Ibiza

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Uno de los cartuchos pasó rozando la cabeza de Didier al tiempo que otro alcanzó en la zona lumbar a su compinche. Una coincidencia sospechosa y él, que recelaba de las casualidades, tuvo por cierto que había sido traicionado y supuso que la policía no tardaría en presentarse en la puerta de su domicilio para detenerle y llevarle ante el juez.

Como no tenía intención de ingresar en prisión tan joven, recuperó de un escondite secreto el dinero que tenía ahorrado fruto de sus múltiples robos y puso tierra de por medio con lo que llevaba puesto. Siempre podría comprar ropa y un cepillo de dientes en cualquier lugar mientras este se encontrara fuera de territorio francés.

Pasarían muchos años antes de que volviera a pisar las calles de la ciudad que le vió nacer.

—Preparados chicos, ahí llega el pesado de Satanás —avisó Mahé alarmada.

Inmediatamente todos bajaron la vista y concentraron sus miradas en los dibujos del mantel que cubría la mesa al tiempo que aguantaban la respiración.

—Falsa alerta, ha pasado de largo —informó poco después la atípica pastelera con un suspiro de alivió.

El recién llegado fue a instalarse en la esquina más oscura del local lejos del resto de los parroquianos.

¿Satanás? A simple vista era fácil deducir que el tipo no estaba en sus cabales, algo de carne aquí y allá impedía que le confundieran con un esqueleto andante.

Se desplazaba por la vida con un rostro claramente atormentado, se notaba que los problemas cotidianos le estaban castigando más de la cuenta, cosa que visiblemente quedaba reflejado en su semblante. Era una inaceptable agresión para varios sentidos, la vista y el olfato entre otros.

Didier, con la mala leche marca de la casa, comentó a media voz:

—Me pregunto si habrá sufrido algún percance al nacer fruto de un parto complicado y viene así de fabrica o si se ha vuelto gilipollas con el paso del tiempo.

A menudo daba rienda suelta a un humor abrasivo no apto para pusilánimes. Un lenguaje sarcástico lejos de cualquier sofisticación o corrección política.

Por su parte, con la solvencia económica en entredicho, el excéntrico personaje objeto de las maldades del francés, malvivía en la permanente angustia que genera la precariedad. Cuando todo a tu alrededor se encarece y eres consciente de que tus escasos ahorros van menguando poco a poco. Lo que no impedía que estuviera convencido de que era la reencarnación del diablo en la tierra.

—Mi abuelo paterno fue el sexto hijo de una familia numerosa, él también tuvo seis hijos y el sexto de ellos fue mi padre —explicaba a quien quisiera escucharle—. Mi padre a su vez tuvo seis hijos y yo soy el sexto, ya veis 666, el número de Satán, estaba predestinado, no es nada personal. Soy malo de nacimiento —confesaba ufano.

Lo que para muchos confirmaba la presencia de signos más que evidentes de una galopante demencia senil.

—¿Cómo coño sobrevive? —se interesó Steve.

—Tengo entendido que recibe una pensión del gobierno alemán, creo que era profesor en una universidad en Berlín —informó Mahé—, aunque imagino que tal y como se ha encarecido la vida últimamente en Ibiza, con lo que cobra no le dé para llegar a fin de mes —añadió.

—Pobres alumnos —dejó caer Didier.

No pudo evitar el comentario corrosivo, estaba en su naturaleza.

No obstante y ante la mirada de extrañeza de sus amigos, de improviso se levantó de su silla y con gesto decidido se aproximó a la esquina en la que estaba sentado Satanás. En las distancias cortas el profesor teutón mostraba el aspecto enfermizo de los asiduos a los hospitales y su mirada alucinada dejaba bien a las claras que necesitaba la ayuda urgente y terapéutica de algún especialista diplomado.

Satanás estaba inmerso en la lectura de un libro con las tapas manoseadas.

—¿Qué estás leyendo? —se interesó el gabacho.

—Un libro de Arthur Koestler, Sonnenfinsternis —ilustró el interpelado, al tiempo que lanzaba una mirada perpleja mientras se preguntaba qué quería el francés interesándose de esa manera por sus lecturas.

—Arthur Koestler, ¿no es ese que escribió Darkness at Noon? —comentó Didier tratando de tranquilizar al anciano profesor.

—Él mismo, esta es la versión original en alemán —aclaró el teutón.

—Bueno, estoy seguro de que te interesará —dijo el francés.

