Ibiza

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—¿Trabajas en equipo? —preguntó Emmanuel.

—No, trabajo sola —respondió ella—, así no tengo que repartir las recompensas con nadie —añadió.

En ese momento Emmanuel notó la vibración del móvil que guardaba en el bolsillo del pantalón.

—Perdona —se excusó—, parece que el día ha comenzado con mal pie, mi cliente viene de cancelar la reunión —comentó malhumorado tras leer el mensaje de texto en la pantalla del aparato.

Kala guardó un silencio diplomático.

—Bueno, así son las cosas, no siempre todo sale bien, me parece que no nos queda más remedio que acercarnos a la comisaría, ¿puedo llevarte en mi coche? —ofreció Emmanuel.

—De acuerdo —aceptó ella.

—No está lejos —indicó él.

Y en efecto, llegaron a las dependencias policiales en pocos minutos y Emmanuel aparcó el jeep en un lugar en teoría prohibido.

—¿Vas a dejarlo aquí? —apostilló Kala, lanzándole una mirada de reproche.

—Sí —respondió él—. No molesta a nadie, los otros coches pueden pasar sin problemas y tampoco creo que vayamos a tardar mucho en volver —añadió.

—Puede que cuando volvamos te hayan puesto una multa —previno ella.

—Qué quieres que te diga, así soy yo, me gusta arriesgarme y caminar de puntillas por el filo de la navaja —declaró él, echando la cabeza atrás mientras reía.

—Estás loco —decretó ella, dando el caso por perdido.

Tuvieron que identificarse antes de penetrar en las dependencias policiales y explicar al uniformado de turno la razón de su visita.

Siguiendo las indicaciones que les había dado este último, subieron hasta el segundo piso, donde les esperaba un policía de paisano que les acompaño hasta un pequeño despacho.

—¿Piensa presentar una denuncia? —preguntó el agente una vez que tomaron asiento alrededor de una mesa.

—No —respondió Kala escuetamente.

—¿Está segura? —insistió el policía.

—Sí —contestó de nuevo la joven hawaiana.

—Y usted ¿tiene algo que objetar? —inquirió el agente dirigiéndose a Emmanuel.

—No —negó este a su vez.

—En ese caso, veamos qué tienen que decir —dijo el agente de la ley instalándose frente al teclado de un vetusto ordenador que, sin duda, había conocido tiempos mejores.

Tanto Kala como Emmanuel narraron lo ocurrido con pelos y señales, insistiendo en todo momento en dejar claro que ellos eran las víctimas a la vez que hacían hincapié en que lo sucedido había sido culpa, única y exclusivamente de los rusos.

—Firmen aquí —invitó el policía cuando acabó de escribir, tendiéndoles un formulario, al tiempo que marcaba con una x el lugar exacto en el que debían estampar su rúbrica.

—¿Qué pasará con ellos? —se interesó Kala.

—¿A qué se refiere? —inquirió el agente, enarcando una ceja.

—A que más que por lo ocurrido hoy, me preocupa lo que pueda suceder a partir de ahora —comentó ella—. Esta gente no suele perdonar fácilmente este tipo de agravios y teniendo en cuenta la benevolencia con la que trata la justicia española a los maleantes, debo confesar que no las tengo todas conmigo —confesó con el semblante serio.

—No tiene nada de lo que preocuparse, de momento permanecen esposados a la cama del hospital y, cuando les den el alta médica, serán enviados a Madrid para ponerlos a disposición de la Audiencia Nacional antes de ser extraditados a Estados Unidos, donde se les reclama por una interminable serie de delitos —informó el agente, antes de añadir—. No creo que vayan ustedes a cruzarse con ellos por la calle en los próximos veinte o treinta años como poco y eso en el caso poco probable de que logren sobrevivir a las cárceles estadounidenses.

—¿Hemos terminado? ¿Podemos marcharnos? —preguntó Emmanuel, a quien todos estos trámites empezaban a agobiar.

—Por supuesto —accedió el policía.

Y eso es lo que hicieron.

Antes de abandonar el edificio, se cruzaron en el vestíbulo con un tipo de semblante demacrado y aspecto físicamente mejorable, que venía de entrar en el mismo. Emmanuel le lanzó una mirada despectiva mientras el fulano continuaba su marcha sin haber reparado en la presencia de la pareja.

