Ibiza

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Apenas pisó tierra, se dirigió a paso ligero hasta el primer bar que divisó en el entorno para disfrutar de su primer desayuno isleño. Café la Estrella, el nombre ya era de por sí atractivo, como si sirviese de guía a los desorientados navegantes recién desembarcados.

Se instaló en la barra y pidió un café con leche comprobando estupefacto cómo se lo servían en un vaso de cristal. Entonces, señaló con el dedo índice un bollo redondo y aplastado con pinta de caracola que estaba amontonado junto con otros de su misma especie en una bandeja depositada sobre el mostrador.

—¿Cómo se llama? —preguntó intrigado.

—Ensaimada, rellena de cabello de ángel, típico de las islas, está muy buena, seguro que le gustará —informó amablemente el camarero.

—Me ha convencido, en ese caso la probaré, póngame una, por favor.

El café le sintió de maravilla y el pastel isleño, a pesar de sus iniciales reticencias a comer cosas desconocidas, también fue de su agrado.

Acto seguido, lanzó una ojeada a su alrededor.

En una mesa cercana a la barra, un fulano leía la prensa diaria mientras echaba un trago a una extraña bebida de incierto color oscuro y a continuación daba una calada a un cigarrillo liado a mano antes de soltar una espesa bocanada de humo fétido resultado de la combustión de un sucedáneo apestoso del tabaco que atufó en un instante el ambiente del bar.

Y, por supuesto, todo ello sin importarle ni un ápice la opinión de los que le rodeaban. Para él puede que fuese el aroma de la felicidad, pero para el resto de los presentes una invitación a vomitar en toda regla. Más tarde Emmanuel se enteraría de que el sospechoso brebaje se llamaba palo y el picadillo apestoso pota.

El tipo vestía un traje un par de tallas más grande de lo correcto, cosa que a primera vista no parecía incomodarle en lo más mínimo, pero que, sin embargo, creaba una duda razonable acerca de la procedencia de su indumentaria, porque para qué vamos a engañarnos, no daba la impresión de que el traje fuera suyo, sino más bien parecía que lo hubiese heredado de algún familiar recientemente fallecido.

Emmanuel se preguntó para sí si el repelente color cetrino del semblante del jodido maleducado no sería fruto de la suma de sus nefastas preferencias alcohólicas y de sus humeantes vicios.

Otra de las mesas de la terraza estaba ocupada por un grupo de militares procedentes de la península que cumplían el servicio militar obligatorio en la isla. Todos iban rapados a cero para evitar en lo posible la presencia de piojos en los vetustos barracones en los que se hacinaban durante su estancia en Ibiza.

Se interpelaban a gritos unos a otros como si estuvieran participando en una asamblea anual de sordos, mientras apuraban botellines de cerveza a morro. «Aún no son las ocho y ya están bebiendo como si no hubiese un mañana» pensó Emmanuel para sus adentros con una mueca de reproche en el semblante. Y de repente, escuchó hablar francés a una pareja de hippies sentados en otra mesa cercana a la de los escandalosos soldados.

La chica de rizada melena color caoba vestía una blusa transparente que dejaba adivinar el contorno de sus senos y una falda multicolor que la cubría hasta los tobillos. Emmanuel comprobó extrañado que la joven iba descalza.

Su compañero llevaba largo el cabello de color rubio que le caía hasta los hombros y avanzaba por la vida ataviado con una camiseta descolorida de tonalidad incierta y unos pantalones de algodón teñido posiblemente traídos de la India.

Él también caminaba descalzo.

Fue el momento elegido por uno de los jóvenes militares para dar su opinión a voz en grito acerca de los hombres que se dejaban crecer el pelo hasta el punto de parecerse a una mujer. Puso en duda la virilidad del hippie y se ofreció solícito para reemplazarle en la cama de la chica mientras acompañaba sus palabras ofensivas con una carcajada despectiva al tiempo que miraba a su victima de arriba abajo con evidente animadversión.

El volumen del tono de su voz, ya de por si estridente, fue aumentando a medida en que se iba envalentonando. En un rasgo de puerilidad, echó la silla para atrás y se puso en pie de un salto adoptando una actitud prebélica. El aludido ignoró el comentario e hizo como si no lo hubiese escuchado y ante la insistencia del impertinente, un tonto de manual, se encogió de hombros dando a entender con ello que no tenía la intención de responder a sus provocaciones.