—Ya lo he leído unas treinta veces —informó el alemán.

—Disfruta de la treinta y una —animó Didier—. A propósito, antes se te ha caído esto al pasar por delante de nosotros —mintió, al tiempo que depositaba sobre el tablero de la mesa un buen puñado de billetes de cincuenta euros.

Consciente de las propiedades terapéuticas del dinero, Didier tuvo por seguro que la mueca de desconcierto que mostraba el profesor alemán mutaría rápidamente en sonrisa de alivio al realizar que esta aportación económica solucionaría muchos de sus apremiantes problemas cotidianos.

Mientras se alejaba, pudo comprobar cómo a Satanás le costaba dominar el temblor de sus manos al recoger el dinero al tiempo que le lanzaba una mirada entre atónita y agradecida.

El gabacho tuvo por cierto que el teutón esa noche dormiría bastante más relajado que de costumbre.

—Vas de duro, pero eres más flojo que un flan —comentó Mahé entre risas cuando Didier se incorporó de nuevo a la mesa.

—No puedo permitir que alguien de nuestra edad pase hambre, es inmoral —afirmó el gabacho, acompañando sus palabras con un gesto de fatalidad—. Una pequeña ayuda en momentos cruciales puede significar mucho —añadió.

—De eso puedo dar fe. ¿Recuerdas nuestra primera colaboración? —inquirió Mahé, dirigiéndose a Steve y a quien las palabras de Didier le trajeron a la memoria una situación vivida en el pasado que presentaba muchas similitudes con lo ocurrido entre el francés y Satanás.

—¿Cómo voy a olvidarlo? Una vecina preciosa que me pide de improviso que le preste cien gramos de chocolate —comentó con una sonrisa burlona—. Puedes confiar en mí, te lo pagaré dentro de poco. Eso fue lo que me dijiste —evocó el californiano.

—Y cumplí mi promesa —recordó la pastelera riéndose a carcajadas.

—Claro, pero en este negocio nadie se fía de nadie. Nadie entrega cien gramos de hachís a una desconocida sin cobrarlo por adelantado. Tuviste suerte, me hizo gracia tu inocencia —apostilló Steve.

—¿Cuántos kilos te he comprado desde entonces? —preguntó ella, tratando de recordar las numerosas transacciones que habían tenido lugar entre ellos.

—He perdido la cuenta, pero lo que es seguro es que a los dos nos ha ido de maravilla —garantizó el estadounidense.

—Aquella era una época de certitudes —sentenció Mahé convencida, añadiendo a continuación—. Pensábamos sé lo que quiero y voy a hacer todo lo posible para conseguirlo —prosiguió—. ¿Sabes? Tu préstamo permitió que mi vida cambiara por completo, nunca te agradeceré lo suficiente todo lo que hiciste por mí.

—No sigas por ahí o me pondré a llorar —intervino Didier antes de que la situación degenerara en besos y abrazos. Sabía por experiencia que Mahé era de las de lágrima fácil.

—¿El insensible y despiadado niçois llorando? Eso sería algo digno de ver —ironizó ella.

Sin embargo su falsa desenvoltura no engañó a nadie, sus dos amigos estaban convencidos de que solo se trataba de una distracción para disimular los sentimientos exacerbados que la embargaban.

—Mejor que no lo veas, tendría que matarte —amenazó Didier poniendo cara de circunstancia.

—Ese es mi chico —concluyó ella exhalando un suspiro dramático.

Steve no pudo evitar sonreír al comprobar con qué seguridad se desplazaba por el mundo la famosa repostera rememorando las circunstancias en las se había incorporado a la pandilla. Recordó los hechos con una mueca de nostalgia en el semblante. Habían transcurrido varias décadas desde entonces.

Sentados alrededor de una mesa en el porche de la casa de Steve, los cuatro amigos estaban inmersos en una reñida partida de póquer cuando vieron aparecer a una joven que avanzaba por el camino con grandes dificultades. Caminaba descalza y los pies le sangraban. A medida que se aproximaba, distinguieron claramente las heridas en la cara.

Los cuatro se levantaron de un salto de las sillas en las que estaban sentados.

—Es mi vecina —informó Steve mientras corría hacía la recién llegada.

Tuvo el tiempo justo de atraparla en sus brazos antes de que la chica se desmayara sin decir nada. Ethan maldijo para sus adentros al tiempo que depositaba sobre la mesa las cartas que llevaba en las manos.

