónde ellos se fueron,

a dónde están o no están?

Desde la primera infancia

caminé con amor y ansia

y he llegado a templo y patria

para aprender que no están.

Dicen que al Sur y que al Este.

Lo balbucean, lo apuntan,

pero nadie hay que me lleve

y hay rutas y no me la hallan.

Estoy sobre estas piedras dulces

que eran de la cita exacta,

fiel a mi bien o a mi mal como siempre,

oyendo viento en milpas afiladas.

Si ellos huyeron, ¿cómo es que los siento

pasar mi rostro como largas sabanadas?

III

Ahora que estoy tendida y lacia,

vayan soltando lengua y palabra,

que es hora de sin oír, hablar,

y escucho así de alerta y dormida

con temblor de helechos y de venada

el caracol del maya a mis oídos.

Estoy en la piedra exacta

de la cita y la llamada,

fiel a mi bien como a mi mal.

Se huyeron como la nubada

y las milpas aventadas.

Pero si huyeron, ¿como es que están

y cómo es que me toman las palmas?

Suben tan fuertes en el alba,

acuden precisos, saltan

como una pista hacia el Mayab.

Al mediodía doran y arden

y a la noche más vienen, más.

No quemé en vano mi rostro

de sol y viento y jornadas.

Cuando paraba a descansar,

más premiosos ellos llamaban.

A veces troqué el Mayab

por villorrios y posadas.

Serví a oscuras extranjerías,

me llamé Isabel y Sara.

Hilvané y deshilvané

cinco rutas, y estoy cansada.

Cuando saltó una Península

y entré en cretas y cales pálidas,

y el henequén punzó los ojos,

y el huipil comenzó su danza,

ya entendí maduro mi arribo,

y di la tierra por sobrada.

Las voces que ellos voceaban,

blanqui-acero y rojidoradas,

aupaban y conducían,

sorteaban valles y quebradas.

Llego, paro, echo mis vistas,

doy voces, llamo desvariada,

las manos puestas en la Pirámide

y en las palmas la sangre entregada.

Suben tan fuertes en cuanto amanece,

acuden tan precisos, llegan, saltan

como los pelotaris a la pista.

Al mediodía la mesa me abrazan

y esta noche de doble Casiopea

y de calenturienta Vía Láctea

baja a espirales de sílabas dulces

a una gracia que casi es la Gracia.

Hablen más lento y más claro los míos,

y hablen sin parar hasta que sea el alba.

Todo, todo les doy en obediencia,

padres, abuelos de voz susurrada,

menos la frente que di a mi bautismo

y este punto en el pecho que es nonada

en que rojea la gota de sangre

de mi Señor Jesucristo quedada.

Brasil

Voy a aprenderme esta tierra

adonde me trajo un viento,

una marea y un leño.

Aprenderme quiero uno por uno,

Dios mío, sus árboles

que veía en sueños, y aprenderme

como palabra, cada fruto.

Desde el fondo de las quebradas,

aprenderme los mugidos

nuevos de los animales.

El extraño sabor del aire,

aprendérmelo, lleno de sal,

de polen y caña de azúcar.

Esta rojez de la tierra

parecida a Bartolomé,

con mi espalda sobre ella, aprendérmela.

El fervor de los colibríes

en los cafetos floridos,

parecidos al hervor del cielo;

antes del cielo, aprendérmelo.

Quiero moler todas las gomas,

las resinas y los bálsamos

con mis dientes y con mis manos

hasta que mi cuerpo tenga

tus colores y tus sabores

y en mí no quede cosa extranjera.

Cura mi cuerpo, salva mi alma

con tanta hierba ferviente,

tanta agua baptista y dulce

y columpio lento de orquídeas.

Aprender el habla tuya quiero

aunque deba quemar la mía,

hasta que el sabal me entienda,

los pastos me hagan señas

y se me alleguen las serpientes.

Mírame a los ojos, óyeme los pulsos,

sílbame bien tu secreto,

échame en tierra, revuélveme

con tus santas motas de tierra,

tus matorrales locos de insectos

y tu champaña de mariposas.