—¿Todavía trabaja aquí? —preguntó Emmanuel a uno de los agentes uniformados que custodiaban la puerta de las dependencias policiales, al tiempo que señalaba con el dedo al recién llegado.

—Para nada, viene alguna vez de visita, hace años que está jubilado —negó el interrogado.

—Eso ya me cuadra mejor, aunque no puedo imaginarme que le queden amigos en el cuerpo, porque amigos, lo que se dice amigos, no creo que haya tenido ni uno solo en toda su vida, ya sabe a lo que me refiero —comentó Emmanuel.

—Veo que le conoce bien —asintió el segundo agente mostrando una sonrisa comprensiva.

—Yo no lo describiría con esas palabras —matizó Emmanuel—. Le conocí allá por los años setenta cuando la comisaría aún estaba ubicada cerca del paseo de Vara de Rey — prosiguió—. En aquellos tiempos ya era una mala persona, experto en generar malestar e incomodidad a su alrededor y no creo que con el tiempo su actitud haya mejorado mucho. Se pasaba gran parte del día ideando maldades —sentenció con frialdad.

Contra todo pronóstico, los dos agentes asintieron con un movimiento de cabeza al tiempo que intercambiaban una sonrisa de complicidad entre ellos.

Emmanuel recordaba que el tipo era un funcionario gris, celoso, amargado, rencoroso y hasta puede que cornudo, lo que explicaría muchas de sus actuaciones. Abusando de su posición de poder trataba de manera denigrante a los extranjeros que acudían a renovar su tarjeta de residencia o a realizar cualquier otra gestión necesaria para regularizar su situación.

—Espero que algún día acabe pagando por todo el mal que ha hecho —dijo Emmanuel, mientras adoptaba una actitud de evidente disgusto—. Vamos, salgamos de aquí —invitó cogiendo de la mano a Kala al tiempo que aceleraba las zancadas.

Abandonaron la comisaría

—O sea, que trabajas con barcos, qué coincidencia —comentó ella cuando se subieron de nuevo al jeep—. Precisamente yo estoy buscando a un tipo que es un fanático de la vela y estoy persuadida de que tiene un velero en algún puerto de la isla. ¿Crees que podrías ayudarme a encontrarlo?

—Puedo preguntar por ahí. ¿Tienes más datos sobre el tipo en cuestión?

—No muchos si te soy sincera.

—¿Qué aspecto tiene? —se interesó Emmanuel.

—No lo sé, seguro que ha recurrido a la cirugía estética —respondió Kala.

—Ya veo, pero por lo menos: ¿tienes idea de su edad? —continuó preguntando él.

—Rondará la cuarentena, por lo menos eso es lo que figura en su documentación oficial —aventuró ella—. A propósito, su barco tiene que ser muy especial, con mucha personalidad, no necesariamente llamativo pero excepcional en lo que a navegar se refiere —puntualizó.

—Eso ya es algo para empezar. ¿Dónde puedo localizarte si descubro algo?

—Me alojo en el Gran Hotel.

—De acuerdo. ¿Estás segura que el tío al que buscas se encuentra en Ibiza? —planteó Emmanuel.

—Sospecho, aunque todavía no tengo pruebas para corroborar que tiene que estar en la isla —informó ella—. Siempre es más agradable ocultarse en lugares en los que los placeres terrenales y la buena vida están al alcance de la mano —prosiguió—. ¿Quién quiere esconderse en el desierto del Gobi, aun a sabiendas de que allí no irá nadie a buscarte? —preguntó con una sonrisa burlona—. Pues eso, cuando todos los indicios te llevan al mismo sitio, es que ese tiene que ser el lugar en el que debes buscar —acabó sentenciando.

—En ese caso me pondré manos a la obra en cuanto tenga un momento libre.

A continuación él bostezó y ella no pudo evitar imitarle.

—Pareces cansado —comentó Kala.

—No he dormido mucho últimamente —admitió él.

—Deberías tomarte un respiro sea lo que sea que estés haciendo —aconsejó ella—. Una noche de sueño suele dejarte como nuevo —garantizó.

—No esperaré a que sea de noche para meterme en la cama —aseguró Emmanuel, notando cómo se le cerraban los ojos.

—Entiendo perfectamente lo que quieres decir.

—Una última pregunta: ¿el tipo en cuestión no será tu marido o un exnovio del que quieras vengarte? —se interesó él.