Peace & love, hermano.

Emmanuel, intrigado, se preguntó qué vendría a continuación, descendió apresuradamente del taburete en el que había permanecido sentado, cambió el peso de una pierna a otra mientras pensaba si debería intervenir en la pelea que se avecinaba, consciente de que corría el riesgo de acabar dando con sus huesos en una celda de la cárcel, finiquitando con ello sus soñadas vacaciones incluso antes de haberlas comenzado.

Desconcertado, permaneció inmóvil durante un corto instante, todo esto le sobrepasaba, pero acto seguido con gesto decidido optó por interponerse entre los adversarios poniendo en riesgo su integridad física.

Extendió los brazos en gesto de paz al tiempo que indicada a los contendientes que se dirigieran a las esquinas neutrales de un hipotético cuadrilátero virtual.

De pronto, el hasta ahora amable camarero salió de detrás de la barra visiblemente enojado y se aproximó rápidamente dejando aflorar la rabia en la mirada. Entonces soltó un discurso atropellado en una lengua desconocida, Emmanuel no comprendió nada de lo que había dicho, no obstante, intuyó de que se trataba de una amenaza velada.

La expresión de su cara auguraba inminentes sufrimientos a cualquiera que le contradijera. Saltaba a la vista de que no estaba de humor para permitir bromas de mal gusto en su establecimiento. Por suerte, no fue necesaria su intervención, otro de los soldados sujetó a su compañero de armas y se disculpó manifiestamente avergonzado mientras alzaba los brazos en señal de rendición.

—Está bien, ya nos vamos —anunció al tiempo que se alejaba tirando del jodido alborotador matinal.

El camarero movió la mano para restarle importancia al rifirrafe, mostrando con ello que aceptaba las disculpas. Una vez que los militares abandonaron el lugar, la joven hippie hizo una seña a Emmanuel para que se sentara con ellos.

Cuando él preguntó qué había dicho el empleado del bar, la chica le informó de que se había expresado en ibicenco, la manera en la que se comunicaban los isleños entre sí. Y que este último había advertido al grupo de soldados de que si no deponían su agresiva actitud en el acto, él llamaría a la policía militar para que viniera a arrestarlos y se hiciese cargo de la situación.

De pronto, tras un intercambio de efusivos saludos, otros tres tipos se incorporaron a la mesa. Hippies inconformistas de pelo largo. Emanaba de ellos el hedor característico mezcla de marihuana y pachulí que no parecía incomodar a nadie más que a Emmanuel.

A continuación, tras las presentaciones de rigor, la joven explicó que la terraza del bar la Estrella era el lugar estratégico en el que se instalaban los nativos así como los residentes de adopción para asistir al desembarco de viajeros, entre los que cada vez más destacaban por méritos propios nuevas remesas de hippies procedentes de los cinco continentes.

A menudo descendían por la pasarela como compactos rebaños de ovejas negras expatriadas, entre los que podían ocultarse a veces algunos ilustres exiliados que intentaban pasar desapercibidos.

La mayoría de los pacíficos invasores llegaba con una simple mochila que contenía lo indispensable para sobrevivir en cualquier lugar. Lo superfluo hacía tiempo que lo habían dejado tras de sí.

Como si se tratara de una estación de triaje humana, la mirada experimentada de los reunidos en la terraza del bar clasificaba en un instante a todos y cada uno de los recién llegados.

Los utópicos de siempre en busca de su Shangry-La. Los soñadores con inquietudes artísticas. Los románticos adictos al amor platónico. Los depredadores hambrientos predispuestos a follar sin parar hasta caer rendidos. O los filántropos altruistas predestinados a compartir su vida y sus bienes terrenales con el mundo entero.

También un número nada desdeñable de desertores norteamericanos que, escapando de un alistamiento forzoso para participar en una guerra sangrienta, acabarían recalando en una isla preciosa en la que reinaba la paz.

Tampoco podían faltar los hijos no deseados, fruto de matrimonios mal avenidos que a menudo acababan en divorcios y que huían del opresivo entorno familiar para vivir en comunión con la naturaleza. Así como los que desembarcaban persiguiendo un sueño con el que dar sentido a sus vidas. Sin descartar a los que huían de sus países de origen por tener en ellos asuntos pendientes con la justicia.