—Joder, la primera vez en mi vida que tenía una escalera real de color.

La mejor jugada del póquer, también llamada el Dorado.

—Rápido, tenemos que llevarla a la clínica —urgió Emmanuel.

Al llegar al establecimiento hospitalario privado, situado en la Avenida de España de la ciudad de Ibiza, el médico de guardia reconoció a la accidentada y entre él y una enfermera desinfectaron las lesiones.

Fue el momento elegido por la joven para volver en sí.

—¿Cómo ha ocurrido, señorita? —interrogó el galeno.

—Me he caído por las escaleras —informó ella escuetamente.

A continuación guardó silencio.

Se trataba de un problema personal que debería solucionar ella sola a su debido tiempo cuando estuviera en condiciones de hacerlo.

El doctor no dijo nada, se quitó los guantes de látex que llevaba puestos e hizo un gesto a la enfermera para que continuara vendando las heridas.

—Puede que prefiera usted hablar con Margarita —dijo señalando a la sanitaria—. Ahora mismo vuelvo —añadió antes de abandonar la sala de urgencias.

 

Los cuatro extranjeros que habían traído a la damnificada esperaban en el pasillo y se precipitaron al unísono sobre el médico.

—¿Cómo está ella? —se interesó Emmanuel.

—¿Sois familiares de la víctima? —preguntó el doctor.

—No, es vecina mía —respondió Steve.

—Bueno, pues resulta que tenemos un problema —anunció el facultativo—. Ella dice que ha sufrido una caída por las escaleras, cosa que por cierto yo dudo mucho. —Hizo una pausa más larga de lo normal antes de proseguir—. Estoy convencido de que se trata de un agresión en toda regla. Ha sufrido un ataque despiadado por parte de alguien que buscaba hacerla el mayor daño posible.

—¿Ha dicho quién se lo ha hecho? —inquirió Didier, notando cómo le bullía la sangre.

—Repito que ella dice que ha sido un accidente, si no existe denuncia por su parte, yo no puedo hacer nada al respecto, tengo las manos atadas —confesó el galeno con una mueca de rabia—. Sin embargo, vosotros sí que podríais hacer algo —dejó caer, sin especificar nada en concreto—. De momento es preferible que permanezca ingresada las próximas cuarenta y ocho horas en observación para ver cómo evolucionan sus heridas.

—Gracias, doctor. ¿Podremos visitarla mañana? —preguntó Ethan.

—Por supuesto, pero nada de flores ni bombones.

Una vez en la calle, Didier preguntó:

—¿Vive con alguien? ¿Algún novio celoso?

—No, pero creo que hace unos días dio cobijo a un tipo que para pagar el alojamiento se ofreció para ocuparse de adecentar el jardín y pintar la casa —indicó Steve.

—¿Sabes quién es ese tío? —insistió Didier.

—No tengo ni la menor idea —confesó apesadumbrado el californiano.

—No os preocupéis, yo me ocupo —dijo Emmanuel

Aceptaron sin discutir, Emmanuel siempre sabía qué hacer en los momentos complicados, poseía un optimismo a prueba de trabas e impedimentos.

Comenzó sus indagaciones preguntando por los bares de la zona hasta que alguien le informó del nombre del maromo y lo que fue descubriendo le enfureció aún más de lo que ya estaba.

A continuación mantuvo una conversación privada con un policía que le debía un favor de los que te encadenan de por vida. El agente de la ley le resumió grosso modo el historial delictivo del sujeto en cuestión.

—¿Qué piensas hacer? —se interesó una vez terminada su alocución.

—¿Hacer? No sé de qué me hablas, este encuentro entre nosotros no ha tenido lugar —respondió Emmanuel, añadiendo a continuación—. A propósito, considera que estamos en paz. Tú no dices nada de esto y yo me olvido de lo tuyo.

Lo suyo ocurrió a finales del último verano cuando Emmanuel paseaba con su perro por las dunas de Es Cavallet y a la vuelta de un recodo escuchó gemidos provenientes de un pequeño descampado rodeado de vegetación.

Al separar unos arbustos, descubrió a un tipo barbudo que estaba sodomizando a otro y que ese otro que ofrecía el culo en pompa a los embates del primero resultó ser ni más ni menos que un joven policía recién destinado a la comisaría de Ibiza. Así se escribe la historia, hoy por ti, mañana por mí.