—Puedes estar tranquilo, no es nada personal, solo se trata de negocios —tranquilizó ella.

—Entonces, puedes contar conmigo. Ya te avisaré si le encuentro.

Intercambiaron sus números de teléfono y quedaron en llamarse si surgía algo de interés.

—Muy amable por tu parte —dejó caer ella antes de despedirse, mientras dejaba entrever una cálida sonrisa.

Emmanuel, sin perder ni un minuto, puso rumbo a su hogar con la intención de acostarse en su cama y dormir durante una semana del tirón.

—Estoy hecho una mierda, necesito echar una cabezada ya mismo —se dijo para sí, al tiempo que apoyaba el pie en el acelerador saltándose sin remordimientos todos los límites de velocidad.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, permaneció acostado durante cierto tiempo mientras miraba absorto las formas caprichosas que dibujaba el sol en las paredes al entrar en la habitación a través del ventanal.

—Tendría que haber corrido las cortinas —pensó para sus adentros.

Al cabo de un rato, se incorporó e hizo varios estiramientos escuchando complacido el crujido de algunas de sus vértebras. Acto seguido, se dirigió a la cocina para prepararse un café bien cargado. Poco después volvió de nuevo al dormitorio, sentándose en el borde de la cama para reflexionar acerca de lo que le esperaba ahí fuera.

Tomó un sorbo del energético brebaje con cafeína y depositó la taza en la mesilla de noche. Entonces, sin venir a cuento, a Emmanuel la fuerte personalidad de Kala le recordó a otra chica de temperamento apabullante con la que había tenido que enfrentarse años atrás.

 

Recordó que aquello sucedió a principios del mes de Junio del año 1973 o puede que fuese el año siguiente, en fin, no pondría su mano en el fuego y tampoco es que la fecha exacta tuviera demasiada importancia, lo fundamental es que ocurrió y que fue a principios del mes de junio.

Una uruguaya de aspecto salvaje, morena de piel, cabellera leonina de color azabache y una mirada desafiante con ojos más oscuros que la antracita. Sus labios carnosos escondían una dentadura no demasiado dañada teniendo en cuenta todos los padecimientos que había tenido que soportar a la largo de su vida. Una historia difícil de imaginar.

Padecía una ligera cojera apenas perceptible fruto de los torturas que había sufrido en las mazmorras del penal en el que había estado recluida. Estudiante de arquitectura, perteneció al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaro por lo que fue detenida acusada de salir a la calle portando armas de fuego e ingresó en la cárcel del Cabildo en Montevideo.

Un presidio para mujeres del que logró escapar, junto con treinta y ocho compañeras más, a través de un túnel escavado desde fuera que conectaba con la vetusta red del alcantarillado. Una fuga épica que tuvo lugar en el año 1971 y que marcó un antes y un después en las medidas de seguridad del presidio regentado hasta entonces por monjas.

A partir de ahí, circularon todo tipo de rumores acerca de las peripecias de la joven. Se contaba, entre otras cosas, que el inesperado descubrimiento de sus preferencias sexuales por las discípulas de Safo de Lesbos fue gracias a la lengua y a los dedos expertos de alguna de sus compañeras de celda. Algo que cambió su vida para siempre.

Adicta desde entonces al oxycontin con el que combatía los dolores crónicos, para ella, el futuro empezaba cada mañana al despertar.

—Yo estuve en el infierno y la verdad es que tampoco era para tanto —explicaba cuando había bebido más de la cuenta en un intento pueril por tratar de quitar hierro al asunto.

Se consideraba una auténtica luchadora, como tal no soportaba que se compadecieran de ella. Emmanuel había coincidido con ella varias veces en fiestas y algún que otro vernissage en galerías de arte de la isla, por lo que ya se conocían de vista.

El incruento enfrentamiento tuvo lugar en la cubierta del barco que les llevaba desde Ibiza a Formentera. El objeto de la disputa, una belleza juvenil, sueca por más señas, con un cuerpo de escándalo que iba pidiendo caricias y una boca apetitosa que gritaba, bésame. Un auténtico diamante en bruto.

A la derecha del cuadrilátero una hambrienta pantera uruguaya, en la otra esquina un tigre despiadado de apetito insaciable. Combate sin reglas, cada cual libre de usar sus mejores armas. Buscando el punto flaco del adversario.