Emmanuel, en la terraza del bar Estrella y entre copa y copa, acabó recibiendo en una productiva mañana de mayo un cursillo acelerado con el que descubrir quién es quién en la isla a la primera mirada. Cosa que le serviría en un futuro inmediato para integrarse en su nuevo hogar mucho más rápido de lo imaginado y por lo que estaba infinitamente agradecido al grupo de hippies que le había asesorado de manera desinteresada a cambio de unas cuantas consumiciones.

También descubrió no sin cierta extrañeza que, de hecho, sus cinco compañeros de mesa se guiaban por una sencilla filosofía de vida, una manera diferente de enfocar la existencia. Vive y dejar vivir. Cosa que aunque a primera vista parece de sentido común, si te paras a pensarlo son pocos los que lo llevan a la práctica.

Ciertamente fue una conversación de lo más provechosa, aunque en este caso en particular se trataba de un plural muy singular. En efecto, la joven hippie era la única que no paraba de hablar mientras el resto de los presentes se limitaban a asentir cada cierto tiempo con un monosílabo o con un simple movimiento de cabeza.

 

Y hoy, instalado en una mesa de la cafetería Cappuccino, al otro lado de la bahía, Emmanuel rememoró que él tenía pensado pasar dos semanas de vacaciones cuando llegó por primera vez a Ibiza y que, contra todo pronóstico, ya habían transcurrido más de cinco décadas desde entonces. «Joder, cómo pasa el tiempo. Parece que fue ayer» pensó para sus adentros con una mueca de melancólica estupefacción en el semblante.

Obviamente, bastantes de los ideales que traía consigo al llegar a Ibiza habían ido menguando, cuando no desapareciendo, con el paso de los años. Tampoco es que los echara de menos, simplemente los había cambiado por otros más acordes con la edad.

El repentino silencio que se apoderó de la terraza hizo que aparcara sus recuerdos pasados para centrar su atención en el aquí y ahora. Comprobó cómo las miradas de todos los presentes se dirigían hacia la puerta de entrada del establecimiento. Y allí estaba ella.

Una aparición deslumbrante de perturbadora belleza, modulada a partir de un continuo cruce de razas. Peligrosamente atractiva, resultaba imposible dejar de mirarla, con curvas cautivadoras, pechos desafiantes, culo prieto y piernas interminables. Un auténtico artículo de lujo envuelto para regalo.

Se abrió un paréntesis silencioso en las conversaciones de los presentes. Las miradas de deseo de unos se mezclaban con las de envidia de otras. Sin embargo, a la recién llegada hacía ya mucho tiempo que no le molestaban las miradas lascivas de los hombres a su paso. Había terminado acostumbrándose a monopolizar la atención allí por donde pasaba. Ya debía ser la chica más popular desde la época del instituto.

La joven ocupó una mesa situada casi enfrente de la de Emmanuel, desplegó la carta e hizo un signo con la mano para captar la atención de una de las camareras. Una vez que hubo efectuado su pedido, concentró la mirada en la pantalla de su teléfono móvil. Entonces uno de los dos rusos enjoyados se puso en pie y avanzó sacando pecho hasta situarse enfrente de la joven y lanzó un comentario fuera de lugar. La típica bravuconería cargada de testosterona. El segundo se situó a su lado al tiempo que le reía la gracia. Formaban un dúo de engreídos que destilaba soberbia por los cuatro costados, persuadidos de que su dinero les otorgaba carta blanca para hacer lo que les viniera en gana.

La chica ni se inmutó y siguió a lo suyo, algo que irritó al acosador, quien lejos de darse por vencido, continuó insistiendo. Ella frunció los labios mostrando su descontento. El capullo montó en cólera y soltó una retahíla de palabras incomprensibles para la mayoría de los presentes.

—No pretendo ser desagradable, pero será mejor que me dejes en paz —advirtió ella, acompañando sus palabras con un mohín de fastidio.

Su tono aparentemente pausado no engañaba a nadie. Saltaba a la vista que no estaba dispuesta a dejarse intimidar por un par de matones de pacotilla.

Irradiaba de ella una fuerza felina y se notaba que poseía todas las capacidades necesarias para lograr gestionar situaciones comprometidas.