Me sé el recuerdo como el olvido.

Me olvidaré del olivar,

de los pinos y los encinares.

Tómame que yo te tomé.

Coloquio de Lolita Darío

En la luz de San Salvador

entre el bálsamo y el café,

y mirando cerros de fuego,

el San Jacinto y el San Miguel,

de Rubén hablábamos ambas

o callábamos de Rubén,

deslumbradas si lo decíamos,

si lo callábamos también.

Vivió como viven los niños

maravillosos, para ver

dónde la tierra está más viva

en el dorado y la rojez,

para ver próceres ocasos

y albas de miel.

Pero también para la noche

solapada, para temer

la pitón que come vampiros

y el curare que da mudez.

O será que cruzó dormido

por la tierra en que sangra Abel,

sin aprenderse el mal amigo,

sin entender a la mujer,

en su propio éxtasis dormido

como el rubí y el esparvel

ya que sus ojos entornados

miraban sin mirarnos bien.

Caminando encontró a los hombres,

halló a Poe y amó a Verlaine;

en las Indias su Ramayana

y en las Chinas su Lao-Tsé.

A pesar de la Tierra andada,

del mal alcohol y el mal placer,

de los latinos que se supo

y de los griegos y maya quichés,

vivió niño y se murió niño

y en los cielos niño es también.

A pesar de los panes ácimos

y la ceniza del mantel

vivió del tuétano de oro

del mundo, y la Excelencia fue

y la Nobleza, su costumbre,

y su hallada Jerusalén.

Cuando la luz en Nicaragua

llueve gracia como en Belén,

es el trópico de la América,

El País del Hombre Rubén.

Cielo mejor que el de Caldea,

la Osa líquida de beber;

la piña con la poma-rosa

al ciervo hacen desvanecer.

y la tierra ignora la muerte

como los limos del Edén,

y sabemos entonces que era

El Hombre Rubén.

Él dormía bajo mi techo

en los soles de la niñez.

Yo de niña mondé cantando

su ananá y su maguey

y serví al dios que era de carne,

sabiéndolo el gozo y sin saber.

Y después de haberlo tenido

mano a mano, sien en la sien,

el mundo era rico como el arca,

o es pobre reino sin su Rey.

Se murió cansado de rutas

provechosas y vanas,

de haber cantado abajo todo,

sin reinar como Apolo,

sin coronarse del Ahora

porque le dieron los Después.

En mis hijos suelo palpar

ardor secreto de su piel;

en mis nietos suele mirarme

con su mirada de hidromiel.

Y si la estrofa es la del coro

y si tenemos de volver,

en el fulgor de Nicaragua

otra vez sea lo que fue.

Y yo florezca de bugambilias

las rodillas de mi Rubén

y nazcamos del mismo vientre

que me hizo a mí, que lo hizo a él.

Cordillera

I

Por tus cumbres van los caminos

en las señales olvidadas.

Va el camino sacro del Inca

y las vicuñas bolivianas.

Por los valles que no los busquen,

por los bajíos no los hallan.

Van por la línea del sol blanco

los caminos de nuestra raza.

Subiremos por fin un día

en un tropel blanco de llamas

e iremos de Ancud a Orinoco

y de Aconcagua a Santa Marta.

Patrias andinas del silencio

fiel y delicada Patria.

Son torrentes y torrenteras

y son glaciares y avalanchas

pero en lo alto está el silencio

riguroso como la espada.

Cordillera, duro secreto,

intacto enigma, entera hazaña

que al quechua echaba de rodillas

y a la quena soplaba el alma,

iremos a donde tú quieres,

callaremos diez mil mañanas,

seremos como musgo y liquen

aferrados a tu peana

hasta que caiga tu secreto

a nuestra lengua atribulada.

Cordillera horadada como

terrible reino subterráneo

que a veces como padre llama.

Granada de hierro y de cobre

que talvez guardas nuestras almas,

si sobre el sol no están mis muertos,

guárdalos tú, divina cápsula,

callado puño de metales,

guárdamelos, terca y callada.