Como si fueran pavos reales, ambos desplegaron su plumaje más llamativo e iniciaron las maniobras de acercamiento. Para Emmanuel una situación desconocida, habituado a competir con otros machos, tener que luchar con una hembra era una novedad a la vez que un reto interesante, por lo que se vio obligado a improvisar sobre la marcha.

Comprendió que o se espabilaba y sacaba a pasear cuanto antes sus dotes de seductor latino o la uruguaya de mirada felina no dudaría en arrebatarle a su presa. Entonces, como si hubiera sonado la campana que anuncia el inicio del primer asalto, ella abrió las hostilidades.

Reía más fuerte de lo estrictamente necesario, mientras él se pavoneaba mostrando su musculatura al tiempo que se llevaba la mano al paquete para dejar las cosas claras desde el principio.

—Mira lo que yo tengo y de lo que tú careces —parecía decir su mirada desafiante—. Ríndete, no tienes ni la menor posibilidad.

Inasible al desaliento y obviando la gratuita provocación, la pantera soltó una banalidad para romper el hielo, dirigiéndose al objeto de sus deseos pronunció una larga frase en español.

La muchacha frunció el ceño, dando a entender con ello que no había comprendido nada de lo que le había dicho. Sin parar a pensárselo, Emmanuel contraatacó de inmediato soltando un cumplido en inglés.

Y la chica sonrió complacida. Y todo ante la mirada perpleja del resto del pasaje.

Cuando la exótica uruguaya comprobó que la joven vikinga clavaba la mirada en la entrepierna de Emmanuel, echando con ello por tierra las escasas esperanzas que aún pudiera albergar, supo que había perdido la partida.

—Toda tuya —exclamó aceptando su derrota mientras hacía el típico gesto de tirar la toalla.

¿Los milagros? Puede que existan, pero la experiencia le indicaba que siempre solían pasar de largo por delante de su puerta camino de otros destinos. Y él por su parte tuvo por cierto que esta noche habría carne tierna escandinava en el menú.

En las islas Pitiusas, en aquellos maravillosos años, los comportamientos promiscuos estaban a la orden del día, algo que sin lugar a dudas sería la peor pesadilla para un fabricante de cinturones de castidad.

Aunque todo se complicó de repente cuando la joven vikinga empezó a estornudar ruidosamente mientras se le saltaban las lágrimas.

—Joder, ¿qué coño está pasando? —se preguntó Emmanuel intrigado. Y lo peor de todo es que la cosa no mostraba señales de mejorar—. Alergia —logró musitar ella entre estornudo y estornudo.

—¿Alergia? —repitió él, con la mirada perdida viendo como sus esperanzas de disfrutar de una noche de pasión se iban al garete.

—Gatos —confirmó la joven señalando con el dedo índice un par de mininos que alguien cercano a ellos transportaba en una pequeña jaula de mimbre.

—Lo siento, vayamos un poco más lejos —ofreció él, al tiempo que le atrapaba la mano para alejarla del peligro.

Al arribar al puerto de la Savina, caminaron lentamente en dirección a la salida, no intercambiaron ni una sola palabra el tiempo que tardaron en recorrer la distancia que les separaba de la pasarela por la que estaban desembarcando todos los pasajeros.

Cuando pisaron suelo de Formentera, la pantera ya había desaparecido entre la multitud y el tigre se dispuso a devorar a su presa. Otro trofeo a añadir a su larga lista de conquistas. Relaciones de una noche, de acuerdo, pero relaciones al fin y al cabo. Muy agradables, satisfactorias y apetitosas, por cierto.

La joven uruguaya por su parte desapareció de la isla meses después, de un día para otro, con la misma sigilosa discreción con la que había aparecido. Había llegado con los inicios de la primavera y se marchó sin despedirse a finales del verano.

Años más tarde, una leyenda urbana, de las muchas que recorrían por aquella época la isla, la situaba en Noruega, “casada” con la joven heredera de un imperio maderero, considerada como una de las mayores fortunas del país nórdico.

¿Dónde acaba la realidad y empieza la ficción?

El rumor puede que no fuese cierto, pero venía que ni pintado para animar las tertulias isleñas. Por soñar que no quede.

De repente, para Emmanuel, se rompió el hechizo. Las vibraciones del móvil le sacaron de sus ensoñaciones, leyó el mensaje y se incorporó dispuesto a enfrentarse al mundo con energías renovadas.