Emmanuel tuvo un mal presagio y se preparó para lo peor, se olió que algo irremediable estaba a punto de ocurrir. «¿Qué podría salir mal?» se preguntó. «Todo» acabó respondiéndose a sí mismo.

Fue el momento elegido por el segundo tipo para acabar de arreglar las cosas.

—Déjame tranquila —conminó ella. Su mirada expresaba el desprecio que le inspiraba el maromo, lo que contribuyó a acrecentar la irritación de este último.

Primero dio un puñetazo en la mesa haciendo volar por los aires la taza, el plato y los cubiertos, acto seguido se inclinó hacía la joven aproximando su cara más de lo estrictamente aconsejable y murmuró una frase claramente amenazante en ruso.

Aunque seguramente nadie de los allí reunidos dominaba el idioma de los zares, la entonación con la que fue pronunciada dejaba bien a las claras que se trataba de una obscenidad. Sin duda alguna una tremenda falta de delicadeza, dejando claro con su actitud que en lo concerniente al saber estar, saltaba a la vista que el don de gentes no era precisamente su punto fuerte.

La chica permaneció en silencio.

Emmanuel instintivamente se sintió obligado a acudir en su ayuda.

No fue necesario. De hecho, no tuvo tiempo, porque entonces el primer acosador, fuera de sí, alargó la mano con la intención de atrapar el brazo de la joven. Una actitud claramente hostil. Mala idea. Porque, al contrario de lo que cabría esperar, no solo es que no lo consiguiera, es que a partir de ahí las cosas se precipitaron. Ella se sintió arrinconada contra las cuerdas y reaccionó como cabía esperar. La primera regla de supervivencia reza que la violencia es siempre legítima cuando la utilizas en defensa propia. La joven sacó su brazo derecho a pasear propinando un codazo terrorífico en la cara del acosador. El golpe seco resonó como un chasquido.

Un par de molares abandonaron la boca del matón sin despedirse y de su nariz brotó un chorro de sangre que dejó todo perdido a su paso. El tipo abrió los ojos desmesuradamente mientras se derrumbaba a cámara lenta. Y se le hizo de noche.

Sin duda la mandíbula del capullo necesitaría una cura urgente de primeros auxilios seguida de una severa puesta a punto y un largo periodo de rehabilitación antes de que lograra masticar de nuevo cualquier manjar por muy tierno que fuera.

Cuando el segundo intentó atacarla, a él las cosas tampoco le fueron mejor. Una certera patada en la zona hepática hizo que se desplomara y acabara retorciéndose de dolor en el suelo antes de que su actividad motriz se viese interrumpida y se fundiera a negro.

El fugaz enfrentamiento terminó con la misma rapidez con la que había empezado. Los dos cuerpos yacían desparramados por los suelos, tirados de cualquier manera, uno boca abajo, con los brazos en cruz dejaba asomar una nalga por la brecha del pantalón roto. El otro, boca arriba, con la camiseta subida hasta la barbilla, mostraba unos abdominales perfectamente perfilados. Ambos inertes.

De manera inesperada, habían recibido una jodida cura de humildad de esas que no se olvidan jamás, prueba palpable de que la falta de educación puede ser perjudicial para la salud.

En todo momento, la joven permaneció sentada e incluso cuando los dos acosadores ya estaban fuera de combate, ella no hizo ademán de levantarse de su asiento. Como si la cosa no fuera con ella.

Durante unos segundos, en la terraza se instaló una sensación de suspensión del tiempo, un silencio conmocionado, ninguno de los presentes daba crédito a lo que venían de presenciar. Se vivieron instantes de alta tensión. Las caras de horror lo decían todo. ¿En Ibiza, en pleno verano, al mediodía, con el sol brillando en el cielo y en un lugar como este? Algo impensable, incomprensible y a todas luces fuera de lugar.

Y de repente una mujer entrada en carnes y de edad avanzada soltó un alarido lo que originó una estampida sin frenos de todos los clientes que huían despavoridos. A la desesperada, sálvese quien pueda. No obstante y contra todo pronóstico, en una de las mesas del fondo, una familia de alemanes permanecía anclada a sus asientos. El marido al borde del colapso. La mujer a punto de desmayo. Y los dos hijos adolescentes, como si nada, filmando con sus móviles todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Emmanuel tuvo por seguro que la pelea se haría viral en las redes sociales antes de acabar el día. Entonces, observó por el rabillo del ojo cómo el guardaespaldas de los dos tipos hacía ademán de desenfundar el arma que llevaba oculta en la parte trasera de su cintura.