La descripción del sujeto en cuestión cuadraba a la perfección con lo que Emmanuel había podido sonsacar en su recorrido por los bares. El individuo era alguien de lo más conflictivo, que pasaba su tiempo desafiando el orden establecido y que con unas copas de más se declaraba defensor a ultranza de la apología de la provocación.

Especialista en pisar callos y herir sensibilidades, disfrutaba con ello y las consecuencias de sus actos le importaban más bien poco. Como buen matón de barra de bar, nunca se iba a la cama sin haberse peleado con alguien, obviamente alguien que no pudiera defenderse, la confrontación formaba parte de su manera de ser.

Se movía con soltura entre lo blasfemo, lo escatológico y lo políticamente incorrecto. En otras palabras, o sea, en lenguaje coloquial, insultaba a Dios y a todos los santos, se cagaba en todo lo que no era de su agrado y sacaba a pasear su machismo y su xenofobia en cualquier momento y sin venir a cuento.

Pasaba más tiempo en establecimientos penitenciarios que en las playas ibicencas, estaba fichado por toda clase de desmanes y formaba parte de la lista de sospechosos habituales de la que echaban mano los investigadores policiales cada vez que surgía un nuevo caso.

—Ya sé quién es y a qué se dedica —informó Emmanuel al resto del grupo a la mañana siguiente.

—¿Y? —preguntó Didier.

—Es un exconvicto que pasa su tiempo causando polémica allá por donde pasa.

—¿Sabes por qué lo habrá hecho? —inquirió Steve.

—El resentimiento, hijo putativo del fracaso, ese es sin duda el motivo. Puede que también influyera la envidia o que la chica le mandara a la mierda, vete tú a saber —opinó Ethan.

—Tendremos que actuar —comentó Didier.

—En ese caso será mejor que nos demos prisa —convino Emmanuel.

En su mirada no había ni una pizca de compasión. Nada de medias tintas, todo o nada. ¿Término medio? Eso era algo que no compaginaba con su manera de ser.

Existen circunstancias en las que es preferible e incluso necesario arrancar la muela de cuajo para evitar un sufrimiento continuo. Eso fue todo. El capullo desapareció de un día para otro. Y, como tampoco nadie le echaba de menos, más bien al contrario, nadie se interesó por su súbita ausencia.

Cosa que, por cierto, no impidió que se dispararan toda clase de especulaciones al respecto. Una muesca más a añadir al extenso historial del peculiar grupo de amigos para quien su sentido ético y las leyes establecidas solían discurrir por senderos diferentes y donde la moral de todos ellos raramente coincidía con la legislación vigente para el resto de los mortales.

El mensaje no dejaba lugar a dudas: no te metas con los míos o sufrirás las consecuencias. ¿El cuerpo del desaparecido? Apareció días después, oculto entre matorrales al borde de un camino poco frecuentado al que acudió la Guardia Civil tras recibir una llamada anónima.

Presentaba un único golpe en la nuca efectuado, según desveló la autopsia, con una piedra de grandes dimensiones. Por supuesto, nunca se encontró el arma del crimen y el luctuoso suceso jamás se resolvió.

Una regla no escrita, hija del sentido común, dice que si te topas con un cadáver, debes mirar para otro lado, pasar de puntillas sobre el tema, evitar dejar huellas incriminatorias para permitir con ello que sea otro tonto bobalicón con ansias de protagonismo el que lo encuentre oficialmente.

Te evitarás muchos quebraderos de cabeza, teniendo en cuenta que el principal sospechoso después del marido es siempre el que descubre el cuerpo y es por lo general lo suficientemente estúpido como para acudir a la policía y avisar del hallazgo.

—No sé qué voy a hacer, todas mis pertenencias están en mi casa, pero hasta que no esté mejor y recupere fuerzas, no puedo volver allí —confesó Mahé cuando le dieron el alta.

—Discrepo, puedes volver cuando te apetezca, la casa ya está libre de bichos nocivos —aclaró Didier—. No te preocupes, ya nos hemos encargado nosotros de solucionar el problema —añadió, levantando una mano tranquilizadora—. Déjalo estar —zanjó.

Y ella se abstuvo de continuar preguntando. Jamás se volvió a sacar a la palestra lo ocurrido. Un tema tabú. Así es como recordaba Steve las inopinadas circunstancias en las que se incorporó al grupo Mahé. Hasta hoy.