.

La reunión gastronómica entre amigos tenía lugar desde hacía varias décadas cada primer viernes de mes al mediodía en el bar Anita’s de San Carlos, llamado también Ca N´Anneta por los ibicencos. El mítico establecimiento permanecía anclado en el tiempo.

Por suerte, no había degenerado ni se había rendido a las nuevas modas igualitarias que de manera suicida habían adoptado infinidad de establecimientos isleños, perdiendo con ello la personalidad que les había caracterizado hasta entonces.

En el famoso bar de San Carlos todo permanecía más o menos igual que siempre, por un lado la clientela habitual compuesta por lugareños vecinos de la zona de hippies entrados en años y por otro los clásicos turistas que acudían en busca de un exotismo que les hacía soñar.

Steve recordó su primera visita al establecimiento a los pocos días de desembarcar en la isla, los más que económicos precios de las consumiciones le dejaron boquiabierto, para alguien proveniente de California eran un auténtico regalo a la vez que una invitación a consumir compulsivamente hasta caer rendido.

Entonces en el corto periodo que transcurrió entre su llegada a Ibiza y el inicio de su boyante negocio traficando con hachís, hubo un momento en el que se le acabaron los ahorros, pasó penurias y tuvo que llamar a su familia en Estados Unidos para que le enviaran algo de dinero con el que poder sobrevivir.

Como muchos otros que se encontraban en su misma situación y para evitar que las autoridades norteamericanas lograran localizarle, los giros y los cheques que le enviaban sus familiares venían a nombre de Mamá Anita, como la llamaban todos los hippies de la zona.

Ella cobraba el importe de la remesa económica, descontaba las consumiciones así como las comidas que había ido fiando a los chicos y les entregaba el resto. Era una relación de total confianza, un intercambio de favores en los que todos salían ganando y en los que jamás surgieron discrepancias.

¡Que tiempos aquellos!

Desde entonces los inacabables almuerzos formaban parte de un ritual ineludible, se trataba de opíparos a la vez que suculentos encuentros culinarios en los que los carnívoros daban buena cuenta de frita de cerdo, los pescetarianos de frita de pulpo, y en los que todos compartían ensaladas así como exquisitas tortillas cocinadas con los huevos de gallinas que correteaban en libertad por un corral cercano.

Todo ello regado generosamente con vino payés para unos, cerveza de barril para otros y bebidas varias para los más pusilánimes y en los que las sobremesas interminables servían para degustar el memorable y artesanal licor de hierbas destilado a partir de una receta personal de Anita, un secreto mejor guardado que el de la fórmula de la Coca Cola, a la vez que para evocar viejos acontecimientos reales o imaginarios.

A menudo, la misma anécdota del pasado era recordada por cada uno de los contertulios de manera diferente, lo que ocasionaba encendidos enfrentamientos para dilucidar quien tenía razón al respecto. A falta de moderador, no se respetaba el turno de palabra y constantemente se interrumpían a gritos unos a otros.

Al final, solían echar mano del primer ingenuo que pasara cerca de la mesa alrededor de la cual estaban reunidos para que hiciera las veces de mediador. Pero ay del pobre infeliz si intentaba abrir la boca para opinar algo de su propia cosecha porque podían caerle palos por todos lados.

Al principio acudían a la cita cerca de una veintena de comensales, aunque con el paso de los años solamente quedaban cinco. Algunos habían retornado para morir en sus países de origen y otros estaban enterrados en los diferentes cementerios de la isla.

Este viernes solamente acudieron a la convocatoria tres de ellos. Ethan todavía no se había presentado, algo que tampoco era de extrañar. A menudo llegaba tarde a las citas y nunca se disculpaba por ello. Emmanuel por su parte iba y venía según su estado de humor. Escuchar una y otra vez narrar las mismas batallitas de un pasado que ya nunca volvería no era precisamente uno de sus pasatiempos favoritos.

El humor etílico de brocha gorda, absurdo, sin pies ni cabeza, casi siempre caótico que se manejaba en esas tertulias, además de no tener gracia, únicamente solía ser comprensible bajo los efectos del alcohol.

Los continuos intercambios a cara de perro, a pesar de que nunca llegaba la sangre al río, a él le resultaban soporíficos e incluso algunas veces hasta se había quedado dormido. Literalmente. Esta vez se había disculpado dando como excusa una importante reunión de negocios a la que no podía faltar.