En un acto reflejo carente de toda lógica, Emmanuel atrapó lo primero que tenía a mano.

—Stop —conminó, al tiempo que aplicaba con decisión en los riñones del gorila el vaso con forma de tubo en el que había bebido el zumo de naranja.

Quizás esta no fuera la mejor manera de enfocar el problema.

Un reto descabellado, otra extravagancia más a anotar en su cuenta de estrafalarios desafíos sin pies ni cabeza. De tanto tensar la cuerda, el día menos pensado acabaría su odisea en el salón principal de una funeraria reposando en un ataúd de caoba.

De manera inesperada, el matón desistió en su intento de sacar la pistola al tiempo que mascullaba:

—Ok, ok.

Emmanuel se preguntó hasta cuándo lograría mantener el farol antes de que el gorila descubriera el engaño y le acribillara a balazos. La respuesta a su pregunta no tardó en llegar.

La pareja de tortolitos que estaba desayunando un par de mesas más lejos se materializó como por arte de magia frente al ruso apuntándole a la cabeza con sendas pistolas.

—Policía, las manos en la nuca —ordenó la joven agente de la ley.

—Apártese, señor —aconsejó su compañero, lanzando una rápida ojeada a Emmanuel—, ya nos ocupamos nosotros —añadió.

—He dicho de rodillas —repitió la policía secreta.

Aparte del hecho de dejar aflorar la rabia contenida en su mirada, el tipo ni se inmutó, se notaba que no era la primera vez que le arrestaban.

Entonces Emmanuel soltó una frase en Euroenglish, el idioma oficial que la mayoría de los habitantes del continente europeo suelen utilizar para comunicarse entre sí, pero que, casualidades de la vida, en el Reino Unido nadie parece comprender.

El individuo le miró atónito, sopesó las posibilidades que le quedaban para salir del embrollo sin dejarse demasiadas plumas y su mirada insolente no tardó en volverse esquiva al comprender que tenía todas las de perder.

Se arrodilló lentamente, entrelazó los dedos detrás de la cabeza y cruzó las piernas una sobre otra.

—¿Qué le ha dicho? —se interesó la policía, mientras ponía la esposas al ruso.

—Que obedeciera la orden rápidamente por la cuenta que le tiene, porque usted está loca y el mes pasado acribilló a dos mafiosos sicilianos por no arrodillarse lo suficientemente rápido —explicó Emmanuel, antes de añadir—, por cierto, el tipo lleva una Glock escondida a la altura de los riñones.

—Vaya, me parece que aquí el más loco de los dos es usted —opinó la chica señalando el vaso que Emmanuel mantenía en la mano, añadiendo a continuación—. Cuando acabe de desayunar, pásese por la comisaría para rellenar una declaración.

—Lo siento, pero eso tendrá que esperar, tengo otras obligaciones más importantes que atender —objetó Emmanuel, pensando en la cita con su cliente.

—Permítame que seamos nosotros quienes decidamos lo que es importante y lo que no lo es. Creo que no ha entendido a mi compañera, no se trata de una invitación, es una citación en toda regla y le aconsejo que acuda a las dependencias policiales esta misma mañana si no desea ser detenido —amenazó el otro agente—. Esto también es válido para usted —añadió, dirigiéndose a la experta en artes marciales—. A propósito, ¿se encuentra usted bien señorita? —se interesó.

—Sí, muy bien, gracias —respondió la aludida con voz serena, dejando claro con ello que lo ocurrido en la terraza no le producía el menor remordimiento.

Arrepentimiento tampoco parecía ser una palabra que figurara en su vocabulario.

—Pues estos no podrán decir lo mismo —sentenció la policía lanzando una ojeada claramente despectiva a los cuerpos desparramados por el suelo.

—Son delincuentes de nacimiento, genéticamente preparados para delinquir —sentenció su compañero—. Estoy seguro de que ya desde la cuna robaban el chupete a los otros bebés.

Nadie le rio la gracia, cosa que solo logró enfurecerle más de la cuenta, por lo que en un intento por afirmar su autoridad fijó la mirada en Emmanuel e insistió en tono amenazador:

—¿Ha comprendido la obligatoriedad de acudir a las dependencias policiales?