—Y hablando de otra cosa: ¿cuál fue el acontecimiento que cambió tu vida? —preguntó Mahé, dirigiéndose a Didier, hizo una pequeña pausa antes de proseguir—. Me refiero a un cambio radical de esos que te sitúan en otra dimensión. ¿Puede que fuese tu aventura colombiana?

—Es una historia complicada que no creo que interese demasiado, aunque sí puedo deciros que a mí también me ayudaron a empezar y que, en efecto, a estas alturas de nuestras vidas ya puedo confirmaros que la abundancia llegó tras lo ocurrido en Colombia —confirmó con un destello de melancolía en la mirada.

Acto seguido, Didier se tomó unos instantes para recordar las extrañas circunstancias que propiciaron que su existencia diera un giro de ciento ochenta grados cuando menos lo esperaba.

Posiblemente todo empezó sin que fuera consciente de ello la vez en el que en uno de sus viajes a Barcelona adquirió un jeep Avia Bravo de segunda mano de fabricación española. Y, sin duda aún más importante, cuando esa misma noche también se agenció una pistola Zastava M70 calibre 9mm en el mercado negro. La misma que usaba la policía yugoslava en la época del Mariscal Tito. Pequeña, manejable y fácil de disimular.

Gracias a ello seguía vivo, porque su existencia dio un vuelco inesperado y cambió drásticamente de un día para otro a principios del verano del año mil novecientos setenta y dos.

Una mañana acudió, como solía hacer a menudo, a la playa nudista de Aguas Blancas situada al norte de la isla, con la intención de darse un chapuzón en la pequeña calita escondida entre las rocas.

Aunque lo de playa nudista, tal como se comprende hoy en día ese término, no fuese del todo cierto. Allí el que quería podía despelotarse y tomar el sol desnudo y el que no simplemente conservaba el bañador puesto para bañarse. Ya se sabe, eran años de vive y deja vivir.

En el preciso momento en el que se disponía a abandonar su pequeño jeep en el descampado que servía de aparcamiento, vio cómo una joven corría a trompicones hacía él. Parecía despavorida.

—Ayúdame, por favor —suplicó con voz entrecortada—, quieren secuestrarme —añadió entre jadeos al tiempo que se instalaba en el asiento del copiloto sin pedir permiso.

—¿Qué ocurre? —se interesó Didier.

La muchacha sobrada de carnes apestaba a una mezcla de pachulí y marihuana, llevaba la melena alborotada y se notaba que tenía otras prioridades, porque su higiene corporal dejaba mucho que desear.

A simple vista era posible adivinar que, a pesar de que apenas había sobrepasado la pubertad, ya había rodado por el mundo más de la cuenta. Los excesos le habían pasado factura y se reflejaban en sus facciones. Y por si todo esto no fuera suficiente, mascaba chicle sin cerrar del todo la boca, cosa que resultaba bastante desagradable.

Una visión para nada glamorosa.

—Arranca rápido o estaremos perdidos —ordenó la chica, mientras señalaba con un dedo tembloroso en la dirección por la que había aparecido.

Entonces Didier comprobó alucinado cómo dos tipos con pinta de matones o, lo que es infinitamente peor, asesinos a sueldo, se dirigían hacía ellos al tiempo que desenfundaban sendos revólveres de gran calibre. «Joder, colt 45, mala cosa, estamos jodidos» pensó para sí, ante la situación potencialmente peligrosa que se avecinaba.

Parpadeó varias veces notando cómo el sudor le resbalaba por la frente. No se lo pensó dos veces. Arrancó el motor y aceleró a fondo.

Escucharon los disparos justo en el instante en el que se internaban entre los pinos. Una de las balas pasó rozando la cabeza del gabacho y fue a impactar contra el retrovisor que saltó por los aires, hecho añicos.

—¿Quién coño son esos tipos, qué les has hecho? —inquirió alarmado, al tiempo que aferraba el volante con las dos manos para evitar salirse de la carretera.

—Son cosas de mi papá —respondió la chica lacónicamente.

—¿Tu papá? ¿No eres un poco mayor para llamar a tu viejo papá? —planteó Didier, antes a añadir confuso—. ¡Un momento! Tú no eres española.

—Soy colombiana, de Cali —puntualizó ella.