Junto con Mahé y Didier, Steve era uno de los supervivientes que asistía al informal almuerzo. Estudiaba medicina en la prestigiosa universidad de Stanford cuando le llamaron a filas.

A primera vista, la idea de viajar a un país exótico con todos los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos no era algo que le entusiasmase demasiado. Matar a gente desconocida en Vietnam para evitar que esa misma gente acabara con su vida no le pareció una buena alternativa.

Como hicieron muchos otros jóvenes antes que él, unos se declararon abiertamente antibelicistas y otros decididos partidarios del Peace & Love. Ninguno quería saber nada de palabras como napalm, incendios de aldeas y masacres de inocentes. Por supuesto, todos y cada uno de ellos, desertores confesos, fueron declarados en rebeldía por las fuerzas armadas.

 

Steve, por su parte, recibió la convocatoria por la mañana, esa misma noche prendió fuego a su cartilla de reclutamiento y, tras despedirse de su familia, atravesó sin problemas la frontera con Canadá poniendo pies en polvorosa camino de Suecia. Él nunca había sido partidario de auto flagelarse.

Días después, aterrizó de buena mañana en el aeropuerto de Arlanda procedente de Montreal. Al salir de la terminal internacional, enormes copos de nieve del tamaño de un balón de baloncesto, así como una temperatura gélida de muchos grados bajo cero, le dieron la bienvenida.

Y él, a punto de perecer aterido, cruzó los brazos sobre su pecho en un vano intento por protegerse del frío intenso. Teniendo en cuenta que nadie le había advertido a lo que tendría que enfrentarse, su llegada a territorio vikingo coincidió con el inicio de la Noche Polar, cuando lo que él esperaba era aterrizar para poder disfrutar del sol de medianoche. Un error de cálculo catastrófico.

Para alguien procedente de la soleada California, el frío ártico que reinaba en los países bálticos le hizo reflexionar sobre qué sería mejor y menos doloroso: morir congelado en una calle de Estocolmo o abatido por las balas de un vietcong emboscado en la selva.

Fue entonces cuando le hablaron de Ibiza.

No se lo pensó dos veces y puso rumbo al sur. Nunca se arrepintió de ello. Para sobrevivir, empezó traficando con hachís y aunque nunca lo había dejado del todo, cuando la competencia se hizo agobiante, continuó comerciando con piedras preciosas, donde por cierto logró labrarse una buena reputación como Stone Dealer.

Con la llegada de la tecnología, acabó sentado delante de un ordenador hackeando lo primero que desfilara por la pantalla del mismo. Siempre trabajaba por libre, controlando todo el proceso desde el pedido inicial hasta la entrega en mano. Su último descubrimiento al que estaba sacando buen provecho era el CBD, o sea el cannabidiol.

¿Quién mejor preparado que él para aprovechar los derivados de un producto que conocía a la perfección?

Era como cerrar un círculo.

—Empecé con hachís y acabaré con cannabis —solía comentar con sus contertulios— y ahora, cinco décadas después de traficar con chocolate libanés, por primera vez en mi vida soy un narco capitalista trabajando al amparo de la ley.

Sus amigos rieron la ocurrencia.

—Tendrías que grabar tutoriales sobre comercio alternativo en Youtube – comentó la única chica del trío.

Estaba convencida de que Steve poseía una trayectoria empresarial digna de ser estudiada en la universidad de la picaresca, caso de que existiera un centro de enseñanza de estas características.

Mahé, nombre de origen bretón que significa «regalo de Dios», desde niña estaba predestinada a alegrar la vida de los demás. Y en eso estaba desde hacía ya varias décadas. Había nacido en la isla Martinique, de madre bretona de Saint Maló y padre desconocido.

Ya se sabe que un número nada desdeñable de las nacidas en la bretaña francesa, como una mayoría de doncellas celtas desperdigadas por el mundo, son ligeras de cascos. A ella el pasaporte francés le permitía circular con total libertad y traspasar fronteras sin demasiadas dificultades.

Se había convertido con el paso del tiempo en la pastelera del Star System y de la Jet Set. Sus tartas, crepes y pastelitos aderezados de sustancias euforizantes eran famosos y no podían faltar en ninguna fiesta que se preciara. Mientras en los años setenta del siglo pasado centenares de jóvenes de todo el mundo habían decidido desplazarse hasta Katmandú, India o el Tibet para meditar en busca de la felicidad, ella permaneció cocinando en Ibiza.