Como Emmanuel no tenía la intención de dejarse avasallar así como así y dando por seguro que las cosas no tardarían en empeorar, se preguntó si no le vendría mal ir llamando a su abogado antes de que el agente le leyera sus derechos.

De repente, se escuchó el sonido estridente de la sirena de una ambulancia e instantes después se presentaron dos sanitarios. Mientras uno corría con la tabla espinal a cuestas, su colega le seguía transportando el resto del material necesario con el que prestar ayuda a los accidentados.

 

Una vez estabilizados los rusos y ayudados por dos de los numerosos agentes uniformados que habían acudido a la llamada de sus compañeros de la policía secreta cargaron con los cuerpos para poner rumbo al hospital.

Tras el breve, brutal a la vez que expeditivo enfrentamiento, los empleados del establecimiento, con una eficiencia digna de elogio, se afanaron en borrar las huellas del desastre.

En un visto y no visto la tranquilidad volvió a reinar en la terraza.

—¿Cuerpos de seguridad? ¿Fuerzas especiales? ¿Agente secreto? —preguntó Emmanuel intrigado cuando los sanitarios desaparecieron con los dos heridos y los policías se llevaron detenido al gorila.

Fue lo primero que se le ocurrió, hablar de trivialidades con el propósito de romper el hielo.

—No, la menor de cinco hermanos, los otros cuatro, todos chicos y con muy malas pulgas —aclaró ella, añadiendo a continuación—. El mejor campo de entrenamiento posible para perfeccionar la autodefensa.

—Ya, y sin duda tus cuatro hermanos son campeones olímpicos de artes marciales —dijo él, dejando aflorar un asomo de ironía en sus palabras.

Ella se abstuvo de comentarle que no era precisamente de las que inician las peleas, pero que una vez involucrada en ellas, no paraba hasta acabar con sus contrincantes.

—¿Con un vaso? —inquirió la joven mostrando una mueca de evidente incredulidad—. ¿Te enfrentas a un asesino profesional con un vaso? ¿En qué pensabas? —reprochó.

—¿Pensar? Bastante tenía con no orinarme en los pantalones —confesó él, dejando entrever una pálida sonrisa—. Reconozco que no era un plan perfecto, pero una vez descartadas todas las otras posibilidades era sin duda el que mejor se adaptaba a la situación —añadió en un vano intento por no parecer un descerebrado a los ojos de la chica.

Porque, lo peor de todo es que ni siquiera tenía un plan B. Era eso o nada.

—Ya veo —exclamó ella con un gesto de evidente desaprobación—. Un método infalible para suicidarse —prosiguió—, ¿sabes? Puedo apañármelas sola, no obstante, muchas gracias por tu ayuda —agradeció al tiempo que mostraba una sonrisa tan resplandeciente que se necesitaban gafas de sol para no resultar deslumbrado.

—Emmanuel.

—¿Cómo dices?

—Que es así como me llamo, Emmanuel —se presentó él.

—Kala, con K —especificó ella.

—Un nombre exótico —comentó él.

—Significa sol en hawaiano —ilustró ella.

—Primero pensé que eras brasileña y que tu manera de pelear tenía algo que ver con la capoeira.

—Para nada, es Kajukembo, un arte marcial que se practicaba en Hawai —corrigió ella.

—Parece que no tiene reglas —opinó Emmanuel.

—En efecto, es una mezcla de varias artes marciales adaptadas, algo así como un sistema de defensa personal callejero —informó Kala.

—Nunca había oído hablar de él.

—No me extraña, de hecho está prohibido por ley, los maestros que lo practican pueden contarse con los dedos de una mano y los escasos poseedores del cinturón negro no alcanzan la veintena en todo el mundo —continuó explicando ella—, aunque también es verdad que se le considera un método sucio de lucha —matizó.

—Pero por lo que he podido ver, muy efectivo.

—Eso puedes jurarlo —afirmó ella con rotundidad.

—Bueno, me parece que esos capullos han conseguido amargarnos el desayuno —comentó Emmanuel.

—Pues no vamos a permitir que eso ocurra, ¿verdad? —apostilló Kala—. Esto merece una celebración con champagne. ¿Perrier Jouet te va bien? Yo invito —ofreció.