II

Cordillera de los Andes,

madre mía, madre lejana

más allá de mares atlánticos,

más allá de las muchas aguas,

que no se logró con los brazos

con el Amor ni con la Esperanza.

Tan lejana que ya se vuelve

la carne y bulto del fantasma.

Madre con lomos y regazos

y sin pestañas y sin cara,

corazón sacro y recóndito

que sin semblante nos mirara,

angustiada Madre sin brazos,

extraña Madre sin palabra,

perdidamente te adoramos,

perdidamente, la Adorada,

persiguiéndote en peñascales

y en las faldas, brazos y cara.

Cordillera de los Andes,

más leal que Vías Lácteas,

 

oleaje de Eternidades,

guárdanos al Adán pálido y rojo,

guarda la carne americana

despeñada de tus costados

y desgajada de tus faldas.

No salí de tus laberintos.

No salvé tus encrucijadas,

vadée en vano cuarenta vados,

crucé en vano la mar amarga.

Mis noches son repechos rojos

y mis encantamientos, abras.

Canto dormida en picos de oro

los hosannas de las infancias

y en mi muerte daré tu máscara.

Me acostaron sobre tu lomo

y me clavaron a tu espalda.

Nunca tendré los llanos dulces

ni dormiré sobre las playas.

Llanos y dunas me miraron

en mí tus hornos y tus fraguas.

Cristo del Corcovado

Cristo blanco del cerro Corcovado,

tienes la tierra además de tu cielo

y en el día nos das tus mil costados

y por las noches te quedas suspenso.

Fruto del aire, viento arracimado,

y tan fantástico y tan verdadero

que no se sabe al verte sin tocarte

que ya no atina el pobre desvarío

si es que subiste o que te descendieron.

Detrás de ti ya se agruma la selva

y tú persigues su viejo misterio

y ella te ve como un extraño fruto

y las islas echadas, como un vuelo.

Ando yo por el llano y por las dunas

cogiendo tus costados que no cuento

para que de uno baje tu relámpago

y que por fin yo te reciba entero.

Duermo cortada de tu blanco filo

y antes de hallar al sol te encuentro

y mi día de palmas y de olas

me cortas a lanzadas de reflejos.

Y así, a mitad de la tierra y del aire

no sé bien si te tengo o no te tengo.

Me tumba, Cristo, tu señal erguida,

me tumban, Cristo, tus brazos abiertos,

no sé si eres la cuesta del subir

o la voz de quedar lo que te entiendo.

Miran tu espaldas y tus palmas abiertas

y no te sabes ni el cerca ni el lejos,

y los brazos no saben sus rodillas

para bajarse, y te duran abiertos.

Ves el Brasil en gajos repartido

de agua, de cafetal y pastos lentos

y todo lo disuelto y lo apuñado,

te ve dichoso de tenerte entero,

fruto del cielo, fruto vertical,

de aire lanzado y por aire sujeto.

Otros son, otros, el blanco del pan,

blanco de sal y blanco del invierno,

el blanco tuyo quema frialdades

con el calor de los brazos abiertos.

Toma mis ojos la flecha, tu flecha,

y azulados y verdes ya no veo,

de que el peñón o sube o se abandona

y tus brazos siguen abiertos.

Las nubes te sesguean o te cubren

y el Corcovado se nos vuelve ciego;

más los ojos, amantes de costumbre,

tatuados de tu Cruz, te siguen viendo.

No te iría sacando de cantera

como un vendado o como un prisionero.

En la fiebre de azul danzan a vernos

las colinas y todo va a tu encuentro.

Van las nubes, las islas y va el bosque,

Van sin saberlo a tus brazos abiertos.

Una alucinación tengo y se llama

el golfo santo de Río de Janeiro:

un hilo vivo de leche de madre

vuelve a correr por mis labios, entero.

Libre venía y me doy siendo libre,

del Cristo blanco yo no me defiendo

y carne, la mía, gaviota salobre

cae a mitad de tus brazos abiertos.