¿Colombiana? O sea, para cualquiera con dos dedos de frente y que sepa atar cabos, cocaína, ajustes de cuentas y lo peor de todo, derramamiento de sangre garantizado, aunque puede que para ella solo se tratara de un juego de niña malcriada. Por lo visto, los sicarios no pensaban lo mismo. «Chaval, con poco más de veinte años vienes de entrar por la puerta grande a jugar en la liga superior, en la de los mayores» se dijo para sus adentros.

Tendría que combatir contra sus perseguidores en un tipo de pelea en el que te sacan a hombros o en el mejor de los casos te llevan en camilla hasta la ambulancia que espera con las luces encendidas para acercarte al hospital más cercano. Aquí no hay medias tintas, o matas o te matan.

Sabía a ciencia cierta que algún día esto tendría que ocurrir, pero no esperaba que fuese en Ibiza y aún menos en la playa de Aguas Blancas. Sopesó sus posibilidades y no necesitó mucho tiempo para llegar a la conclusión de que las probabilidades de ganar el combate eran más bien escasas.

 

—Ahí vienen —gritó la chica—, más rápido —urgió.

—Voy al máximo —dijo él mientras giraba la cabeza.

Comprobó que sus perseguidores iban a bordo de una furgoneta Volkswagen de las llamadas hippies.

—Qué contrasentido, un vehículo Peace & Love y esos capullos intentando acabar conmigo —masculló para sus adentros, antes de preguntar—. ¿Qué crees que nos harán si nos atrapan? —el tono de voz delataba el temor que se estaba apoderando de su persona.

—A mí no sé, pero a ti seguro que te matan, has visto sus caras, esa gente no suele dejar testigos tras de sí —respondió ella, así, sin más, como si fuese la cosa más normal el mundo.

—Gracias por la información, tú sí que sabes como levantar la moral, no imaginas cómo me tranquilizan tus palabras —afirmó sarcástico Didier.

Dio por seguro que no dudarían en hacerlo

—¿Quieres decir que son ellos o nosotros? —preguntó alterado.

—Exactamente —confirmó ella en un tono de voz demasiado tranquilo teniendo en cuenta lo que se jugaban.

—Bueno, pues lo siento por ellos porque yo no estoy todavía preparado para abandonar este mundo —comentó el francés, al tiempo que se preguntaba dónde estaba la ventanilla a la que tendría que dirigirse para solicitar una segunda opinión.

Didier no pensaba dejarse matar aunque tampoco estaba convencido de si sería capaz de acabar a sangre fría con una vida humana. Porque una cosa es la teoría, que a veces puedes adaptar a tus deseos y otra muy diferente llevarla a la práctica

—Siempre hay una primera vez —se dijo para sí, tratando de mantener la calma.

Acto seguido se desvió por el camino de cabras de la costa y pasó por delante del Pou des Lleó sin aminorar la marcha. Fue prestando especial atención para evitar en lo posible caer en los baches traicioneros que pudieran dar al traste con su escapada. En cada curva el pequeño todoterreno estaba a punto de volcar pero pese a ello Emmanuel continuaba con el pie apoyado en el acelerador.

A pesar del riesgo que entrañaba ir a una velocidad endiablada, sabía que debían distanciarse de sus perseguidores a toda costa antes de que estos últimos les dieran alcance con todo lo que ello significaría para la integridad física tanto de la chica como la de él mismo.

No obstante, tuvo que admitir a regañadientes que teniendo en cuenta que el motor de la furgoneta era más potente que el del jeep, más temprano que tarde los sicarios les darían alcance y no dudarían en acabar con ellos en un santiamén.

A grandes males, grandes remedios. Siguió acelerando hasta que tras una curva cerrada encontró el lugar idóneo que andaba buscando. Detuvo el jeep, se inclinó para extraer la pistola de su escondrijo situado debajo del asiento del copiloto y puso pie a tierra.

—¿Estás loco, qué haces? —exclamó la chica.

El estupor que reflejaba su semblante era todo un poema. Él no respondió.

Estaba convencido de que su decisión era la correcta, o por lo menos la mejor de las posibles, como cuando te quedas sin opciones y sabes que tienes todas las de perder si las cosas no salen como esperas y decides jugártelo todo a una sola carta.

Permaneció de pie firme en medio del camino, con las piernas separadas y fuertemente ancladas al suelo, esperando a que apareciera la furgoneta y en cuanto esta última asomó el morro por la curva, efectuó dos disparos apuntando a la rueda delantera izquierda. El neumático estalló. Didier pensaba que eso les permitiría desaparecer sin notar el aliento de la muerte en el cogote. Pero las cosas raramente salen como uno espera.