Meditaba mientras horneaba sus galletas mientras reía con ruidosas carcajadas cuando abusaba probando nuevas recetas. Se desplazaba por la isla pedaleando sobre una bicicleta de paseo holandesa perfectamente engrasada en la que había instalado una caja de frutas de madera sobre el manillar que hacía las veces de cesta de la compra.

Con el transcurrir de los años, comenzó a pasar los veranos en Ibiza y los inviernos en Suiza entre Gstaad y Saint Moritz, aunque a menudo la llamaban desde Saint Tropez, Cerdeña u otros destinos exclusivos para que se ocupara de los postres.

Desde siempre utilizaba en sus recetas el chocolate que le proveía Steve, de la mejor calidad, nada que ver con esa mierda que fuman millones de drogotas. También es verdad que los precios de sus pasteles iban acorde con la calidad, por lo tanto solo eran accesibles a una clientela adinerada. Incluso a veces viajaba en aviones privados para elaborar sus creaciones en saraos que tenían lugar en enclaves paradisíacos lejos de presencias no deseadas, en lujosas mansiones o en superyates de ensueño. Últimamente no resultaba raro que compartiera el desplazamiento con famosos DJ`s que amenizaban la noche con los últimos éxitos de música electrónica.

A gusto consigo misma, no le importaba lucir arrugas cada vez que sonreía, porque para ella las líneas de expresión eran el resultado de millones de risas y de incontables momentos de felicidad.

En el paraíso ibicenco, Mahé había pasado a formar parte de un grupo de personajes atípicos en el que todos y cada uno de ellos transitaba por la vida viviendo al margen de lo establecido, ignorando las normas sociales, desafiando leyes que les parecían obsoletas y en más de una ocasión caminado por el filo de la catástrofe, aunque a la postre siempre habían logrado caer en el lado bueno.

Ellos no formaban parte de ese tipo de ancianos que han tirado la toalla demasiado pronto, viejos sin esperanzas ni anhelos que se sientan en un banco del parque para rumiar sus tristezas, dar de comer a las palomas o reflexionar sobre las ocasiones perdidas.

También es cierto que todos los miembros de esta exclusiva comunidad habían alcanzado edades en las que el tiempo ya no estaba de su parte y en el que las conversaciones giraban mucho más sobre acontecimientos pertenecientes al pasado que de cara a un hipotético futuro.

El tercero en discordia se llamaba Didier, así a secas, sin apellido, o más bien con múltiples apellidos a cual más ficticio, aunque todos amparados por un pasaporte diferente perfectamente falsificado. Un exiliado forzoso que a pesar del tiempo transcurrido desde su llegada a la isla había conservado intacto el acento cantarín que caracteriza a los nativos de la Costa Azul francesa.

En su adolescencia en Niza se dedicó a la compraventa de televisores o cualquier otro pequeño electrodoméstico que resultase fácilmente transportable. Bueno, vender sí que vendía. Lo de comprar ya es otra historia. Alguien veía un televisor de su gusto en el escaparate de cualquier comercio de electrodomésticos de la ciudad, anotaba las características del mismo y dejaba el encargo en un bar situado cerca del puerto.

Esa misma noche Didier, acompañado de algún cómplice de su confianza, reventaba la vitrina del establecimiento, se apoderaba del televisor en cuestión para llevarlo a la dirección que figuraba en el pedido, donde lo entregaba contra una suma de dinero en efectivo. Normalmente cobraba la mitad del precio que marcaba la etiqueta. Todos contentos. Salvo, bien entendido, los dueños de las tiendas saqueadas.

Las investigaciones policiales no lograban encontrar datos concluyentes con los que poder acusar a los ladrones y las pocas pistas que podían seguir raramente daban sus frutos o acababan en un callejón sin salida.

Sin embargo, uno de los encargos no salió como esperado, el dueño del local que pensaban asaltar permanecía agazapado desde hacía varias noches en la oscuridad de la tienda armado con una escopeta de caza. Apenas escuchó el estruendo que hizo la cristalera al romperse en mil pedazos, emergió de detrás del mostrador, presa del pánico empezó a disparar a discreción contra todo lo que se movía.