En la tierra del aire leve

En la tierra del aire leve,

en la meseta del Anáhuac,

el alentar parece dicha

y todo tiempo, la mañana.

Las montañas-chafalonías

no tienen ansia y dan el ansia,

y los magueyes como el olivo

llevan plateadas las espaldas

y a las frutas, como al Glorioso,

en el cuerpo, se les ve el alma.

Quienes te vieron andan siempre

el cuerpo santo del Anáhuac.

Van en hileras que no se rompen

como unos órganos que danzan

en la luz de plumajería,

van sin descanso, las indiadas.

Siempre se ven como se vieron

en pespunte de caravana

o en apilados magueyes

haciendo marcha de nirvana

con un dorado como de dátiles

dulce y eterno a las espaldas.

Hombres de Chile

I

Se llamaron con otros nombres

y otras sílabas los que vinieron:

O’Higgins, bastardo y héroe

y Carrera, patricio y terco

y Portales que parecía

el pino dulce, el pino tierno,

y seguían siendo los mismos

del Bío-Bío y Ventisquero

que al destino dijeron Sí

y a la desgracia, y al destierro,

nacidos de cerros salvajes

y con metales en los tuétanos.

Se llamó uno Caupolicán

otro Lautaro, todos denuedo,

resueltos a no obedecer

a no ser otros y a ser ellos,

arengando con los muñones,

atravesados de lanza o leño,

vengadores de los del Norte

que callaron y consintieron,

casta de Arauco que no labró,

segó ni tejió para sus dueños

y se acabó temible y mudada

sin perdonar ni decir lamento.

Casta chilena, gente chilena

de las estepas y del desierto,

de la pradera y de los valles,

varios como los elementos,

hijos del fuego o de la nieve,

hijos del mar, padre violento,

os llevo bien y me lleváis,

me tenéis aunque no os tengo.

Que otros discutan su destino

que si Adán, que si Enoc.

Que otros conversen a la sombra

de las palmas o los cafetos.

Nosotros vascos, nosotros

navarros duros y pehuenches,

nos echamos al hombro

nuestra sal y nuestro desierto,

y en vez del plátano y la piña

metales y sal morderemos.

Hasta que tengamos descanso,

hasta que el suelo sea sustento,

no miraremos la Osa Mayor,

no cantaremos los cantos tiernos,

en cerros salvajes viviendo,

amamantados del metal

y comedores de lo Eterno.

Donde los montes son más altos

y son los pastos menos tiernos,

donde la tierra nada quiso

pero los hombres lo quisieron

en el Tíbet y en los salares

fueron llegando, fueron naciendo

donde la roca aúlla sed

y los cactus puro deseo,

en Himalayas y en Aconcaguas

y somos como lo que habemos

como los dioses lo quisieron,

Vulcanos cuando no Neptunos,

catadores, apires y herreros.

Donde es montaña si no es mar,

la pelambre sin asidero

o la sabana sin ternura,

se pusieron o los pusieron.

En donde Almagro volvió el rostro

a las sequías como infierno

y Valdivia aceptó la suerte

y la aceptaron los que vinieron.

No digamos que el suelo es dulce

ni los salares son benévolos.

Digamos solo que lo quisimos

y que estamos donde estaremos

como el glaciar a su destino.

(Los que nos quieren que nos busquen

donde el planeta es puro anhelo

y las montañas se levantan,

que de allí les responderemos

himalayanos o chilenos).

Poca América, poca dulzura,

pocos ríos y poco suelo.

Ni cafetales ni gomales,

ni palmares ni bananeros.

Metal suena bajo los pies

y los metales son prisioneros.

Cobre arde bajo los pies

y el hierro mira a su dueño.

Tenemos dorada la piel

y el ojo claro del mar paterno;

el quechua no nos diga extraños

ni el germano nos diga “nuestros”.

Porque no traicionamos

porque no queremos perdernos

y nuestro cuerpo de cien limos

es solo el santo cuerpo nuestro.

Trepadores de las laderas

y mascadores del Desierto

y arrancadores de polvo de oro

el pecho es ancho y es cruento,

los brazos nacen remadores.