—Lo siento, estoy esperando a un cliente importante —dijo él declinando la tentadora oferta—. Otra vez será —añadió.

—¿Qué tipo de negocios te traes entre manos? —preguntó ella.

—Soy asesor, intermediario, mediador o como quieras llamarlo —enumeró Emmanuel.

—¿Podrías ser algo más explícito? —animó Kala, al tiempo que mostraba una mueca de estupefacción en el semblante.

—Bueno, imagina que alguien desea comprar un yate o un velero, no cualquier barco, sino un modelo en concreto —anunció él—. Yo lo busco por él, controlo que todo funcione perfectamente, que no tenga vicios ocultos y que no necesite reparaciones importantes. Hago la tasación y propongo un precio que sea atractivo para ambas partes y a veces también llevo la embarcación hasta el lugar que me indique el comprador.

—O sea, que estás especializado en servicios náuticos.

—Esa podría ser una definición adecuada.

—¿Es rentable?

«Joder con los americanos, directamente a la yugular» se dijo para sí Emmanuel, recordando que ese tipo de preguntas suelen hacerlas los suegros al novio de su hija apenas ha traspasado el umbral cuando acude a cenar por primera vez a casa de su futura familia política.

—No me quejo, tarifa cerrada. Un porcentaje fijo de la transacción pagado a partes iguales por comprador y vendedor —informó vagamente Emmanuel sin mencionar cifras comprometedoras.

Se abstuvo de añadir que los pagos se efectuaban al margen de las leyes fiscales y que el importe íntegro se ingresaba en una cuenta opaca de un banco de Vaduz a nombre de una sociedad domiciliada en el despacho de un abogado residente en una pequeña travesía peatonal cercana a la catedral de San Florian en el minúsculo paraíso fiscal de Liechtenstein ubicado en el corazón del continente europeo.

A dos pasos de Ibiza como quien dice.

Una manera de lo más sutil para evitar pagar impuestos confiscatorios. Emmanuel odiaba que políticos gorrones, cuando no directamente corruptos, dispusieran de su dinero a su antojo sin ni siquiera consultarle.

—Y tú ¿a qué te dedicas? —preguntó a su vez Emmanuel de improviso.

—Soy un cruce de investigadora con secuestradora, ya sabes, lo uno lleva a lo otro — reveló Kala, al tiempo que adoptaba una actitud expectante.

—No te sigo —logró articular a duras penas Emmanuel.

Acto seguido lanzó una mirada perdida a izquierda y derecha.

No tenía nada claro cómo se supone que debía reaccionar a la inesperada confesión de la joven, por lo que se limitó a sonreír bobaliconamente a la espera de una aclaración más detallada.

—Buscapersonas o caza recompensas —manifestó ella, explicando a continuación—. Localizo a delincuentes por encargo, busco, descubro, someto y entrego a fugitivos a cambio de una generosa cantidad de dinero.

—Suena raro, aunque imagino que también debe resultar una ocupación apasionante — opinó él por decir algo, al tiempo que enarcaba una ceja.

Mostraba síntomas evidentes de hallarse sumido en un profundo desconcierto, por más vueltas que le daba no se le ocurría nada más que añadir.

—Cada caso es diferente y nunca sabes a ciencia cierta a lo que te vas a enfrentar —reveló ella—. Es un modo de vida que a veces resulta aburrido, aunque también es cierto que en algunas ocasiones es tremendamente excitante —prosiguió—. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo pasas sentado en bares o vestíbulos de hotel esperando pacientemente a que aparezca tu presa —aclaró.

—Debo admitir que esto era algo que no me esperaba —reconoció Emmanuel, aún bajo los efectos del shock que le habían producido las palabras de Kala—. Cuesta imaginar que una chica tan guapa como tú se dedique a atrapar a delincuentes peligrosos y los cambie por dinero como si se tratara de efectuar la entrega a domicilio de una pizza cuatro quesos —declaró desconcertado.

—Es algo más complicado que eso, pero tampoco es que vayas muy descaminado —corrigió ella lanzándole una mirada burlona.

Sabía por experiencia que la gran mayoría de las personas a las que revelaba a qué se dedicaba, de entrada, no sabían cómo comportarse, les provocaba asombro y necesitaban algo de tiempo para recuperarse de la conmoción.