El vehículo de los matones dio un salto lateral, el conductor perdió el control y a pesar de maniobrar con el volante de forma desesperada, no logró evitar que este se precipitase por el acantilado.

Primero escucharon los impactos de la carrocería chocando contra las rocas a medida que iba despeñándose, a continuación veinte metros más abajo el estruendo de la deflagración al incendiarse el depósito de gasolina. Una situación irreal.

Didier exhibió una sonrisa nerviosa, no podía creer lo que había hecho. La colombiana por su parte no daba crédito a lo que venía de ocurrir.

—¿Tú quién eres? ¿Crees que estarán muertos? —inquirió pasmada.

—Buen pregunta —dijo él—. Por la cuenta que nos tiene espero que sí —añadió con la mente en blanco y forzando una tensa sonrisa.

—Tenemos que encontrar un teléfono, debo hablar con mi papá, es urgente —apremió la colombiana.

—De acuerdo, buscaremos un hotel en Santa Eulalia desde el que podrás llamarle —informó Didier.

Y la chica, tras un par de intentos fallidos, pues las conexiones con Colombia no eran todo lo buenas que se podía esperar, consiguió mantener una conversación con su progenitor. Al cabo de un rato se giró y lanzó al francés una extraña mirada.

—Mi papá quiere hablar contigo —informó escuetamente.

Didier atrapó el auricular que la joven le tendía y lo aproximó a su oreja. En ese momento no fue consciente de que a partir de ahora su existencia daría un vuelco de campana de esos que dejan huella.

Ya nada sería como antes, por que esa fue la llamada que le cambiaria la vida para siempre.

—¿Sí? —dijo, preguntándose por qué coño el tipo quería hablar con él.

—Tienen que viajar a Madrid con el primer vuelo que salga de la isla. Una vez en el aeropuerto de Barajas, diríjanse a las oficinas de la compañía Avianca donde les entregarán dos billetes para viajar en primera clase con destino a Bogotá. Les estaremos esperando —el tono de voz del papá de la chica dejaba claro que no se trataba de una invitación que pudieras rechazar, sino de una orden en toda regla y de instrucciones concretas viniendo de alguien acostumbrado a ser obedecido sin rechistar—. A propósito, muchas gracias por salvar a mi hija, recibirá una buena recompensa por ello —añadió antes de cortar la comunicación.

De entrada, a Didier la inusual propuesta no le pareció demasiado atractiva, tan solo las súplicas desesperadas de la joven le hicieron replantearse la oferta. «¿Una recompensa? Bueno, ¿qué puedo perder? Espero que no me dé las gracias con una ráfaga de plomo» pensó para sus adentros.

—Vamos a la oficina de correos, tienes que enviar un telegrama a tu padre para decirle que no llegaremos antes de pasado mañana por la tarde a Madrid —comentó, explicando a continuación—. Iremos en barco hasta Palma de Mallorca, después embarcaremos en otro barco hasta Valencia y desde allí viajaremos en autobús a Madrid.

—¿Por qué? —inquirió ella.

—Para no dejar pistas. Cuando encuentren los cuerpos en la furgoneta, lo primero que hará la policía será consultar la lista de pasajeros de los aviones que despegan de la isla y si descubren que los cadáveres corresponden a sicarios colombianos y que una súbdita colombiana abandona la isla precipitadamente sumarán dos más dos, llegarán a la conclusión de que es demasiada coincidencia, entonces sí que estaremos jodidos — ilustró, tratando de mantener la calma—. El control de las salidas vía marítima es bastante más relajado y deja menos huellas —añadió.

—Me estás asustando, ¿pueden detenernos? —preguntó ella mientras jugaba con dedos nerviosos a enrollar y estirar los rizos de su cabello de color incierto.

—Mejor no llamar la atención y no nos pasará nada, o al menos eso espero —dijo Didier tratando de tranquilizarla—. Por cierto, ¿dónde te alojas?

—Anoche dormí en una casa de campo, no recuerdo el lugar —respondió ella.

—¿Y cómo recuperarás tus pertenencias? —preguntó él desconcertado.

—No hay gran cosa que recuperar —aclaró ella—. La ventaja de ser deseable es que cuando viajas puedes hacerlo ligera de equipaje, siempre encontrarás a alguien que te invite a cenar y que esté dispuesto a compartir su cama contigo —concluyó con una sonrisa que se quería angelical.

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