Pero en el pozo de la voz

tenemos la miel del higo de los valles.

Menos hermosos que los griegos,

un poco atlantes, un poco centauros.

Bellos atravesando el mar

de las Guaitecas y los estrechos

o partiendo el cerro de plata

que se tumba como alerce

entre espumarajos amargos.

Bolívar padre no nos vio

y para él estamos hechos,

Guatimocín no nos oyó

y contestamos su tormento

porque vivimos donde se acaba

el yugo de lo violento.

También tuvimos los inútiles,

odres hinchados de agua y viento,

y los vendedores del pan

de los hijos que aun no nacieron,

demagogos de lengua suelta.

Pero a todos los aventamos

con el soplido y el harnero

y su nombre no tendrá boca

y ni en el odio los guardaremos.

Guay del que toque nuestra carne

tomándola por criadero.

Guay del que en medio de nosotros

se nos ponga a plantar su reino,

sea el nórdico de la helada

codicia en los ojos de acero,

sea el germano o japonés,

llámese Gengis Kan o Creso.

Que de tener tierra pequeña,

menudo lar, estrecho tempestuoso,

la tierra se ha vuelto nosotros,

nuestro costado y nuestra peana,

y donde cojan y donde saqueen,

como la tigre saltaremos.

Pues nos hicieron en el lote

de los torrentes y los volcanes,

del petrel ebrio de alta mar

y de búfalos violentos,

y no nacimos para servir

sino al que lleva muestras,

marca nuestra sobre la cara

e ímpetu nuestro en los alientos.

II

Digamos los árboles píos

si dijimos los hombres buenos.

El algarrobo tiene la carne

como de granito sangriento.

Sin edad cual Matusalem

medra junto al espino

y el viento grita huido en los espinos.

Cuando florecen los espinos

“cuyo olor llega al pensamiento,”

que si la tierra es más que la tierra

lo pensamos y lo sabemos

y compramos la flor del cielo divina

con la sangre del brazo cruento.

Álamos, álamos, inacabables,

alamedas blancas al viento,

álamos ebrios de oro

salmodiando la luz en la venteada

Donde el cielo es de ceño y llanto

la araucaria punza el cielo,

alta como la sed de Dios,

recta como el arco certero,

tan perfecta que Dios la mira

cuando se quiere ver perfecto,

verde de eternidad feliz,

cobijadora de los pueblos,

mitad árbol, mitad genio.

La Sierra de los Órganos

La Sierra de los Órganos

a la hora de siesta

la repasan las nubes

con las alas abiertas,

las más blandas y lindas,

las más blancas y trémulas

pasan y pasan leves

en trasluces y en sedas.

Vienen de las cascadas

y de hálito de selva,

de pastales más altos

que madres ceibas,

de las pechugas amargas

que tunden las mareas.

De donde al Viento Oeste

crean y crean,

y nada traen

las que todo atraviesan.

No quiero podar pinos

ni seguir compañeras.

Quiero ver a las nubes

acariciar mi Sierra.

De tantas me confunden,

y por blancas me ciegan.

De lo bajo que pasan,

me llevan y me llevan.

Ahora no puedo irme

con nubes ni con velas.

Ahora estoy más clavada

que pino de la Sierra.

Será cuando me suelten

las rocas y las gredas

en mi hora y en mi día,

libre, aupada, muerta.

Marcha nocturna

Por la Pampa de milagros

rodando el anochecer,

los Padres nuestros caminan

sin que llame el somatén.

San Martín con O’Higggins

pasan en Abel y Seth,

el quemado en los metales

y el abrasado en la mies.

Tan ligeros van pasando

como quien ni quiere ser

pero aunque vayan ligeros

hierven como el hidromiel.

Hierve la noche, y el Plata

hierve de quererlos ver;

los muertos, en su jarro

de arcilla, hierven también.

Cuando detienen la marcha

en lugar de dos se ve

un solo flanco que riega

y un agua bajando desde él.

Agua con ojos de Padre